El misterio de un hombre pequeñito: novela - 14

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Cuando don Juan Manuel y sus amigos salieron de la parada, el hombre
pequeñito iba densamente pálido. Varias mozas, que en sueños le tuvieron
entre los brazos, sintieron deslizarse por su carne supersticiosa un
calofrío de miedo.
Ya iban llegando á la población, cuando don Gil se despidió de sus
acompañantes invocando un quehacer perentorio, y por un atajo caminó
hacia su casa. Su presencia por aquellos andurriales llamó la atención.
Algunos hombres le saludaron respetuosamente, con ese acatamiento que
en los pueblos, más que en las ciudades, inspiran los ricos; los ojos de
las mujeres le seguían largo rato, inquietos y atentos, como si vieran
alejarse un peligro; únicamente los muchachos, hallándole pequeño, casi
de su tamaño, le miraban de igual á igual.


XVIII

Poseía don Artemio, si no el don precioso, por lo llano, de la simpatía,
los recursos, no menos envidiables de parecer útil y de inspirar
confianza. Su corcova, el poco garbo de sus piernas, la severidad de su
barba rucia y de su calva de color pergamino, y cierta adustez en la
mirada y en la voz, pormenores eran que infundían respeto y hasta temor
en las gentes sencillas.
Muchos rústicos comarcanos, tanto por motivos de economía como porque la
ciencia de don Artemio les mereciese verdadero crédito, le preferían al
médico ó al albeitar, y muy de mañana iban á consultarle so pretexto de
comprar cinco céntimos de vaselina ó una botella de agua purgante. El
farmacéutico poseía un memorión formidable y conocía palmo á palmo todas
las villas de en seis leguas á la redonda. Esto le daba gran prestigio.
Además tuteaba á sus clientes en señal de dominio, ciencia y señorío, y
tenía el llamado «ojo clínico», es decir: la intuición del médico, el
presentimiento de las enfermedades, orientación ó guía suprema del arte
de curar.
Morón recibía á su parroquia en la puerta de la botica. Allí empezaba la
consulta. Metido en una especie de bata ó cubrepolvo de crudillo que le
alcanzaba á los pies, las manos en las faltriqueras del pantalón y un
gorro de terciopelo morado sobre la nuca, don Artemio correspondía al
saludo humilde de sus visitantes con una interrogación:
--¿Tú eres de Navahonda, verdad?
--Sí, señor.
Había una breve pausa. Morón inquiría, hilvanaba recuerdos...
--¿Eres de Navahonda ó de Torres de la Encina?
--Verá usted: soy de Torres de la Encina, pero vivo en Navahonda.
Don Artemio dejaba escapar un gruñido.
--¡Ya me parecía!... Bueno; al boticario debe decírsele siempre la
verdad. ¿Qué te trae por aquí?...
El páparo vacilaba, no sabía reducir su idea á palabras.
--Verá usted...
Se rascaba las corvas, la cabeza, hacía con las cejas extraños visajes.
Morón iba en su auxilio.
--Tú tienes calenturas.
--Sí, señor...
--Digieres mal y por las noches, en cuanto te acuestas, las sienes te
echan fuego.
--Sí, señor...
--Te duelen las articulaciones, ¡todas las articulaciones!
--Sí, señor, y después...
--No digas más: sé lo que tienes. Ahora, en Navahonda, hay muchas
fiebres. Entra.
Generalmente la conversación terminaba allí mismo, delante del
mostrador, con una caja de sellos de quinina ó una poción de agua
purgante, que don Artemio vendía añadiendo por la consulta, al valor de
la droga, un modesto cinco por ciento. En los casos de mayor gravedad,
Morón llevaba á sus enfermos á la rebotica, donde, tendiéndoles en un
sofá, les reconocía. Estos manejos y diversos específicos compuestos por
él mismo para curar los males de estómago y de garganta, engordar ó
enflaquecer á voluntad, limpiar y conservar el cabello, quitar el dolor
de muelas, combatir las lombrices y la anemia, y otras drogas, tinturas,
zarzaparrillas y ungüentos de las más diversas y pintorescas
aplicaciones, remozaban de año en año su popularidad y producíanle
notables rendimientos.
En verano, al anochecer, sus amigos reuníanse á charlar delante de la
botica. Los diálogos se aderezaban con murmuraciones y cuentos de subido
color. Algunas veces, después de cenar, Luis Olmedilla llevaba á la
reunión la alegría de su guitarra, y la tertulia entonces se prolongaba
hasta tarde. El sitio era muy á propósito para gozar del fresco, porque
allí la calle Larga se ensanchaba y los árboles de la vecina Glorieta
del Parque diluían en la atmósfera una humedad de jardín. Don Valentín
llegó á sentir celos de aquellas reuniones, rivales de las del Toro
Blanco.
Una noche, alguien habló de brujas, y este asunto, al que el silencio
aldeano fué siempre propicio, recordó á la reunión la muerte súbita
acaecida días atrás en una casa de la calle Pozo de Don Ramiro. Desde el
primer momento, por instinto, la imaginación popular había venteado en
el hecho aquél, empero su sencillez aparente, un enigma de maleficio.
Fué á la hora del yantar. Wenceslao, el carpintero, su mujer y sus tres
hijas, ya mozas, acababan de sentarse á la mesa. Todos los operarios del
taller se habían marchado, y á excepción del comedor, el resto de la
casa hallábase á obscuras. Un incidente trivial preparó al drama el
camino. En la mesa no había servilletas.
--Yo iré á buscarlas--dijo Juanita, la hija menor.
Se levantó y salió al pasillo. Su madre, como si hubiese tenido un mal
presentimiento, exclamó:
--Ya sabes que las servilletas están en el arcón, á la derecha. ¡No
vayas á tropezar! ¡Enciende una luz!
La muchacha repuso:
--No hace falta.
A la vez su padre y sus hermanas dejaron de comer; adoptaron una actitud
expectante; parecían temer algo: un peligro. Oyeron los pasos de Juanita
que se alejaba en la oscuridad. Wenceslao iba á seguirla y, sin saber
por qué, no lo hizo. Un chirrido de goznes indicó que Juana había
llegado al gabinete y empujaba la puerta. Coincidiendo con este ruido
resonaron un grito, un horrible grito, y la percusión de un cuerpo
contra el suelo.
La madre, de un salto, se puso en pie, los cabellos erizados:
--¡Mi hija!...
Salieron todos al pasillo y avanzaron atropellándose, removidos por
sacudidas de venganza y de miedo. Wenceslao iba delante y sus manos
buscaban febriles en la tiniebla de la pared las llaves de la luz.
Juanita yacía sobre el pavimento, y la opinión aseguraba que la
chiquilla había muerto de miedo.
--Los doctores Narro y Fernández Parreño--dijo Erato--hicieron la
autopsia del cadáver, y han certificado que la hija de Wenceslao tenía
una angina de pecho.
Los circunstantes callaban. Todos, cual más cual menos, presentían un
misterio. La causa «inmediata» de aquella muerte sería la angina de que
hablaban los médicos. Pero, ¿por qué el mal hirió á la víctima
precisamente cuando ésta se hallaba sola? ¿Por qué no lo hizo un minuto
antes ó un minuto después? ¿Detrás de la causa más próxima y visible no
habría otra?
De esta opinión participaba el boticario.
--¡Déjenme ustedes de anginas!--exclamó--; en la vida ocurren sucesos
inexplicables; cosas que vienen de la sombra; cosas que hacen los
muertos. La hija de Wenceslao murió de un susto; créanme ustedes; murió
de miedo, porque al abrir la puerta de la habitación vió algo...
Y, bajando la voz, como para contar una picardía:
--Hay fenómenos raros, tan raros, que obra parecen de aojo y milagro.
Miró á su alrededor, y con la mano hizo á los presentes señal de
acercarse.
--Ya conocéis á Epifanio Rodríguez. Es un muchacho sencillo y buenazo á
carta cabal, pero, como diría Martínez, un tanto arrimado á la cola.
Sacándole del estanco, no sirve para nada. Hace dos ó tres mañanas vino
á contarme su desgracia; al pobre se le ahoga con un hilo, y el caso no
es para menos. Epifanio tiene relaciones con una vecinita de la calle
del Sacramento.
Un indiscreto atajó al narrador.
--¿La hija de López?
--¿Qué López?
--Teobaldo López, el notario.
--Precisamente; pero no es hija, sino sobrina. Pues, Epifanio, que
quizás no pensaba casarse con ella, quería... lo que todos, y la
muchacha, que es un poco loquilla, accedió. Entonces concertaron que él
fuese á verla una tarde, á las seis, hora en que Teobaldo está en el
Casino. Como supondrán ustedes, Epifanio no faltó á la cita.
Hubo sonrisas y maliciosos comentarios:
--¡Cómo que la chiquilla es preciosa!
--¡Tiene un cuerpo!
--¿El cuerpo?... ¿Y los ojos?... ¿Dónde me deja usted los ojos?
Prosiguió don Artemio:
--Pues ninguno de esos aperitivos, capaces de despertarle y aderezarle
el paladar á un difunto, sirvieron. Cuando Epifanio entraba en la calle
del Sacramento se cruzó con don Gil, á quien saludó, y en el acto, sin
razón, tuvo miedo... ¿Comprenden ustedes?... Miedo de no poder
conseguir su deseo. Así fué. La preocupación heló su carne y le
inutilizó, pero tan completamente que los azahares de la moza nunca,
como en aquella ocasión, estuvieron más seguros. Y no fué ésto lo peor;
sino que la desairadísima escena se repitió varias veces, porque
Epifanio no podía echar de su ánimo la imagen de don Gil. Cuando el
pobre muchacho acudió á pedirme socorro contra su repentina debilidad,
parecía loco; tan pronto hablaba de suicidarse, tan pronto quería
asesinar á don Gil; ¡daba lástima! Es un caso de sugestión muy raro, por
su persistencia. Yo le recomendé que procurase distraerse,
tranquilizarse, sujetar y disciplinar sus nervios; pero él decía: «No
puedo, don Artemio; todo eso que usted aconseja me lo he repetido yo mil
veces, y no puedo; ¡no puedo!...» Y seguramente no ha pasado de ahí,
porque ahora, según cuentan, quiere casarse.
Los circunstantes guardaron silencio. Reflexionaban. Inconscientemente
hallaban una concatenación secreta, una relación manida y oscura, entre
el fracaso de Epifanio y la muerte de Juanita, la hija de Wenceslao. El
boticario tuvo para aquel estado de opinión, una afirmación categórica:
--Señores, yo creo en los embrujamientos. Lo que ahora llamamos
telepatía ó sugestión, es lo que en la Edad Media se denominaba mal de
ojo. Sólo las palabras han variado: en el fondo, el terrible misterio es
el mismo.


XIX

Desde el asesinato de Frasquito Miguel, el solitario del Paseo de los
Mirlos se hallaba mejor. Sin conocer el motivo de aquél íntimo y seguro
bienestar experimentaba ese regocijo, esos deseos de cantar y de
moverse, que inspira la realización cercana de una esperanza. Los
vecinos observaron que las persianas, obstinadamente cerradas durante
años, del hotelito de don Gil Tomás, eran abiertas muchas mañanas, y que
el hombre pequeñito salía á los balcones á gozar del sol. Su cabezota de
color de miel, con el menton apoyado sobre el barandaje, inspiraba
risas.
Don Gil, sorprendido de su propia alegría, se preguntaba:
--¿Por qué estoy contento?...
Pero las pesquisas que discretamente realizaba en la oscuridad de su
mundo interior eran infructuosas. Repartido, como andaba su ánimo entre
el sueño y la vigilia, las impresiones de ésta resonaban en aquél de
idéntica manera á como sus ensoñaciones se proyectaban sobre su vida
real, y así, el júbilo confortador de que se reconocía acompañado era la
satisfacción subconsciente de la cruelísima venganza que, hallándose
dormido, tomó en la persona del señor Frasquito. El regocijo, de
consiguiente, que le poseía y le sacaba á los balcones de su casa en las
mañanas de buen sol, era un perfume de homicidio, una especie de olor á
sangre.
Esta satisfacción, asesorada y ratificada por el arribo de la primavera,
exacerbó la ginecomanía de don Gil. Jamás su actividad nocturna fué
mayor; como lámpara milagrosa su impulso lascivo se encendía no bien
cerraba los párpados y alerta continuaba hasta el amanecer; las jocundas
savias vernales eran fuego en sus venas.
A desencerrar su lujuria cooperaba asimismo su insatisfecha pasión por
doña Fabiana. La suave complacencia que, hallándose despierto, le
producían el sortilegio acariciador de su voz, el reposo cálido y negro
de sus ojos aterciopelados, las provocativas exuberancias de su
matronil, hermosura y cierta tristeza otoñal que infundía á sus
movimientos una dejadez de aristocracia, se exasperaba con el sueño y
convertíanse en furibundo frenesí. Pero, ¿cómo alcanzarla si el marido,
desconfiado y hostil, estaba allí siempre?...
Sólo una vez el hombre pequeñito casi llegó al sabrosísimo término de su
afán.
Generalmente Martínez no soñaba; fatigado su espíritu, de la diaria
labor, no se alejaba del cuerpo y permanecía acurrucado bajo las mantas
del lecho conyugal. Pero aquella noche don Gil acertó á presentarse en
la alcoba del veterinario en ocasión que el alma de éste hallábase en el
acaballadero de La Evarista, examinando unos burros enfermos de que don
Juan Manuel le había hablado la víspera. Tan dichoso azar suspendió al
enano y le tuvo irresoluto unos instantes, pues como el mucho peligro
las felicidades extremas suelen acobardar á los hombres; y fueron
aquellos segundos desperdiciados, precisamente, los que para la victoria
necesitó después...
El íncubo examinó la disposición y moblaje del aposento: en el lecho de
bronceados pilares y entre la limpieza de las almohadas y del embozo,
las cabezas de doña Fabiana y de don Ignacio descansaban: la de ella,
apacible, pálida, como nimbada de luz lunar; la de Martínez, cetrina,
ancha, peluda, cubiertos los carrillos por una densa barba mal afeitada
y fuerte. Antoñita dormía en su cuna de barrotes dorados. Alrededor de
la estancia, un armario ropero, las sillas de madera sin pintar y
asiento de anea, la cómoda con su espejo y sus floreros, y otros enseres
antiguos y sencillos peculiares de las casas lugareñas. El ambiente era
tibio. Por las rendijas de la ventana filtrábase, semejante á una
humareda, un ligerísimo claror estelar. El lejano murmurio del río
parecía agrandarse en los ángulos de la callada y cerrada habitación.
Vibrante de deseo, avanzó don Gil; su alma rijosa temblaba, se
retorcía, como aquellas larvas infernales que rodeaban el lecho de
Paracelso, y su influencia magnética turbó á doña Fabiana. La excelente
señora, en cuyas alucinaciones nocturnas nunca hubo voluptuosidad,
empezó á soñar. Era un hilvanamiento de escenas absurdo, pero fácil,
rápido, sabrosamente ilógico, como el de las películas cinematográficas.
Doña Fabiana gozaba de esa levedad física, de esa suave y vagarosa
multiplicación de imágenes con que la morfina y el opio, los divinos
emisarios de la otra vida, eternizan su imperio. Según en las comedias
de magia acontece, alrededor de la durmiente todo era posible.
Hallábase doña Fabiana asomada á un balcón de su casa, cuando por la
parte más alta de la calle apareció don Gil: veía su cara de color de
fideo, sus manecitas enanas, que marcaban el ritmo del cuerpo al andar,
su figurilla vestida de negro y la línea blanca de los calcetines entre
los zapatos y las perneras, algo cortas, del pantalón. Por lo parvo, por
lo ruin, parecía un humillo que saliese del suelo. La calle mostrábase
desierta, muda, vacía, con esa total soledad que las pesadillas dan á
sus paisajes. Todas las ventanas, todas las puertas, estaban cerradas, y
por añadidura comprendíase que tras ellas no había nadie. Las casas, más
que realidades tangibles, parecían imágenes sin expresión, imágenes
muertas, grotescas, pintadas sobre un lienzo que cubriese cielo y
tierra. La naturaleza, de súbito, se había inmovilizado; los objetos
perdieron su relieve y todo, por arte de ensalmo, hízose trapo y
silencio. Doña Fabiana reconocía la calle Larga, la Fonda del Toro
Blanco, la Glorieta del Parque, los primeros árboles del Paseo de los
Mirlos, y, sin embargo, comprendía que todo, á pesar de no haber
cambiado, era diferente. La incontrovertible evidencia de este
contrasentido, llenaba su ánimo de estupor.
--En Puertopomares no hay nadie--pensó--; no queda nadie, más que don
Gil Tomás.
El hombre pequeñito era lo único vivo. Entonces tuvo miedo de hallarse
con él, y su congoja crecía según don Gil iba acercándose. Dentro de la
atribulada conciencia de doña Fabiana, una voz musitó.
--Estás tan sola porque tu marido se ha marchado. Si él estuviese aquí,
las calles te parecería que rebosaban gente. Las personas que nos aman
son las únicas que, verdaderamente, nos hacen compañía.
Don Gil habíase detenido debajo del balcón.
--¿Subo?...--preguntó.
Y cambiando seguidamente su interrogación en afirmación inflexible y
tranquila, repitió:
--Subo.
En la amarillez asiática de su rostro, sus ojos, también amarillos,
adquirieron la inmovilidad y la frialdad del cristal, y refulgían como
topacios.
Al mismo tiempo la esposa de Martínez advirtió que, sin graduaciones ni
matices, su miedo transmutábase en suavísimo quebranto sexual. Adivinóse
codiciada, sintió el calor del deseo que iba á pasar sobre su carne como
una llamarada, y sus flancos tremaron lascivos. Su alma, honesta hasta
entonces, conoció la lujuria; y contribuía á la exaltación de este
pecaminoso desmayo, el horror, mezclado de asco, que el enfermizo color
y la enana ridiculez del hominicaco la producían.
Don Gil cruzaba la calle. Doña Fabiana, inclinándose un poco sobre la
barandilla del balcón, murmuró:
--No puede usted subir.
Don Gil Tomás levantó la cabeza.
--¿Por qué?
--La niña está durmiendo y si le ve á usted se asustará.
--La niña--repuso el íncubo--no oirá nada.
Ella hubiera podido defenderse cerrando la puerta de la habitación, pero
no lo hizo. Tenía miedo, un miedo intenso que helaba sus huesos, y á la
vez un inmenso afán de ser poseída. Por su sangre, los diablos
incendiarios y libertinos de la juventud y de la primavera, corrían como
centauros. De pronto, el hombre pequeñito estuvo á su lado. La tuteaba.
--Te quiero; hace mucho tiempo que te quiero. ¿No lo sabías?
Ella replicó:
--Sí, lo sabía.
--¿Y por qué no te dabas á mí?
Y doña Fabiana, suspirando:
--Porque me daba usted mucho miedo.
Su pavor, efectivamente, en aquellos instantes, no tenía límites: un
pavor que era asco; un asco que era, á su vez, violento deseo de entrega
y capitulación. Luego, sin haber seguido camino ninguno, hallóse en su
cama, los brazos arriba y atrás, bajo la nuca, el bello cuerpo á merced
del íncubo, por momentos más exaltado y apremiante. Con los ojos del
espíritu veía á su derecha á Antoñita dormida, y á su izquierda á don
Ignacio, dormido también. Mirándole, pensó:
--Se ha ido; su alma se ha ido; si estuviese aquí me salvaría...
Y según en la complejidad incalculable de la vida mental los
pensamientos más antagónicos coexisten ó turnan en el gobierno del
ánimo, así la atribulada señora quería que su marido oportunamente
acudiese á salvarla del adulterio, como deseaba que la hórrida violación
se consumase. Después sintió sobre la encendida fresa de sus labios
entreabiertos por la congoja de su corazón, los labios de don Gil. Sus
mejillas recibieron el roce de su aliento inflamado. En sus senos, duros
y erectos, no obstante las fatigas de la maternidad, en sus senos de
pagana turgencia, los dedos del íncubo se crisparon. Experimentó
entonces una repugnancia mayor; aquellas manecitas frías, alimonadas,
suaves, blandas, de una blandura cartilaginosa, produjéronle la aversión
que inspira el contacto de un reptil. Y, sin embargo, su voluptuosa
enervación iba en aumento: la sintió en su vientre, sobre sus flancos;
una especie de ardientísimo vapor la envolvía; todo su cuerpo temblaba
cual si una corriente eléctrica lo sacudiese...
De súbito las imágenes se emborronaron, desaparecieron; fue como un
choque. Doña Fabiana lanzó un grito, entreabrió los párpados y hallóse
al lado de don Ignacio. Asustada, se estrechó contra él. El veterinario
despertó.
--Estás soñando--dijo--; ¿verdad?... Estabas soñando...
Ella temblaba aún bajo el recuerdo vitando de su pesadilla.
--¿De dónde vienes?--preguntó.
--¿Cómo, de dónde vengo?... ¡Despierta, mujer!... ¿Acaso me he movido de
aquí?...
Y, recogiendo sus ideas:
--Yo, en este momento, también soñaba. Me hallaba en La Evarista
examinando unos machos de que don Juan Manuel me habló anoche. ¿Sabes
quién me acompañaba?... El boticario. Nos habíamos enredado en una
discusión. Don Artemio sostenía que uno de aquellos animales tenía
muermo; yo decía que no. En éstas tuve el presentimiento de que iba á
sucederte una desgracia; me pareció que gritabas... y eché á correr. Fué
cuando desperté.
Doña Fabiana, temblando, murmuró:
--Abrázame...
Cuando se sintió bien sujeta entre los brazos musculosos y peludos de
Martínez, le refirió su pesadilla, aunque guardándose de decir las
dulces ansias porque ella misma, á pesar de su recato y de la poco
amable figura de don Gil, había pasado. Describió la escena con todo el
acre relieve de que su fantasía, caldeada aún por la violencia de las
imágenes, era capaz. Explicó cómo el hombre pequeñito la interpeló desde
la calle, cómo llegó á deslizarse en su lecho, cómo la besó, cómo sus
manos de enano la palparon...
Sin advertirlo, ponía en la rememoración de estos detalles una
minuciosidad malsana. No obstante tratarse de un sueño, don Ignacio
sintió su tempestuoso corazón hincharse de celos.
--¿Quieres no contar más desatinos?--exclamó--, porque mañana, si me
tropiezo con don Gil y me acuerdo de lo que acabas de decirme, no
respondo de darle una pateadura.


XX

Frustrada aquella ocasión de victoria, el alma del hombre pequeñito
comenzó á recocerse en nuevas y violentísimas llamas de deseo. Así,
aquel año, la primavera encendió en las mozas de Puertopomares--ellas
atribuían el fenómeno á la primavera--inquietudes extraordinarias. La
obesa doña Amelia gozó de turbaciones desconocidas y tuvo sofocos y
palpitaciones de corazón: las hijas de Fernández Parreño y las de doña
Virtudes, perdieron con la serenidad casta de sus noches, la alegría
rosada de sus mejillas. Daño análogo marchitaba á las niñas de don
Valentín. En la mayoría de las mujeres, aun de las casadas, los hombres
advirtieron una gran laxitud de ademanes: hablaban y reían menos que
antes, y cuando por las tardes iban á la estación, á ver el tren,
caminaban más despacio.
--Siempre en esta época--pensaban los padres--la clorósis y la anemia
hacen estragos en las muchachas.
Don Elías, poco inclinado á remover la parte moral de sus enfermos,
atribuía sus enervamientos á atonía circulatoria ó á pereza estomacal, y
recetaba hierro á todo pasto, y don Artemio agotaba las emulsiones, las
kolas y los glicero-fosfatos de su botica.
En sus conversaciones más íntimas, las doncellas solían confiarse
aquellos ensueños de los cuales todas conservaban impresión ingrata.
Ellas sabían que el esposo de tales nupcias era don Gil, porque á
intervalos, á través de las nebulosidades de la pesadilla, alcanzaban á
vislumbrar su rostro amarillo como la corteza de las naranjas que
empiezan á secarse; pero ordinariamente el íncubo adoptaba, al
presentarse, las máscaras más horripilantes y absurdas: tan pronto era
una vieja leprosa, como un sapo, como una araña de patas aterciopeladas,
ó una serpiente de verdosos anillos, ó un animal con cabeza de macho
cabrío y cuerpo de gusano, largo, silencioso, que se arrastraba por el
suelo semejante á la cola de un vestido de baile.
De estas nauseabundas apariencias el hombre pequeñito no tenía culpa;
antes bien, de hallarse capacitado para adoptar forma á su gusto,
seguramente hubiese escogido la de un elegante y jarifo mancebo, por ese
naturalísimo prurito de agradar común á todas las personas, sin
excepción de sexo, edad ni social categoría. No estando en sus
facultades hacerlo, mostrábase según la ciega y cruel naturaleza le
hizo: pajizo, ridículo, insignificante, esquelético y frío, como un niño
enfermo de consunción. Lo que después sucedía era que las muchachas á
quienes acosaba, por obra de la imperfección con que trabajan los
centros cerebrales durante el sueño, no conseguían distinguir claramente
la figura del íncubo, y la entremezclaban con las imágenes que, por una
ú otra razón, más las hubiesen impresionado en el curso del día.
Por las tardes, en el aislamiento conventual de la rebotica, mientras
hacían labores, cortaban una blusa ó se probaban un vestido, María
Jacinta, la hija de don Artemio, su prima Florita, y las dos amigas de
su mayor intimidad, Anita Fernández Parreño y Micaela, la primogénita de
doña Virtudes, se decían sus terrores nocturnos. Instaladas en sillitas
bajas ante la ventana y entre la alegría de los cuévanos rebosantes de
ropa y de los bastidores donde el trajín de las agujas iba pintando
flores y caprichos, el abundante y sigiloso cuchicheo de las vírgenes
levantaba un murmullo de oración. Las cabezas pelinegras ó rubias,
adornadas con lacitos de colores, se agrupaban ó separaban según crecía
ó menguaba el deshonesto interés de las confesiones. Las nucas blancas,
las nucas por cuya piel, en el eléctrico tremar de los nervios, corren
los estremecimientos de la voluptuosidad, se ofrecían tentadoras bajo la
luz. Anita había dicho á su padre que dormía muy mal, pero sin
declararle la causa de su inquietud, y exclamaba riendo:
--¡Me ha recetado un purgante!...
Micaela, que era muy devota, solía persignarse escuchando los secretos
de sus amigas. La frecuencia de aquellas apariciones significaba para su
misticismo una amenaza del infierno.
--Estamos embrujadas--repetía--: yo creo que debemos confesárselo todo
al cura y pedirle que nos exorcise.
Estas palabras causaron impresión.
--Yo--dijo Flora--desde hoy prometo regar mi cama con agua bendita.
--Yo--agregó Anita--no volveré á quitarme los escapularios, y de aquí en
adelante dormiré con los brazos en cruz.
Micaela insistía:
--Hay que decírselo al cura; creedme: debemos decírselo toda al cura...
Sus palabras devotas producían momentáneamente una emoción grave. Luego
esta seriedad se desvanecía, se aclaraban las frentes y los labios
rompían á reir. A coro, entre carcajadas, todas exclamaban:
--Pero, ¿quién tendrá la desvergüenza de confesar esos desatinos?...
Micaela empezó á describir su última pesadilla.
--Soñé que en mi cama había muchos caracoles... ¡Muchos!... Yo los
sentía voltijear á mi alrededor y algunos me rozaban con sus
cuernecillos. Aquellos bichos gelatinosos me producían un asco
horrible...
Flora interrumpió el relato con una observación:
--Esos caracoles ¿estaban encima ó debajo de las mantas?...
--Debajo; ¿no digo que me hacían cosquillas en la piel?... Y, sin
embargo, los veía. Repentinamente todos se convirtieron en un solo
caracol; un caracol enorme, del tamaño de un gato; yo no quería mirarlo
porque sabía que era la cabeza de don Gil. Aquel bicho empezó á
colocarse sobre mí. Para defenderme, me puse de lado, pero él dió la
vuelta. Caminaba rampando como si fuese por un muro, y según avanzaba
iba creciendo. Lo sentía en mi vientre, y llegó á cubrirme desde las
rodillas á la garganta. Al principio era frío, luego quemaba... Yo no
podía gritar... Reconocía hallarme soñando y quería despertar, y al
mismo tiempo deseaba seguir hasta el final del sueño... Aquello era
bueno y era horrible á la vez...
Concluyó:
--La explicación de mi pesadilla está en que la víspera mi hermana y yo
fuimos á la huerta de don Arístides á coger caracoles.
Como el hombre pequeñito se ofrecía, generalmente, á sus concubinas, era
en forma de araña. María Jacinta casi siempre le veía así. Flora y
Micaela experimentaban con frecuencia angustias semejantes. Muchas
veces, sin perder la idea de su personalidad, sin olvidarse de su
nombre, soñaban que eran moscas. ¡Qué alegría, qué turbulencia, qué
dulce locura! Volaban sobre las flores, trepaban á los árboles, se
bañaban en sol. De pronto, al realizar una pirueta, caían en una red de
araña. Los terribles hilos de traición pintados de violeta, de
anaranjado, de azul, de verde, por la luz, se enredaban á sus miembros.
Luchando por desasirse un temblor de afrodisia las turbaba. La araña,
oculta hasta entonces, las acometía sanguinaria. Era don Gil. La red
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