El misterio de un hombre pequeñito: novela - 17

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contigo y con nuestro Deogracias.
Hizo una transición.
--¿De quién es esta tienda?
--Mía y de mi hermano.
--¿La pusísteis á medias?
--Sí, á medias; porque yo, para que lo sepas, tenía un dinero...
El amor dispone del don precioso de infantilizar á los adultos,
especialmente á las mujeres. Una jamona, en cuanto se enamora, se vuelve
niña. Bajo la mirada zahorí de Vicente, Rita Paredes balbuceaba, se
embrollaba, dominada por un repentino deseo de decir la verdad.
Afortunadamente _el Charro_ la interrumpió:
--No necesito saber cómo ganaste ese dinero ó quién te lo dió; supongo
que sería el señor Frasquito. Ya te dije que lo pasado queda atrás y no
debe tocarse. ¿A cuánto asciende ese dinero?
--A dos mil ochocientas pesetas.
--¿Nada más?
--Nada más. ¿Por qué?...
Su voz fue suplicante; imploraba perdón. Súbitamente, ante el hombre
amado, había sentido el remordimiento de ser tan pobre.
--¿Y en esa cantidad--prosiguió él--incluyes los géneros que hay en la
tienda?
--Sí, todo...
Por sus cejas, violentamente contraídas hacia arriba, pasó una terrible
ansiedad. Vicente hizo una mueca de disgusto.
--¡Es poco dinero!... ¡Muy poco dinero!...
Luego, con repentina decisión:
--¡No importa! Con eso y lo mío, tenemos bastante. Iremos á América. Yo
no me separo más del chiquillo.
Entre dientes, con humildad de esclava, la mujerona interrogó:
--¿Y mis otros tres hijos?
La respuesta del chalán fue categórica, terminante, como un hachazo.
--¡Ah! ¡Esos no vienen con nosotros! ¡De ninguna manera! ¡Esos se quedan
aquí, con su tío!... Comprende que entre nosotros no debe existir nada
que nos recuerde lo que yo he sido y lo que tú hayas podido ser.
Aun hablaron más, pero como no les pareciese bastante, para comunicarse
con mayor espacio y reposo, acordaron reunirse al día siguiente, á la
hora del anochecer, dentro del túnel, por la parte más inmediata al río.
Aquella noche, en sueños, la mujerona habló con don Gil. Dormía
tranquilamente cuando comenzó á sentir una inquietud semejante á la
producida por el inmediato arribo de una visita; al mismo tiempo
vislumbraba dentro de sí una especie de resplandor tenue. Sin lograrlo,
varias veces quiso abrir sus párpados soñolientos; al conseguirlo, en
pie delante de su cama vió al hombre pequeñito. No le distinguía aún y
sabía, sin embargo, que estaba allí. Parecióle más descolorido y
minúsculo que otras veces. Un diálogo breve se entabló: imperioso y
dictatorial por parte de él; suave, humilde, lleno de condescendencias y
vasallaje, por parte de ella.
--Ya sé que Vicente López ha venido á verte.
--Sí, señor.
--Le mandé yo venir.
--¡Ah! No me dijo nada.
--Es que no lo sabe: él cree haber venido por su gusto, pero fue porque
yo lo dispuse así.
Rita asintió. ¿Cómo discutir las palabras de su bienhechor? El rostro
del hominicaco aparecía ante ella pálido, indeciso, emborronado, al
igual de esas viejas fotografías roídas por la luz. Un claror alechigado
le envolvía. No pestañeaba. Sus labios, como los labios de las caretas,
no se movían al hablar. Prosiguió:
--Vicente López, á quien tanto has amado, quiere llevaros, á ti y á su
hijo, á América.
--Sí, señor don Gil.
--Es preciso que le obedezcas. ¿Le obedecerás?
--Sí, don Gil.
--No te ocupes de la tienda: con el dinero que él tiene y los billetes
que tú guardas detrás del ropero, lleváis lo necesario para el viaje.
--Bueno, don Gil; lo que usted disponga.
La mujerona experimentó un terror frío, tan agudo, que heló á sus
huesos. Por obra de un inexplicable fenómeno telepático, Rita iba
adelantándose al pensamiento de su interlocutor de modo que éste aun no
articulaba una frase cuando ella, misteriosamente, ya la había oído.
Rita sintió que sobre las cabezas inocentes de Pepe, María Luisa y
Francisco, el hombre pequeñito echaba una sentencia terrible, y las
palabras del enano tenían para ella la fuerza apremiante y sin evasivas,
de la fatalidad.
--Para seguir á Vicente--habló don Gil--abandonarás á los tres hijos de
Frasquito Miguel. ¿Lo harás?...
Dentro de la madre algo sobrehumano se atrevió á protestar, aunque
tímidamente.
--¿Y no les veré ya nunca?
--Nunca.
La torturada gimió, doblegándose; su rebeldía expiró bajo la orden
inflexible.
--Bien, don Gil.
Volvió á temblar; el acento sibilino del brujo se debilitaba, parecía
venir de lo arcano; su turbia imagen no se había movido de allí, y su
voz, sin embargo, llegaba de muy lejos, del horizonte, del fondo de la
tierra. Los labios inmóviles dispusieron:
--A tus hijos no les dejarás. Es mejor que les mates.
Sollozó la mujerona, y no contestó.
--Yo odiaba á Frasquito Miguel--prosiguió don Gil Tomás--y mi odio no se
satisface con su muerte: quiero secar también esos tres retoños de aquel
árbol maldito. Además, es mejor matar que abandonar, porque los
abandonados sufren, mientras los muertos no sólo no sufren si no que
descansan. Rita, ¿obedecerás?...
Ella gimoteaba y se removía convulsivamente. Un instante creyó soñar,
pensó que se había acostado del lado izquierdo y que con ambas manos se
oprimía el corazón. Pero esta sospecha menos duró que un relámpago. No
soñaba, no: el hombre pequeñito, inexorable, inquisidor, continuaba
allí.
--Si no me obedeces--agregó Tomás--te perderé, te pondré en manos de la
justicia, les diré á los jueces que fuiste tú quien asesinó á Frasquito
Miguel.
Después de un silencio, la voz remota, más terrible cuanto más remota,
preguntó:
--¿Cumplirás mi mandato?
Rita se ahogaba; algo pesado, duro, frío, como una piedra, oprimía su
garganta. Cuando pudo hablar:
--Sí, don Gil--murmuró.
--¿Matarás á tus hijos, Rita?
--Sí, don Gil.
--Pronto, ¿verdad?
--Sí, don Gil.
--¿Y les matarás sin que Vicente lo sepa?
--Sí, don Gil...
La imagen del hombre pequeñito desapareció. La mujerona continuó
durmiendo; fué como si el cristal de alguna linterna mágica y espantosa
se hubiese apagado.


XXIII

Al siguiente día y á la hora señalada, Rita y _el Charro_ acudieron al
túnel. Describía éste un semicírculo que oradaba de Norte á Sur el cerro
donde Puertopomares fué edificado. Correspondía la entrada meridional á
la estación del ferrocarril, al sereno panorama de los vastos bosques de
castañares y acebos, cuya esquiva frondosidad alejábase ondulando al
compás de las montañas anebladas y pintadas de azul por la distancia; y
la boca norteña, abierta á veinticinco ó treinta metros del puente
tendido sobre el Malamula, á la parte más abrupta, encrespada y fragosa.
Allí el viento encajonado entre altísimas laderas de granito y basalto,
recogía fielmente todos los murmullos del río y de los árboles, los
exaltaba en las sonoridades de las rocas, y tableteaba amenazador en la
oquedad renegrida del túnel. Sus ráfagas violentísimas, cargadas de
estridencias lapidarias, producían bajo la bóveda ecoica fragores
idénticos á los de un tren en marcha.
Fué allí donde la mujerona y su amante se vieron, y más de una vez,
engañados por los ululeos del aire, se apartaron de la vía y se
estrecharon contra las paredes, tiznadas de carbón y rezumantes de agua,
creyendo que el correo de Salamanca trasponía el puente.
Comenzó Vicente López la conversación exponiendo los planes que, de
tiempo atrás, tenía bien madurados y dispuestos. Si ella estaba resuelta
á seguirle no debían desaprovechar momento, pues todo el dinero que
gastasen en el transcurso de aquellos días ociosos lo necesitarían luego
para el viaje: él regresaría inmediatamente á Salamanca, para retirar
los fondos que guardaba en un Banco y concluir algunos asuntos
pendientes. Rita, con su hijo, iría á buscarle á La Coruña, donde
embarcarían los tres para Buenos Aires.
--Cuando yo salga de Salamanca--agregó--te escribiré dos letras,
diciéndotelo. Estáte prevenida porque en todo esto podemos emplear, á lo
sumo, un par de semanas.
Llamó la atención de Vicente la mansa prontitud con que su amante
aceptaba sus órdenes. Pensaba tener que avasallar graves resistencias y
sorprendíale que los deseos de la mujerona se orientasen sin lucha tan á
su talante y favor. Repentinamente la duda le mordió. Su espíritu de
trujamán, educado en las lides y tretas del engaño, receló de aquella
obediencia.
--¿Es que aparentas transigir--exclamó--para alejarme de tu lado sin
riñas y luego hacer tu gusto?... Pues te juro que no habías de reirte de
mí: por primera providencia, te quitaba el niño; después... ¡ya
veríamos!...
La había cogido por los brazos rudamente, como para explicarla con la
tortura de su carne la dureza y decisión de su voluntad. Rita Paredes
entornó los ojos; hervía su sangre; aquellas manos crueles tenían para
ella la voz de fuego del recuerdo.
--No pienso engañarte--repuso--; es que te quiero, Vicente; es que no
puedo vivir sin ti; soy tu esclava; es que me dirías «ven», y te
seguiría aun que tuviera que ir descalza y pisando sobre brasas...
Toda la ciega vehemencia de su temperamento criminal; todo el odio con
que asistió al martirio del señor Frasquito y la perversidad de aquellas
exclamaciones caritativas con que embrollaba y explicaba los lamentos
de la víctima; todo el execrable horror de su alma egoísta y codiciosa,
mudábanse en desapoderada locura sexual. Tremaron sus nervios; su carne
lasciva, pareció quemarse, agrietarse, cual si dentro de ella hubiese un
incendio; y toda su figura, alta, seca, vibrante, con su rostro lívido
nimbado por el halo rútilo de sus cabellos, parecía una llama. El
escenario daba al bárbaro abrazo de los amantes un misterio infernal: la
enorme tiniebla del sitio, tiznado densamente por el humo de las
locomotoras; los rieles bruñidos bajo el vaivén de los trenes,
alejándose á ras de tierra en la oscuridad; los gemebundeos del viento;
el latir de las gotas de agua desprendidas de la bóveda de la cripta, y
que resonaban en el silencio como pisadas duendes...
A las siete menos minutos resonó prepotente, al lado opuesto del río, el
silbido del correo que llegaba de Salamanca. Como siempre, la máquina
avisaba que iba á hundirse en el monte. El convoy cruzó el puente y se
lanzó jadeante por la boca del túnel. Retembló el suelo. Abermejáronse
los rieles. Crepitaron los cimientos milenarios del antro con la
ráfaga--hierro y fuego--del tren, y ante la linterna roja de la
locomotora las tinieblas huían y los muros negros, grietosos, empapados
en agua, se tiñeron de sangre. Un instante, desde la altura del ténder y
en el huracán de las volutas de humo desesperadamente retorcidas, los
maquinistas vislumbraron una mujer y un hombre caídos en la suciedad de
hollín de una de las cunetas. No pudieron reconocerles. El tren siguió
adelante. Un momento después, amparados bajo la oscuridad de la noche,
Vicente y Rita, las manos y los trajes horriblemente manchados de
carbón, consumado el pecado original salían del túnel como de un
paraíso.
Regresó la mujerona á su casa muy tarde; para no llamar la atención de
las personas que la conociesen, al separarse de Vicente había ido al
río á lavarse las ropas, y en esta faena empleó cerca de una hora.
Sonaban las nueve en el reloj de la iglesia cuando terminó. Su hermano,
maliciando lo ocurrido, recibióla con cara y voces de vinagre. El y los
niños ya habían cenado.
--¿Piensas volver á las andadas?--gritó--¡Pues no estoy dispuesto á
consentirlo! Aquí se hace lo que yo mando.
Rita le miró con frío desdén.
--Esta casa--repuso--es de los dos, y en ella mandamos los dos por
igual: ni tú más que yo, ni yo más que tú. Con que... ¡haya paz y
callemos todos! Guárdate las uñas si no quieres que yo saque las mías...
Dicho esto con dejo reposado y bravucón, sentóse á cenar; y apenas quedó
sola, su cólera se deshizo, como licuada, en una recóndita, inefable y
sedante emoción amorosa. Comía maquinalmente. Las imágenes de los
ardientes momentos recién vividos, producíanse con tal vigor de verdad
en su espíritu, que creía pasar de nuevo por ellos. Vicente López se
hallaba á su lado, reconocía diáfanamente el timbre de su voz, y con los
ojos del alma veía sus gestos. Según las diversas mutaciones de aquel
diálogo interior, la mujer sonreía ó su rostro se revestía de gravedad.
A veces, afirmaba; á veces, parecía dudar; á intervalos, también, sentía
sobre sus labios los besos y en su carne las manos violentas del
_Charro_. ¡Oh! ¡Cómo había querido á aquel hombre, y cómo le quería
aún!... Era el sultán, el dueño. Ella, fuerte y rebelde como un macho, é
incapaz de conceder á nadie jefatura sobre su albedrío, reconocía el
imperio de Vicente. Ante aquella voluntad, la suya claudicaba. Aunque la
despreciase, aunque transcurriesen los años sin saber de él, para su
enamorado corazón Vicente López siempre sería «el amo». Terminada su
colación, la mujerona se acostó, y, de un tirón, como cuando niña,
durmió toda la noche.
Este gratísimo contento duró varios días. Sentada detrás del mostrador,
dejaba transcurrir las horas mirando distraídamente hacia la calle. Su
espíritu no estaba allí. A ratos asociaba un nombre á las figuras que
pasaban de largo ante las vidrieras del comercio, ó se detenían á
examinar los escaparates.
--Ahí va don Ignacio--pensaba.
O bien:
--Es don Elías, que vuelve del Casino...
Pero estas ideas según se producían se eclipsaban, y la mujerona tornaba
á inmergirse en el recuerdo de su amor, como en un baño. A su lado
Toribio y Deogracias se afanaban en servir á los compradores que
llegaban, registrando debajo del mostrador, subiéndose por una escalera
á los entrepaños superiores de la anaquelería ó descolgando, con auxilio
de una percha, los objetos suspendidos del techo.
En el ininterrumpido filar de su soliloquio, Rita Paredes fatalmente
volvía una vez y otra á la misma obsesión criminal:
«A los hijos de Frasquito Miguel, necesito matarles. Lo que hice con el
padre debo hacer con ellos»...
En la negrura de su discurso estas dos ideas se asociaban fuertemente;
no era posible separarlas; el primer crimen explicaba el segundo y hasta
lo exigía. A las empresas, para que reditúen los debidos beneficios, es
necesario llevarlas á su término y rematarlas bien y sin miedo. ¿Habría
conseguido algo el arquitecto que, después de construir una casa,
empapelarla, solarla y estucarla, no la techase? Nada, porque un hogar
sin techo no es hogar. Y, del mismo modo: ella, que asesinó al señor
Frasquito para robarle y vivir cómodamente del producto de lo robado,
¿no perdería el valor ó recompensa de su trabajo si aquel dinero iban
comiéndoselo poco á poco los hijos del muerto?...
Perseguida por esta decisión, cada vez más resuelta, Rita procuraba ver
á los niños lo menos posible. Cuando alguno se agarraba á sus faldas, la
mujerona palidecía y miraba á otro lado; la dulzura de aquellos ojos
inocentes, tan candorosos, que parecían asustados, era horrible. Rita
Paredes recordaba las órdenes verticales de don Gil; el hombre pequeñito
razonaba bien: urgía deshacerse de aquellas criaturas que, más adelante,
la importunarían. Don Gil aconsejaba: «Los abandonados sufren, los
muertos no». ¡Era cierto! ¿Cómo no reconoció ella antes la certidumbre
de tales palabras?... A este pensamiento servía de abono y arrimo la
amenaza del brujo: «Si no me obedeces--había dicho don Gil--te llevaré á
los Tribunales y los jueces sabrán que tú fuiste quien asesinó á
Frasquito Miguel». Hallábase, de consiguiente, colocada en el entronque
ó bifurcación de dos caminos: uno, el camino de América, de la vida
libre, al lado de su hijo mayor y del único hombre que había amado; el
otro era la ruta que guiaba á la perdición, al presidio, quizás á la
muerte. ¿Cómo dudar entre ambos?...
La mujerona repetía:
--Esos chiquillos son una maldición para mí; ó ellos ó yo; no hay otro
remedio...
Discurriendo así sentía que, hora tras hora, las fuentes, nunca muy
caudalosas, de su amor maternal iban secándose, y que todo el odio que
profesó al señor Frasquito resurgía ahora con fatales verdores hacia sus
hijos.
Cumpliendo disposiciones de don Gil Tomás, Rita nada de esto dijo á su
cómplice; el hombre pequeñito lo decretó así, tanto porque de los
asuntos graves conviene hablar poco, cuanto de miedo á que López,
esquivando las derivaciones ó responsabilidades criminales que tal
empresa pudiera ocasionarle, desistiese de ella.
Según don Gil manifestó á Rita, la inesperada reaparición de Vicente en
Puertopomares obedecía á insinuaciones suyas. Esta labor, realizada
únicamente durante las horas de descanso, fué lenta. En Salamanca los
asuntos de López marchaban de mal en peor; de año en año los negocios
iban escaseando y las transacciones eran más difíciles. ¿Cómo vivir en
un país esquilmado por el fisco y la usura, y donde todos son á vender y
nadie compra?... Entonces surgió en _el Charro_ la idea de buscar fuera
de su patria la fortuna. Con esta alarma interior, tan propicia á toda
suerte de mudanzas, derroteros y aventuras, coincidieron las sigilosas
instigaciones del hombre pequeñito. Don Gil, implacable, necesitaba
destruir el hogar de los hermanos Paredes y con él la raza del señor
Frasquito, pues el odio es tan recia pasión que sólo se aplaca
satisfaciéndose en los hijos de la persona aborrecida. Para llevar
pronto y á buen desenlace este plan, don Gil solicitó y á corto esfuerzo
obtuvo la alianza del _Charro_.
Varias semanas hacía que éste, allá en la posada salmantina donde tenía
su albergue, descansaba mal. Visiones deshilvanadas, heteróclitas, que
huían de su memoria apenas despertaba y parecían episodios ó fragmentos
de algún gran miraje interior, le desazonaban. Aunque rudo de alcances,
el chalán comprendía que una grave adivinación ó presentimiento
germinaba en los subsuelos de su espíritu. Como esas enfermedades que,
antes de perfilarse claramente, se anuncian con erráticos y variables
dolores, de igual manera aquel hondo misterio aparecía y desaparecía
tras un torbellino de imágenes inconcluídas y vagabundas. Empero, por
estos ocultos caminos, la revelación, laboriosamente, iba preparándose.
Una noche Vicente López soñó con su antigua amante Rita Paredes: la
halló más fea, más seca, pero el dolor de sus ojos--dolor de olvido--le
impresionó favorablemente. Hablaron: ella lloró mucho, le explicó sus
penas, sus errores, y él concluyó acusándose de haberla abandonado. Al
despertar, Vicente, dominado aún por el recuerdo de su pesadilla, estaba
triste. Las noches sucesivas también soñó con Rita, y tan gayamente
renacían los episodios de este viejo amor, que sintió, como un
remordimiento, el haberlo perdido. ¿Por qué aquella figura, largo tiempo
olvidada, resucitaba así? ¿Qué extraño poder la sacó de la sombra?...
Con zozobra, _el Charro_ pensó:
«¿Habrá muerto Rita?...»
Otra noche soñó que quien había fallecido era Frasquito Miguel, y que
Rita Paredes le heredó y estaba rica. Apesar de tal cambio, la voz
musitadora de las pesadillas aseguraba á Vicente que su antigua manceba
no era feliz y se acordaba siempre de él. Estas figuraciones se
repitieron y con los ojos del alma, el Charro vió la tienda de los
hermanos Paredes, y á Rita detrás del mostrador, en la actitud grave y
triste, actitud de arrepentimiento, de la mujer para quien la vida de
las aventuras ha pasado. López comprendió que Rita, asomada al mostrador
de su tienda, como á una ventana, le esperaba todavía. Entonces sus
propósitos de expatriarse cobraron repentinos bríos, y á ellos se
asociaba el deseo de conocer á su hijo. Una idea de lucro, una esperanza
de negocio, ligábase solapadamente á esta resurrección sentimental; los
apuros económicos con que _el Charro_ tropezaba en su oficio, el genio
bondadoso de los sueños los solucionaba, con arte mágico, por las
noches: Rita Paredes era rica, y todo aquel dinero, cuyo origen á él no
debía importunarle, podía ser suyo.
Tanto creció esta obsesión y en tales gasas de lógica y de entrañable
afecto se envolvía, que la conciencia de Vicente barajó y llegó á
mezclar las imágenes de sus vigilias con las de sus sueños, explicando
las unas por las otras, viviendo como si soñase y tomando sus
fantasmagorías por realidades, hasta que determinó trasladarse á
Puertopomares y hablar con Rita.
Cuando _el Charro_ enfrontó el comercio de los hermanos Paredes y
examinó su puerta de cristales y sus dos vidrieras guarnecidas de
juguetes y de ropas, no se sorprendió.
«Todo esto--pensó--lo he visto ya»...
Efectivamente, aquel momento de tiempo y de espacio que tenía delante,
lo conocía por haberlo soñado muchas veces. De noche, sin duda, su alma
recorrió el mismo itinerario: llegó á la Fonda del Toro Blanco, paseó la
calle Larga y se detuvo emocionada, cual si acudiese á una cita, ante el
bazar de los Paredes. Tampoco le sorprendieron el aspecto de las
anaquelerías, repletas de géneros, ni el maniquí que arrancaba al tonto
Ramitas gritos de entusiasmo, ni los objetos que, semejantes á
estalactitas, pendían del techo envigado, ni la silueta de su antigua
barragana, lívida y rígida, detrás del mostrador. Su conversación con
ella y todo lo que luego acaeció, pareciéronle también hechos naturales;
y así, cuando después de firmemente unidos y concertados regresó á
Salamanca, ni un momento dudó de que Rita Paredes dejara de seguirle.


XXIV

Una tarde, de las últimas de Octubre, llegó á Puertopomares la carta
donde Vicente López daba orden á su amante de ponerse en camino.
«Me voy á Coruña esta noche--decía--y en el vapor _Carolina_, que zarpa
de allí el sábado próximo, retendré tres pasajes. No malgastemos tiempo.
Recoge tu dinero y para no llamar la atención, sin equipaje, como si
fueses á dar un paseo, te vas con el niño á la estación y subes al
correo que llega ahí á las siete y cuarenta».
Firmaba _el Charro_ sólo con la inicial de su nombre; y debajo añadía
previsoramente:
«Rompe este papel.»
La mujerona leyó y releyó la misiva, escrita en caracteres irregulares y
grandes, y dócil al consejo de su amante la rasgó en cuatro pedazos;
pero al mismo tiempo cambió de parecer, y entreabriéndose el corpiño
guardóse los fragmentos en el pecho. Eran las nueve de la mañana cuando
esto ocurría. Toribio no pudo sospechar nada; ni siquiera vió al
cartero. Los niños estaban en el colegio. Un alegre sol de otoño llenaba
la tienda, bruñía el ancho cristal de los escaparates, coloreaba las
mejillas del maniquí, rielaba sobre los objetos de metal--tijeras,
cortaplumas, sacacorchos, dedales, cucharas, martillos--puestos en
ordenadas ringleras sobre los entrepaños de las anaquelerías. Siempre
que un comprador empujaba la puerta vibraba un timbre, y su tantán
jocundo, nuncio de ganancias, parecía convertirse en luz. Luego, dentro
del cajón donde los Paredes iban echando el importe de la venta del día,
las monedas se entrechocaban bulliciosamente y su canción parecía una
risa.
A mediodía Toribio necesitó ir á la Estación, á retirar unas mercancías.
Esta oportunidad la aprovechó Rita para entrar en su dormitorio y coger
los billetes de Banco que escondidos tenía detrás del ropero. En seguida
volvió á la tienda. La mujerona desarrollaba un plan absurdo y siniestro
que su estrechez mental, empero, juzgaba perfectamente urdido: consistía
en deshacerse de los tres hijos del señor Frasquito arrojándoles al
paso de un tren, y huir luego con Deogracias. La miserable no vacilaba;
la impunidad de su primer crimen la impelía á cometer el segundo, y
hasta vislumbraba una especie de venganza, de espantoso símbolo, en que,
sobre los mismos rieles donde los vástagos del señor Frasquito quedasen
destrozados, huyese ella después, como por una ruta de sangre, en busca
de «su hombre» y con el hijo único de «su hombre»...
El tempestuoso curso de estas cavilaciones llevó los ojos de Rita hacia
el almanaque colocado junto á la puertecilla de la trastienda. Era
martes, día de agorerías y maleficios.
--Martes--repitió mentalmente _la Roja_--; de aquí al sábado, hay tiempo
para todo.
Un impulso ciego, una obsesión infernal, la dominaban. A la puesta del
sol, Rita, que durante la tarde estuvo quejándose de dolor de cabeza,
invitó á los niños á dar un paseo; aceptaron todos con alardes
extremados de alborozo, y ella, cariñosa, les peinó y vistió
pulcramente; en los undosos cabellos claros de María Luisa prendió un
lindo lazo de seda azul, y accedió á que Paquito, el más pequeño de los
tres, estrenase unos zapatitos de charol blanco. La infame cuidaba estos
detalles de amor maternal que luego podían defenderla eficazmente, si,
contra lo que don Gil había asegurado, necesitaba andar en dimes y
diretes con la justicia. Deogracias quiso acompañar á sus hermanos;
tenía celos de ellos.
--¿Voy contigo, mamá?
--No; tú te quedas al cuidado de la casa; á tu tío puede ocurrírsele
salir y la tienda no debe quedarse sola.
En la calle Larga, Rita Paredes, envuelta en su mantón alfombrado,
llevando de la mano á María Luisa y precedida de Pepe y de Francisco,
atrajo las miradas de varias vecinas. Algunas, por donaire, la
interpelaron:
--¿Va usted á poner escuela, señora Rita?
La mujerona reía con naturalidad.
--Salgo porque me conviene andar; desde esta mañana tengo una jaqueca
horrible; quizás me alivie con el ejercicio y el aire.
Y añadía, designando á los niños:
--Los pobrecitos nunca salen y aprovecho la ocasión para darles un buen
paseo. Ahora vamos á la Estación y, luego, si hay tiempo, llegaremos al
río.
--¿Irá usted por el túnel?
--Eso pensaba.
--Tenga usted cuidado con los trenes.
--Ya lo sé; á ciertas horas no hay peligro.
Al pasar por delante de la botica, don Artemio, que había conocido á
Rita cuando ésta encendía en el chopo de su casa el farol de los sucios
deseos, sonrió bonachón á la mujerona y obsequió á los chiquillos con
caramelos, azúcar cande y pastillas de goma. De bonísima gana hubiese
tuteado á Rita, mas no lo hizo porque los ojos, rebosantes de precoz
travesura, de Pepe, no cesaban de mirarle. Limitóse á exclamar:
--Mucho cambian los tiempos, Rita.
--Mucho, don Artemio.
--¿Quién iba á decírnoslo entonces, ¿verdad?... Usted, convertida en
madre de familia y con una tienda; yo, hecho un carcamal. ¡Cómo ha de
ser!...
La mujerona siguió adelante, enfrentó la hostería de don Valentín, y por
la Glorieta del Parque tomó el camino Alto de la Estación. El sol,
próximo á esconderse, iluminaba de soslayo el paisaje: la torre de la
iglesia parecía de oro; los cristales de muchas ventanas rutilaban, como
diamantes; una ligera bruma ascendía del valle, lleno de rumores
vesperales; bajo la umbría de los árboles y entre los repechos
pedregosos y oscuros, la tierra húmeda del camino tenía una amarillez de
hoja seca.
Rita avanzaba sola; ante ella, alegres como gozques, corrían los niños.
La mujerona iba pensando:
«Son mi maldición; son mi cadena; pero dentro de unos momentos esas
cadenas quedarán rotas... y seré libre...»
Personas que volvían de la Estación, la saludaban.
--Buenas tardes, señora Rita.
--Buenas tardes...
Eran Teodoro, el camarero del Casino, y Fermín, el tartanero de la Fonda
del Toro Blanco. Luego un grupo de muchachas la alcanzó: iban en él las
hijas de doña Virtudes, María Jacinta y su prima Flora.
--¿De paseo, eh, señora Rita?
--De paseo, sí... para que los niños respiren un poco de aire.
--¡Muy bien, hasta luego!...
--Hasta después, adiós...
Las mozas marchaban contentas, presurosas, estremecidas por el ambiente
friolero de la tarde. Se encaminaban, según costumbre, á la Estación, á
ver pasar el tren. Sus siluetas gráciles, envueltas en telas claras,
vibraban armoniosamente en la penumbra crepuscular; y Rita, la
miserable, la incestuosa, mientras las veía alejarse, pensaba:
«Todas éstas, si hiciese falta, declararían en mi favor.»
A poco, en vez de llegar á la Estación, Rita Paredes se internó entre
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