El misterio de un hombre pequeñito: novela - 15

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felona se hacía lecho. Ellas, sin comprender nada, volvían á ser
mujeres. En parte estas alucinaciones provenían del crecido número de
arañas que había en el camino de la Estación. Entre los huecos de las
piedras ó al abrigo de las raices de los viejos árboles, abundaban las
tarántulas. Las muchachas que, por las tardes, iban á ver pasar el
correo, solían detenerse á mirarlas. La ferocidad de la araña, su
nerviosidad vibrante, su actitud de emboscada, su inmovilidad absoluta,
llena, sin embargo, de vibraciones de impaciencia, interesaban á las
mujeres. Con avidez y espanto las mocitas se detenían á examinarlas; el
horror, el asco, la voluptuosidad insana de lo feo, el acre magnetismo
de lo viscoso, de lo sucio, las retenía allí. Pensaban en el suplicio de
los bichos que murieron agarrotados entre los filamentos de aquellas
redes arteras. El miedo de que el insecto pudiese picarlas un dedo, lo
sentían como un golpe en la nuca: no era precisamente miedo á la
picadura, menos dolorosa que el lancetazo de un mosquito, ni al veneno,
que destila al morder la tarántula; sino á su aspecto, á las patas que
circundan su caparazón, á toda su horrible fealdad brincando, de
súbito... Estos instantes de observación morbosa eran cortos; las
arañas, sintiéndose expiadas, con un movimiento rapidísimo desaparecían
en sus escondites; el cubil de la pequeña fiera quedaba vacío, negro,
amenazador, y las mujeres se iban llevándose en la memoria la figura
del animal. Por la noche aquellas arañas, lujuriosas y sádicas, tenían
la cara de don Gil.
Este recuerdo añadió nuevas palideces al semblante, cera y violeta, de
María Jacinta. La hija de don Artemio cruzó las manos con devoción y
susto.
--Creo--dijo--que estoy embrujada. Don Gil es malo, es un espíritu de
las tinieblas. Mi padre, que no peca de beato, habla de esto muchas
veces. Yo opino como Micaela: aunque pasemos un rato de vergüenza,
debemos confesárselo todo al cura.
Calló y quedóse triste, apagada, muda, como un líquido que, estando
hirviendo, fuese retirado de la lumbre. Tenía miedo. A través de los
siglos los misterios eleusíacos del alma femenina, las inquietudes,
mitad religiosas, mitad sexuales, de la mujer abandonada en la soledad
de su hogar á las tentaciones del Diablo, se repetían. La mujer, que
adora el pecado, se abraza, sin embargo, á la Iglesia. En vano quiere
ser casta; inútilmente levanta alrededor de su virginidad votos y rejas,
y fortalece su ascetismo con el miedo á las hogueras infernales. La
naturaleza prolífica, enemiga de la esterilidad, avasalla los más
fuertes juramentos; bajo el pie desnudo de María, la serpiente inmortal
silba de deseo.
Flora, María Jacinta, Micaela y Anita, discutieron qué cura recibiría
más benévolamente sus confesiones.
--Don Leopoldo--dijo la hija de Fernández Parreño--es demasiado joven.
--Y don Emilio--agregó Flora--tiene muy mal genio.
Todas recordaban los odios bíblicos, las improperaciones virulentas con
que algunos domingos tronaba, desde el púlpito, la exaltada inspiración
de don Emilio. Reconocieron al fin que, para lance tan íntimo y
desusado, nadie mejor que don Antolín, el cura más viejo de
Puertopomares. Entre el lino de sus cabellos abullonados sobre las
sienes como los de un anciano abate, sus orejas, ventanas de perdón
abiertas siempre á las confesiones del pecado, sabían escuchar
resignadamente. Una observación picaresca de Anita hizo prorrumpir en
carcajadas á sus amigas. Por enfriado y hecho á oir desatinos que don
Antolín estuviese, ¿podría resistir, cuatro veces seguidas, la historia
de la araña?...
Solamente María Jacinta, cuyas alucinaciones nocturnas llegaron, por su
repetición y frecuencia, á ser dolorosas, no reía. En la soledad de su
dormitorio la pobre niña se extenuaba; alrededor de su lecho la
clorosis, la ninfomanía, la neurastenia, la tisis, la locura, parecían
repetir, cogidas de las manos, un aquelarre mortal. Aquella araña la
bebía la sangre: el contacto aterciopelado y húmedo de su cuerpo lo
sentía entre los muslos y sobre el vientre, y sus patas tamborileaban
sobre sus flancos. Una noche en que quiso mirarla, el miedo casi la
privó de conocimiento. La araña negra, de un negro musgoso, tenía la
cara amarilla de don Gil, y la actitud reconcentrada, expectante y
terrible, de las tarántulas que acechaban entre las piedras del camino
de la Estación. Desde entonces, María Jacinta se abandonaba á ella
cerrando los ojos. No quería irritar á la fiera, cuyo aliento subía,
como un vaho de horno, hasta su garganta. La crisis voluptuosa hízose
calambre y tortura. El vampiro, inmóvil sobre su víctima, clavaba en
ella un extraño aguijón.
Pensando en su desgracia la hija de don Artemio se afligió hasta echarse
á llorar. Sus amigas también se habían quedado tristes. Aquellos amores
solitarios dejaban en todas una ingrata laxitud, una especie de
humillación ó de redolor moral, parecido á un remordimiento. Cuando se
quejaban ante el médico de sus mejillas sin color, de sus sueños
agitados, de la facilidad ridícula que tenían para convertir en risa el
llanto y viceversa, de sus pies que se enfriaban repentinamente, de sus
palpitaciones cardíacas y de otros síntomas de histeria, don Elías las
miraba entre burlón y compasivo. Ellas se indignaban. ¡Si hubieran
podido hablarle de la araña!... A sus preguntas Fernández Parreño
contestaba siempre del mismo modo trivial: todo aquello desaparecería
cuando se casasen. ¡Siempre el matrimonio! El matrimonio erigido en
panacea de la mujer, en mixtura para aliviar los dolores de su cuerpo y
de su alma, defender su honestidad y asegurar su vida; el matrimonio,
que unas veces será rango social, y otras medicina y otras ilusión...
Sin duda don Elías acertaba; evidentemente nada mejor que un esposo para
conjurar el sortilegio vitando de la araña negra. ¡Pero si en
Puertopomares nadie se casaba! ¡Si entre tanto mozo soltero eran
contados los que manifestaban vocación de marido!... De todo esto se
aprovechaba infamemente don Gil y las mujeres habrían de satisfacerse
con él de grado ó por fuerza. Don Gil era el señor, el sultán. El
misoginismo cobarde de la mayoría aseguraba su imperio y dictadura.
Dos hechos removieron aquel verano la atención dormida del vecindario, y
arrojaron una alegría en las soporíferas tertulias del Casino, del Café
de la Coja y de la Fonda del Toro Blanco. Uno de ellos fué la probada
intimidad de las relaciones de Romualdo Pérez con la hija mayor de doña
Virtudes; el otro, la trágica muerte del señor Eustasio, el tonelero.
Micaela, efectivamente, cansada de vivir bajo la dominación del hombre
pequeñito, decidió conceder á su novio la sabrosas preeminencias de
amante: vería ella entonces cuál de ambos maridos era más fuerte.
El primero en percatarse de este secreto y divulgarlo, fué don Artemio
Morón, que continuaba siendo el vecino más madrugador de Puertopomares.
Los conspicuos del Casino, especialmente, saborearon y relamieron la
noticia como un caramelo. El boticario les explicó su descubrimiento. De
tiempo atrás espiaba á Romualdo, y su olfato, en asuntos de este jaez,
era muy fino. Varias noches consecutivas él y Romualdo salieron juntos,
y en llegando al callejón del Misionero, se separaban: Pérez íbase á
charlar con su novia, y don Artemio seguía hacia su farmacia. Aquel
noviazgo no era un misterio para nadie: cuantas personas transitaban á
media noche por la calle Larga, estaban acostumbradas á percibir en la
oscuridad la silueta del galán agarrado y como pegado á una de las rejas
de la «Casa-Cuartel» de doña Virtudes.
El azar puso á Morón sobre la verdadera pista de lo que, sin motivo y
sólo por holganza mental, tan ahincadamente codiciaba saber.
Una madrugada, el sereno del callejón del Misionero, á la hora de
retirarse, fué á la farmacia á comprar un sinapismo para su mujer, que
tenía dolor de costado. Estremecido por un presentimiento, don Artemio
le preguntó por Romualdo. El sereno le había visto aquella noche, como
otras muchas, en la reja de su novia.
--Por cierto--dijo deslizando en su observación un poco de malicia--que
no sé el camino que luego habrá seguido para ir á su casa.
Morón aseguró que por la calle Larga no había pasado. Precisamente
aquella mañana abrió su farmacia más temprano que nunca, y no se había
movido de la puerta. La idea de que Romualdo hubiese allanado la
severísima «Casa-Cuartel» de la viuda de Castro, le sacudió y fué á
recogerse alegremente en su corazón. Inmediatamente determinó comprobar
su sospecha; pero no para indignarse contra las malas costumbres y
retirar á la descarriada Micaela su estimación, sino para regodearse con
la salpimienta y buena gracia de la aventura, y referirla á sus amigos.
Noche tras noche don Artemio espió á Romualdo, y su animoso afán traía
tal regocijo á su espíritu, que daba por bien perdidas sus horas mejores
de sueño. Con la topografía del sitio ocupado por la casa de doña
Virtudes, había compuesto don Artemio una especie de inexorable
silogismo; y era: que si el callejón del Misionero constituía un
tránsito ó pasadizo cerrado entre la calle Larga y la del Sacramento,
quien entrase en él, de no salir por una esquina había de hacerlo por la
otra, como algún zaguán misericordioso no le acogiera y ocultase.
La labor del viejo Morón fué ruda. Según costumbre, procuraba salir del
Casino con Romualdo, despedíase de éste frente al callejón del
Misionero, y continuaba su ruta. A veces los huéspedes de la Fonda del
Toro Blanco le veían llegar, abrir la puerta de su farmacia y asegurarla
después con llaves y cerrojos.
--Deben de ser las doce--pensaban.
Y aquel fragor de hierros parecía arrojar un nuevo silencio sobre la
vecina Glorieta del Parque. Transcurridas dos horas, don Artemio
reaparecía, calzado con sigilosas alpargatas, y liviano como una sombra
deslizábase por la acera más oscura; su perfil fugitivo desvanecíase á
intervalos bajo las sombras oblicuas de los viejos balcones volados y
los frontis salientes. En la esquina del callejón del Misionero se
detenía, y asomando un ojo nada más, miraba hacia el fondo pendiente y
oscuro del pasadizo. La silueta de Romualdo, en pie y como cosido á la
reja de sus amores, producíale indecible consuelo. El cuchicheo de los
novios llegaba á él como un murmullo de fontana. Todo el pueblo, bañado
en luna, dormía; y en su quietud, la canción del río, el silbido lejano
de un tren, el grito vigilante de un sereno que cantaba una hora. La
casa de doña Virtudes ocupaba el comedio de la callejuela; por esta
circunstancia Morón sabía que Romualdo no podía sorprenderle, pues si
enderezaba sus pisos hacia donde él acechaba, tiempo sobrado tenía de
alejarse lo suficiente para no ser visto.
Pegado á la esquina que le servía de observatorio, el farmacéutico
únicamente sacaba fuera de ella, y á intervalos, la mitad del rostro.
Así, aterido bajo los rigores del relente, perdió varias noches. Al
cabo, logró su objeto. Una madrugada, ya muy tarde, al hundir su mirada
en las oscuridades profundas del callejón, advirtió que Romualdo no
estaba. ¿Era posible? Para desvanecer dudas, dirigióse hacia la calle
del Sacramento. Allí, sentado en el quicio de una puerta, encontró al
sereno, quien demostró pasmarse mucho de ver á don Artemio en alpargatas
y á tales horas.
--¿Ha pasado por aquí Romualdo?--preguntó Morón.
--No, señor; no es hora todavía; se retira siempre más tarde.
El boticario, alto y flaco, con su joroba y su cabeza cubierta por una
boina, se frotaba las manos alborozadamente. Ya el misterio era suyo. Si
Romualdo había desaparecido del callejón del Misionero sin salir de él
ni por la calle Larga ni por la del Sacramento, claro es que se hallaba
en casa de doña Virtudes.
Don Artemio concluyó declarando el júbilo que le producía el
esclarecimiento de aquel enredo.
--Es indispensable--prosiguió--que esta misma noche los naipes queden
boca arriba. ¡Nada de tapujos! Me revientan los hipócritas. Quien la
hace, que la pague. ¿Cuándo dejas tú el servicio?
Repuso el sereno que á las cinco; pero que las últimas horas de la
madrugada solía pasarlas durmiendo en un zaguán.
--Pues hoy no se duerme--ordenó el boticario, cuyo acento fluctuaba
entre el tono amistoso y el dominador que le daban su edad, su profesión
y su autoridad en el Ayuntamiento--; hoy no se duerme. ¿Entiendes bien?
Necesitamos cazar á ese hombre. A las cinco, si no le has visto, le
esperas; no te importe que sean las seis, ni las siete. La cuestión es
cogerle. Cuando pase, le das los «buenos días» y nada más; con eso tiene
bastante. Yo, en la otra esquina, haré lo mismo.
No le fué difícil á Morón captarse la alianza del sereno, que para las
acciones villanas más que para las nobles, las gentes se conciertan en
seguida, y ya puestos de acuerdo los dos hombres montaron una celosa
guardia. Mientras duró el acecho, ninguno tuvo frío, ni sueño. Desde su
observatorio, don Artemio veía brillar en el término más hondo del
callejón el farol del sereno; como éste vislumbraba, en la esquina de la
calle Larga, el perfil alerta del boticario. Varias veces los gallos
cantaron. Palidecían las estrellas. Iba invadiendo el firmamento un
claror indeciso, una blancura indefinible de plata. En el reloj de la
torre de la iglesia, en aquella torre donde el tiempo, al pasar, parecía
enredarse, sonaron las tres... las tres y media...
A las cuatro y minutos, en el hondo sosiego del callejón vibró, casi
imperceptible, el ruido de una cerradura, y en la puerta de la casa de
doña Virtudes apareció Romualdo. El galán iba á seguir su camino de
siempre, pero al ver al sereno plantado en la calle del Sacramento
volvió sobre sus pasos. Su andar tenía una ligereza de fuga. Don
Artemio, en lugar de ocultarse, decidió esperarle, cachazudamente
recostado detrás de la esquina. Al doblar ésta y encontrarse con el
boticario, Romualdo tembló. Imposible retroceder; había caído en la
trampa. El mozo quiso disimular su ira con palabras de chanza y
salutación.
--Bien se madruga, don Artemio.
--Es verdad; pero hoy á usted tampoco se le han pegado al cuerpo las
sábanas.
--Hasta mañana, don Artemio.
--Hasta mañana, Romualdo.
El boticario volvió á su farmacia reventando de risa. «Sabe que yo lo sé
todo y va hecho un tigre»--pensaba.
Romualdo dejó transcurrir varios días sin ir al Casino, ni á la Fonda
del Toro Blanco. Corrió la noticia de que se hallaba enfermo. Cuando
reapareció, Morón, Fernández Parreño, don Juan Manuel, don Isidro
Peinado, don Niceto... cuantos á costa de su aventura más habían reído,
le preguntaron con evidente cariño y ceremonia por su salud, y no
volvieron á mirarle en toda la noche.
El interés de este lance palideció á la semana siguiente con el trágico
fin del señor Eustasio García, el tonelero de la calle Arcos de la
Cárcel. A su muerte, por un azar que no pasó inadvertido á los
glosadores del suceso, iba ligado fatídicamente el nombre de don Gil.
El señor Eustasio era uno de los tipos más notables, simpáticos,
alegres, laboriosos y aficionados á repartir limosnas, del pueblo. No
creía en los mendigos de oficio, pues más trabajo cuesta extender la
mano que cerrarla bien sobre el mango de una herramienta para ganarse el
pan sin humillaciones. De aquí, su inagotable caridad.
--El que pordiosea--decía--es porque no puede hacer otra cosa...
Cuando alguien iba á su casa preguntando por él, la cara de la mujer que
tenía establecido en el zaguán un despacho de bebidas, resplandecía con
una sonrisita de satisfacción.
--¿El señor Eustasio?... Sí, aquí es: al otro lado del patio.
Y aquella sonrisa, era como un recuerdo cariñoso ofrendado al inquilino
más antiguo y mejor de la finca.
El señor Eustasio, siempre en mangas de camisa, alto, barrigudo y
contento dentro de sus holgados calzones de pana y sobre la ufanía
resonante de sus zapatones claveteados, trabajaba y cantaba todo el día,
á la intemperie, bajo el retal de cielo, unas veces riente y azul, otras
plomizo y lluvioso, del patio. Estaba casado y tenía cinco hijos, el
mayor de diez años. Aquella chiquillería constituía la obsesión
torturadora, y también el esperanzado regocijo, del tonelero.
Ciertamente necesitaba atrafagarse mucho para mantener á tantos; pero
luego, cuando hasta los más pequeñines estuviesen criados, ¡qué paz
interior, qué regocijo, qué noble orgullo patriarcal sentiría viendo
asegurada su raza!... Por eso la actividad clamorosa de su martillo no
cesaba nunca; aquel rudo batanear parecía la voz de la casa, una voz
saludable y fecunda. Apenas el barril estaba concluído, el señor
Eustasio, de un puntapié, lo enviaba rodando, al otro extremo del patio.
El barril giraba, alejándose con balanceos graciosos. ¡Qué bonitos eran
aquellos toneles, qué elegantes, qué sólidos!... Sus movimientos tenían
un regocijo especial; un regocijo de hombre gordo... ¡Verdaderamente en
pocas capitales de provincia se fabricaban otros iguales!...
Pensando así el señor Eustasio, satisfecho de su obra y vanidoso como un
artista, se esparrancaba, echaba la cabeza hacia atrás y encendía una
pipa.
¿Por qué aquel hombre excelente, dulce, incapaz de matar un gorrión,
sentía una afición tartarinesca á las armas de fuego? ¿Era esto una
previsión discreta? ¿Era un atavismo, ó una vanidad parecida á la de los
niños cuando sus madres, en carnaval, les visten de soldados?... Lo
cierto es que, como otros hombres tienen un bastón, una sortija ó un
perro, el señor Eustasio tenía un revólver. Para justificar este
capricho bélico el tonelero solía decir:
--Conviene vivir prevenidos. En los pueblos, más aún que en las ciudades
grandes, ningún hombre honrado debe salir á la calle con las manos
vacías.
Aquel revólver era la ventana romántica por donde su dueño, pacífico,
metódico y abrumado de trabajo y de familia, se asomaba á las regiones
de lo novelesco y hazañoso. El individuo que tiene un revólver puede, en
caso necesario, llegar á ser un héroe. Así, cuando se encargaba un
pantalón, lo primero que el señor Eustasio pedía al sastre era un
bolsillo atrás, sobre las caderas.
--Porque yo--decía--siempre voy armado.
Aquel chisme pesado é inútil le molestaba bastante, mas no por ello
dejaba de llevarlo consigo á todas partes. Algunas veces salía de su
casa y, al doblar la primera esquina, lo echaba de menos. Entonces,
apresuradamente, desandaba el camino. Su mujer le preguntaba:
--¿Se te ha olvidado algo?
Y él respondía, un poco misterioso:
--Sí; el revólver...
Aquel viejo revólver, grande, negro, colgado de un clavo á la cabecera
del lecho marital, infundía á los niños un temor religioso.
--¡El revólver de papá!...--decían.
Lo miraban, sí, pero á distancia y respetuosamente; ninguno se atrevía á
tocarlo; el trueno de pólvora de sus entrañas, les empavorecía; allí
dormía la muerte; desde que nacieron estaban viéndolo y, sin embargo, no
habían llegado á familiarizarse con él. La esposa también lo respetaba.
Era una especie de dios penate, á la vez bondadoso y terrible, que
defendía el hogar y velaba por la salud de todos.
Transcurrieron los años: cinco, ocho, diez...; y llegó la catástrofe
con la fuerza inexorable de lo preestablecido.
Una tarde, el tonelero, como siempre, trabajaba en el patio; sus manos
iban y volvían diligentes por la panza pulida del barril que estaba
construyendo; el atabaleo fecundo y saludable de su martillo rompía
ufanamente la quietud de la casa. De pronto, al agacharse, resbaló y
cayó al suelo, disparósele el revólver y el infeliz recibió de abajo
arriba, en el pecho, un balazo mortal. ¡Revólver maldito! ¿Por qué lo
compraría el señor Eustasio? ¿Por qué, para morir así, lo llevó con
dolor de sus riñones tantos años consigo?...
La muerte del barrilero preocupó mucho á la opinión. El señor Eustasio
no tenía enemigos. Era laborioso, honrado, servicial, caritativo; y
luego, ¡aquel hogar sin defensor, aquellos cinco hijos sin padre!...
Varios centenares de personas acudieron á su entierro y para socorrer á
la viuda el diputado don Juan Manuel Rubio encabezó con veinte duros una
suscripción cuya suma total ascendió pronto á un millar de pesetas.
El perito armero llamado por don Niceto para examinar el revólver del
señor Eustasio, certificó que tenía el seguro roto. Durante algunas
semanas este suceso sirvió de asunto á todas las conversaciones. Era
deplorable, también era cómico, el fin de aquel hombre pacífico empeñado
en no separarse, ni aun en su casa, de un revólver que, la única vez que
disparó, fué contra su amo.
Alguien dijo que, días antes de ocurrir la desgracia, el tonelero tuvo
un disgusto con don Gil Tomás, á propósito de dos barriles que éste le
había encargado. La cuestión, según sus comentaristas, fué bastante
seria; el señor Eustasio, á pesar de su bonísimo carácter, creyendo
atropellados sus intereses llegó á amenazar al hombre pequeñito, y á no
impedírselo las criadas de éste, le hubiese golpeado. Por referirse al
solitario del Paseo de los Mirlos, esta historia ó conseja interesó
grandemente al vecindario, y de unos en otros, con las alas sigilosas de
la superstición, dió la vuelta al pueblo en seguida. En el Casino, en el
Café de la Coja, en la Fonda del Toro Blanco, en los comercios prósperos
de la calle Larga, como en los oscuros atajos, rincones y marañosos
pasadizos inmediatos á la Puerta del Acoso, nobles y plebeyos glosaron
largamente el lance. Los más viejos recordaban el sueño fatal de Ursula
Izquierdo, y la muerte del cosario Manuel Ayala.
Estas evocaciones contribuyeron á reforzar las sombras de brujería con
que, desde antiguo, la certera imaginación popular rodeaba la enmelada y
tacaña figura de don Gil. En su rostro sin risas, con sus ojos fríos y
su piel de color de luna, acechaba el misterio. Cuando iba por la calle,
tal vez porque sus pies diminutos fuesen demasiado livianos, le
circundaba una sensación de silencio; aquel silencio le seguía y le
anunciaba; era un halo de enigma extendido á su alrededor. ¿De qué
fuerzas teúrgicas, de qué recursos hechiceros y terribles dispondría
aquel hombrecito para vengarse?... Las mujeres, que conocían bien sus
perversidades, aseguraban en la mesa familiar que don Gil, de noche,
vivía una existencia intensa y aparte. Las esposas hablaban á sus
maridos de las posesiones disparatadas á que el enano las sometía, y
éstos la comentaban después entre sí. Los hombres llegaron á mirarle
como á un rival. Un odio criminal germinó contra él. Era el brujo aliado
del Diablo; el hierofante árbitro de todos los recursos de la
lecanomancia y de la brizomancia; el íncubo sádico para quien ningún
cuerpo de mujer bonita guardaba secretos; el vampiro que marchitaba en
las mejillas de las vírgenes las rosas de la salud, mordisqueaba sus
senos y las enseñaba las láminas lascivas del Libro del Pecado; el
iniciador astuto por quien las niñas permitían á los muchachos que,
jugando, las cogían del talle, á deslizar sus manos más abajo...
Cuando don Artemio supo el disgusto habido entre don Gil y el señor
Eustasio, su alma impresionable también cayó del lado de la
superstición.
--¡Ahora me explico su muerte!--exclamó.
Estas palabras, dichas por un hombre de ciencia, delante de ocho ó diez
personas, tuvieron la virtud terrible de una sentencia. Había que matar
á don Gil; ó, cuando menos, obligarle á salir del pueblo.


XXI

Más de un año necesitaron los Paredes para decidirse á buscar el tesoro
que, según creencia suya, el señor Frasquito dejó escondido bajo las
raíces del chopo. En sus frentes criminales, en sus cráneos pequeños,
puntiagudos y rojos, reinaba la prudencia. La fortuna les causaba miedo;
el brillo petulante del dinero podía delatarles; ellos habían oído decir
muchas veces que ningún asesinato queda impune, pues siempre, tarde ó
temprano, la casualidad descubre el rastro de todos los crímenes, cual
si los muertos, valiéndose de recursos sobrehumanos, volviesen del otro
mundo á contarles la verdad á los vivos y á pedirles justicia.
Enfrenados por este recelo, durante meses no se apartaron en un ápice de
su existencia ordinaria. Según costumbre y acaso con mayor tesón que
antes, Rita cuidaba del hogar y de los niños, y Toribio todas las
madrugadas, apenas despuntaba el día, aparejaba el burro, cargábalo bien
de paños, mantas y percales, y salía á recorrer los pueblos comarcanos.
Su itinerario variaba según la estación: unas veces iba á Nava de
Pomares, otras á Torres de la Encina, ó á La Olla; otras á Candelario,
donde el dinero corría abundante desde Noviembre á Febrero, meses
destinados á la matanza. Por todos aquellos alrededores la figura
crecida y enjuta de Toribio Paredes, con su paso largo y su cabeza
minúscula y bermeja, era popular. Sin embargo, nadie le quería. A pesar
de su cuidado en mostrarse amable, sus ojos buidos y sus pómulos
salientes y pecosos, irradiaban frialdad. Su mandíbula descarnada era
cruel; sus manos huesudas, cubiertas por un vello azafranado, escondían
una amenaza. Daba la sensación de un hombre que huye. En el campo, al
cruzarse con él las mozas apretaban el paso; tenían miedo á su mirada
tenaz, á su boca recogida y sedienta. Algo extraño, una especie de
invisible sombra, parecía marchar á su lado por los caminos.
Nunca fué simpático Toribio Paredes. Años atrás los suburbanos de la
Puerta del Acoso, habíanle tildado secretamente de mantener relaciones
con Rita. Nadie se sorprendió. Eran los tiempos en que la mujerona, de
noche, ponía un farol en la sumidad del chopo del patio. Lujuriosos,
abyectos, tiranizados por la más repugnante animalidad, los dos hermanos
se buscaron. Su pasión maldita tuvo refinamientos abominables; se
emborrachaban y su satiriasis urdía escenas brutales. La murmuración
decía que una tarde, en el bosque, Rita se abalanzó sobre una zagala,
sujetándola por detrás mientras Toribio la violaba.
La aparición de Frasquito Miguel desvaneció aquellas nubes incestuosas;
Toribio recobró su puesto de hermano; el farol del chopo no volvió á
encenderse; nacieron Pepe, María Luisa y Francisco, y en las ventanas de
la antigua mancebía hubo ropas infantiles tendidas á secar. Ante la
puerta, ahora cerrada, los romeros del deseo pasaban de largo.
Muerto Frasquito, la gente reverdeció la historia incestuosa de los
Paredes. Nada, sin embargo, parecía acusarles. Eran laboriosos y
callados, y mostrábanse tristes, más tristes que nunca, como si el
dramático fin del señor Frasquito hubiese dejado en ambos un dolor sin
consuelo. Las vecinas estaban al corriente de todo, y, á su pesar, sus
deducciones eran favorables á los hermanos. Toribio tenía su alcoba;
Rita dormía en otra habitación con los niños. La mujerona ya no se
perfumaba con agua de Colonia, ni se apretaba el corsé como antes. El
pañero, después de cenar iba un rato al Café de la Coja, pero se
retiraba temprano; no bebía ni jugaba; también había renunciado á su
enredo con Maximina, la criada de don Gil. Sus ademanes adquirieron,
casi de súbito, una laxitud de fatiga. En poco tiempo se avejentó.
Muchas noches, al volver á su casa, mientras abría la puerta de la
calle, los vecinos le oían suspirar...
Abroquelados en esta actitud de prudencia y de melancolía, los dos
hermanos dejaban transcurrir el tiempo; el tiempo, tan pronto enemigo
como aliado del hombre, que indistintamente se lleva las cosas buenas y
las malas. A lo largo de los meses, Rita y Toribio espiaban la ocasión
de cobrar su crimen, pero el miedo á delatarse les entumecía la voluntad
y paralizaba indefinidamente su acción. Dentro de sus conciencias
tenebrosas, una voz cobarde murmuraba invariable:
«Todavía es pronto...»
Y esta observación, que no subía á sus labios, producía en sus carnes la
sensación del hielo.
Tanto ella como él tenían determinado, no bien desenterrasen el tesoro,
trasladarse á otra calle mejor, donde establecerían un comercio.
Mientras, su temor á infundir sospechas les vedó alterar en nada la
disposición de su casa; los muebles ocupaban los lugares de costumbre, y
en la mesa el sitio del señor Frasquito continuaba vacío, como
esperándole. Esta quietud triste parecía una ofrenda dedicada al muerto.
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