El misterio de un hombre pequeñito: novela - 19

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secretario y de dos números de la Guardia civil, en casa de los Paredes,
y á quemarropa, para estimar mejor el efecto de mis palabras, les
notifiqué su detención. La impresión que en uno y otro hermano causó la
noticia, corroboró plenamente la sospecha que la misiva reveladora,
apenas la leí, me produjo. Evidentemente me hallaba sobre la pista de un
crimen. Al recibir mi orden, Rita, que en aquel momento salía de la
trastienda, no mudó de color; parecía aguardarme y bajó los párpados
resignadamente. Toribio, en cambio, se quedó lívido, con una lividez
tal, que desvaneció en la blancura del rostro la línea de los labios.
Esto, tratándose de un trujamán tan valentón y experimentado como él,
significa mucho. ¡Si le hubiesen ustedes visto!... Se le afiló la nariz,
se le hundieron los ojos; hízose penosa su respiración; no podía echar
el habla del cuerpo. Adelantándome á la posibilidad de que, transcurrido
el primer momento de pánico, sus nervios tuviesen una reacción furiosa,
mandé que le atasen las manos. No opuso resistencia, y su mansedumbre
constituye, á mi juicio, un nuevo indicio de culpabilidad. Mientras le
amarraban, murmuró:
«¿Por qué me prenden? Yo no he hecho daño á nadie».
Le atajé:
«Si es usted ó no responsable de algo malo, lo sabremos más tarde. Yo,
por el momento, cumplo un deber deteniéndole á usted.»
Rita se limitó á decir:
«¿Y mi hijo?... ¿Qué será de él?...»
Como comprenderán ustedes, su pregunta es muy elocuente, pues descubre
la seguridad que Rita Paredes tiene de no ver á su hijo nunca más. Esa
interrogación envuelve un adiós, una despedida.
Yo la contesté:
«No la inquiete la suerte del niño. Yo me encargo de él. Deogracias
permanecerá en mi casa todo el tiempo preciso.»
Enternecida me alargó una mano, que, como es natural, rehusé. Entonces
murmuró:
«Gracias, don Niceto; muchas gracias. Ya no tengo miedo.»
Olmedilla apuró su café, que se había quedado frío. Después, engreído,
apersonado, enigmático, se puso de pie; era el protagonista, el dueño,
casi omnímodo, del drama policíaco que iba á desarrollarse. Con la
importancia que tan extraordinaria situación le confería, su alfeñicada
figurilla parecía más noble y más alta.
Don Juan Manuel intentó dirigirle una nueva pregunta, pero antes de que
la primera palabra subiese á sus labios, don Niceto le atajó con un
ademán. Había recobrado su aspecto impenetrable, severo, casi hostil,
de hombre en quien la sociedad resignó la administración de los
castigos.
--No pretendan ustedes saber más--dijo--; sería inútil. Todas las
habitaciones del domicilio de los Paredes han quedado cerradas y
selladas. Mañana tomaré minuciosa declaración á los detenidos y
seguidamente comenzaré á instruir las diligencias preliminares. Luego...
¡ya veremos qué resulta!...
Dicho esto saludó y se fué, orondo, inquieto y ufano á la vez, como un
autor en vísperas de un gran estreno.
Don Elías, don Juan Manuel, don Artemio y don Ignacio, prolongaron su
tertulia hasta muy tarde. En resumen, hallábanse tan descaminados y á
oscuras como antes. La inverosímil confesión de la mujerona no echaba
sobre el misterio luz ninguna. ¿Cómo Rita, que, mal ó bien, á través de
sus años de miseria siempre cuidó de sus hijos, hubiera querido,
precisamente cuando sus negocios marchaban mejor, desembarazarse de
ellos? Lo que no hizo de moza perdida, ¿iba á hacerlo en los umbrales de
una vejez laboriosa y honesta? Y, sobre todo, ¿dónde estaba la causa
razonada, el motivo lógico, de tan abominable crimen?... En cuanto á que
el señor Frasquito muriese de un mazazo en la cabeza, ¿quién admitiría
semejante patraña? ¿No se comprobó entonces que el pañero falleció de la
coz que le dió una mula? Don Elías, don Ignacio Martínez y los dos
médicos titulares que reconocieron el cadáver, ¿no vieron en éste
dibujada claramente la herradura del animal?...
Discutidos estos extremos, convinieron todos en que la carta de Rita
Paredes era, sencillamente, la obra de una perturbada, y de consiguiente
que don Niceto, poniendo bajo hierros á los hermanos Paredes sin más
razones ni otros indicios que los apuntados, había procedido con notoria
y punible ligereza.
Rozados en su vanidad profesional, Fernández Parreño y don Ignacio
Martínez afirmaban que el dictamen por ellos suscrito respecto al
accidente que privó de vida al señor Frasquito, era rigurosamente
cierto. De lo que examinaron y juzgaron por sus propios ojos, no podían
dudar. Don Ignacio recordaba la forma, dimensiones y aspecto de la
herida, como si acabase de verla. A don Elías sucedíale lo mismo. Para
mayor demostración, ambos estaban seguros de que en la señal que sobre
la frente de la víctima dejó la herradura, faltaba la huella de un
clavo.
--Aquel, precisamente--añadió Martínez--que faltaba en la pata derecha
del animal.
Las razones aportadas por el veterinario y el médico, resplandecían
incontrovertibles; don Juan Manuel y don Artemio lo reconocieron y
demostraban su asentimiento con leales movimientos de cabeza y de
párpados.
--Pues si la historia del asesinato de Frasquito Miguel es
mentira--exclamó don Elías--, ¿por qué no sería mentira también el
asesinato de los niños en el túnel?... Yo pienso, señores, que nuestro
amigo don Niceto se ha puesto en ridículo. El prurito de figurar, el
deseo de que los diarios de Salamanca hablen de él, le llevan demasiado
lejos. Rita Paredes es una loca; una pobre loca cuya manía consiste en
creerse criminal, como otras se dicen reinas ó actrices ó millonarias.
Y, si no... ¡al tiempo!...
--Estamos de acuerdo--interrumpió Martínez--; don Niceto quiere lucirse
y se precipita: «aun no ensillamos y ya cabalgamos». De ahí nace su
ofuscación.
Este criterio mantenido por los prohombres del Casino fué, durante la
mañana del día siguiente, el de todo el vecindario, y tantos detalles
aportaban unos y otros en favor de los Paredes, que hasta el mismo don
Valentín, que asistía á las discusiones de sus clientes, llegó á temer
que Niceto, mareado por repentinas ansias de notoriedad, hubiese
cometido una gravísima equivocación.
Así la sorpresa de todos fué mayor cuando, á la sobretarde, corrió la
noticia de que Rita Paredes había ratificado y ampliado ante el juez las
declaraciones de su carta, añadiendo pormenores que no daban lugar á
vacilación ninguna; y, finalmente, que el Juzgado se presentó en la
«casa del chopo», habitada á la sazón por unos trajinantes riojanos, y
que en el patio, y en el lugar mismo señalado por Rita, había aparecido
una maza, como de tres palmos de longitud, cuya parte más voluminosa
conservaba la señal evidente de un herradura.
El vecindario tornó á estremecerse; el alma sencilla y violenta de las
muchedumbres, se enardecía, vibraba de emoción, temblaba de cólera. Cada
sexo dirigía su odio contra uno de los asesinos: los hombres aborrecían
á Toribio; las mujeres á Rita. Ahora todos se explicaban el rápido
encumbramiento de los dos hermanos: su bazar de la calle Larga, era
fruto de un crimen; las telas, los juguetes, que allí vendían,
destilaban sangre. Evidentemente Toribio era un miserable, digno de la
horca; pero Rita le aventajaba en perfidia. ¡Matar así, en su propio
lecho y á mansalva, al hombre con quien había vivido tantos años, y
asesinar luego á los hijos de sus entrañas tirándoles, en racimo, bajo
las ruedas de un tren!... ¿Es posible que haya madres capaces de dar
lecciones de ferocidad á las hienas?...
Poseída de belicosa excitación, la gente preguntaba:
--¿Y Toribio? ¿Qué dice Toribio?... ¿Ha confesado algo?...
Estas interrogaciones iban y venían desde el Casino á la Fonda del Toro
Blanco, y desde allí al Café de la Coja. En la botica, en el taller de
don Ignacio, en la Estación, nadie hablaba de otro asunto. Delante de
los comercios de la calle Larga, no bien se reunían tres personas, la
obsesionadora y terrible actualidad renacía. Según las últimas
referencias, el buhonero no había declarado nada; á las palabras de don
Niceto opuso un inquebrantable silencio; pero, según decían, terminado
el interrogatorio hubieron de esposarle porque, en un acceso de furiosa
locura, intentó degollarse con un cristal.
Estas noticias, más que sabidas, adivinadas, venteadas por el instinto
de la multitud, exasperaban la atención general. A prima noche, los
comentarios que revolaban de corrillo en tertulia desde los paradores y
tabernas de la Glorieta del Parque á las casucas de la Puerta del Acoso,
arreciaron al extremo de revestir formas hostiles. Una veintena de
mujeres y hombres se habían congregado delante de Correos y miraban
hacia el bazar de los Paredes. Aquel grupo exaltado rumiaba una
venganza.
De pronto, una voz turbia y gangosa, la voz del tonto Ramitas, gritó:
--¡Vamos á quemar la casa!...
Instantáneamente todos se aprestaron á cumplir aquella iniciativa. De un
zaguán sacaron un jergón, que varias mujeres rociaron de petróleo.
Segundos después aquel montón de paja ardía, y sus llamas, disciplinadas
por el viento, iluminaron trágicamente la calle oscura. Lampazos
infernales de oro y púrpura corrieron por las fachadas de los edificios.
La multitud gesticulaba, rugía, satisfecha de su obra. El escándalo se
convertía en motín. Las puertas de la tienda empezaron á arder. Entonces
varios empleados de Correos acudieron resueltos á conjurar el daño.
Entre ellos y los incendiarios hubo una corta y sañuda rebatiña,
insultos, golpes; al cabo, la oportuna intervención de dos guardias, que
llegaban sable en mano, dispersó á los revoltosos. El fuego quedó
extinguido. Luego los alborotadores, siguiendo rumbos diferentes,
tornaron á reunirse delante de la cárcel, contra cuyas ventanas
arrojaron muchas piedras. Las mujeres prorrumpían en gritos
ensordecedores de amenaza. La indignación popular no cedía, y en tan
críticos momentos los muros de la prisión fueron para los dos acusados,
más que castigo, garantía y defensa. Finalmente, el cansancio de todos,
antes que las frases sincretistas de don Isidro, el alcalde, devolvió al
vecindario su sosiego. Hasta los menos razonables se apaciguaron.
Renació el silencio. Aquella noche, en la muda tiniebla de la calle
Larga, el frontis del comercio «Paredes, Hermanos», horriblemente
chamuscado por el incendio, tenía una expresión de cosa abandonada,
trágica y maldita.


XXVII

El proceso que el Juzgado de Puertopomares había empezado á incoar para
esclarecer la muerte de Frasquito Miguel y la de sus hijos, duró cinco ó
seis semanas, durante las cuales el vecindario conoció una vida de
emoción completamente nueva para él. Iban los ánimos de sorpresa en
sorpresa, y tanto menudearon los sobresaltos, que determinaron en la
multitud una nerviosidad enfermiza. A esta exaltación contribuían los
diarios salmantinos, que, bajo el epígrafe «El crimen de Puertopomares»,
insertaban informaciones prolijas del suceso. El escándalo rebasó los
límites modestos de la provincia y llegó á Madrid; una revista
cortesana, de gran circulación, publicó los retratos de los hermanos
Paredes y del «digno juez que instruía la causa», lo que dió á éste
envidiable importancia. En pocos días don Niceto Olmedilla había
adelgazado; su perfil de convaleciente empeoró; parecía más pequeño, más
descolorido; las gentes, por burla, empezaban á encontrarle ciertas
semejanzas con don Gil; en realidad, el pobre hombre, tanto por pundonor
profesional como por vanidad y ansias de exhibición, había trabajado
mucho.
El proceso, merced á las rotundas explicaciones de Rita, derivaba
derechamente hacia el final. La mujerona acusaba sin miramientos, y su
palabra era hilo de oro, rayo admirable de luz á través de las tinieblas
que, sobre la prudencia de los culpables, fueron acumulando el tiempo y
el olvido. Vencido, trastornado, por las declaraciones de su hermana,
Toribio confesó también. En el momento de hacerlo, su semblante se
descompuso cual si la fiera lucha que se libraba en su interior le
destrozase el pecho. Para tranquilizarle le ofrecieron un vaso de agua
con coñac, que el miserable bebió con avidez. Don Niceto, paternal y
severo, le decía:
--Hable usted, Toribio; es lo mejor. La Justicia, el día de la
sentencia, teniendo presente la franqueza de usted, le será más benigna.
Estas palabras, de firmeza y dulzura, fueron muy comentadas luego y
nimbaron la figura de don Niceto de prestigio. El buhonero, al fin,
engañado ó abúlico, habló, y sus declaraciones añadieron á la escena del
asesinato nuevas y espantosas sombras. Aclarado este punto, procedióse á
la exhumación del cadáver del señor Frasquito, pero el examen pericial
no dió resultado, por hallarse aquel en completo estado de
descomposición. Don Elías, don Ignacio, don Isidro Peinado y otras
muchas personas, fueron llamadas á declarar, y sobre las mesas del
Juzgado las resmas de papel de oficio iban amontonándose. Agobiado por
tan ruda labor, don Niceto ni tenía ganas de comer ni dormía á derechas.
Empero su actividad no declinaba. Resuelto á sujetar bien todos los
cabos de la maraña, envió un exhorto á la Audiencia de La Coruña
pidiendo la detención de Vicente López, y éste fué preso. Ello aportó al
escándalo un inesperado interés, y la figura de aquel hombre, autor
moral quizás del asesinato de los hijos de Rita, echó sobre la desalmada
madre mayores tinieblas.
La vista de la causa debía celebrarse meses después en Salamanca, y
allí, de consiguiente, era indispensable trasladar á los Paredes. Su
conducción, desde la cárcel de Puertopomares á la Estación del
ferrocarril, ofrecía serias dificultades, porque el vecindario
seguramente intentaría agredirles. Comprendiéndolo así don Niceto y no
disponiendo de las fuerzas necesarias para domeñar un conflicto de orden
público, pidió á sus compañeros los jueces de Campanario, Cantagallos,
Torres de la Encina y La Olla, le enviasen toda la Guardia civil que
tuvieran, y de este modo, entre individuos de «la benemérita» y
municipales, formó un pelotón de quince hombres.
Los presos debían ser sacados de la cárcel al filo de la media noche y
con todo sigilo; mas no faltó quien lo supiese, y la noticia, volando
eléctricamente de unos en otros, puso en belicosa conmoción al
vecindario. A la hora señalada, por todas partes un extraño y amenazador
murmullo de pasos, rompió el silencio. Misteriosamente las ventanas se
iluminaban; una especie de temblor estremecía las casas: era que sus
habitantes, informados de lo que iba á suceder, dejaban el lecho para
vestirse y salir. Las puertas se abrían con chirriar impaciente de
cerraduras, y en el rectángulo negro de los zaguanes aparecían hombres
provistos de garrotes y embozados en mantas. Pocos minutos bastaron para
que más de doscientas personas se congregasen ante la plazoleta,
pedregosa y herbada como un solar, que enfrontaba la cárcel, cuya puerta
custodiaban dos guardias civiles: sus tricornios charolados, el correaje
amarillo de su armamento y los cañones de sus mausers, lucían marciales
en la oscuridad.
Al fondo de la plazuela la muchedumbre se arremolinaba y el murmullo de
los diálogos se convertía en rugido. Algunas piedras, disparadas al
azar, chocaron contra el frontis de la cárcel. Estos preludios de
batalla enardecieron los ánimos. Voces varoniles, voces de gesta,
gritaban:
--¡Hay que arrastrarles! ¡No tenemos vergüenza si les dejamos salir
vivos de aquí!...
Y las pedradas volvían á sonar, ahora una, luego otra, como granizos
escapados de una tempestad en formación.
Intimidado por la desafiadora actitud del pueblo, don Niceto mandó
recado á su hermano Valentín de que le enviase el coche. Era una vieja
tartanilla, con ventanas de bulliciosos cristales y muelles lastimeros,
que dos caballejos, uno rucio y otro blanco, arrastraban. Al ver llegar
el vehículo la irritación de la multitud aumentó. Los manifestantes
silbaban y arrojaban piedras. Un nutrido grupo de mujeres, entre las que
iba el tonto Ramitas, se puso al frente de los amotinados: casi todas
eran vecinas de la Puerta del Acoso, hembras de armas tomar,
familiarizadas con la sucia historia de «la casa del chopo». Sus
pelambreras hirsutas, sus bocas improperadoras, sus brazos nervudos
hechos á pelear con la tierra, agitándose furibundos, imponían miedo.
Todas, á coro, voceaban:
--¡Que no se escapen! ¡Desenganchar los caballos!...
Avanzaban provocativas, seguras de que los mausers no harían fuego
contra ellas. Animados por su ejemplo los hombres las siguieron.
En aquel instante la puerta de la cárcel se abrió y surgió don Niceto
seguido de varios guardias civiles. A la luz débil de los faroles, la
figura minúscula y asustada del juez parecía una mancha amarilla.
Luego, entre bayonetas, salieron Rita y Toribio Paredes. La
muchedumbre, á quien la presencia del juez durante segundos impuso
respeto, reconoció á los criminales. La furia volvió á los corazones. En
los espíritus las ideas de justicia y venganza se confundían. Las
mujeres se desgañitaban:
--¡Mueran los asesinos!... ¡Mueran los asesinos!...
Llovieron las piedras y un guardia, herido en la cara, vaciló y fué
retirado á la enfermería.
--¡Mueran los asesinos!--repetía la turba ganando terreno.
Los hermanos Paredes subieron al coche y tras ellos don Niceto
Olmedilla, medroso, pero esclavo de su deber, y dos municipales. Los
caballos partieron al paso. Alrededor del vehículo, firmes, estoicos,
con ganas de tirar sobre el populacho, los guardias avanzaron. A
intervalos, desde el pescante, Fermín, el mayoral, arengaba á los
amotinados:
--¡Animales, no tiréis!... ¿No veis que vamos aquí nosotros y no tenemos
culpa de nada?...
En pocos instantes los cristales de la tartana quedaron hechos añicos, y
heridos, aunque ligeramente, las cinco personas que iban en ella. Rita
lloraba; su hermano, callado, lívido, sin mover ni siquiera los
párpados, parecía una estatua. En medio de aquel espantoso griterío
recorrió el convoy toda la calle Larga. Fermín, que tenía magullado el
cuerpo á pedradas, optó por ovillarse en el suelo del pescante; los
guardias, perdida la paciencia, se defendían á culatazos; varios
paisanos resultaron contusos. Al pasar por delante de la fonda, don
Valentín, don Elías, don Juan Manuel, don Artemio, don Isidro, el
alcalde y otras personas de significación, salieron valerosamente á la
calle, exhortando á las turbas á retirarse, pero viéndose amenazados
desistieron de su empeño. Por segundos la furia popular crecía. Algunas
mujeres llegaron á querer detener el coche agarrándose á las ruedas. Un
vecino de la calle del Sacramento trató de asestarle á Toribio una
cuchillada en la espalda.
Cuando los fugitivos llegaron á la Glorieta del Parque Fermín fustigó
vigorosamente á los caballos, que partieron al galope, mientras los
guardias, desplegados en ala, resistían el choque de los acosadores. En
la refriega, sostenida cuerpo á cuerpo, uno de los guardias recibió un
navajazo en el vientre. Sus compañeros entonces, á quemarropa, hicieron
fuego, y dos paisanos se desplomaron moribundos. A la desbandada las
turbas huyeron.
De este modo, dejando tras sí un reguero de sangre, salieron los
hermanos Paredes de Puertomares.


XXVIII

Consumada su venganza, don Gil, que vivía completamente ajeno á las
peripecias de su vida nocturna, experimentó un bienestar inesperado.
Nunca, desde la muerte del señor Frasquito, había sentido mayor plétora
de salud. Dormía nueve horas, tenía ganas de pasear, de ir al Casino y
hasta sus labios hubieron una vez un conato ó intento de sonrisa. Era
una satisfacción íntima, analéptica, remozadora, que el hombre pequeñito
no sabía á qué ocultos motivos referir.
«Estoy contento--solía decirse--; estoy muy contento, y, sin embargo,
nada bueno me ha sucedido»...
Durante años, semejante á un escultor, su alma misteriosa había
preparado y burilado su venganza. El deseo de castigar el asesinato de
su padre, dió perseverancias sobrehumanas á su voluntad: él indujo á
Frasquito Miguel á echarse en los brazos de Rita; él dispuso su muerte y
la de sus hijos. Del odiado gorgotero no quedaría nada, ni aun la
amante, que, según cábalas y previsiones de don Gil, en plazo no lejano
rendiría su cabeza al verdugo. Realizado su plan, el brujo cruzóse de
brazos, cansado y orondo.
Estas vacaciones proporcionaron á su alma un mayor enardecimiento
amoroso, y, sobre todo, efervorizaron temerariamente aquel deseo que le
empujaba hacia doña Fabiana. Como hombre que de todos los placeres
terrenales sólo apetece uno, don Gil, en sueños, meditaba:
«No me importaría morir si esa mujer fuese mía... siquiera una vez...»
Mas, ¿cómo separarla de su marido? ¿Cómo preparar á su virtud una
emboscada cierta?... Esto suponía que la señora de Martínez estuviese
dormida y despierto don Ignacio, pues alejados entonces por el abismo
que separa la vigilia del sueño, el veterinario no podría socorrer á su
esposa. Desgraciadamente para don Gil, doña Fabiana se acostaba siempre
después de su marido.
Una noche, alrededor de las diez, Fermín dormitaba en el zaguán de la
Fonda del Toro Blanco, sentado en una silla, cuando la voz y la
presencia de don Gil le despertaron. El hominicaco, evitando asustarle,
le llamaba suavemente:
--Fermín..., Fermín...
Era un bisbiseo leve y blando. Abrió el tartanero los ojos, y
reconociendo á su interlocutor, se levantó solícito.
--Mande usted, don Gil...
--Vengo á decirte que luego, á las doce en punto, estés con tu coche
delante del portal de don Ignacio.
--Muy bien, don Gil.
--Procura ser exacto.
--¿Es que el señor Martínez va de viaje?
--Lo ignoro. Sólo te encargo que acudas donde digo á la primera
campanada de las doce.
--Pierda usted cuidado; y, por lo que después pueda suceder, voy á
echarles á los caballos un pienso.
En tanto hablaba, el tartanero miraba con cierto asombro á su
interlocutor: parecíale más diminuto, más amarillo, que otras veces;
como si fuese la imagen de don Gil y no su persona, en carne mortal, la
que tenía delante.
Fuese el enano y Fermín, malhumorado y soñoliento, empezó á renegar de
su raída fortuna. Pedro, el cocinero de la fonda, quiso saber el motivo
de aquel enojo.
--¡Una friolera!--replicó Fermín--A los pobres todo nos sale del revés.
Hoy pensaba acostarme en seguida, porque esta mañana me levanté cuando
aun había estrellas, y acaban de decirme que vaya á media noche con la
tartana á casa de don Ignacio.
--¿Para qué?
--No sé; me pareció imprudente preguntarlo.
--¿Cuándo te lo han dicho?
--Ahora mismo.
--¿Ahora mismo?... ¿Quién trajo el recado?
--Don Gil.
Pedro se asombró y, sin transición, su pasmo convirtióse en desdén y
risa.
--¡Chico!... ¡Tú andas mal de la cabeza! Eso que cuentas lo has soñado.
¡Si hace quince ó veinte minutos que yo estoy ahí, en la puerta, y no he
visto á nadie!...
--¿A don Gil Tomás, tampoco?
--Tampoco; no, señor...
Fermín se alzó de hombros:
--¡Déjame de historias! El dormido ó el borracho serás tú. ¿O es que yo
no conozco á las personas ni entiendo lo que veo?... Don Gil Tomás ha
estado aquí, hablando conmigo...
Incrédulo y alegre, Pedro prorrumpió en carcajadas:
--¡Tú has bebido, Fermín!... ¡Tú estás peneque, Fermín!...
El tartanero, furioso, le volvió la espalda y se marchó rezongando
injurias.


XXIX

Hacía rato que el sereno de la calle Larga cantó las once y media.
Puertopomares reposaba en el crespón fresco, lleno de enigma, de una
noche sin luna. Las pisadas de los trasnochadores resonaban en el
silencio limpiamente; sus sombras se alargaban oscilantes bajo la luz de
los faroles.
Doña Fabiana que, contra su costumbre, se había acostado temprano, creyó
despertar y abrió los ojos. En pie, delante de ella, vió á don Gil. A la
hermosa mujer no la extrañó que el hombre pequeñito hubiese penetrado
hasta allí y á tales horas. Sin sobresalto, le preguntó:
--¿Ocurre algo, don Gil?...
--Sí, señora; su esposo se halla en mi casa y desea verla á usted.
Presa de repentino pánico, doña Fabiana miró hacia atrás, buscando en la
cama á don Ignacio, y no le halló.
--¿Cómo; está enfermo mi marido?...
Don Gil hizo con la cabeza un gesto ambiguo, á la vez que se llevaba un
índice á los labios. Sus ojos de color de cobre, sus ojos muertos,
fríos, sin expresión, como los de los peces, señalaban hacia la niña.
--¡Chist!... hable usted bajo--musitó--; Antoñita podría despertar.
Doña Fabiana repuso, sollozante:
--Confiéseme usted la verdad, don Gil: ¿está enfermo Ignacio?...
Con la curiosidad de saber adelantó un poco el cuerpo, y los encajes de
su camisa de dormir se entreabrieron un instante sobre el opulento
tesoro del seno. Las mejillas de don Gil, temblaron.
--Don Ignacio--dijo--está un poco enfermo. Vaya usted á verle cuanto
antes. Fermín la llevará á usted en su coche; le avisé hace un rato y
está ahí...
Quiso retirarse. Ella se incorporó, bebiéndose las lágrimas:
--Espere usted, don Gil; espere usted; nos iremos juntos.
El hombre pequeñito hizo un ademán negativo, de silencio y misterio.
--No--dijo--no; yo saldré antes.
Y, mirando á la niña:
--No haga usted ruido...
Desapareció fantasmal. Inmediatamente doña Fabiana saltó del lecho,
halló á tientas sus zapatillas, arropóse en una bata, se echó por los
hombros un mantón y, á oscuras, buscó la salida del dormitorio. Iba
ahogándose, como si una mano de gigante la oprimiese el corazón; pero el
temor de despertar á Antoñita, la impedía llorar. Rápidamente cruzó el
patio y empujó la puerta del taller. Sus pies se hundieron en el
estiércol cálido.
En aquel instante don Ignacio, obedeciendo á un presentimiento
indefinible, salía de su despacho. Durante varias horas estuvo
examinando en sus libros de estudio el tratamiento de una operación que
á la mañana siguiente debía realizar. Había trabajado férvidamente, sin
que ni su voluntad ni su atención desmayasen un punto; apenas el interés
de lo que estudiaba le permitió fumar. Y empero, de pronto, sin motivo,
experimentaba un desasosiego íntimo, un deseo invencible de salir fuera
de la habitación donde se hallaba. De un salto se levantó y abrió la
puerta. La luz encendida sobre la mesa del despacho atravesó la longitud
del taller pintando en la suciedad del suelo un rectángulo blanco.
Martínez miró á todas partes; olfateaba un peligro. Cuando vió á
Fabiana, un calofrío nervioso sacudió su carne. ¿A dónde iba su mujer?
Avanzó hacia ella.
--¿Qué buscas aquí?...
Doña Fabiana demostró no reparar en él; sus grandes ojos negros estaban
inmóviles; parecían mirar á lo lejos. Comprendió, sin embargo, lo que la
preguntaban, y repuso acorde:
--Voy á la calle; que no se despierte la niña...
Entendió don Ignacio que su mujer se hallaba sonámbula, y la habló
dulcemente.
--¿Vas á la calle?
--Voy á casa de don Gil.
--¿A casa de don Gil? ¿Para qué?...
--Porque mi marido está allí; está enfermo; don Gil ha venido á
decírmelo. ¡Dios mío!... ¡Dios mío!...
Hablaba con don Ignacio sin verle, cual si la voz del albeitar naciera y
resonase dentro de ella misma. Su actitud rígida, hierática, era la del
éxtasis. Intentó avanzar. Delicadamente Martínez la detuvo por un brazo.
--Tu Ignacio está bueno y sano.
--¡No! ¿Cómo? No es verdad. Está enfermo. Me lo ha dicho don Gil.
--Don Gil no ha podido decirte nada. Tu marido soy yo; estás en tu casa,
hablando con él. Mírame, mírame á la cara...
La cogió por la barbilla, procurando que detuviese en él los ojos.
--¡Mírame!...
Aquel contacto, un poco brusco, porque las manos de Martínez hasta
cuando acariciaban eran impacientes, comenzó á desvanecer el
sonambulismo de doña Fabiana. Su alucinación flaqueaba, perdía color,
se desleía en la realidad como en un vaso de agua un pedazo de azúcar.
Sin embargo, aun tuvo fuerzas para repetir:
--Don Gil me lo ha dicho... me lo ha dicho...
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