El misterio de un hombre pequeñito: novela - 06

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pudiendo ser divertidísima era abominable por la blandura y apagamiento
de su voluntad. Finalmente, y reconociendo la necesidad de buscarse un
aliado, plantábase en Salamanca y en el domicilio de Vicente López, á
quien hablaba de volver á reunirse con Rita, y de la cuantiosa fortuna
que ésta iba á heredar.
La influencia de don Gil debilitábase mucho con la vigilia, pero nunca
llegaba á perderse completamente. Al abrir los ojos á la luz de la
mañana, algunas personas, en particular las mujeres, recordaban bien su
ensueño de la víspera; otras lo recomponían borrosamente; otras, en fin,
no hubiesen podido afirmar si soñaron ó no; pero, aun en éstas, las
emociones de la olvidada pesadilla jamás fracasaban del todo, é iban á
sumarse á ese légamo de celebraciones imprecisas, de deseos fracasados,
de ideas deshechas, donde el sentido íntimo hunde sus raíces.
El mundo psíquico de cada hombre tiene profundidades incalculables, y
así, lo que le sucede al individuo con el diccionario de su idioma
nativo, del que sólo conoce un exiguo número de palabras, le acontece,
pero en una proporción infinitamente mayor, con su vida mental. ¿Cuántos
fenómenos ocurren dentro y fuera de nosotros que no vemos? Palabras y
melodías, que llegaron á los oídos y no los conmovieron; tonalidades,
panoramas, puestas de sol, que resbalaron inadvertidas sobre las
pupilas; rebabas de deseos, de imágenes, de entusiasmos, de recuerdos,
que un instante vibraron en el espíritu, pero de modo tan somero que la
conciencia no los advirtió. ¿Acaso esto no rellena y colma las tres
cuartas partes de nuestra zona ética? De donde dedúcese que la notoria
poquedad y miopía del sentido íntimo acorta, en más de la mitad, la
angustiosa rapidez de nuestra vida, pues á las horas que descuida
durmiendo deben añadirse los millares de momentos por entre los cuales,
sin sospecharlo, va filando el espíritu.
Los elementos subconscientes representan, dentro del individuo, las
ideas de rebaño, de multitud. En una nación las capacidades directoras,
los principios inteligentes y activos, están reducidos á unos cuantos
cerebros: ellos marcan la orientación, el rumbo, del alma colectiva. El
resto lo constituye la muchedumbre, el poder bárbaro del número; son
«los ceros», los infinitos ceros, puestos á la derecha de la cifra
provista de valor sustantivo. Así las imágenes y determinaciones en
nuestro carácter: cada pasión, cada fanatismo, cada capricho, cada
antojo detenidos un instante, como mariposa, sobre nuestras cejas; lo
más inestable, lo más fugitivo y á ras de piel, por el hecho único de
ser consciente, ó, lo que es igual, de vivir en la luz, supone llevar
detrás, á modo de oscuro convoy, ejércitos de sensaciones y de ideas
eternamente perdidas en lo tenebroso, como los cimientos bajo la tierra.
En la vida moral todo es complejísimo, y lo que parecía más sencillo
muéstrase luego esclavo de ramificaciones infinitas, pues cada
sentimiento, como cada organismo, alimenta millones de sentimientos
parasitarios que viven de él, cual los infusorios en la gota de agua.
¿Qué taumaturgo sabría dónde y cuándo comenzó á formarse el daño que, á
lo largo del tiempo, ha de herirnos? ¿No es la herencia, quizás, el
vehículo mejor de la muerte? Y de igual manera; ¿quién podría enumerar
todos los gérmenes que justifican una lágrima ó una alegría?...
En la existencia colectiva de Puertopomares, el brujo del Paseo de los
Mirlos, como muchos llamaban á don Gil Tomás, significaba la
personificación ó expresión material del arcano inconsciente. Más ó
menos de soslayo, su vida enigmática afectaba á la de la comunidad,
porque su imagen medrosa había vibrado, siquiera un instante, en todas
las memorias. Se le apreciaba, se le temía; el vulgo adivinaba en aquel
cuerpecillo blandengue y en aquella cara, que no sabía reir, mociones y
potencias teúrgicas de las que nadie era capaz.
Muchas veces, de noche, hallándonos en nuestra habitación sumidos
apaciblemente en la lectura de un libro, experimentamos en el dorso de
las manos, sobre el cuello ó á lo largo de la espalda, puntos los más
agudizados de la sensibilidad tactil, un roce extraño; la presencia de
algo objetivo; una emoción innegable, que positivamente viene de afuera.
Sorprendidos miramos á nuestro alrededor y nada vemos, pero el débil
contacto suele repetirse, distrae nuestra atención y concluye
imponiéndonos la certidumbre de que no estamos solos. Imposible dudar.
Alguien se ha sentado enfrente de nosotros, alguien nos mira desde la
puerta que quedó entornada. ¿Quién nos acompaña? ¿Qué humanos efluvios
rozan nuestra piel?... Aun la ciencia no supo decirlo: acaso almas de
difuntos, vinculadas á nosotros por recuerdos de aborrecimiento ó de
amistad; tal vez espíritus de personas no muertas, sino dormidas, que
acuden á conocer nuestro hogar y á informarse de lo que hacemos.
Al cabo de cierto tiempo, la escuálida figurilla de don Gil, fortalecida
por los casos de envolvimiento y sortilegio que se le atribuían, llegó á
rendir la imaginación pública con tan vertical y absorbente tenacidad,
que si alguien recibía esas, que pudieran llamarse «emociones
epidérmicas de la soledad», inmediatamente se acordaba de él. Las
mujeres no podían olvidarle. En el misterio de los dormitorios, era el
dueño, el marido de todas, el sultán. Daba miedo. Cuando iba por la
calle, su cuerpecito expandía esa emoción de oscuridad, de silencio, que
dejan los entierros.
Las dos criadas, Pilar y Maximina, que compartían la intimidad del
hombre pequeñito, padecían la sugestión de su rostro amarillo. Pilar era
morena; Maximina, rubia. Por cobardía, más que por inclinación carnal,
una tras otra le pertenecieron y continuaban bajo su dominio. Del
hotelito del Paseo de los Mirlos, cuya fachada sombreaban dos copudos
castaños de India, no salían casi nunca; á las ventanas, siempre
celosamente cerradas, rara vez se asomaban, y, sin embargo, parecían
contentas. ¿Cómo su belleza y su juventud aceptaban aquel encierro? ¿Era
interesado cálculo de no separarse de don Gil, hasta su muerte, para
heredarle? ¿Era amor ó sumisión carnal á su insaciable ginecomanía?
Evidentemente, en el redaño de aquella humildad había un miedo. Ni
Maximina ni Pilar podían experimentar simpatía hacia el enano. Cuando
éste, después de cenar, reclamaba en su alcoba la asistencia de
cualquiera de ellas, la elegida le seguía sin manifiesta repugnancia,
pero también sin regocijo; y apenas le dejaba dormido cuando bonitamente
se escurría fuera del lecho. La idea de que don Gil Tomás era brujo y
podía aojarlas, las obsesionaba, y á su lado no hubieran podido
conciliar el sueño.
Además, tanto Maximina como Pilar habían comprobado que, no bien cerraba
los párpados, el hombre pequeñito se quedaba frío...


VII

No eran aún las nueve cuando don Gil subía las escaleras del Casino.
Teodoro, que estaba barriendo el zaguán, caminó tras él, para servirle.
Iba en mangas de camisa; llevaba un plumero en el sobaco izquierdo y
sobre el flaco pestorejo y á modo de bufanda, un trapo de sacudir el
polvo.
--Voy con usted, don Gil--dijo--, porque supongo que querrá usted tomar
algo.
--Sí; tomaré un ajenjo.
El hombre pequeñito cruzó el salón de baile, que rápidamente iba
llenándose de sol, y en la galería buscó una mesa desde donde atalayar
la esplendidez majestuosa del vasto panorama, verde, plata y azul. Sobre
el intensísimo añil celeste, las montañas, cubiertas de tupidos bosques,
se recortaban magníficamente. En la blanda lozanía vernal de la vega
albeaban numerosas casitas; enfrente de la estación había detenido un
tren de mercancías, y el humo de la locomotora elevábase verticalmente
en la atmósfera tibia y quieta. Don Gil ocupó una silla y se quitó el
sombrero, que colocó cuidadosamente en un velador próximo.
Tuvo entonces un suspiro largo, entrecortado y gozoso, de descanso.
Apoyó los pies sobre el travesaño delantero de la silla y con un pañuelo
enjugóse el sudor de su frente pálida. Su cabeza era tan grande para la
parvedad del enlutado cuerpecito, que las orejas y los hombros casi se
hallaban en la misma línea perpendicular.
Teodoro se le acercaba con el servicio del ajenjo.
--Mucho ha madrugado usted hoy, don Gil.
--Me eché á la calle muy antes de que saliera el sol. Más de tres leguas
llevo andadas.
--¿De paseo, verdad?
--De paseo: ir á Torres de la Encina y volver.
--Hace usted bien; el ejercicio es el mejor médico. A don Juan Manuel
también le gusta levantarse temprano. ¿No le ha visto usted hoy?
--No.
--Va mucho por ahí, porque en el término de Torres de la Encina tiene un
olivar.
--A quien he saludado en el Camino Bajo de la Estación, es al señor
Frasquito Miguel.
--Iría á Navahonda.
--No lo sé.
--¿Llevaba el carro?... Pues entonces iba á Navahonda, por leña. Va
todas las semanas.
Don Gil aderezó su ajenjo y pidió los periódicos del día. Trájoselos
Teodoro y seguidamente marchóse á proseguir el barrido y buena limpieza
del local. Un gran silencio llenaba el Casino. En el ambiente blanco de
la galería, el hombre pequeñito, amarillento, encogido y trajeado de
negro, parecía un niño enfermo. Absorto en la lectura de _El
Adelantado_, diario conservador de Salamanca, don Gil no vió á un hombre
que, habiéndole observado unos instantes desde la puerta del salón, se
retiró sin ruido. A intervalos prudentes el enano suspendía su lectura,
empuñaba la botella del agua y vertía algo de su contenido sobre el
terrón de azúcar puesto en un tenedor colocado sobre los bordes de la
copa. El agua, filtrándose á través del azúcar, caía gota á gota, y
abajo, en el fondo del vaso, el verdor del ajenjo insensiblemente
palidecía. La figura inmóvil de don Gil daba á la sencilla operación una
expresión medrosa y rara, un enigma de maleficio.
Terminada su faena, Teodoro reapareció y fué á sentarse al extremo
opuesto de la galería. Encendió un cigarro. Sus ojos azules, dóciles,
buenos, iban de un lado á otro, con la satisfacción de la labor
realizada, y á ratos se detenían en don Gil. Desde allí sólo podía verle
la mitad inferior de las piernas; el cuerpo se disimulaba tras el
periódico abierto.
Teodoro pensaba:
--Verdaderamente, el pobre es muy pequeñito...
Luego, su ánimo siempre fiel al cumplimiento de sus deberes, examinaba
lo hecho: la escalera y el portal ya estaban barridos; había fregado los
espejos y cepillado el paño de las mesas de billar; únicamente le
quedaban por sacudir la cocina y la sala de juego. Este honrado monólogo
interior lo interrumpía de vez en vez don Gil, quien, para continuar
leyendo, daba á _El Adelantado_ un nuevo doblez.
Entonces Teodoro volvía á decirse:
--¡Pero qué chiquito es!...
A media mañana don Gil Tomás, que había concluido de beber su ajenjo,
dejó los periódicos, se puso el sombrero y se deslizó de la silla abajo.
Primero apoyó en el suelo un pie, después el otro.
Teodoro también se levantó, servicial y reverente.
--¿Ya se marcha usted?
--Sí; me voy á casa. Hasta luego.
--Hasta luego ó hasta mañana.
--Adiós, Teodoro.
Salió y caminó por la calle Larga. La convicción de que era ridículo le
cohibía y no miraba á nadie. Cerca de la Fonda del Toro Blanco, en el
portal de la ferretería de don Isidro Peinado, vió á María Jacinta, la
hija del boticario, y á otras dos muchachas. Saludólas tocándose con una
mano el ala del sombrero.
--Buenos días.
--Buenos días, don Gil...
De rubor, como amapolas, se pusieron las tres.


VIII

Serían las siete de la mañana cuando en el vano de la ancha puerta,
llena de sol, perfilóse la encorvada figura de Frasquito Miguel. Llevaba
del ronzal una mula.
--Buenos días, don Ignacio.
--¡Hola, hombre, buenos días! ¡Adelante!
Los dos individuos que trabajaban en la fragua, interrumpieron su faena
para saludar.
--Buen día nos dé Dios.
Cojeaba el señor Frasquito, cojeaba la caballería. El veterinario
exclamó:
--¿Qué te trae por aquí?
--Pues, una desgracia que me sucedió ayer.
Los ojos del chalán pasearon por todas partes una mirada furtiva y
segura. El local donde don Ignacio tenía su clínica era espacioso, el
suelo de tierra, cubierto de boñigas y de estiércol, el techo bajo y
envigado, renegrido densamente por el humo de la fragua. Al fondo,
adosada al testero más oscuro, veíase una larga pesebrera: colgadas de
las sucias paredes y en ringlera había abundante número de herraduras, y
sobre los entrepaños de un armario, martillos, pinzas, un trabón inglés,
especie de pulsera con que se sujeta á los caballos para castrarlos, una
carátula almohadillada y otros enseres. En el espeso colchón de basura
que cubría el pavimento y cedía muellemente bajo los pies, en la cálida
y pestilente fermentación de tantos abonos corrompidos, bullía,
semejante á una devoradora comezón, la inquietud sanguinaria de las
garrapatas, de las hormigas y de las pulgas. Los escarabajos hacían su
agosto; zumbaban las moscas y los tábanos. El ambiente conservaba el
inconfundible olor áspero del casco quemado.
Don Ignacio Martínez, pequeño, sólido, esparrancado sobre el estiércol,
en mangas de camisa y con ambos pulgares metidos en los bolsillos del
chaleco, callaba esperando á que su interlocutor se explicase. Mascaba
una tagarnina, que con un impaciente guiño de labios se trasladaba á
cada momento de un lado á otro de la boca: tenía cargados de sueño los
ojos, y el ancho rostro, que aun no había tenido tiempo de lavarse,
macilento y de pocos amigos.
El albeitar hablaba siempre por estilo sucinto y conminatorio, y, salvo
á quince ó veinte personas de calidad, tuteaba á todo el mundo. El señor
Frasquito adelantóse algunos pasos y deslizando una mano bajo las
crecidas haldas de su sombrero, comenzó á rascarse el cogote, como si
aquella rascadura ayudase al nacimiento y composición de sus ideas.
--Pues, ya está usted viendo cómo viene la mula.
Mostraba el desdichado animal, que apenas podía moverse, el lado derecho
cubierto desde el anca á la cruz, por una bermeja, cruel y ardentísima
llaga. Tratábase de una horrible quemadura y con tan furiosa voracidad
las llamas mordieron en la carne, que royéndola toda dejaron al aire los
costillares. Según Frasquito Miguel explicó, el accidente había ocurrido
en el camino de Navahonda á Puertopomares. Iba él durmiendo en lo alto
de su carro cargado de leña. El tiro lo componían tres mulas; de julo
llevaba un pollino. De súbito despertó medio asfixiado por densísimos
remolinos de humo, sin que ni entonces ni luego pudiera comprender la
causa del siniestro; el convoy ardía, crepitaba, hecho un volcán.
Afortunadamente el señor Frasquito se recobró á tiempo, y con la
inesperada agilidad que le dió el peligro saltó á tierra. El burro y las
dos caballerías delanteras sacaron de su pánico fuerzas para romper los
tirantes y ponerse en salvo; la mula zaguera, presa entre las lanzas del
vehículo, no pudo imitarlas. Fué una escena terrible: el animal,
hostilizado por el calor y los lampazos del incendio, realizaba
esfuerzos supremos para zafarse; luego, cuando las llamas le chamuscaron
los quijotes, su pánico trocóse en desesperación y locura, y tales
fueron sus brincos y corcovas, que volcó el carro. De entre las varas de
éste logró sacarlo Frasquito Miguel tras no pocos esfuerzos, tirándole á
dos manos de la brida, y luego de cortar á cuchillo cuantos arreos y
guarniciones lo sujetaban; pero á pesar de su caritativa diligencia,
cuando lo consiguió ya las llamas hambrientas habían mordido mucho en
él.
Pasados unos instantes de meditación, el veterinario exclamó:
--No comprendo cómo ocurrió el accidente que acabas de contarme. ¿Tú
fumas?
--No, señor.
--¿Ni sueles llevar cerillas?
--Nunca. ¿A qué fin, si no fumo?... Pero, bien pudo suceder que á
cualquiera de los mozos que ayudaron á cargar el carro se le cayese una
caja de fósforos entre los haces de leña, inflamáronse aquellos después
con el sol y la carga empezó á arder.
Calló, miró al suelo y sus labios apuntaron una sonrisa.
--Por cierto que ayer á poco de salir de casa me crucé en el Camino Bajo
de la estación con don Gil, de quien tantas historias se cuentan, y me
dije: «Mala sombra.» ¡Palabra de honor que lo pensé así!...
--¡Déjate de pataratas!--interrumpió Martínez con brusca exaltación y
mordiéndose la uña del anular--; si hubieras ido andando, según era
deber tuyo, no hay fuego; pero como queréis ir por atún y á ver al
duque... ¡esas son las consecuencias! Bonito negocio has hecho: bien
dicen que por un clavo se pierde una herradura.
Repuso el señor Frasquito:
--Tiene usted razón; pero es imposible preverlo todo, y, además, hay
días en que la fatiga no le deja á uno ni tirar de los pies. En fin,
ahora lo necesario es que la mula sane pronto.
Replicó don Ignacio:
--Sanará en seguida si cuidáis de que no la piquen las moscas. Tú mismo
puedes curarla; todo se reduce á que la laves diariamente con ácido
pícrico. ¿Has comprendido?
--Sí, señor.
--¿Quieres la receta por escrito?
--No, no hace falta: ¿ácido pícrico dijo usted?
--Eso es: ácido pícrico, al cincuenta por ciento. Ve á la botica de don
Artemio y te servirán bien. Después del lavaje, y pasado un rato, cubres
toda la quemadura con glicerina; más adelante, si la llaga sigue
cicatrizándose, bastará secarla con polvos de almidón ó de arroz.
El animal, á quien el señor Frasquito tenía del cabestro, conservábase
inmóvil, el ollar casi pegado al suelo, entornados los ojos, en una
actitud de sufrimiento y pasividad. Martínez llegóse á él, frunciendo
las cejas, y sus dedos tactaron inteligentes los bordes negruzcos de la
herida; en la rojura de la llaga vaheante los costillares blanqueaban,
con una blancura de risa. El bruto, como si despertase, realizó un
esquince y alzó la cabeza; un extravío de cólera abrasó sus pupilas.
--No me detengo á curarlo--dijo don Ignacio--, porque dispongo de poco
tiempo. Hoy cumple años Fabiana y tenemos invitados á comer, y luego
baile. Además, ya sabes: ácido pícrico al cincuenta por ciento, es lo
mejor...
Saludó Frasquito Miguel con humildad y agradecimiento, y volvióse hacia
la calle, llevando el ramal de la mula por encima de un hombro.
Dócilmente la bestia le siguió. Entonces don Ignacio se acordó de decir:
--¿Y en tu casa?
Detúvose el interpelado, escorzándose un poco para contestar, pero sin
volver la cabeza:
--Bien todos, muchas gracias.
--¿Y tu mujer?
--Allí, la pobre, con los chicos; rabiando...
--¿Y Toribio?
--Por esos mundos, ganándose el pan. En Torres de la Encina, debe de
hallarse ahora.
--Bueno, hombre; dales recuerdos.
--Gracias, don Ignacio, y á mandar... ¡Arre, Pascuala!... ¡Arre,
Pascualita!...
Nuevamente la caballería caminó en pos de su amo. Este, con la
anquilosis de sus piernecillas flacas, muy sobradas de horcajadura, su
tórax ancho y aplastado, encorvado hacia adelante, y sus labios
entreabiertos y como idiotas en la oscuridad cobreña del rostro, parecía
sufrir un dolor de ijada. El lastimado animal apenas podía seguirle. Una
tras otra, sus figuras tristes recortáronse en el rectángulo soleado de
la puerta: cojeaba el hombre, cojeaba la mula. Desaparecieron...
Sobre el yunque, el martillo de la fragua volvió á cantar.


IX

Inmediatamente Martínez dirigióse al fondo de la clínica, empujó una
puertecilla y salió á un patio rectangular, bastante grande, con solado
de hormigón y dos testeros enverdecidos por la frondosidad invasora de
una hiedra. Los otros lados, adonde abocaban las habitaciones del piso
principal, estaban coronados por balcones muy saledizos, verdaderas
galerías encristaladas apoyadas sobre pilares de ladrillo. Allí encontró
á Fabiana, su mujer, y á su hija, ocupadas en sacudir las paredes y
traer los sillones donde los concurrentes al baile de aquella noche
habían de reposarse. Don Ignacio llegóse á ellas y las oprimió contra su
pecho, besando á la niña y pellizcando sabrosamente á la madre en las
posaderas. Después, informado de que las criadas habían sabido comprar
todo lo necesario para la cena, añadió:
--¿Cuántos invitados tenemos?
--Ocho; y si llega don Niceto seremos nueve.
--Pues dispón otros tres cubiertos porque esta mañana doña Virtudes me
envió recado de que vendría con sus pimpollos.
Martínez, más chiquito que su mujer, gordo, saludable, lleno de
impaciencias sanguíneas, era un esposo modelo que guardaba intactas, á
pesar de la costumbre, las brasas del sagrado deseo nupcial. Doña
Fabiana preguntó:
--¿No tenías que ver hoy el caballo de don Juan Manuel?
--Sí, más tarde.
Charló largo rato, hallando en aquellos diálogos familiares una dulce,
sencilla y confortadora alegría. Estimulado por la actividad de la madre
y de la hija, cogió un martillo y, encaramándose sobre un taburete, fijó
varios clavos. Acomodóse luego en una mecedora, apoyó el tarso de una
pierna sobre la rodilla de la otra, se aflojó comodonamente el cinturón,
dejó ir el cuerpo hacia atrás y encendió un cigarro. A sus ojos todo
ofrecíase ordenado y remozado por el glacis sin rival de la limpieza: el
hormigón, recién fregado, brillaba á la luz; sobre la celosa albura de
las encaladas paredes, la verdosidad húmeda de la hiedra parecía mayor;
desde sus jaulas, colgadas del techo de la galería, varios jilgueros y
canarios trinaban en ensordecedora competencia; las mecedoras de
rejilla, los veladores cubiertos por sutiles tapetes de malla y croché,
y los policromos festones de papel con que el gusto sencillo de la dueña
de la casa unió unas pilastras á otras, tenían en la penumbra del patio
suaves ligereza y frescura.
Rato hacía que Martínez se marchó y aun la decoradora faena se
prolongaba con perseverante fervor: Antoñita entraba y salía de las
habitaciones contiguas, acarreando plantas y cachivaches que las ágiles
y muy discretas manos de su madre distribuían luego con acierto vistoso.
Doña Fabiana Vázquez llegaba, con los treinta años, al lucido apogeo de
su belleza: tenía de ébano los undosos cabellos, morenas la bien calzada
frente y las carnosas mejillas, los labios creciditos y rojos,
almendrados los dientes, los ojos negros y pajareros, y una evidente
expresión de sanidad en toda su matronil persona. Lástima que no hubiese
crecido un poco más, con lo que hubiera alcanzado á esa línea de donde
arranca en las mujeres la gallardía; de lamentar también que sus brazos
fuesen demasiado carnosos, y el seno con exceso turgente, y que la
redonda cintura no se recogiera y anillase mejor sobre la bien soplada
magnificencia de las caderas. Todo ello la obligaba á caminar con cierta
lentitud y un anadeo que descubría, bajo la holgura de sus batas
bermejas, la disposición maciza de las piernas. No obstante, la
hermosura árabe de los ojos, la gracia traviesa de la boca y la
seductora ingenuidad de sus actitudes y palabras, suplían con exceso los
errores de la línea. Era buena, era simpática, emotiva, dulce; una de
esas almas maternales á cuyo lado los desgraciados y los tímidos,
especialmente, se encuentran bien.
Antoñita, su hija, tenía once años, el perfil delicado y los cabellos
encendidos como las mazorcas. La delgadez de sus piernas y de sus
brazos, y la longitud ducal de sus manos, profetizaban que iba á ser
alta. En sus pupilas azules había una indecisión que las agrandaba y
embellecía. Ninguno de sus progenitores, cuellicortos y redondos,
influyó en la grácil y espigada complexión de la chiquilla. Antoñita
parecía destinada á servir de origen ó troquel á un tipo nuevo; las
razas de los Martínez y de los Vázquez habían entroncado con tal
brusquedad que se anularon mutuamente, fundiéndose y como diluyéndose
apasionadamente en su retoño. Antoñita era Antoñita y perdería el tiempo
quien rebuscase entre sus tataradeudos paternos ó cognáticos una figura
que justificase la suya ante las leyes de la herencia. ¿Se afearía más
tarde? Cuando la niñez se resolviese en juventud y pues el ambiente rudo
de los pueblos no favorece á las bellezas delicadas, ¿resucitaría en
ella la gordura que en plena mocedad afligió á doña Fabiana? Nada
parecía señalarlo así, y Antoñita marcaba en su hogar una pincelada
inconfundible, noble y rara, semejante á esas plantas que alzan de
pronto un penacho verde, en la aridez de un viejo murallón.
A la tarde, pasadas las siete y media, comenzaron á llegar los invitados
al banquete. Don Ignacio, que estaba en la puerta de la calle tomando el
fresco, les acogía con sinceras demostraciones de regocijo, dábales
conversación unos instantes y les despachaba hacia dentro, diciéndoles:
--Si quieren ustedes ver á Fabiana, pueden pasar...
Ellos cruzaban la cuadra, fétida, oscurecida por el crepúsculo y
cubierta de estiércol; los pies se hundían en la hedionda majada donde
pululaban millares de insectos sanguinarios: por miedo á las cucarachas
las mujeres se arregazaban hasta media pierna. Después, empujando la
puertecilla que se abría al fondo del local, salían al patio. Allí les
aguardaban doña Fabiana y su hija, muy bien peinadas, ostentosamente
enjoyadas y vestidas de blanco. Un murmullo agasajador de besos, de
parabienes y de risas femeninas, llenaba el silencio; un silencio grato,
limpio, que olía á macetas recién regadas.
Los más puntuales en acudir á la fiesta fueron don Elías y doña
Presentación, con sus hijas Raimunda y Anita; luego llegó don Artemio
Morón con María Jacinta y su sobrina Flora; y tras ellos doña Evarista,
la amante de don Juan Manuel Rubio, la cual, así por el honesto
aislamiento de sus costumbres como por el considerable mérito político,
dinero y personales simpatías, de su protector, era en todos lados bien
recibida. La tertulia iba formándose en el patio, mientras llegaba la
hora de cenar. Las mujeres, á quienes la conversación excita y aturde
como el vino, se balanceaban en las mecedoras, abanicándose
nerviosamente y charlando todas muy alto y á la vez. Don Elías y don
Artemio, esquivando el ensordecedor rebullicio, comenzaron á pasearse
con andar cadencioso y las manos cruzadas atrás. Discurrían
ramplonamente:
--¿Se ha enterado usted del pedrisco que cayó anoche en Navahonda?
--Esta tarde me lo dijeron.
Don Elías miró al espacio, aljofarado de estrellas parpadeantes.
--Como no llueva pronto, pero recio, una cantidad de agua que valga la
pena, vamos á tener mucha miseria este año.
El recuerdo de sus obligaciones profesionales le arrancó un suspiro.
--Yo debía haber ido esta tarde á casa de la viuda de Guijosa; pero las
niñas se empeñaron en que las trajese aquí...
--¿Cómo sigue doña Amelia?
--Peor, siempre peor; cada día más gorda, hasta que la grasa la ahogue.
Morirá del corazón.
--Diga usted--interrumpió el farmacéutico--¿es cierto que no puede salir
de la habitación donde está?
--Ciertísimo. Hace años, á raíz del fallecimiento de Guijosa, la pobre
mujer se metió en su casa, y como las pesadumbres lo mismo se convierten
en tejido adiposo que nos enflaquecen y dejan en los santos huesos, á
ella el dolor la dió por engordar, y cuando á instancias mías determinó
hacer un poco de ejercicio, tenía las nalgas y el vientre tan enormes,
que ni de perfil cabía por las puertas. Actualmente mide cincuenta
centímetros de cuello. ¡Un monstruo! El caso de doña Amelia á un
extranjero le parecería inverosímil, pero á nosotros no debe
asombrarnos: ya sabe usted que nuestras mujeres cifran la mitad de su
virtud en las tres negaciones siguientes: no lavarse, no apretarse el
corsé y no poner los pies en la calle.
La brusquedad de sus propias palabras enardeció á Fernández Parreño. El
diálogo adquirió un sesgo social. Don Elías comenzó á perorar
cálidamente contra el quietismo de la intelectualidad hispana y á buscar
el origen de todos los males nacionales en el abandono de las escuelas.
Nación donde la enseñanza no es obligatoria, nación perdida. Don Artemio
hacía signos de asentimiento. El médico prosiguió:
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