El misterio de un hombre pequeñito: novela - 20

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Don Ignacio agarró á su mujer por los hombros, y sacudiéndola de delante
á atrás:
--Despierta, Fabiana, despierta. Estás soñando. ¡Oye!...
--¿Estoy soñando, verdad?
--Sí, sí. ¡Oyeme!...
--¿Verdad?... Estoy soñando...
Su voz adquiría una inflexión alegre de alivio y esperanza. Al cabo, de
súbito, sus pupilas adquirieron movilidad; su rostro, hasta entonces
impasible, como el de las estatuas, se contrajo, vivió; la emoción
arreboló ligeramente el mármol de las mejillas. Miró en torno suyo con
espanto: reconoció el local, reconoció á don Ignacio...
--¿Cómo estoy aquí?...
--Venías soñando--repuso Martínez.
Ella respiró mejor y abrazó á su marido. Sentía tranquilizarse la
angustia y fatiga de su corazón.
--He tenido una pesadilla horrible--murmuró--; don Gil vino á decirme
que te habías puesto enfermo en su casa...
Empezó á temblar. A su nerviosidad se añadía el frío que recogió al
cruzar el patio. Sus piernas, sin medias, tiritaban; castañeteaba los
dientes; se cruzó de brazos para abrigarse el pecho, mientras sus manos
yertas buscaban la tibieza suave de las axilas.
Don Ignacio, diligente y con una emoción donde á la inclinación sexual
del marido se mezclaba un afecto casto de padre, arropó á su mujer en la
manta que él tenía en su despacho para abrigarse las piernas, y
llevándola cogida por el talle y bien apretada contra el calor de su
cuerpo, la ayudó á repasar el patio.
Apenas en su dormitorio, doña Fabiana se zambulló en el lecho. No se
atrevía á moverse; el contacta frígido de las sábanas la causaba horror.
--Acuéstate--dijo á don Ignacio--; ya es muy tarde.
--Estoy concluyendo de tomar unas notas--repuso él.
--Déjalas para mañana. Ven. Si me quedo sola tengo miedo de que vuelva
don Gil.
Don Ignacio, resistía, esclavo de su deber.
--Lo que traigo entre manos no admite espera. Pero no te apures: acabo
en seguida; antes de quince minutos...
Para consolarla la palpó por encima de las mantas, y sobre los labios y
en las mejillas la dió muchos besos.
Dos aldabonazos resonaron en la puerta de la calle.
--Han llamado--exclamó doña Fabiana palideciendo.
Don Ignacio advirtió su miedo y replicó zumbón:
--¿Si será don Gil?...
Absorta, ella repitió:
--¡Si será don Gil!...
Y hubo en su acento tal misterio que, bien á su pesar, Martínez sintió
descender un estremecimiento de terror por su espalda.
--Veamos--dijo recobrándose--quién puede llamar á estas horas.
Sacó del cajón de la mesilla de noche su revólver y salió al patio. Dos
veces, sin motivo, miró hacia atrás. Una inquietud supersticiosa le
envolvía. Parecíale que á su lado, silenciosamente, como sobre unos pies
de terciopelo, caminaba una sombra.
Al abrir la puerta el veterinario se encontró con Fermín. También
reconoció el coche, cuyas luces de aceite abrillantaban los secos
cuadriles de los caballos. El tartanero se destocó, respetuoso.
--Buenas noches, don Ignacio.
--Hola, Fermín. ¿Qué hay?...
--Nada, don Ignacio; dispense usted si llamándole le he molestado...
--No, hombre.
--Pero, yo me dije: «No sea que don Ignacio no me haya sentido llegar».
¡Pues, desde las doce estoy aquí!...
--No... no te había oído--repuso Martínez con aire maquinal.
--Pues... ¡no tenga usted prisa! Acabe usted lo que esté haciendo con
todo sosiego; yo aquí le aguardo.
Don Ignacio no comprendía.
--¿Pero, tú qué buscas?... ¿Tú qué necesitas ó qué quieres?...
Estas preguntas, formuladas con cierta destemplanza colérica, llenaron
de estupefacción el semblante carrilludo y cetrino de Fermín.
--¡Yo no quiero ni busco nada, don Ignacio!...
--¿Entonces, qué?... ¿A qué has venido?
--Yo he venido cumpliendo el recado que me dieron.
--¿Un recado? ¿Te han dado á ti un recado?
--Sí, señor.
--¿De parte de quién? ¡Que me maten si entiendo!
--¡Qué gracia! ¡De parte de usted!...
--¡De parte mía!...
Don Ignacio sintió en todo su cuerpo un frío intenso, sutil, que llegaba
á sus huesos y él atribuyó á la corriente de aire establecida entre la
calle y el patio. Para guardarse de ella salió á la acera, cerrando tras
sí la puerta. En las palabras del tartanero Martínez empezaba á
vislumbrar un misterio inexplicable, una sombra bruja.
--Dí, Fermín: ¿cuándo te llevaron ese recado?
--Poco después de las diez. Estaba yo en el portal de la Fonda, sentado
así, en semejante posición, el respaldo de la silla apoyado contra la
pared. Por más señas, que acababa de quedarme dormido, cuando apareció
don Gil Tomás y me dijo: «Fermín: vengo á decirte que luego, á las doce
en punto, estés con el coche en casa de don Ignacio».
Al oir el nombre del enano, Martínez se desemblantó y turbó hasta la
lividez. Fermín lo advirtió.
--Pero, ¿no es verdad?
--No, no es verdad--repitió Martínez--; yo no he visto á don Gil.
De pronto, rehaciéndose, porque su animosa voluntad se doblegaba
trabajosamente al miedo:
--Pero, ¿tú has hablado con don Gil?
--Sí, señor.
--¿Tú estás seguro de haber hablado con él?
--Sí, señor... ¡ya lo creo!... Tan cierto estoy de eso como de que tengo
que morir. Es más: yo le pregunté, un tanto extrañado del aviso: «¿Es
que el señor Martínez va de viaje?...» A lo que respondió: «No sé; pero
procura acudir puntualmente adonde te he dicho»...
Fermín se dió una palmada en la frente; acababa de recordar las palabras
de Pedro.
--¿Lo habré soñado?--exclamó.
Refirió la escena detalladamente y cómo después que don Gil Tomás se
hubo marchado, al lamentarse él de tener que enganchar los caballos,
Pedro, el cocinero, empezó á embromarle, asegurándole que aquello eran
invenciones suyas, puesto que el hombre pequeñito no había estado allí.
--¿Si lo habré soñado?--repetía Fermín--; diga usted, don Ignacio, ¿seré
yo sonámbulo? Porque es muy extraño que, hallándome dormido y Pedro
despierto, y muy cerca el uno del otro, yo viese á don Gil y mi
compañero no le viese. ¿Habrá escondido en alguna brujería?...
El veterinario no contestó. Fermín se signó cristianamente y prosiguió
hablando, porque esto le aliviaba de su emoción. Don Ignacio pensaba:
«El hecho de que este mastuerzo haya soñado con don Gil, y de que la
intensidad de la alucinación haya determinado en él una crisis de
sonambulismo, no me extraña. Pero, ¿y Fabiana? ¿Cómo Fabiana ha soñado
también con él?...»
A este pensamiento sucedió otro:
«Evidentemente hay una relación entre ambos sueños: el de Fermín casi
explica el de Fabiana; diríase que se trata de un rapto. ¿Estará don Gil
enamorado de mi mujer?...»
Preguntó:
--¿Y no te dijo don Gil á dónde habías de ir después?
--No, señor; y si me lo dijo... ¡no lo recuerdo!
Continuó devanándose los sesos por explicarse la ocurrido, hasta que don
Ignacio, con el pensamiento de que su mujer estaba aguardándole, le
interrumpió:
--Bueno, Fermín: no caviles más en eso porque vas á perder el juicio.
Todo ha sido un sueño. ¡Ea, hasta mañana!...
Fermín saludó:
--Será como usted dice, don Ignacio: lo habré soñado. Buenas noches... y
dispensar...
Subió al pescante, requirió las riendas y la tartana, oscilando sobre el
pavimento desigual, se alejó lentamente. Una estela de silencio quedaba
tras ella.
Don Ignacio entró en su casa y cerró la puerta. Tenía frío. Miró á su
alrededor. La lámpara del despacho recortaba en el suelo un largo
rectángulo luminoso; sobre los muros renegridos las herraduras, puestas
en ordenadas ringleras, brillaban como cráneos. Martínez volvió á
preguntarse:
«¿Cómo ha venido el coche? ¿Por qué Fabiana quería marcharse?... ¿Qué
misterio se esconde en todo esto?...»
Sobre sus mejillas, curtidas por el sol, sus barbas mal afeitadas se
erizaron. No veía á nadie y estaba cierto, sin embargo, de no hallarse
solo. Tembló. Fue aquella la primera vez que don Ignacio, recio de
músculos y arrebatado de corazón, sintió el miedo.


XXX

Las últimas semanas de aquel invierno iban desfalleciendo apacibles en
la misma suave sinfonía, glauca y oro, del paisaje y del sol. La
temperatura era agradable. A intervalos cerrábase el horizonte y caía
una grupada que mojando los edificios los oscurecía, lavaba las calles
pendientes y gorgoteaba risueña en los alcorques; pero, luego, el cielo
parecía más límpido y más alto, y mayor la luz. En los árboles, desnudos
aún, la mirada zahorí de los agricultores atisbaba, sin embargo,
indicios de una pronta resurrección; en los troncos advertíanse
manchitas verdes, diminutas como lunares, que con la bonanza del tiempo
se convertirían en sarpullos, y el color negro de las ramas escuetas era
menos rotundo. Los montes, quemados por la escarcha, ofrecían en sus
laderas grandes extensiones desprovistas de tierra vegetal, que de noche
blanqueaban espectrales como osamentas. En la sierra y en el valle, á
falta de otros colores más blandos y alegres, el paisaje se cubría de
tonos violentos. En las torrenteras, lo que no era piedra simulaba
metal; al lado del cobre, el basalto; junto al brochazo caliente del
ocre, el negro rebruñido del azabache; sobre un estrato de plata, uno de
plomo, y luego otro, profundo, tenebroso, como una veta de carbón, y más
arriba preduzcos enormes vestidos de cinabrio; todas las muecas, en fin,
del mundo inorgánico, toda la policromía adusta, llena de severa
aridez, de la química mineral, toda la gama multicolor de los sulfuros y
de los sulfatos, del granito y del plomo, del cuarzo y del yeso, del
feldespato y de la arcilla. Y sobre aquel panorama, cuyo acorde
predominante ó fundamental eran el negro, el berilo y el añil muy
oscuro, la crestería cana de la sierra; y encima el espacio azul, de un
azul pálido, frío, triste, como un convaleciente...
En toda aquella época del año, desde primeros de Noviembre á mediados de
Marzo, la voz del Malamula parecía más fuerte, y el paisaje cobraba
resonancias poderosas. Desprovisto de herbazales el valle, sin
frondosidad el bosque, muertos los matorrales bajo el abrazo de la
escarcha, limpios los gollizos y los tajos serrinos de plantas
rampantes, de líquenes y hasta de musgo, el silbido de los trenes y las
voces de la tempestad, no hallando blanduras sobre que apagarse
desmayadamente y como entre terciopelos, repercutían mejor. Era la
sonoridad de una casa de donde se hubiesen llevado las cortinas y las
alfombras.
Los rigores atmosféricos fomentaban la vida del Casino. Todo, dentro de
sus paredes, seguía igual. El tiempo, el terrible anarquizante que á las
almas, como á los edificios, lleva siempre principios de disgregación,
olvido y renovamiento, cambiando allí de táctica, sirvió de argamasa, y
con ungüento de rutina, más coercitivo que el cemento romano, aseguró la
marcha de aquel sedentario organismo. Teodoro, tras un noviazgo de
veinte años, casó con Dominga, la sobrina de don Valentín; pero como sus
economías no le bastaban á establecerse, seguía desempeñando sus
funciones de camarero con aquella discreción que estereotipó en su
semblante triste y flaco--semblante de dispéptico--una sonrisa
servicial. Entre los parroquianos más antiguos notábanse algunas
deserciones. Ejemplos: Romualdo Pérez, cuyo humor parecía haberse
anubarrado con las cargas matrimoniales, y sólo iba al Casino los
domingos y fiestas de guardar; y Luis Olmedilla, que corregido de sus
libertinas mañas y formalmente enamorado de Anita Fernández Parreño,
apenas salía á la calle de noche. También su hermano don Niceto, el
juez, y don Pepe Erato, valetudinario y amenazado de parálisis,
observaban vida muy apartada.
En cambio, la tertulia de don Juan Manuel Rubio, don Elías, don Isidro
Peinado, el ferretero de la calle Larga, don Ignacio Martínez y don
Artemio, continuaba inmutable. A ella habíanse agregado otros elementos:
tales don Dimas Narro, médico joven y de mérito, que en breve tiempo
supo ganarse una clientela; y don Belisario López, el dueño de la
imprenta. Pero estas voluntades, advenedizas ó forasteras, no aportaron
al espíritu arcaico de la reunión ninguna ráfaga pinturera ó
extravagante. Todos hablaban de lo mismo. Eran siempre los hechos
cotidianos y vulgares, explicados de igual manera y con idénticas
palabras triviales. Por obra de la desocupación y del fastidio, lo más
baladí se glosaba hasta la saciedad y era durante días motivo de
conversación.
La vejez que las ruinas del viejo castillo infundió á los edificios,
trascendió á los caracteres. En aquel ambiente inmóvil todo era ruin y
oscuro; todo rimaba: la avaricia de don Artemio y los crímenes de Rita,
el misoginismo de los hombres y las orgías de don Gil, la idiotez de
Ramitas y la chismorrería, pobreza y falta de aseo, de la comunidad. El
alma de Puertopomares era llana, supersticiosa, triste; alma de
Castilla, sin ecos ni colores.
Unicamente los jueves, días de mercado, traían al Casino cierto
regocijo. El resultado de las transacciones realizadas por la mañana,
bajo los árboles de la Glorieta del Parque, se apreciaba allí
perfectamente.
El dinero estimulaba la codicia de todos. Los jueves, por la noche, la
raqueta del banquero sonaba más.
A don Juan Manuel y á don Elías les gustaba jugar, especialmente al
primero, de quien se decía que en el Casino de Madrid llegó á perder
cincuenta mil pesetas de una asentada. Era un jugador elegante, lleno
siempre de buen humor, al que las zancadillas de la mala fortuna no
entristecían. Don Artemio también solía arriesgar algún dinerillo al
vaivén cauteloso de los naipes; la maravillosa mesa verde le fascinaba y
producíale cosquilleos recónditos; su circulación se aceleraba; pero
como era muy avaro, jugaba poco. Sus ganancias, como sus pérdidas, nunca
excedieron de un duro. Todo lo contrario de don Ignacio Martínez. El
albeitar era un jugador tempestuoso: si ganaba, como si perdía, doblaba
las posturas; en ambos casos su codicia y su violento carácter se
desataban. El banquero le miraba siempre con recelo: don Ignacio,
anchicorto, rollizo y resoplante, le hostilizaba con miradas, con
gruñidos, con los crugidos de la silla que ocupaba y donde se rebullía
como si le pinchasen alfileres. Fuésele la suerte propicia ó adversa, el
señor Martínez simbolizaba el descontento, el desasosiego, la rebelión.
Aquella noche, después de jugar un rato, la mayoría del público regresó
al salón del tresillo. A cada momento la puertecilla, disimulada tras un
espejo, del «cuarto verde», se abría y aparecían más socios.
Displicentes ocupaban las mesas. Sonaban palmadas. Teodoro corría
solícito, de un lado á otro.
Don Juan Manuel Rubio examinó su cartera: había perdido cien pesetas.
--De las cuales--contestó don Elías--han llegado á mis manos la mitad,
justamente. He ganado diez duros.
Don Artemio Morón no había cobrado ni perdido, y estaba contento. Con lo
que se divirtió tenía bastante. Don Isidro y don Dimas también
perdieron, en su refriega con la suerte, algunos reales.
--Entonces--exclamó don Elías liberalmente--invito á ustedes. El dinero
del juego es alegre. Llamen á Teodoro y pidan lo que gusten.
El diálogo recayó sobre las operaciones realizadas aquel día en el
mercado. La arroba de carne de cerdo se había vendido á setenta reales,
y á veinte pesetas la de vaca. Hubo vaca de veinticinco arrobas, y
marranos de doce. Don Juan Manuel hacía signos de asentimiento; él tenía
en «La Evarista» varios cerdos que seguramente pesaban bastante más; lo
lamentable era la epidemia de erisipela, ó mal rojo, que aquel año
afligía á los puercos.
--A don Ignacio le he hablado de esto diferentes veces, y no hace caso.
No sé qué le sucede; ¿no le encuentran ustedes distraído?...
--Pues, en su negocio--repuso don Isidro--, no debe de irle mal. Tiene
todo el trabajo que quiere.
--Yo creo que bebe--insinuó malévolamente don Artemio, bajando la voz.
Todos callaron y miraron hacia la sala de juego, de donde en aquel
instante salía Martínez. Don Ignacio, el paso firme, se acercó á la
tertulia y cogiendo una silla dejóse caer en ella con ímpetu. Su
semblante moreno, ancho y peludo, y sus ojos negros, más enardecidos que
nunca bajo la fosquedad de las cejas, rebosaban despecho. Había perdido
cuarenta y dos pesetas. A última hora necesitaba un cuatro de bastos
para desquitarse, y el banquero tiró una sota...
--¡De bonísima gana--exclamó--le hubiese dado un puñetazo en la
cabeza!... ¡Así!...
Y su brazo corto y musculoso se encogía, se estiraba, describiendo la
trayectoria del golpe.
Las crisis de mal humor del veterinario producían en don Juan Manuel
reacciones placenteras; lo que en don Ignacio era cólera, minutos
después en el diputado se hacía risa. Aquellos dos caracteres,
igualmente fuertes, se equilibraban: la hilaridad del uno daba la medida
de la furia del otro; si éste se deprimía aquél se exaltaba, y de su
constante oposición derivábase una atmósfera espiritual muy grata.
El señor Martínez aquella noche estaba de malísimo temple porque el
forjador de su taller se le había marchado á Salamanca, y no tenía con
quién reemplazarle. Era un buen obrero, voluntarioso para el trabajo y
de pocas palabras.
--Por lo mismo--agregó--, cuando esta mañana, de repente, me dijo que se
iba, no sé cómo no le di con el martillo.
Los circunstantes permanecieron serios; se colocaban en el lugar del
señor Martínez y comprendían su contrariedad, y el perjuicio que aquel
accidente le irrogaba. Únicamente don Juan Manuel se echó á reir.
--¡Este don Ignacio tiene para todos los males la misma receta! Que está
jugando y el banquero le tira una sota... ¡Puñetazo al banquero! Que se
le va un empleado y no tiene con quién sustituirle... ¡Puñetazo al
empleado! ¿Pero usted cree que las voluntades se arreglan á golpes, como
las herraduras? «A caballo corredor, cabestro corto», amigo Martínez.
--En muchos casos, sí, señor.
--Pero en otros muchos casos, no, señor; y en todos es preferible pecar
de tímido que de bárbaro. «Burrilla mansa, á su madre y á la ajena
mama»... ¡Y no me guarde rencor porque cite refranes de los que á usted
le gustan!...
Chancero y buen conversador, el diputado, amigo siempre, como un
filósofo epicúreo, de la moza temprana y del vino añejo, sustentaba
afirmaciones que, si no convencer, al menos suspendían y regocijaban
amenamente á la reunión. Don Juan Manuel, que probaba su fino ingenio
dialéctico cultivando la paradoja, era bueno y alegre porque sabía
perdonar, y perdonaba fácilmente porque todo le parecía bien. Había una
lógica fuerte, una perfecta unisonancia, entre su modo de expresarse y
su historia; sus palabras y sus acciones iban paralelamente; el
optimismo fragante de su corazón perfumaba su discurso, y
recíprocamente, su lógica daba á sus costumbres aplomo simpático. Alto,
grueso, carirredondo, los ojos saltones y brillantes, los labios fáciles
á la dicacidad y á la risa, todo armonizaba en él; el dichete agudo, lo
subrayaba la línea oronda del abdomen.
En las discusiones que emprendía contra todos, don Juan Manuel, solterón
y sin hijos, representaba la extrema izquierda: la inconstancia, el
olvido, la indulgencia frívola, el perdón hacia cuanto siempre se creyó
imperdonable.
--Creemos--decía--que en moral hemos llegado á la perfección, que son
inamovibles los fundamentos que dimos á las nociones de «deber» y
«bondad», y reconocemos, sin embargo, que la historia, la arqueología,
la medicina, la biología, la mecánica y la estadística, continúan
progresando. ¿No existe entre ambas afirmaciones contradicción?... Yo
creo que sí; pues si la moral constituye el cogollo ó sumidad del humano
saber, y, por lo mismo, la síntesis, resultado ó abreviatura de todas
las ciencias, mientras éstas no lleguen á los límites, lejanos todavía,
de lo cognoscible, la última palabra de la ética no podrá ser escrita.
Nosotros no sabemos aún, definitivamente, dónde está la virtud. La
humanidad evoluciona, investiga, se renueva y su inquietud, de día en
día, abre nuevos cauces. Lo que aplaudimos hoy, acaso nos indigne
mañana. La moral no vive sola, la moral no se inventa, sino que
paulatinamente va formándose en los talleres, en las fábricas, en los
laboratorios, según las necesidades materiales y el nivel cultural de
cada época. La aparición de un fósil desconocido, el descubrimiento de
una fibrilla nerviosa, influyen en ella. La ética, señores, es el aroma
de muchas rosas enormes que aun están abriéndose...
Don Juan Manuel Rubio, que allá, en Madrid, bajo la rotonda ecoica del
Parlamento, raras veces se atrevía á hablar, entre un grupo de amigos
era un terrible polemista. A don Ignacio le indignaban tanta palabrería,
tanto argumento desorbitado y capcioso.
--De modo--replicaba el veterinario, que, para discutir, necesitaba
objetivar las ideas--que si un marido descubre la infidelidad de su
compañera debe estarse quietecito hasta que las ciencias le aconsejen lo
que debe hacer...
--Perfectamente; y mientras el consejo llega ó nó puede perdonarla y
seguir á su lado, ó separarse de ella. Todo menos creerse autorizado á
asesinar cobardemente á una pobre mujer que, después de amarle... y
acaso sin dejar de amarle... amó á otro.
--¿Usted lo haría, usted perdonaría?
--Sin vacilar.
--¡Bah!... Usted habla así porque es soltero.
--Y si me hubiese casado pensaría lo mismo. Además, ¿no lo estoy?...
Evarista, con quien tengo relaciones hace doce ó trece años, como
ustedes saben, es para mí una esposa. Yo, al menos, me fastidio á su
lado como si fuese mi mujer. Pues mi gran satisfacción consiste en saber
que Evarista me quiere «porque sí», y no me engaña porque me respeta lo
suficiente para no engañarme, no porque carezca en su casa de completa
libertad. Esta alegre confianza mía los celosos la ignoran. Un celoso
debe pensar que la fidelidad de su mujer no es legítimo amor, sino
miedo. Creer en la virtud de la esposa constantemente encerrada y
vigilada, es una fe tan absurda como la del director de presidio que
creyese que sus reclusos no se fugaban por no separarse de él. En
cambio, yo, estoy tranquilo: la mujer que, como Evarista, tiene abiertas
de par en par las puertas de su jaula, si no se marcha es porque no
quiere irse...
Don Juan Manuel disertó amenamente acerca del amor y del modo, un poco
libertino, que él tenía de sentirlo.
--Para ser muy amados por las mujeres, no necesitamos amarlas con
sinceridad, pero sí aparentar ó fingir magistralmente que las amamos;
pues las pobrecitas son tan humildes en el apetecer ó tan esquisitamente
frívolas, que se contentan y satisfacen con la ficción. Cabalmente
porque nunca las quise mucho, fué por lo que ellas, casi todas, me
quisieron bastante. Ustedes acaso crean advertir disonancias entre mis
teorías y mis costumbres. Yo, verbigracia, defiendo el olvido, la
renovación frecuente de nuestros horizontes sentimentales; y, sin
embargo, quiero á Evarista y probablemente no me separaré de ella. Es
cierto. Pero conviene consignar aquí que á todas las pasiones de mi
vida, aun á las mayores, fué ligada siempre una abundante dosis de
pereza. Yo no suelo serles fiel á las mujeres por cariño; mi constancia
no es constancia legítima, si no abandono; y, aunque sin gusto, por
abandono sigo á su lado, como frecuentemente hallándonos encamados,
tenemos sed, y no nos levantamos á beber por no molestarnos en cambiar
de actitud. ¡Anomalía extraña! La costumbre, que mata al amor, es, no
obstante, lo que mejor conserva y defiende las apariencias del amor.
Fernández Parreño aprovechó la pausa que en este momento de su discurso
hizo el diputado, para sentar la opinión de que don Juan Manuel, ó por
pereza, como él creía, ó por nobleza, gratitud y perseverancia de
corazón, si llegara á casarse sería un marido modelo.
Don Juan Manuel sonrió y movió la cabeza, en señal de duda.
--No sé, mi querido amigo--repuso--; no sé qué decirle, pues tengo
poquísima confianza en mí. Sucede con los amores lo que con las citas.
Si una persona nos cita en la calle, procuramos ser puntuales. «No es
correcto hacerla esperar al aire libre»--pensamos--. Lo mismo ocurre en
los amores ilegales. En cambio, dentro del matrimonio, por mucho que nos
retrasemos, siempre acudiremos á tiempo. Nuestra esposa no nos aguarda
en la calle; mientras llegamos, puede tocar el piano, comer, acostarse.
El matrimonio, disponiendo de todas las horas de nuestra vida, equivale
á una cita en un lugar cerrado; y creo que en esas entrevistas tan
cómodas, nunca sería exacto...
Se interrumpió, tuvo una sonrisita desdeñosa, aplastó lentamente la
blanca ceniza de su cigarro contra el borde de su taza de café:
--Muchas veces me aseguraron que yo no he amado porque nunca sentí
celos. ¡Pobres cerebros pequeños, cerebros oscuros!... A veces les
compadezco, á ratos les execro. Ellos ignoran que yo sufro más que nadie
de ese mal, porque mi ambicioso corazón tiene celos simultáneamente de
millares de mujeres, de todas esas mujeres hermosas, elegantes, ricas,
que llenan los teatros de Madrid y no son mias.
Hizo un mohín irónico.
--Claro es que de tan descosida afición amorosa un hombre discreto se
alivia fácilmente. Eso hago yo. Todos, en alguna ocasión, nos hemos
dirigido la siguiente pregunta: «¿A quién pertenecen esas mujeres tan
bellas que vemos en la calle? ¿A qué venturoso galán rindieron la
intimidad perfumada de sus noches?...» Pero no debemos desesperarnos,
pues igual interrogación se propondrán los dueños de tales hermosuras
con respecto de nuestras esposas. Es la triste condición humana; basta
que una cosa no sea nuestra para que nos parezca mejor. El deseo no se
detuvo nunca; no bien llega y alcanza, cuando se fastidia de haber
triunfado y reanuda su marcha. Dos sentidos le guían y ayudan en su
camino: la vista y el tacto. Pero diríase que aquella tiene vergüenza de
que su aliado, mucho más tardo y grosero, la empareje; y así, apenas
nuestras manos se apoderan de una mujer, cuando ya los ojos, eternamente
ingratos y peregrinos, miran á otra. Ello me anima á dar á ustedes el
siguiente consejo: cuando alguien desee mucho á una mujer casada y
cegado por su deseo se torture y piense que únicamente á su lado sería
feliz, acuérdese de que, junto á ella, su esposo, más de una noche, se
aburrirá horrorosamente. Esta reflexión ha de producirle gran alivio...
Como el despabilado conversar del diputado sobrepujase el nivel
intelectual de la tertulia, en cuanto don Juan Manuel calló la
conversación siguió rumbos más fáciles.
Don Isidro dijo que por la tarde él y su cuñado salieron á dar un paseo,
y que estuvieron divirtiéndose en tirar piedras contra un poste del
telégrafo.
--En ese mismo poste--agregó--, siendo yo niño, grabé con un cortaplumas
las iniciales de mi nombre; hoy las busqué y allí están todavía.
Estas palabras vulgares y tristes, como mojadas en la infinita tristeza
del vivir pueblerino, arrancó un suspiro á don Artemio. También suspiró
don Elías. Las cosas quedan, los hombres se van pronto; hasta lo más
pequeño durará más que ellos.
Hablaron de dos turistas ingleses, padre é hijo, que llegaron al pueblo
la víspera, procedentes de Madrid, y continuaban su viaje á Salamanca al
día siguiente.
--Entre ayer y hoy--exclamó don Artemio--han recorrido, no sólo la
población, sino todos los alrededores. Nadie como los ingleses para
aprovechar el tiempo. Estuvieron primero en la Glorieta del Parque
bebiendo cerveza á la puerta del parador del Sol, y retrataron á unos
trajinantes gitanos que estaban allí con sus caballerías. Después, por
el Paseo de los Mirlos, bajaron al río y visitaron la fábrica de
tejidos de Pepe González.
Don Isidro, que aborrecía á González por rivalidades de oficio, tuvo una
mueca desdeñosa.
--¿Y quién les llevó á casa de González?--interrumpió.
--No lo sé.
--Siempre sería el mentecato de su sobrino Juan, el marido de _la
Manca_...
Don Isidro miró á los circunstantes con el aire jaque y satisfecho del
hombre acostumbrado á acertar.
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