El misterio de un hombre pequeñito: novela - 08

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cuando Martínez, que con las frecuentes libaciones sentíase enternecido
y más enamorado de su mujer que de costumbre, determinó obsequiar á sus
invitados con unas botellas de _champagne_.
A media noche los ojos de doña Presentación y de doña Virtudes empezaron
á cerrarse de sueño, pero las muchachas tenían los suyos por momentos
más pajareros y luminosos. La danza pedía vino, y el vino, danza;
multiplicábanse las conversaciones y las risas; los hombres hablaban á
gritos y rivalizaban en decir donaires. Salieron á colación varios
cuentos: don Elías refirió uno, otro don Artemio, y Luis Olmedilla
empezó una historia de tan sutil y quebradiza moralidad, que María
Jacinta, Flora y las señoritas de Fernández Parreño, comprendiéronse
obligadas á taparse los oídos. Doña Evarista acudió en socorro de las
escandalizadas doncellas.
--Luis, las atrocidades están prohibidas; hay demasiada gente...
--Pues, por eso, porque hay mucha gente, tienen mis ligerezas menos
gravedad.
--¡Al contrario! Particularmente, cualquiera de nosotras oiría eso... y
más. En público, no. La vergüenza femenina es un fenómeno de conjunto
que sólo se produce con la aparición de una «tercera persona». Como en
el Paraiso, exactamente...
Don Elías propuso un juego de prendas, pero su opinión fué rechazada. La
juventud prefería bailar. Las mejillas cubiertas de mador de las
muchachas ofrecían una tersura brillante y nacarina. Las hijas de
Fernández Parreño, hermosas y encendidas, estaban como lujuriantes
amapolas. Los rostros de Flora y de las señoritas de Castro, también
ardían, y aquel aborrachado color mejoraba su belleza. En los breves
instantes de silencio que dejaban las conversaciones, vibraba el
nervioso abrir y cerrar de los abanicos. Hasta las ojeras profundas y
los labios viciosos de María Jacinta tenían arreboles de salud.
Los músicos requerían de nuevo sus instrumentos, y Anita, que llevaba
agilidades de pájaro en los pies, pidió á voces un vals. La mayoría
protestó: deseaban algo más lento, más sensual...
Doña Fabiana llamó la atención de su marido.
--Me parece que ha sonado el aldabón de la puerta de la calle.
Martínez hizo un gesto de duda.
--¿A estas horas? No es probable.
Fernández Parreño ratificó lo dicho por la señora de Martínez: él
también estaba cierto de que habían llamado. Don Ignacio se encogió de
hombros.
--Quien sea--dijo--puede entrar, porque la puerta quedó entornada.
Acababan de ser dichas estas palabras, cuando la puertecilla que
relacionaba el patio con la cuadra se abrió lentamente y, sobre su
oscuridad, apareció don Gil.
La llegada insólita del hombre pequeñito y astral, determinó en todas
las mujeres idéntica emoción de frío. Miráronle con miedo, con rubor;
con ese rubor que hay en las pupilas de las recién casadas. De emoción
María Jacinta, la favorita de don Gil, quedóse lívida. Cesaron las
risas. La entrada de un Sultán en su serrallo, no produciría otro
efecto. Era el amo, el Deseo, que, de noche, se hacía hombre; el
íncubo...
En medio de aquel silencio repentino, silencio de sorpresa, don Gil
Tomás, el hombrecito color de paja, el hombrecito que no había reído
nunca, avanzó insinuando un saludo amable...


X

Pilar y Maximina charlaban en voz queda mientras cosían á la luz de la
lámpara. Pilar era regordetilla y tenía los cabellos negros, crespos y
lustrosos, de las cíngaras; Maximina, por el contrario, era rubia, alta,
pálida y señoril. Cuando momentos antes Pilar, un poco despeinada y con
ojos de tristeza, penetró en la estancia, su compañera la interrogó:
--¿Ya se ha dormido?
--Sí.
--¡Pronto le llegó el sueño esta noche!...
--Afortunadamente...
Y ya no hablaron más del hombre pequeñito. Pusiéronse ambas á zurcir
porque aquella faena, dando ocupación á sus manos, distraía de soslayo
su pensamiento y con la distracción iba el alivio. Todas las prendas que
repasaban pertenecían á don Gil: eran calcetinitos, calzoncillitos,
camisitas, elásticas, de inverosímil parvedad. En el silencio nocturno,
lejos, al otro lado de la Glorieta del Parque, resonaba acompasadamente
el martillo del veterinario. Vibró la voz del sereno:
--¡Las once... y nublado!
--Las once ya--repitió Pilar.
--Pues don Ignacio trabaja todavía.
--Sin duda por ser mañana jueves, día de feria.
--Es verdad.
Hablaron de las faenas menudas de la casa.
--¿Quién va á lavar esta semana?--preguntó Maximina.
--Me corresponde lavar á mí.
--¿Hay jabón?
--Me parece que no.
Se interrumpieron para contar las once campanadas del reloj del comedor;
latían límpidas, argentinas, debilitadas por la distancia.
--El amo ha dicho que quiere almorzar mañana paella--continuó Maximina.
--Bueno: sacrificaremos el pollo blanco; es el más grande y el más
peleador; á sus hermanos no los deja vivir.
Fuera de la casa susurraba un rumor pertinaz de marea, una inquietud de
agua corriente, producida por el viento entre los árboles.
--Mañana tendremos mal tiempo--observó Pilar.
--Creo lo mismo.
Callaron las dos azafatas y á la vez levantaron la cabeza, y sus miradas
quedaron fijas en un punto del muro. Inmediatamente sus ojos se
buscaron.
--¿Has visto?
--Sí.
Examinaron la lámpara.
--¿Habrá sido un temblequeo de la luz?
--No, sé.
Era un vapor tenue, una especie de mancha amarilla levísima, la que un
segundo--sólo un segundo--imaginaron ver resbalar por la blancura de la
pared. Las pestañas, en el abrir y cerrar automático de los párpados,
suelen echar sobre las pupilas una sombra así. Lo extraño, lo alarmante,
fué que, simultáneamente, idéntico fenómeno se hubiese producido en las
dos.
Maximina, con un movimiento nervioso, tiró su costura al suelo, como
disponiéndose á huir.
--Tengo miedo--dijo--; eso es el amo, que se ha marchado.
A Pilar, las manos, de terror, se la habían puesto frías y blancas.
--¿Dices que es el amo?
--Estoy segura. Vé á ver.
--¿A dónde quieres que vaya?
--A su cuarto.
--Yo, no me atrevo.
Maximina, cuyo miedo, por instantes, se convertía en curiosidad y valor,
se levantó.
--Vamos las dos.
Cogió á su compañera de un brazo, queriendo llevarla consigo. Pilar la
rechazó fácilmente; su pánico habíase trocado en fuerza hercúlea.
--¡Yo, no voy... yo no me muevo de aquí!
Levantaba la voz como si, verdaderamente, se hubiesen quedado solas. Por
nada se atrevería á penetrar en el dormitorio de don Gil. Maximina la
miró con odio y desdén:
--¡Cobarde!... Iré yo sola.
Dirigióse hacia la habitación del enano, que estaba contigua, empujó
suavemente la puerta y, sin entrar, miró. La cabeza, grande y amarilla,
de don Gil, reposaba sobre las almohadas.
Pilar, reanimada por el bizarro ejemplo de su compañera, la había
seguido. Preguntó:
--¿Está?...
Maximina volvió á cerrar la puerta y, muy pálida, se retiraba de
puntillas.
--Sí... está...--balbuceó.
Hizo un gesto y bajando mucho la voz:
--Como estar... ¡sí que está!... Y, sin embargo, no está. ¿Tú
comprendes?...


XI

La ociosidad y regocijo del vecindario puertopomarense tenían, aparte el
pequeño festival organizado en la plaza, todos los domingos, á la hora
de misa mayor, cuatro manifestaciones principales: el Casino, la Fonda
del Toro Blanco, el café de la Amistad, vulgarmente llamado «de la
Coja», por serlo su dueña, y la estación del ferrocarril. De estos
lugares, los tres primeros pertenecían exclusivamente al elemento
masculino; allí se congregaba para hablar de toros, de sementeras y de
política; jugar al dominó ó echar un rato á carambolas. Como fatigado de
la calle, el hombre, si intenta divertirse, necesita hallarse sentado y
entre paredes. En cambio, la mujer, que vive recluída y en perpetua
inquietud de ensueño, prefiere caminar, sentir el aletazo de las cosas
que violentamente llegan y huyen, y se va á la estación.
El Casino era el lugar predilecto de lo más conspicuo y benemérito de la
población; lo que constituía la nata, penacho ó cogollo de la mejor
sociedad, acudía allí. El patio de la Fonda del Toro Blanco, gracias á
las cortesanas marrullerías y buen unto de don Valentín, era visitado
también por la gente de pro, pero señalaba, dentro de la distinción, un
matiz más familiar, menos etiquetero y mirlado. Siempre que las personas
de viso sentían la pereza de vestirse con toda pulcritud; cuando don
Elías, por ejemplo, estaba con los pies doloridos de andar y sin ánimos
para calzarse las botas nuevas; ó don Artemio se había ensuciado los
puños de la camisa con el mortero y no tenía ganas de mudárselos; ó don
Juan Manuel Rubio, gordo y comodón, no quería aplicarse el tormento de
un cuello almidonado, iban á la fonda de Olmedilla. La concurrencia, de
consiguiente, era selecta, pero mostraba en su indumentaria y actitudes
cierto desaliño familiar. Se hablaba más alto y las discusiones
adquirían fragosidades tempestuosas; el individuo que en el Casino le
hubiese pedido á Teodoro te ó café, en el Toro Blanco, bajo el lozano
dosel de la parra que cubría el patio, bebía aguardiente; los jugadores
de dominó porraceaban con bullicioso ímpetu el mármol de las mesas, y á
nadie le parecía mal; allí los cuellos anchos, deshilachados y
cubiertos de suarda, de don Niceto, no atraían la murmuración, y don
Ignacio hubiera podido quedarse impunemente en mangas de camisa.
El café de la Amistad pertenecía al pueblo. Hallábase situado en el
cruce de las calles Bajada de la Fuente y Amor de Dios. Era un local
amplísimo, con suelo oscuro, de madera, y paredes blancas. Las luces
tremaban suciamente en la turbieza de los espejos metidos en gasas.
Varias columnas de hierro aguantaban la pesadumbre del techo, que un
pintor, para darle apariencias celestes, revocó de azul y adornó con una
lamentable bandada de golondrinas; el guión llevaba en el pico un ramo
de vid. Había tres mesas de billar, que casi nunca estaban ociosas, y
ocupaban el resto del salón numerosos veladores con pies de madera y
piedra de mármol. El mostrador hallábase inmediato á la puerta que
conducía al interior del establecimiento, y ante un elevado estante,
bien repleto de botellas polícromas y exornado en su remate por un reloj
de cuco.
En el café de la Amistad no había camareros; Rosario, la dueña, servía
por su mano á su clientela, y ello significaba el mejor sostén ó razón
del negocio. Era una rubia de veinticuatro años, desde el amanecer muy
bien peinada, empolvada y compuesta, tetuda, ancha de omoplatos y con
las restantes partes de su saludable persona tentadoramente apretadas y
rollizas. Para mayor provocación, siendo niña habíase roto la pierna
derecha á la altura de la rodilla, y como los huesos no se soldaron
bien, aquella extremidad quedó más corta, lo que la constreñía, al
caminar, á mover las nalgas de un modo que suspendía la atención de los
hombres. Más de un jugador de dominó, por mirárselas, se distrajo y
neciamente perdió la partida.
Entre los contertulios asiduos del café de la Coja, estaba Frasquito
Miguel. Iba solo y á prima noche y procuraba instalarse cerca de la
puerta, con la obsesión de embriagarse y de no llamar la atención al
salir. El señor Frasquito se emborrachaba con aguardiente. «Me
gustan--decía--las armas blancas...» De media en media hora pedía un
vaso grande, que bebía á sorbos caudales y lentos, para que el deleite
de su boca sedienta fuese mayor. Durante toda la velada, su figura
cetrina, inmóvil, apoyada de codos en la mesa, perfilábase sobre la
blancura de la pared. No hablaba, no sonreía, y si alguien le dirigía la
palabra, replicaba con monosílabos. Entre tanto, sus mejillas iban
congestionándose, desmayábase su labio inferior y sus ojos mortecinos
miraban idiotizados á la concurrencia. Si le invitaban á jugar una
partida de naipes, se excusaba moviendo la cabeza. No sentía la
necesidad inteligente de comunicarse con nadie. Su placer, el placer que
llenaba gozosamente el silencio de aquellas horas, era interior,
reconcentrado, hermético. El señor Frasquito pensaba en la coja; por
verla cojear, el busto inclinado como en una reverencia y las caderas en
alto, iba allí. Admirándola tan carnosa, tan blanca, tan limpia, tan
pechugona, pensaba en su coima, la fiera mujerona, cenceña, huesuda y
desapacible, y aunque hacía tiempo no ponía en ella las manos, harto
recordaba la aridez de su cuerpo triste, anquiseco y hombruno. «¡Si se
pareciese á «la Coja!...»--pensaba. Luego, ya tarde, llamaba á Rosario;
sin mirarla, con una especie de pudor amoroso, la preguntaba el importe
de su gasto, pagaba y muy erguido, rígidas las piernas, mesurado el
paso, como equilibrista que avanzase por una maroma, se dirigía hacia la
puerta.
Toribio Paredes, el tonelero Eustasio García, Luis Olmedilla, que
gustaba de alternar con la plebe, y otros individuos sobranceros y de
sueltas costumbres, frecuentaban puntualmente el café de la Amistad
sólo por complacer sus ojos en la hermosura de la dueña y,
particularmente, en las opulencias que su cojera, acompasadamente y tan
á gusto de todos, salpresaba y ponía de manifiesto. Este brusco vaivén
exasperaba la voluptuosidad colectiva: Rosario hubiese dejado de ser
coja, y, como por ensalmo, habrían disminuído sus ganancias; desde el
punto de vista económico, aquel «buen pie», que otros industriales la
envidiaban, era precisamente su pierna rota. De todo ello estaba bien
convencida la hermosa mujer, y aunque tenía un don Cuyo, de quien
parecía muy enamorada, fuese por interés ó por pinturería y femenil
vanidad, ó por ambas causas, complacíase en recorrer la sala, yendo de
mesa en mesa y repartiendo entre su clientela palabras de agasajo y
estudiadas sonrisas.
Eran muchos los mozos, trabajadores de los tejares y gañanes, que se la
comían con los ojos, y este represado apetito descubríase en el ardor
con que, mientras la miraban, dentro de sus alpargatas los dedos de sus
pies, desnudos, se retorcían. Toribio, especialmente, perecíase por
ella, y tanto creció su afición, que necesitó echarla del pecho. Su
hacienda, su mano de esposo, cuanto significaba y tenía, púsolo á merced
de la adorada. Rosario le escuchó indulgente y con frases cordiales le
desesperanzó y persuadió de la inutilidad de sus deseos: ella tenía á
quién querer, y este amor grande, amor de muchos años, excluía de su
corazón cualquier otro afecto. Llegaba tarde. Entre ambos, sin embargo,
podía haber amistad, una buena amistad... y no era poco. El sincero
acento de sus palabras convenció á Toribio: estaba bien; nunca más,
aunque llegase á centenario, volvería á importunarla con sus ruegos. No
obstante, bajo la vertical decisión de la voluntad, el deseo embravecido
persistía inexorable. Por adueñarse de «la Coja», Toribio Paredes
hubiese llegado al crimen: rendirla, estrujarla entre sus brazos
durante una noche, y luego quedarse ciego, cubrirse de lepra ó entregar
la garganta al verdugo... ¿qué importa?... El, nada decía; antes le
hubieran hecho picadillo, que arrancarle del cuerpo otra frase alusiva
al infierno de su corazón; pero cuando veía á Rosario, decolorábanse sus
labios, apretaba los dientes, y sus orejas, repentinamente blanqueadas
por la emoción del deseo, parecían adherirse al cráneo como las de las
fieras cuando van á reñir.
Al Casino, por las mañanas, iba poca gente; algunos jugadores de billar
y nada más. A mediodía llegaban los devotos del _vermouth_: don Elías,
don Isidro, don Juan Manuel, don Ignacio... Por las tardes,
especialmente desde las cuatro en adelante, la afluencia de socios
acrecía, y los salones ecoicos temblaban con el alboroto de las tacadas
y de las apuestas. De noche, la animación era aún mayor. Los
contertulios se repartían: los más jóvenes, luchaban inclinados sobre
las mesas de billar; otros, acudían á la sala de juego, ó fraccionados
en grupos, se abandonaban á las sorpresas del dominó ó del tute.
Entre los concurrentes más tenaces estaba don Elías, quien diariamente,
á lo largo de su vida, le disputaba á don Artemio Morón el campeonato
del ajedrez. Tres años hacía que, todas las noches, aquel empeñado
torneo se reanudaba: ni claudicaba el médico, ni el boticario se rendía:
si Fernández Parreño perdía, don Artemio le invitaba á desquitarse; si,
por el contrario, el vencido y deshecho era don Artemio, don Elías se
apresuraba á desafiarle nuevamente y agasajarle así con la perspectiva
de una victoria.
Esta tenacidad servía de argamasa ó basamento á una tertulia formada por
el juez don Niceto Olmedilla, Romualdo Pérez, Epifanio Rodríguez y don
Pepe Erato, uno de los vecinos más insignificantes y más buenos de la
población. Don Juan Manuel, que adoraba las ásperas emociones del
«treinta y cuarenta» llegaba después, y siempre, hubiese ganado ó
perdido, su hablar cultipicaño, abundante y sobrado de amables
paradojas, imprimía á la conversación rumboso incremento.
Don Ignacio Martínez, favorecido por don Dimas, el médico, don Isidro
Peinado y otros, constituía reunión aparte: el veterinario era
vanidosillo y celoso de su personalidad, y no quería sentarse á la mesa
donde otros prestigios--los de don Juan Manuel y Fernández Parreño,
verbigracia--pudiesen igualar el suyo cuando no oscurecerlo. Establecida
esta separación y satisfecho de su independencia y hegemonía, Martínez
ya no hallaba reparo en interpelar á sus amigos de otras tertulias con
razones y dichetes, y obtener así para la suya algunas migajas de la
alacridad que generalmente sobraba en la del diputado.
Varias figuras, comunes á la mayoría de las ciudades pequeñas,
descollaban allí.
Don Ignacio, por ejemplo, era ese individuo que en los casinos de todos
los pueblos lee la prensa en voz alta. Adquirió este hábito á poco de
terminar su carrera, porque, según decía, con el mucho estudiar se le
había fatigado el cerebro y de resultas dispersado y tullido la
atención, de manera que no acertaba á comprender claramente lo que leía
si al mismo tiempo que por los ojos las palabras impresas no iban
metiéndosele en el alma por los oídos. Un sentido ayudaba al otro. El
público había aceptado aquella costumbre. A veces, si alguien, acuciado
por el interés de algún acontecimiento taurino, ó de cualquier incidente
parlamentario ruidoso, proponía: «Veamos lo que dice el periódico». Sus
oyentes le contestaban enseguida: «¿Qué prisa hay? Esperemos á que venga
don Ignacio; él lo leerá». Tácitamente no reconocían otro lector: en sus
labios las noticias tenían mejor aderezo; estaban habituados á sus
ademanes, á su manera de frasear, á sus apostillas un poco anárquicas.
De bonísimo grado Martínez ejercitaba aquel cargo honorífico. Fiado en
la adhesión incondicional de su auditorio, apenas llegaba al Casino
desdoblaba la prensa, venida de Salamanca ó de Madrid, instalábase
debajo de una luz y poníase á leer de modo que todos le oyesen. Era un
lector constante, entusiasta y gratuito, cuya voz dura y violenta, como
su carácter, llenaba el salón. Egoístamente, sin curarse de nadie, don
Ignacio leía el artículo «de fondo», los telegramas, la crónica negra,
la sección de teatros... Los circunstantes le atendían unas veces, otras
no; generalmente sólo le escuchaban el tiempo que Teodoro tardaba en
traerles la caja del dominó ó la del ajedrez; luego se abismaban en el
juego y olvidados de Martínez disputaban y reían. Don Ignacio, sin
embargo, continuaba leyendo: primero, leía para todos; después para
Teodoro, que sentado á su lado y codicioso de saber lo que acaecía en el
mundo, miraba al albeitar como á un oráculo; pero estas devociones
siempre eran cortas, porque sus obligaciones de camarero le obligaban á
ir incesantemente de un sitio á otro. Entonces don Ignacio,
impertérrito, sin curarse ya de nadie, continuaba leyendo para sí mismo,
y la obstinada fe que en ello ponía era la del estudiante que, en
víspera de examen, estuviera aprendiéndose una página de memoria.
Diversos concurrentes al Casino se particularizaban y distinguían por
otros rasgos ó costumbres especiales.
Así don Artemio Morón era el individuo más madrugador de Puertopomares
y, por lo mismo, el mejor informado de cuantos enredijos amenizaban la
vida secreta del vecindario. Fuese invierno ó verano, apenas empezaba á
clarear, su alto perfil, zancudo y jiboso, destacábase en la puerta de
la farmacia: esparrancado, las manos metidas en las faltriqueras del
pantalón, la inquisitiva mirada puesta en las calles mojadas aún de
rocío. Desde su observatorio atalayaba un buen trozo de la calle Larga,
casi toda la Glorieta del Parque y las primeras casas del umbroso Paseo
de los Mirlos. Sin su implacable curiosidad, despabilada no bien
amanecía, muchos pecados hubiesen quedado ocultos. Morón, que veía salir
muy de mañana á don Juan Manuel del domicilio de doña Evarista, llevaba
cuenta de las noches que el diputado distraía en casa de su amiga,
avizoraba también á cuantos mozos volvían de pernoctar en el burdel de
la Casilda, y si pasaba algún tipo desconocido, de su traza y del rumbo
que llevase deducía quién fuese. En años anteriores, la virtud, muy
propensa á quebrarse, de doña Amparito, la esposa de don Pepe Erato,
proporcionó al boticario golosos atisbos, y no era lo peor que
descubriese la falta, sino el criminal regocijo que ponía en contarla.
Por él, finalmente, se supo que á horas avanzadas de la noche Romualdo
rondaba las rejas de doña Virtudes, y que en aquella donde Micaela
asomaba la gentil travesura de su rostro, el joven gerente de _La
Honradez_ se agarraba y cosía.
Los matuteros, y más aún los amantes clandestinos, recelaban la
centinela inexorable de don Artemio. A la hora del alba, la de más hondo
y sabroso dormir, todas las mujeres que sufrían la angustia de alguna
pasión prohibida, removían al amante feliz y cansado. Con zarandeos y
palabras de alerta, espantaban su modorra.
--Levántate--decían--y vete, antes de que don Artemio abra la botica.
Bajo el recuerdo de aquel nombre, ellos obedecían asustados, como huyen
los malos intentos ante la razón. En la vida de Puertopomares, don
Artemio, vigilante y acusador, simbolizaba la conciencia.
Don José Erato, en punto á vigilancia, era el reverso de don Artemio.
Por no fiscalizar lo que á su alrededor sucedía, ni siquiera en la vida
de su mujer se entrometió nunca, y así fueron de libérrimas las
costumbres de doña Amparito. Don Pepe, aunque de familia acomodada, no
pudo seguir ninguna carrera porque «se dormía» leyendo. Todo lo
contrario de Martínez. Los médicos, achacando aquella modorra á una
lesión cerebral, le prohibieron el estudio. Vivía, pues, de sus rentas
que, si bien modestas, bastaban á sus necesidades, y el dulce sueño que
le causaban los libros, cerrándole también bondadosamente los párpados
para ciertas vergüenzas de su existencia conyugal, mantuvo la dulce
ecuanimidad de su espíritu. Los mejor pensados aseguraban que don Pepe,
aislado realmente de todo por esa conflagración de silencio y de sombras
que el mundo teje alrededor de los maridos engañados, no sospechó jamás
los platos de adulterio que á espaldas suyas se guisaban; pero otros, le
suponían al corriente de todo, añadiendo que era tal el imperio de doña
Amparito sobre su esposo, y tan fuerte el amor de éste hacia ella, que
por no perderla renunciaba á sus fueros de marido y su pasión resolvíase
en cobarde humildad.
Al fin estos errores juveniles pasaron. Hacía tiempo que los dos eran
viejos: ella tenía cincuenta años, él rondaba ya los sesenta. Vivían en
una casita de su propiedad situada en el Camino Alto de la estación, y,
diariamente, al declinar el sol, sus vecinos les veían asomados, entre
floridas macetas, á una ventana del piso bajo. Algunos saludaban:
--Buenas tardes, doña Amparo y don José.
--Buenas tardes...
El padecía del estómago y su semblante descolorido expresaba tristeza;
doña Amparito, en cambio, era alegre y sus ojos derramaban desenfado y
salud. No obstante, sus dos figuras rimaban bien; se completaban. Don
Pepe, que seguramente conocía todo el ridículo de su historia, nunca se
había quejado: era bueno, dulce, afable, paternal, indulgente; un
espíritu ecléctico, de limpia raigambre cristiana; un evangélico sin
hiel y sin rencor, que, convencido de la feroz tiranía que sobre ciertos
temperamentos ejerce el deseo, pasó su mansa existencia «haciéndose
cargo». Por lo mismo doña Amparito, ya en los umbrales de la ancianidad,
comenzó á quererle. Menos aquél, todos los hombres á quienes neciamente
se dió la habian olvidado. Entonces su ánimo tornóse hacia el pobre
compañero sumiso, de manos frías y cabellos blancos, que siempre
perdonó; y, por ensalmo, su desprecio hacia él evolucionó y fué
simpatía, y la aburrida costumbre de vivir juntos, poco á poco floreció
en rosas de agradecimiento y de suave amor. Contribuyó á esta
reconciliación sin palabras, obra de arte del tiempo, la pérdida de un
hijo que, suicidándose á los veinte años por una mujer, debió de
enseñarles á entrambos el hondo horror de las pasiones fuertes. Esto
abrevió el otoño sentimental de doña Amparito; dentro de su cuerpo,
todavía garrido, su alma flaqueaba y se cubría de arrugas, y cuando
hastiada, revolvió los andariegos ojos hacia don Pepe, acaso se
maravilló de hallarse tan cerca de él y de quererle tanto. Fatalmente su
cansado corazón y la moral se ponían de acuerdo.
Acerca de este arrepentimiento, tan dulce quizás por ser tan tardío,
tuvo don Juan Manuel una frase volteriana:
--Ha vuelto á el--dijo--á esa edad en que la virtud deja de ser para
nosotros un estorbo.
Así era, en efecto. ¡Pobre don Pepe! Pero, después de la virtud que nace
del amor, la nacida del desengaño y de la fatiga, ¿no es la más
segura?...
La Fonda del Toro Blanco tenía sobre el Casino la indiscutible ventaja
de que en ella se podía comer. Según la estación, el público se
congregaba en el comedor ó al aire libre, que para tales y aun mayores
esparcimientos ofrecía la casa comodidades y anchura. Durante la
estación estival las mesas de billar y tresillo eran sacadas al patio
que, en testimonio y alabanza de su frescura y sanidad, los concurrentes
llamaban «la playa». Era un amplio espacio cuadrangular enlosado de
mármol y circuído en lo alto por una galería que sustentaban columnas de
hierro. Una vieja parra muy umbrosa y lozana, le servía de dosel y las
luces eléctricas distribuídas equilibradamente entre la fronda, daban á
las hojas más próximas alegrías de corindón. En el nimbo plata de cada
lamparilla, las arañas, silenciosas, tejían su traición. A un lado,
negra, redonda, la boca de un viejo pozo de musgoso brocal, refrescaba
el ambiente con su aliento húmedo. Aquel pozo tenía una historia: á su
abismo, Luis Olmedilla, una noche, había querido tirar á una criada.
En invierno la tertulia se trasladaba al comedor, vastísimo local con
suelo de madera, paredes estucadas y cinco ó más ventanas á una huerta.
La única singularidad digna de recordación que allí había, era el
retrato de don Valentín con que el testero principal del salón se
adornaba. Cuando algún forastero, curioso, inquería el origen de aquella
obra de arte, don Valentín Olmedilla, como hombre que tiene clasificada
la gloria entre las mayores pequeñeces humanas, modestamente bajaba los
ojos. En esta actitud, que evocaba una historia, había un remordimiento:
él, tan bueno siempre, tan blando para sus clientes morosos, tan
desprendido, una vez fué cruel con un desdichado pintor vagabundo que le
adeudaba dos meses de pupilaje; la trampa del artista ascendía á
doscientas pesetas.
--Pues si no tiene usted dinero--había dicho don Valentín--va usted á
pagarme haciéndome un retrato.
Y como era compasivo, añadió:
--Los días que emplee usted en concluirlo puede vivirlos aquí; no le
costarán nada.
Valido de esta autorización misericordiosa el pintor no se dió prisa en
pagar. Invocando ambagiosas razones de luz, sólo trabajaba por las
tardes, durante una ó dos horas: la señora de Olmedilla, sus hijas,
Serafina y Mercedes, y Dominga, la sobrina de don Valentín, agrupadas
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