El misterio de un hombre pequeñito: novela - 12

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--Lo soñé anoche--prosiguió Toribio--, me lo dijo don Gil, y cuando él
hablaba, yo le oía y veía según ahora mismo te oigo y te veo á ti.
La mujerona, hipnotizada, frunciendo los párpados como quien en la
oscuridad de una noche sin luna vislumbra un camino, repitió:
--Sí, sí...
Continuó el bujero:
--Luego le quitamos á la mula una herradura y la clavamos en la parte
más gruesa de la maza, que así preparada nos servirá de rompecabezas.
Con ella, de un solo golpe, le parto yo la frente á Frasquito, y la
gente, cuando vea la herida, pensará que se trata de una coz.
Su rostro anguloso resplandecía con la fiebre de una espantosa
inspiración. A descompuestas zancadas dirigióse hacia el patio.
--Ven... ¡pronto!...
A pesar de no haberle comprendido bien, su hermana le siguió. A oscuras,
para no atraer la atención chismera de los vecinos, salieron al patio,
sobre el cual el cielo estrellado vertía un casi imperceptible claror.
Los muros blanqueaban en la sombra borrosamente. A la izquierda, la
puerta del almacén aparecía cerrada; á la derecha, bajo la techumbre de
la cuadra, los animales, medio dormidos, piafaban y sacudían sus
cabezales. Al fondo, un mogote de retamas, tablas y trozos de viejos
horcones, destinados al fuego, levantaban una mancha informe en la
limpieza de la pared. Allí los dos hermanos inclinados hacia adelante,
como sobre un rastrojo, empezaron á buscar. Rita era la más impaciente;
casi sin interrupción, no bien sus ávidas manos tropezaban un zoquete,
interrogaba.
--¿Sirve este?
Toribio, tasándolo con una mirada, repetía lacónico.
--No.
--¿Y este?
--Tampoco.
Ella volvía á preguntar:
--¿Y este?
Tenía la obsesión de que el señor Frasquito iba á levantarse, y á cada
momento alzaba la cabeza creyendo oir su voz que pedía socorro en la
calle.
Toribio fué quien halló el trozo de leña, largo como de un metro, recto
y macizo, que necesitaban, y con él regresaron ambos á la cocina. Tenían
trastornada la color de los rostros; el frío de la cruda emoción que les
dominaba, unido al de la noche, les hacía temblar. El bujero miró al
reloj de pesas que latía en un ángulo de la estancia: iban á ser las
once.
--A las doce--dijo--la primera parte de la faena debe estar concluída.
Descolgó una hachuela corta y bien afilada, con la que certeramente
empezó á modelar el tarugo, dejándole en uno de sus extremos todo su
volumen, y reduciendo y adelgazando el opuesto de modo de poder
empuñarlo fácilmente. Pronto el zoquete, que era de encina, quedó
transformado en maza; un enorme as de bastos parecía. Satisfecho,
Toribio lo agarró por su parte flaca y levantándolo en alto hízolo girar
sobre su cabeza. Las virutas que arrancó de él, Rita había tenido la
asotilada precaución de arrojarlas al fuego, y así, cuando la faena
concluyó, el suelo estaba limpio. Toribio preguntó:
--¿Quedó bien cerrada la puerta de la calle?
Rita fué á asesorarse. Efectivamente los dos cerrojos que la defendían
estaban echados, y para que nadie, desde fuera, pudiese espiarles, la
mujerona tapó con una miga de pan el hueco de la cerradura.
Entonces _los Rojos_ volvieron al patio. El propósito de desherrar la
mula ofrecía dificultades y hasta peligros, tanto por la arisca
condición del animal como porque necesitaban maniobrar á oscuras y
callando.
--¿Por qué no desherramos al burro?--insinuó la mujer.
Y él, imperativo:
--No; tú, cállate; yo sé lo que digo: la mula es mejor.
Penetraron bajo el cobertizo de la cuadra. Toribio marchaba delante;
llevaba en la mano unas tenazas de las que usan los veterinarios en su
oficio; se acercó á la mula y comenzó á acariciarla el cuello y las
ancas. Procuró dar á su voz, destemplada por la vesánica tensión de sus
nervios, una inflexión dulce:
--Pascuala, Pascualita... ¿qué tiene Pascualita?...
El bruto, cuya alborotadiza condición había empeorado desde que estuvo
en riesgo de quemarse, amusgaba las orejas y miraba á su amo con ojos
brillantes de recelo. Toribio le echó por la cabeza un acial que sujetó
á una argolla. Rita se había quedado un poco atrás.
--Yo no veo nada--dijo--; preciso será traer luz.
El consintió. Marchóse la mujerona y tardó bastante en traer bajo el
delantal un farolillo de aceite que puso en el suelo y tras unos
serones, para amortiguar su claridad. Sobre el estiércol, un temeroso
enjambre de arañas, garrapatas, escarabajos, cucarachas y hormigas, huía
de la luz. La mula comenzó á titubear los secos cuadriles con inquietud.
--Tú la levantas una de las patas--ordenó Toribio--y la sujetas bien; no
tengas miedo.
--¿Y por qué no la desherramos una mano? Es más fácil.
--Es más fácil, pero luego sería peor; yo me entiendo. ¡Anda!
Ella, que no medía toda la sutilidad infernal del plan que su hermano
iba devanando, repuso:
--También podríamos clavar en la maza una herradura nueva, pues que
todas, nuevas y viejas, son del mismo tamaño, y ahorraríamos tiempo y
faena. ¿No te parece?...
El vaciló, vencido momentáneamente por la lógica de aquella sencilla
observación. Añadió, Rita:
--Así concluiríamos antes.
Pero al momento Paredes se rehizo y su reacción tuvo la violencia de una
fe inquebrantable.
--¡No... no! ¡De ninguna manera! ¡Lo haremos todo según me lo ha dicho
don Gil!...
La intervención bruja del hombre pequeñito en el curso de aquel drama,
decidió á Rita. Sin decir palabra cogió un trozo de cuerda que,
dispuesto en forma de nudo corredizo, enlazó á la pata derecha de la
mula. Asustada ésta empezó á moverse, piafando y dando furiosos tirones
del acial. Fue preciso dejarla. Toribio, de nuevo, empezó á
tranquilizarla con la voz:
--Pascualita... Pascuala... rica; no tengas miedo...
Cuando la comprendieron más sosegada, Rita volvió á trabarla de la pata,
que levantó y sujetó debajo de su brazo derecho, de modo que la rótula ó
babilla quedaba detrás y á la altura de su hombro. Sobre su muslo, y
vuelto hacia arriba, descansaba el casco. La mujerona, de espaldas á la
bestia, resistía vigorosamente sus impacientes sacudidas; con el
esfuerzo sus manos hombrunas estaban rojas y crispadas.
Hábilmente Toribio Paredes procedió á quitar la herradura. Con las
tenazas agarraba bien la cabeza del clavo, tiraba hacia abajo y lo
extraía con un chirrido breve.
--Fíjate--dijo á su hermana--en que falta un clavo aquí, á la izquierda.
--Bueno...
--Acuérdate de cual es, luego, para dejar el hueco.
--Bien, bien...
Mataron la luz y regresaron á la cocina. Arrodillado en el suelo,
Toribio procedió á clavar la herradura en la parte más gruesa del
zoquete y de modo que la lumbre quedase hacia abajo, para que la huella,
del mazazo revistiera todas las apariencias de una coz. Asimismo tuvo la
precaución de no poner el clavo que echó de menos al desherrar la mula.
Juzgando su obra bien concluída, murmuró:
--Estamos listos.
Miró el reloj; las doce y media eran pasadas. Casi de un brinco púsose
en pie:
--Vamos...
Su figura crecida y angulosa, y su brazo derecha armado y desnudo hasta
el codo, rimaban siniestramente. Avanzó algunos pasos y se detuvo:
--Lleva una toalla para taparle la boca, si gritase...


XVI

Rato hacía que Frasquito Miguel, recobrado de su desmayo, pugnaba por
levantarse. Su conciencia había encendido todas las luces y sostenía un
pavoroso monólogo. Recordaba los incidentes que concitaron contra él los
desatados furores de sus familiares, la homicida vehemencia de Toribio
al apuñearle y patearle, y la terrible hipocresía de su hermana.
Aquellas frases, cariñosas, aquellas exclamaciones de misericordia y
emoción gritadas por la mujerona para que los vecinos que hubiesen oído
los lamentos del supliciado los atribuyesen, no á un castigo, sino á una
cura dolorosa, empavorecían al señor Frasquito. Acababa de comprender á
los Paredes capaces de todo, hasta del crimen, y así, no obstante la
coyuntura de postración y flaqueza en que le habían dejado, á todo
trance quería huir. Sentíase inerme, débil como un niño, y á merced de
dos fieras.
--Les estorbo--pensó--; quieren acabar conmigo, para robarme...
El silencio de la habitación, la blancura de los muros, el frío de la
almohada que mojaron la sangre de sus heridas y el sudor de sus ansias,
hasta la misma luz apacible del quinqué sin pantalla, acrecentaban su
terror. Levantando la cabeza procuró espiar los ruidos de la casa. Oyó
en el patio murmullo de conversaciones y de golpes; en la cuadra, los
animales parecían inquietos. Después hubo un silencio; luego reconoció
los pasos de Rita y de su hermano que iban y venían. Tuvo el señor
Frasquito la visión neta, horrible, de que estaban abriendo una zanja
para enterrarle.
--Temen que mañana les acuse, y piensan hacerme desaparecer...
Esta idea acució sus deseos de fuga: por la ventana enrejada no era
posible escapar; de consiguiente, había de salir á la calle por la
puerta, aprovechando un descuido de los que, indudablemente, le
vigilaban. Merced á un titánico esfuerzo consiguió incorporarse; la cama
producíale espanto; que le matasen, bueno, pero hallándose él de pie;
acostado, no.
En aquel momento, por dos veces, chirrió la cerradura y abrióse la
puerta. Los hermanos Paredes entraron. Toribio iba delante y con los
brazos cruzados atrás, como si ocultase algo. Rita llevaba al hombro una
toalla. Aquel trapo blanco asocióse instantáneamente en el espíritu del
señor Frasquito á una idea de crimen, á una visión de sangre derramada,
de sangre suya, que sería necesario limpiar. El desdichado quiso
defenderse. No pudo. Sin decirle palabra, Rita brincó sobre él y,
cubriéndole la boca con la toalla, plegada en forma de zurriago, le
sujetó fuertemente. Luego, tirando de ambos extremos de la mordaza, como
de una brida, sacó á la víctima arrastras del lecho. Cayó Frasquito
Miguel pecho arriba, los brazos inertes, las flacas piernas extendidas
y lacias.
Toribio entonces, parado delante de él, inclinado el cuerpo en la
actitud reverente de los segadores, por dos veces bajó y subió la maza
que esgrimía á dos manos sobre la cabeza del caído: aseguraba el golpe.
Rita, arrodillada junto á Frasquito para impedirle todo movimiento,
volvía la cara esquivando las probables y nauseabundas salpicaduras del
sacrificio. Toribio, de pronto, se decidió á herir; un estremecimiento
asesino sacudió su cuerpo; al unísono sus músculos enjutos vibraron; la
contracción de los maseteros apretó convulsivamente sus mandíbulas y
desnudó los dientes; puso las piernas en flexión, sus lomos tremaron,
sus manos crispáronse frenéticas sobre la empuñadura de la maza que
descendió irresistible, semejante á un martillo de fragua. La muerte del
señor Frasquito fue instantánea; el porrazo le deshizo el ojo y el
pómulo izquierdo, y revuelta con la sangre la materia encefálica comenzó
á salir. Sobre el arco superciliar horriblemente hundido, los hombros de
la herradura grabaron un medio círculo que primero fue rojo y luego
negro.
--Vamos con él--masculló Toribio--, vamos pronto, antes de que se manche
más el suelo...
--Pero hay que vestirle--observó Rita.
--¿Para qué? No hace falta. Mejor está así.
Le cogió por los sobacos y ella de los pies, y salieron de la
habitación; pesaba muy poco; su rota cabeza pendía hacia atrás; llevaba
los brazos extendidos y las manos inertes rozaban el suelo; el muerto
cuerpo unas veces se encogía y otras se estiraba, según los que le
llevaban se acercasen entre sí más ó menos. De este modo el fúnebre
convoy llegó á la cuadra. El cadáver, sin otra ropa que una camiseta y
el calzoncillo, y con los pies desnudos, fue depositado sobre el
estiércol. Inmediatamente los Paredes regresaron á la cocina: ella, á
encender nuevamente el farolillo; él, á quitar la herradura de la maza
y reponerla en su sitio. Aquel agitadísimo trajín les tenía
desemblantados y con las sienes empapadas en frío sudor. Toribio miró al
reloj y sorprendióle que aun faltasen minutos para la una; los instantes
que siguieron al asesinato del señor Frasquito habían tenido en su
espíritu inacabable duración; él hubiese jurado que estaba amaneciendo.
Los dos criminales volvieron á la cuadra, dejaron la luz donde antes y
procedieron á reherrar la mula. Esta vez trabajaban con más desembarazo
y diligencia, porque la decisión que les impelía era mayor. Rita
sujetaba al animal, y Toribio manejaba el martillo con raro tino; los
martillazos sonaban poco; los redoblones, enderezados previamente,
entraban sin dificultad en sus claveras. De pronto, la lividez _del
Rojo_ aumentó; su hermana creyó que iba á perder los sentidos; el
miserable palidecía de miedo; recordaba que la herradura tenía todos sus
redoblones, menos uno, y no sabía cuál.
--El primero de la izquierda--repuso Rita.
--¿Estás segura?--balbuceó él--Fíjate bien: hay que dejar la clavera
libre; de lo contrario, podría descubrirle el engaño. Fíjate. Nos va en
ello la vida...
Pero la mujerona no titubeaba:
--Sé lo que digo; el clavo que faltaba era el primero del hombro
izquierdo; corresponde á la izquierda tuya... ¿no comprendes?...
El rememoraba la escena del desherraje, y cómo puso en la maza la
herradura. Al fin, las imágenes emborronadas se diafanizaron; vió limpio
y alentó satisfecho; aquel último detalle le aseguraba la inmunidad.
--¡Tenías razón!--exclamó.
En un santiamén la operación quedó concluída.
Después cogieron el cuerpo de Frasquito y lo acostaron boca arriba,
junto á las patas traseras de la mula. La obsesión de Toribio Paredes
era poder justificar, ante el público, las magulladuras que sus manos y
sus pies iracundos causaron en la víctima; para esto era indispensable
que la mula patease bien sobre el cadáver. Con su cuchillo Toribio
empezó á hostigar á la bestia en los hijares. Rita presenciaba el odioso
drama sin quitar los ojos del muerto, cuya cabeza, amoratada, comenzaba
á hincharse horriblemente. Paredes continuaba acosando al animal, que
volvía la cabeza para mirar á Frasquito Miguel, á quien demasiado
conocía. Extrañaba, sin embargo, su actitud y su inmovilidad, y
acrecentándose esta extrañeza pronto se exacerbó y fué pavura. Quiso
huir y, tropezando con la pesebrera, ladeó el cuerpo; retrocedió luego y
pisó el cadáver; sus cascos hundiéronse muchas veces en el pecho y en el
vientre del muerto. Por la boca lívida, desquijarada, del señor
Frasquito, manaba un hilo de sangre negra.
Toribio murmuró:
--Todo ha salido bien; ahora, vámonos á dormir.
De súbito, hizo un gesto alegre; el gesto del pintor que ha visto una
pincelada maestra, y añadió:
--Espera aquí...
Marchóse para traer la botella del aguardiente, cuyo contenido derramó
en el suelo; la botella, casi vacía, la dejó cerca del cadáver. Este
ardid induciría á las gentes á creer que el señor Frasquito, cuando la
mula le mató, estaba borracho. Después, siempre medio á oscuras y con
gran sigilo, abrieron un hoyo en el patio para esconder la maza;
disimularon la tierra removida bajo un montón de palos, ladrillos y
trozos de cascote; después borraron escrupulosamente las manchas de
sangre diseminadas por el dormitorio y en la cocina, y según fregaban
iban restañando la humedad de lo limpiado. Últimamente pisaban sobre
aquellas señales de pulcritud que dejó la aljofifa, ensuciándolas de
modo que no se conociesen. En seguida se lavaron las manos, deteniéndose
en quitarse los bordes rojos de las uñas. Terminada, en fin, la
operación, mal concluída casi siempre, de desvanecer esos incontables
rastros que el criminal va olvidando tras sí, los Paredes se retiraron á
sus alcobas respectivas. Los niños dormían sosegadamente. En el
recogimiento de la casa, el drama parecía no haber dejado huella.
Antes de separarse, Toribio cogió á su hermana por un brazo,
atenaceándoselo como si aquel dolor contribuyese á grabar sus palabras
en el remiso discernimiento de la mujerona.
--Mañana--dijo--, apenas te levantes, sales al patio, ¿entiendes?...
sales al patio, entras en la cuadra é inmediatamente empiezas á gritar y
á pedir socorro de manera que todos los vecinos te oigan.
Ella hizo con la cabeza un signo negativo. El inquirió:
--¿Por qué?
Tenía su insistencia una vehemencia de amenaza. Rita continuaba negando.
Ahora, después de cometido el crimen, la horrorizaba la idea de ver á la
luz del sol la cabeza violácea y tumefacta, del señor Frasquito.
Seguramente no podría resistir tan espantosa emoción.
--Es mejor--se atrevió á decir--que te levantes tú primero.
--¿Para qué?
--Tengo miedo...
--¡Qué miedo ni qué porra!--masculló el pañero--¡Te mato como á él si no
haces lo que mando! Siempre, en todas las casas, las mujeres son las que
más madrugan. Por eso mañana, como de costumbre, te levantas la primera.
Luego, á tus voces, saldré yo.
No replicó la mujerona, y se separaron. Ya acostados, las horas
transcurrían sin que ni ella ni él pudiesen dormir. La hiperestesia de
sus nervios daba mayor sonoridad á todos los ruidos. El murmullo del río
parecía más fuerte. Empezaron á cantar los gallos. En el silencio, cada
vez que oían removerse á la mula, pensaban en el cadáver tirado sobre el
estiércol, magullado bárbaramente bajo las patas del arisco animal.
Rita, lívida de terror, se tapaba la cabeza con las mantas.
Pero amaneció y con la llegada de la luz solar, de la luz franca,
rotunda y enemigas de fantasmas, de la luz que nunca tuvo miedo, los dos
hermanos recobraron su serenidad.
Ya dueña de sí la mujerona, á la hora de costumbre, brincó del lecho,
fue al patio y apenas entró en la cuadra prorrumpió en estridentes y
atronadores alaridos. Sus estentóreos gritos desgarraban el azul.
--¡Frasquito Miguel!... ¡Frasquito Miguel!... ¡Frasquito de mi alma!...
¡Virgen Santísima... mi Frasquito ha muerto!... ¡Socorro, socorro!...
¡¡Socorro!!...
Desmelenada, los brazos en alto, al aire los senos, trastornados los
ojos, escapó hacia la calle, solitaria y bañada ufanamente en el claror
blanco de la mañana. Allí sus voces y aspavientos redoblaron.
--¡A mi Frasquito le han matado! ¡Han matado á mi Frasquito Miguel!...
¡Socorro!... ¡Socorro!... ¡Han matado á mi Frasquito Miguel!...
Casi á la vez varias puertas se abrieron; tras los cristales de las
ventanas aparecían semblantes curiosos y atónitos, ojos deslumbrados,
cargados aún de sueño. Mujeres y hombres, á medio vestir, todos
compadecidos y solícitos, salieron á la calle en tropel y rodearon á
Rita.
--¿Qué pasa, qué sucede?--preguntaban.
Ella no respondía y desparramaba sus miradas á un lado y á otro, como si
la desesperación la enloqueciese. Ninguna actriz, ni aun la más ilustre,
hubiese podido representar mejor su papel. ¿De dónde aquella mala
hembra, inculta y torpe, podía sacar tan perfectos recursos? ¿Qué
increíble inspiración de comedianta se los dictaba? El sol doraba sus
cabellos enmarañados. Sobre su pecho árido, bajo la chambra
entreabierta, los senos flácidos colgaban tristes y parecían resbalar
como lágrimas. Su elevada estatura sobresalía en medio del grupo de
curiosos. Fuera de sí, comenzó á mesarse los cabellos, á torturarse los
brazos, y llegó á morderse los labios tan sinceramente que la sangre
brotó.
En aquel momento, desnudo de medio cuerpo arriba, descalzo y ajustándose
los calzones, apareció Toribio.
--¿Qué sucede--decía--, qué sucede?...
Su cabeza roja y minúscula estaba nimbada de espanto. También el
miserable era un soberbio actor. La mujerona le abrazó llorando.
--Frasquito ha muerto... ha muerto...
--¿Cómo?... ¿Que ha muerto Frasquito?
--Sí... le ha matado la mula...
Toribio ensanchaba los ojos; no comprendía; su frente demudada tenía la
blancura del papel.
--¿La mula le ha matado?... ¡No es posible!...
--Sí, le ha matado. En la cuadra está... yo le he visto..., le he
visto... ¡le he visto!...
Gradualmente bajaba la voz y se inclinaba hacia el suelo, enarcando las
cejas horrorizadas, cual si aun tuviese el cadáver delante. Toribio
corrió hacia la casa, todos le imitaron y en nervioso tropel llegaron al
patio. Rita, á quien las mujeres sostenían porque estuvo á punto de
sufrir una congoja, tambaleándose les siguió también. Sus hijos,
despertados por el tumulto, acudieron á ella; los mayores, adivinando
una desgracia, se agarraron á sus faldas, llorando.
--Mamá... ¿qué ha sucedido?... ¿Por qué lloras, mamá?
Rita les miraba sin responder; hipaba y tenía en la lividez de sus
mejillas dos manchitas rojas. Sus ojos carecían absolutamente de
expresión; diríase que el miedo y el dolor habían limpiado su espíritu
de ideas, de recuerdos y hasta de palabras. Una vecina se apresuró, con
franqueza brutal, á informar á los niños de su infortunio.
--Es que vuestro padre ha muerto; ya lo sabéis. Ahora, marcharos, por
ahí...
Los muchachos, á coro, rompieron á llorar.
En el patio los vecinos se detuvieron; eran muchos y á cada momento, en
grupos, llegaban más; apenas podían rebullirse. Los que primero
acudieron permanecían inmóviles ante el cobertizo de la cuadra,
contenidos por un sentimiento de terror, y con sus espaldas resistían el
avance de los que estaban detrás y para ver se ponían de puntillas.
Únicamente Toribio Paredes tuvo valor para arrojarse sobre el cadáver de
su cuñado y sacarle de entre las patas del animal. La mula, asustada por
la presencia de tanta gente, volvía la cabeza donde sus ojos negrísimos
fulgían de espanto. El cuerpo del señor Frasquito quedó tendido pecho
arriba, la cabeza hacia el muro y mostrando así las plantas, endurecidas
por el trabajo, de sus pies.
Abriéndose camino por entre la concurrencia, Rita se acercaba; la sangre
que manaba de su labio mordido, la había manchado el corpiño; su menton
rojo formaba con la amarillez hipocrática de los pómulos y de la frente,
una disonancia de pesadilla. Al ver el cadáver empezó á gritar:
--¡Frasquito de mi alma, Frasquito de mi alma!...
Demostró perder el conocimiento. Cayó hacia atrás, rígida, y su cabeza
pequeña rebotó contra el suelo. Varias personas caritativas la empuñaron
por los brazos y arrastras la llevaron hacia el interior de la casa. Las
mujeres gritaban:
--¡Dadla á oler un pañuelo empapado en vinagre!
Y otras:
--¡Mejor es ponerla una llave sobre el corazón!...
--También es bueno tirarla del dedo mayor, de la mano izquierda...
Los chiquillos contemplaban á su padre, fluctuando entre la pena, el
cariño filial y el miedo supersticioso que les inspiraba aquel cuerpo
rígido. Solamente Deogracias se atrevió á arrodillarse delante de él.
Los circunstantes no cesaban de hablar; charlaban todos á la vez
esforzándose en explicarse mutuamente aquella desgracia. Sin atreverse á
tocar al difunto, muchos le reconocían la cabeza, donde debió de
recibir, según todas las apariencias acreditaban, el golpe que le quitó
la vida. La sucinta indumentaria del cadáver y la posición en que fue
encontrado, decían que el señor Frasquito hubo de levantarse de noche
para ir á la cuadra, y al pasar junto á la muía, ésta le dió una coz.
Una vecina manifestó que la víspera, á última hora de la tarde, había
oído quejarse desesperadamente al señor Frasquito, y á Rita prodigarle
frases de maternal consuelo. Y agregó:
--Yo pasaba por la calle y me detuve á escuchar. Desde luego supuse que
al pobrecillo estarían curándole.
Toribio Paredes ratificó las palabras de aquella mujer. Su cuñado, que
estaba enfermo de gota, se había agravado y fué necesario friccionarle
el vientre y las rodillas con alcohol; aquel masaje le produjo dolores
desacostumbrados y le arrancó ayes terribles.
Con notable naturalidad añadió:
--Esta madrugada, entre sueños, me pareció oir ruido en la cocina; pensé
que era mi hermana y ni siquiera abrí los ojos; pero debía de ser él,
que iba á la cuadra.
Nadie dudaba; las explicaciones aportadas por unos y otros, parecían á
todos muy concertadas y en su punto. Pero, ¿qué pudo ir á buscar á la
caballeriza, á tales horas, el señor Frasquito?
--Yo creía--insinuó un vecino--que el pobre, reumático como estaba, no
podía moverse.
Toribio replicó:
--No; mi cuñado caminaba mal; andaba con trabajo, agarrándose á las
paredes, como los niños pequeños, pero andaba...
--¿Y qué supone usted que fuese á hacer en la cuadra?...
El pañero se encogía de hombros; sus ojos divagaban; todas sus actitudes
eran las del individuo que naufraga en un mar de conjeturas y
vacilaciones. Largo rato, desoyendo la garrulería de tantos diálogos,
permaneció absorto. Hubo momentos en los cuales pareció que, no obstante
su entereza, iba á llorar. Pasados unos minutos, Toribio juzgó llegada
la ocasión de fijarse en la botella del aguardiente, que, por una
casualidad favorable, la mula había roto. Cogió uno de los añicos, el
más grande, y con aire inquisitivo se lo acercó á la nariz.
--Esto--dijo--huele á aguardiente.
Los que le oyeron, repitieron preguntando:
--¿Huele á aguardiente?...
--Sí...
Su cara se iluminó.
--¡Ya sé, ya me explico lo sucedido!...
Como todos sabían, el señor Frasquito se emborrachaba; bebía sin freno,
hasta caer. Diferentes veces se había levantado á media noche para
beberse el vino ó el aguardiente ó el coñac, que hubiere en la despensa.
Tanto Rita como su hermano, por consejo del médico procuraban que el
enfermo no ingiriese ni un sorbo de alcohol. Para conseguirlo, todas las
noches ocultaban las botellas del aguardiente y del vino, unas veces
debajo de la cómoda, otras en la caballeriza, entre la paja de los
pesebres. Este último lugar, como más distante, era indudablemente el
más seguro. Pero Frasquito Miguel, á quien su pasión inspiraba
adivinaciones extraordinarias, poco á poco, en fuerza de registrar todos
los rincones de la casa, descubrió también aquellos escondrijos. Toribio
relacionaba unos hechos á otros. Evidentemente su cuñado, que con el
masaje de aquella tarde había sufrido mucho, llegada la noche
experimentó, más intensamente que nunca, el deseo de beber, para
adormecerse y descansar. Con este propósito registraría la casa, y no
hallando lo que quería fué á buscarlo á la cuadra. Frasquito Miguel,
aunque muy torpe de piernas, siempre realizaba estas excursiones á
oscuras, por miedo á ser visto. El desdichado se acercaría al pesebre y
cogió la botella; quizás allí mismo, en pie, poniéndosela sobre los
labios, agotó su contenido, lo que turbándole la cabeza empeoró la
inseguridad de sus movimientos. Luego, al retirarse, tropezaría entre el
estiércol, para no caer se agarraría á la mula, y ésta, que era muy
espantadiza, le dió una coz que Frasquito, por su desgracia, recibió en
la frente...
Toribio se interrumpió; en aquel momento la Pascuala movía la cabeza
para mirarle, y el miserable, que con tanta habilidad y discreción iba
desenredando su mentira, palideció: tuvo miedo, un miedo supersticioso;
se acordó de aquella burra que habla en la Biblia, y creyó que la
bestia, testigo único de su crimen, iba á desmentirle.
Los circunstantes, que habían seguido atentamente las explicaciones del
bujero, las hallaron muy lógicas. Ni un instante la sospecha de un
asesinato removió sus cerebros ingenuos. Ahora, que conocían las causas
del drama, la muerte del señor Frasquito les parecía menos triste.
Alguien dijo, con mal encubierta ironía.
--En fin, si cuando el pobre recibió la coz estaba ya borracho...
¡tanto mejor!... porque sufriría menos...
Estas palabras inspiraron al auditorio ideas optimistas; los semblantes
se aclararon y hubo en ellos un temblor de hilaridad.
A poco llegó el Juzgado, compuesto del señor juez, el señor secretario y
tres alguaciles.
Don Niceto Olmedilla, después de tomar á los presentes declaraciones
minuciosas, ordenó el levantamiento del cadáver. Casi á la vez
aparecieron don Isidro, el alcalde, Fernández Parreño, don Dimas Narro y
el veterinario. Don Elías supo lo ocurrido en la botica; á don Ignacio
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