El misterio de un hombre pequeñito: novela - 16

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A Toribio, sin embargo, le molestaba un retrato de Frasquito Miguel que
había sobre la cómoda, en la misma alcoba donde le mataron. La
fotografía, hecha en Salamanca muchos años atrás, empezaba á palidecer.
Siempre que Paredes entraba en la habitación, los ojos del retrato,
misteriosamente, le salían al encuentro. A Rita también la preocupaba
aquella imagen cubierta de tristeza por la acción decolorante de la
humedad y de la luz. Un día la mujerona agarró impetuosamente la
cartulina, regresó con ella al comedor, y allí, á la vista de su
hermano, la partió en cuatro pedazos.
--¡Así habremos desterrado la mala sombra!--exclamó.
Y tiró los añicos sobre la mesa. Su propósito, no obstante, falló. En
uno de aquellos trozos la cara de Frasquito Miguel se había librado
intacta. Toribio, con miedo, con rabia, cogió el pedazo y lo rompió en
dos; pero, al quebrarse el cartón, fué de manera que también esta vez la
cabeza se salvó. ¿Por qué es tan difícil romper un retrato? ¿Por qué
tienen todas las fotografías, especialmente las de los muertos, algo
metafísico que las defiende?... Los dedos de Toribio desmenuzaron la
imagen: borráronse la nariz y la boca; luego la frente; sólo los ojos,
resignados, tristes, acusadores, resistían aún, salvándose como de
milagro, de unos pedazos en otros, y siempre por pequeños que éstos
fuesen, cabían los dos. Toribio llegó á morderlos. Al cabo,
desaparecieron también.
El trabajo que hubieron en destruir aquel retrato contribuyó á
acobardarles y atardar la fecha de buscar el tesoro. Los dos miserables
sentíanse espiados, oprimidos, por algo invisible. Tenían miedo á
moverse. A todas horas parecíales que una pupila ardiente, asomada á
las cerraduras, les vigilaba. Tampoco se atrevían á hablar, cual si
detrás de cada puerta acechase el oído de un policía.
En diferentes ocasiones Toribio manifestó á sus vecinos deseos de vaciar
y solar el patio. Según él, hallábase en malísimas condiciones, porque
la tierra se reblandecía con las lluvias y esta humedad dificultaba la
buena conservación de las mercaderías en el almacén. Todas las personas
á quienes explicaba su propósito, lo aprobaban. Una mañana se detuvieron
ante la casa de _los Rojos_, dos chirriones cargados de ladrillos, que
fueron transportados al fondo del corral. Allí, hacinados contra el
muro, permanecieron ociosos mucho tiempo, tanto, que con la llegada de
la buena estación los más expuestos á la intemperie comenzaron á
cubrirse de verdina. Los vecinos, conocedores de la diligencia y
resuelta voluntad para el trabajo del pañero, se asombraban de que no
diese pronto empleo á aquellos materiales. Rita le disculpaba diciendo
que la operación era grave, pues necesitaban arrancar las raíces del
chopo, porque luego, con la humedad, podían hincharse y romper el piso;
además, Toribio, desde la muerte de Frasquito Miguel, á quien quiso
mucho, ya no era el mismo; sin duda, la pena acansina y muda el carácter
más que los años. Toribio, que antes andaba diariamente tres y cuatro
leguas sin fatiga, ahora, cuando volvía de vender, ni alientos para
cenar le quedaban. El buhonero, con la misantropía de su actitud,
procuraba corroborar estas palabras indultadoras. Chuzón y ladino,
buscaba que las gentes fuesen habituándose á la idea de que el patio,
tarde ó temprano, había de solarse, para que así no se sorprendiesen de
verlo una mañana desmenuzado y removido.
Al fin, sosegados un poco todos los escrúpulos y resquemores de su
prudencia, los dos hermanos decidiéronse á exhumar aquellas tres orzas,
repletas de oro, en las que tantas veces, ya despiertos, ya dormidos,
habían pensado.
Resueltos á tentar la aventura, sus codiciosas voluntades recobraron sus
fueros y halláronse repentinamente en posesión de abundantes energías.
Instintivos, violentos, unilaterales en el desarrollo de sus capacidades
interiores, el rasgo culminante de sus caracteres era la acción.
La noche que eligieron para la faena, no había luna. Temerosos de que
alguien, desde algún postigo ó buharda distantes, pudiera observarles,
pensaban trabajar sin luz; con el vago claror estelar tendrían
suficiente, y adonde los ojos no alcanzasen llegaría la sutileza tactil
de sus manos y de sus pies descalzos; que á esto redúcense muchas veces
los medios de conocimiento que ayudan al minero en la tiniebla del
filón.
A Rita, como á Toribio, el hombre pequeñito les había dicho:
«La orza más grande se halla al término del patio, no lejos del pozo.
Allí es, de consiguiente, donde debéis empezar á cavar.»
La operación, digna de cíclopes, fué desde el primer momento dura y
angustiosa. Tanto la misma rudeza del trabajo, como el miedo á la
maliciosa atención del vecindario, sembraban en el espíritu de ambos
hermanos zozobras y quebrantos mortales. Finaba Mayo, y no obstante la
templanza del ambiente la mujerona y el pañero tenían los rostros
cubiertos de sudor; sus cabellos de rútilo se adherían á sus frentes
encendidas por el esfuerzo; sobre sus lomos el cansancio corría hecho
agua. Toribio, que empezó á trabajar en mangas de camisa, no tardó en
desnudarse de medio cuerpo arriba, y bajo el impreciso resplandor astral
su torso blanco, de musculatura ágil, enjuta y tremante, se removía con
flexibilidades tigrescas.
En dos horas de faena, la zanja que iban abriendo alcanzó cerca de tres
metros de largo por uno de profundidad. No habían perdido el tiempo.
Pero el suelo era calizo, duro, compacto, y las viejas raíces, torcidas
y nudosas, arracimándose aquí y allá, como disciplinas, daban á la
tierra increíble y desesperante cohesión. Peleaba el hombre con ella sin
desmayos, bien esparrancado, apretados los dientes, la nariz dilatada,
las manos rabiosamente crispadas sobre el mango del azadón. Levantaba la
herramienta en el aire y luego la hundía, con todo el fervoroso empuje
de sus lomos y de sus brazos, en el suelo hostil, y apenas la arrancaba
cuando tornaba á izarla sobre su cabeza. El azadón, agudo, bruñido,
dotado de una expresión hambrienta, semejante á un colmillo de acero,
mordía la tierra, destrizándola. En el silencio, sus percusiones
resonaban acompasadas, inquietantes, profundas, y parecían venir de
abajo como un temblor sísmico.
La mujerona, acurrucada cerca de su hermano, le favorecía unas veces
apartando y recogiendo con sus propias manos la tierra, otras
esgrimiendo una pala. A media noche, Toribio, extenuado de cuerpo,
desalentado de espíritu, tiró el azadón y dejóse caer sobre un borde de
la zanja. Sudaba de tal modo, que Rita acudió á secarle con sus faldas
el cuerpo y el rostro, y luego le echó una chaqueta por los hombros. El
buhonero no podía más; la sospecha de que las orzas, soñadas tantas
veces, no existían, acababa de quitarle los últimos alientos; como
herida del rayo, su voluntad quedó ovillada, pulverizada, muerta.
--Creo--suspiró--que estamos perdiendo el tiempo.
Rita, en cuclillas á su lado, murmuró:
--Pero si «él» lo ha dicho.
Se refería á don Gil.
--Sí--repuso Paredes;--«él» lo dijo; pero, ya ves...
Rita, suavemente, le reprochó su cobardía. Si se tratase de un sueño, de
un sueño sólo, ella desconfiaría. Pero la pesadilla del tesoro escondido
por Frasquito habíase repetido muchas, muchísimas veces, y siempre con
idéntico acopio de indicaciones y detalles. Eran tres orzas de tamaños
diferentes; ambos las habían visto, y describían su forma y color del
mismo modo. ¿No bastaba esto? Además, don Gil, que con tan resuelta
decisión les hablaba de aquella fortuna, ¿qué empeño tendría en
engañarles?... ¡No, ella era terca! Para convencerse de que debajo de
aquella tierra no había nada, necesitaba vaciar todo el patio, arrancar
una á una todas las raíces, y en esta faena emplearía una noche, dos,
tres, cuantas fuesen precisas. ¿No serían ellos capaces de cavar tan
hondo como cavó Frasquito Miguel?
Con estas razones, las fuerzas de la esperanza tornaron al corazón de
Toribio Paredes; la quimera volvió á pasar ante sus ojos deslumbrante.
Levantóse resuelto, tiró al suelo la chaqueta que le abrigaba, y empuñó
el azadón. La mujerona asió la pala. A veces la punta de aquél mordía
con estridencia acre la dureza de una raíz, otras se clavaba hasta la
cruz en el suelo mollar; mientras, la lengua brillante de la pala,
empujada por el pie de Rita, recogía con agrio chirrido la tierra
arenosa. Así, callados y como á porfía, continuaron los dos.
De pronto recibieron una emoción alegre, vivaz y penetrante, que,
suspendiéndoles el aliento y paralizándoles el corazón, á durar algo más
hubiérase convertido en mortal congoja y desmayo. En un plano muy
superior al del fondo de la zanja acababan de ver la panza de una orza.
Milagrosamente el diente del azadón, al pasar impetuoso junto á ella, no
la rompió. Su cuerpo esférico, lucio, hinchado probablemente de oro,
asomaba orondo en la pared del tajo, y era grande y verde, según
Toribio y Rita la vieron en sueños.
--Mírala--balbuceó la mujerona conteniendo un grito.
Y su hermano, temblando, repitió:
--Mírala...
Ciertamente, para esconder su tesoro el señor Frasquito no se había
molestado mucho, pues lo dejó á medio metro bajo el nivel del suelo,
sabedor de que nada guarda ni aleja tanto las cosas como la ignorancia
del sitio donde están. La orza yacía entre un puñado de raíces, lacias,
retorcidas, semejantes á las patas de un pulpo; y aquellas raíces eran
como los dedos de una mano fantástica que bruscamente saliese de la
tierra á ofrecer á los dos asesinos la fortuna.
Toribio dejó el azadón y, arañando en la tierra y rompiendo las raíces
que habían tejido alrededor de su presa una especie de red, cobró la
vasija, que pesaba muy poco. Esto le contrarió y nubó el rostro de densa
palidez.
--¿Está vacía?--balbuceó Rita.
--Parece que sí...
La contemplaba con expresión idiota. Después la sacudió en el aire,
acercándosela al oído, para escuchar; dentro de ella percibió un rumor
vagaroso, un tenue roce de papeles. Rita, avisada y siempre optimista,
dedujo inmediatamente que el capital del difunto Frasquito estaba en
billetes de Banco. Tras una breve deliberación acordaron cerciorarse de
lo que la orza contenía, y remitir la busca de las otras dos á la noche
siguiente. Así lo hicieron, y volviendo la tierra á la zanja y
apretándola luego con los pies para disimular un poco lo hecho,
regresaron á la casa. Las tres de la madrugada eran pasadas y los gallos
volvían á cantar. Toribio no quiso perder tiempo en vestirse; no tenía
frío, ni siquiera percatábase del dolor de sus brazos entumecidos por
el relente. Una fiebre de oro abrasaba su sangre.
Sobre la mesa del comedor, bajo la luz rojiza del quinqué, los Paredes
rompieron la orza, cuya boca había sido cuidadosamente lacrada. La
vasija contenía doce mil reales justos en billetes de veinticinco,
cincuenta y cien pesetas. La mujerona, que presenció impávida el
asesinato de Frasquito, ahora, con el júbilo de su codicia, sentía sus
piernas desfallecer y tuvo que sentarse. Toribio, inmóvil, encueros de
cintura arriba, con su cráneo bermejo y puntiagudo y sus manos trémulas
de sordidez, estaba repugnante. Los dos hermanos no se cansaban de
palpar aquellos billetes: unas veces los cogían á puñados, por la
satisfacción de sentir sus manos llenas de oro; otras los acariciaban y
desarrugaban delicadamente entre sus dedos, ó acercándolos al quinqué
los examinaban al traslúz, cerciorándose de que todos eran legítimos.
Luego procedieron á dividirse las ganancias; á cada uno de ellos
correspondían mil quinientas pesetas.
--Es tonto andar en particiones--dijo Toribio--pues que hemos de seguir
viviendo juntos.
--No importa--objetó Rita;--con el dinero no se juega, por aquello de
que «cuenta y razón conservan amistad». Además, que, si como tenemos
pensado, abrimos una tienda, haciendo ahora lo que yo digo, cada cual
sabrá exactamente cuánto aportó al negocio.
Transigió Toribio, y ya el reparto iba á quedar hecho, cuando la dudosa
validez de un billete de cincuenta pesetas suscitó entre ambos hermanos
una disputa.
--¡Es falso!--exclamó Rita;--¿no conoces la moneda, ó quieres engañarme?
Sobre todo, si te gusta, quédate con el y dame otro.
El gorgotero estaba cierto de que el billete era bueno. Sin embargo, las
aseveraciones de la mujerona llevaron la indecisión á su ánimo.
--No seas imbécil--dijo--si todos son iguales. ¿No ves que todos son
iguales?
--Pues no quiero ese. Cámbiamelo.
Ninguno cedía, y llegaron á mirarse con ojos de amenaza. Para solucionar
amigablemente la cuestión, Toribio propuso recurrir á la suerte. Aunque
de mal talante la mujerona accedió, y él lanzó al aire una moneda,
exclamando:
--¡Cruz!...
La moneda tintineó alborozadamente contra la mesa.
--Cara--murmuró Rita riendo;--me alegro; has perdido.
Su hermano, rezongando una interjección, recogió el billete sospechoso,
y seguros ambos de que los niños no habían despertado, se fueron á
dormir.
A la noche siguiente, ya mejor orientados, reanudaron sus pesquisas,
cuyo fruto fué el hallazgo de dos vasijas más, una con cuatrocientos y
otra con ciento veinte duros, que, sumados á los seiscientos de la
primera orza, arrojaban un total de cinco mil seiscientas pesetas.
Conseguido esto ya no buscaron más. Estaban satisfechos. El hombre
pequeñito no había mentido.
Disimulados y suspicaces, perseguidos continuamente por el temor á ser
descubiertos, aquella misma mañana los Paredes emprendieron la faena de
solar el patio. Dos días tardaron en concluirla, y al colocar sobre
aquella tierra el último ladrillo, experimentaron un inefable bienestar.
Por las noches, disponían tranquilamente los horizontes de su porvenir.
Nadie debía extrañarse de que dejasen «la casa del chopo», foco para
ellos, desde la muerte de Frasquito Miguel, de negros recuerdos. En
cuanto al nuevo local que buscasen, estaban de acuerdo en elegirlo
amplio y céntrico. Rita había visto un cuarto, bueno para almacén, en la
Glorieta del Parque, contiguo á la Fonda del Toro Blanco. Toribio,
calculador y reflexivo, rechazó aquella proposición: él conocía un local
mucho mejor en la calle Larga, la más frecuentada de Puertopomares y,
por lo mismo, la más comercial. Tenía tres huecos ó puertas, de las
cuales dos, revestidas de cristales, servirían de escaparates. Era
espacioso, con habitaciones cómodas, sótanos ventilados y secos, muy
idóneos para guardar mercancías, y un patio, solado de cemento, que, en
caso de necesidad, podía ser fácilmente techado.
La mujerona, que tenía gran fe en las iniciativas de su hermano, se dejó
convencer, y de allí á pocos días Toribio Paredes se entrevistó con el
propietario de la nueva finca, la que, previos los obligados regateos,
tomó en arrendamiento por cincuenta pesetas mensuales.
Desde entonces, al antiguo gorgotero nadie volvió á encontrarle por los
caminos. La vida regalona de aquellos últimos meses había
aristocratizado sus gustos y enfriado su devoción al trabajo. Las gentes
hallaban la explicación de esta bonanza en la muerte del señor
Frasquito.
--El pobre hombre--decían--, con sus borracheras, traía arruinada á su
familia; Dios hizo bien en llevársele...
Una tarde el comercio de Toribio, situado en el promedio de la calle
Larga, casi enfrente de la Casa Correos, abrió sus puertas al público.
Hubo música, para mayor lujo y animación de la fiesta, y _los Rojos_
obsequiaron á sus amigos con dulces secos, licores y cerveza.
Sobre el frontis del establecimiento un gran rótulo declaraba, en
caracteres negros: «Paredes, Hermanos». Y explicando estas palabras, que
parecían la consagración de dos existencias dedicadas al trabajo, y en
letras más pequeñas: «Mercería. Juguetería. Mantas». Las estridencias
broncíneas de la murga duraron hasta media noche, y dieron ocasión para
que mozas y mozos bailasen. En la oscuridad de la calle las luces del
flamante bazar proyectaban un gran resplandor blanco. Los socios del
Casino, al pasar por allí, deteníanse á ver el alegre rebullicio. La
chiquillería, codiciosa de juguetes, se apretujaba contra los
escaparates. Las mujeres, desde la acera, á través de los cristales,
observaban atentamente la limpieza, capacidad y buena disposición de la
tienda. En una de las vidrieras había un maniquí de mujer. Sus ojos
negrísimos, entornados voluptuosamente, y su boquirrita color de sangre,
sugestionaban la atención de los hombres. Era guapa y miraba al suelo
como avergonzada. Tenía los blanquísimos brazos al aire, y las
pantorrillas de impecable perfil vestidas con medias transparentes de
seda. Los páparos sonreían glotones ante aquella figura que estaba en
pantalones y lucía un corsé rojo muy largo.
--¡Si respirase!--pensaban.
Al fondo del local, y de un extremo á otro, estaban las anaquelerías,
que alcanzaban al techo, y donde todo aparecía cuidadosamente ordenado.
Los artículos más diversos fraternizaban allí. Pendientes de perchas
había boinas, sombreros, mantas de cama y viaje, zamarras, bufandas,
tapetes de mesa, cortinas y otros efectos. Los percales, las panas, las
piezas de jerga, vicuña y cheviot, yacían superpuestas en los entrepaños
laterales. Del techo colgaban racimos de muñecas, cromos de colores
arlequinescos metidos en marcos dorados, cubos, jarros, palanganeros,
sierras, haces de martillos y muchos enseres más de ferretería. La
quincalla y la mercería ocupaban anaqueles especiales: sobre cajitas de
cartón ó cosidos á pequeños envoltorios de papel azul, las muestras de
botones, de dedales, de tijeras, de sacacorchos, de tenedores y
cucharas, clavos y tornillos, limas y alicates, barrenas y escoplos,
brillaban con petulante júbilo bajo la luz. Tras el mostrador, los
hermanos Paredes sonreían obsequiosos á sus parroquianos, y con su
amabilidad parecían rogarles que, en lo sucesivo, no se olvidasen de ir
á comprar allí. Los invitados mostrábanse contentos. Ya nadie recordaba
los antecedentes oscuros del buhonero, ni la licenciosa juventud de su
hermana; su rápido advenimiento á la fortuna, prueba inconcusa de su
afición al trabajo, sorprendiendo al pueblo había sido para ellos una
especie de agua lustral.
Transcurrió otro año y los negocios de la razón comercial «Paredes,
Hermanos», se desenvolvían prósperamente. Deogracias, el primogénito de
la mujerona, ayudaba á su madre y á su tío en el servicio de la tienda.
Pepe, el segundón, iba al colegio, y su figurilla enclenque, cetrina y
juiciosa, empezaba á recordar la de su padre, el difunto señor
Frasquito. Rita, con su actividad incansable y su vigor hombruno, tenía
tiempo para atender así al gobierno y limpieza de la casa, como al
negocio. Toribio, menos codicioso, se permitía cotidianamente algunas
horas de suave holganza. Después de cenar íbase á jugar al dominó á la
Fonda del Toro Blanco, centro predilecto de la mesocracia; ó al Café de
la Coja, la hermosa Rosario, cuyas carnes exuberantes y lascivos
anadeos, siempre tenían la virtud de encandilarle los ojos. Estaba más
grueso y la redondez incipiente de su abdomen, al obligarle á retreparse
un poco, daba engreimiento á su persona. Del pasado los hermanos Paredes
no hablaban casi nunca, y menos del crimen que les había llevado á tan
envidiable situación. Todo aquello, en la torva anquilosis de sus
conciencias, parecíales lontano y natural. Tampoco comentaban la
intervención que en el asesinato de Frasquito Miguel tuvo don Gil, ni la
incondicional alianza y resuelto favor del hombre pequeñito. Ambos
reconocíanse amados y protegidos misteriosamente por él, y nunca sus
espíritus tardos, incapaces de una introinspección inteligente,
detuviéronse á existimar la razón de aquel enigma. ¿Ni para qué, si á su
juicio, los acontecimientos, por el mero hecho de haber derivado en el
curso del tiempo, perdieron toda su importancia?...


XXII

Una noche, de vuelta del café, Toribio entró en el dormitorio de su
hermana.
--¿A que no sabes--dijo--con quién he estado hablando hace un
momento?... ¡No puedes figurártelo!...
Hizo ella un signo negativo. Paredes, el rostro un poco demudado,
agregó:
--Voy á decírtelo porque, aunque estuvieses pensando en ello dos meses
seguidos, no lo adivinarías: con Vicente López.
La mujerona se incorporó en el lecho, removida hasta los tuétanos por
una emoción que así era de agudísimo pasmo, como de alegría. El terrible
amor de su juventud, la pasión furibunda en que su carne se requemó como
sobre brasas, resucitaba ante ella.
--¡Vicente!... ¿Te preguntó por mí?
--Apenas me vió.
Parecía contrariado; sin duda recelaba que el súbito advenimiento del
_Charro_ fuese á trastornar el lozano curso de sus negocios. Agregó:
--Se hospeda en casa de don Valentín. Yo pasaba por delante de la fonda,
cuando veo en la puerta un hombre alto, grueso, afeitado, un poco
canoso... y me digo: «¡Si parece Vicente López!...» Y en esto, él que se
viene á mí, exclamando: «¿Toribio, no me conoces?...» Con que nos
abrazamos y charlamos un rato. Llegó hoy, á mediodía, de Salamanca.
Mañana vendrá á verte.
Rita callaba. Paredes se retiró á su habitación, se desnudó y mató la
luz. Transcurridos unos minutos y como buscando una contestación al hilo
de sus malas cavilaciones, exclamó:
--Supongo que ahora, con los cuarenta años que tienes sobre el lomo, no
volverás á enamorarte de él, ¿verdad?
La mujerona no contestó. Añadió el buhonero:
--¡Tendría gracia!... Además, si ese hombre viene á buscarte, no será
por tu cara, sino por tu dinero, pues quien te dejó de moza, hallándote
vieja no va á cargar contigo. ¿Oyes?... Andate con cuidado. Yo conozco á
Vicente. Es un sinvergüenza. Te lo advierto á tiempo para que luego no
vayamos á tener disgustos.
La idea de que la imprevista reaparición del _Charro_, con sus antiguos
fueros de amante y de padre, pudiese nublar la serenidad de su vida,
levantaba olas de odio en su impulsivo corazón.
--Y aunque esta casa sea tuya y mía--continuó--, yo soy el hombre, y no
consiento que ningún otro hombre usurpe, ni siquiera menoscabe, mis
derechos.
Sus instintos homicidas despertaban. Aludió á Frasquito:
--Tú ya sabes cómo soy: que no venga Vicente con monsergas ni bravatas
porque le hago lo que al otro.
A estas palabras de amenaza la mujerona tampoco respondió. De dichosa,
sentíase fuera de sí. Ni un instante se acordó de sus hijos. Su alegría
era indiferencia, olvido de los ingratos quehaceres cotidianos, deseo de
revivir los años líricos de la mocedad.
«Voy á verle»--pensaba.
Y luego:
«¿Cómo me encontrará?... Y él... ¿habrá cambiado mucho?...»
Amanecía cuando Rita se levantó. No había dormido y, sin embargo, no
estaba cansada. Más ágil que nunca, en un santiamén barrió la tienda y
dispuso el desayuno. Desde sus camas, los niños se asombraron de oirla
cantar.
La entrevista que los dos antiguos amantes celebraron por la tarde, en
la tienda, empezó desabridamente. Cohibidos ante la actitud atisbadora
de Toribio y por los ocho ó nueve años que vivieron ajenos el uno al
otro, no acertaban á zurcir bien la conversación. Los hermanos Paredes
permanecían detrás del mostrador. Vicente se había sentado en un
taburete. El y Rita se miraban con desconfianza, con pena; sobre todo,
con pena, cual si en aquel momento, lleno de evocaciones, echasen de
menos el tiempo que estuvieron separados. A grandes rasgos, deseaban
explicarse las cumbres ó hechos más eminentes de sus historias
respectivas.
--Frasquito Miguel, murió--dijo Rita.
--Ya lo sé.
--¿Cómo lo supiste?
--Por un vecino de Puertopomares, que fué á Salamanca. Conque, apenas me
dieron la noticia, pensé: «Pues voy á verles á Rita y á su hermano, por
si se acuerdan de mí».
Agradeció Toribio la fineza de aquellas palabras con un leve movimiento
de cabeza. Vicente López continuó:
--¿Te dejó muchos hijos Frasquito?
--Tres.
--¡Tres!... ¡Vaya por Dios! Ya son bastantes.
--Dos varones y una hembra.
Vicente repitió, apagando la voz, como si dialogase consigo mismo:
--¡Ya son bastantes!...
Transcurridos unos segundos, agregó:
--Nuestro Deogracias estará hecho un hombrecito.
La mujerona suspiró:
--Tú lo has dicho: un hombre.
Asomóse á la puerta de la trastienda y con voz mordicante, destemplada
por la emoción, llamó:
--¡Deogracias!... ¡Deogracias!...
Acudió el muchacho. Era ágil, simpático y tenía el perfil aguileño y la
color broncinea de su padre.
--Ese señor--dijo Rita--, quiere darte un beso. Ve...
El chiquillo brincó el mostrador y con amable desenfado se acercó á
Vicente. Éste le colocó entre sus rodillas y rodeándole el talle con un
brazo le cubrió de sonoros besos las mejillas y la frente. Según le
tenía así, recostado contra su pecho, preguntó.
--¿Sabe quién soy yo?...
La madre hizo un gesto negativo, cuyo elocuente misterio el niño, por la
posición en que se hallaba, no pudo ver. Vicente López parecía
sinceramente emocionado:
--¡Pobrecito!--exclamó--tal vez, por ahora, sea mejor así.
_El Charro_ explicó á sus amigos la marcha de sus negocios. Como
siempre, continuaba dedicándose á la compra y reventa de animales, pero
este tráfico, cada vez estaba peor; las ferias, de año en año, iban
desanimándose; escaseaba el dinero y la emigración acarreaba, camino de
América, lo mejor de cada pueblo. Suspiró. Realmente, no podía quejarse
de la fortuna; trabajaba bastante y había tenido la discreción de no
casarse. Sin embargo, él necesitaba y merecía más; hasta entonces había
vivido al día, pero el hombre, en cuanto pasa la cuarentena, debe
preocuparse de su porvenir.
--Más de una vez--agregó--he determinado marcharme á la Argentina; pero,
lo que sucede; ya sabéis: la patria siempre tira de uno, y, por
indiferentes que seamos, á última hora nos falta la decisión de irnos.
Rita no le quitaba ojo; hallábale buen mozo todavía y quedamente, en su
alma, los viejos recuerdos iban cubriéndose de nuevos verdores. ¡Le
había querido tanto! Al eco de la voz adorada sentía renacer lances y
mirajes insensatos de pasión. Sus manos, especialmente, sus manos de
chalán, fuertes y velludas, que tantas veces cayeron sobre ella
iracundas, la producían singular emoción. En los ojos grises de la
mujerona, el pasado, convertido bruscamente en deseo carnal, encendió
una luz; su alma vehemente, su alma criminal, parecía alebrarse y
ondular de lujuria, como una pantera.
A cada momento la puerta del comercio se abría y entraba un comprador;
Rita ó su hermano le atendían y apenas se iba, López reanudaba su
plática. Toribio comenzaba á aburrirse de aquella visita cuya finalidad
le inquietaba. A la sobretarde, no pudiendo contener su impaciencia,
alegó un pretexto para irse á la calle. Dió la mano á Vicente.
--¿Cuándo piensas volver á Salamanca?
--A punto fijo, no lo sé; ello depende de la resolución, más ó menos
pronta, de los asuntos que aquí me han traído; de todos modos, nunca
será antes de cuatro ó cinco días.
--Entonces, ya nos veremos; y si vas esta noche al Café de la Coja, de
nueve en adelante, allí estoy.
No bien Toribio Paredes salió, _el Charro_, casi de un salto, se acercó
al mostrador, y cogiendo á Rita por los hombros la atrajo hacia sí y en
los labios y en los ojos la dió muchos y ardorosos besos.
--¡Te quiero!--balbuceaba--¡Si ni un sólo día dejé de acordarme de ti, y
ahora, que vuelvo á verte, pienso quererte más que nunca!...
Agradecida, dócil, trémula de emoción, la mujerona no respondió, pero
sus párpados se enrojecieron y mojaron en llanto. Prosiguió Vicente, con
miedo y prisa:
--Necesito hablarte despacio. Quiero que volvamos á vivir juntos; á mi
hijo yo debo criarle.
Sobrecogida por estas declaraciones, Rita se había echado hacia atrás y
miraba á su antiguo dueño con ojos relucientes de asombro y de alegría.
¿No deliraba? ¿Era Vicente, por quien tanto había llorado, el que
hablaba así?...
Tras una pausa, aquél añadió:
--Si quieres nos casamos, ¿oyes?... Lo pasado, pasado... ¡y nos
casamos!... A Toribio no se lo he dicho, pero yo pienso irme á América
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