El misterio de un hombre pequeñito: novela - 04

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alegría, de sorpresa, de cólera, que correspondiendo á imágenes venidas
del más allá estremecen su rostro; aquellas voces que nadie oye y á las
que él, empero, responde... ¿No serán los ensueños, hermanos de la Noche
y de la Luna, como ventanas abiertas sobre el silencio aterciopelado de
otra vida? ¿No constituirán un nexo entre la realidad sensible y el
mundo oscuro por donde ambulan los muertos y vibran los magnetismos de
cuantas personas--aborrecidas ó deseadas--viven lejos de nosotros?...
Rita llamó, por dos veces:
--¡Toribio... Toribio!...
El dormido exclamó levantando mucho la voz y con perfecta claridad:
--¡No puede ser!... Comprenda usted que eso no puede ser.
Su dicción volvió á emborronarse; no fraseaba; las sílabas se
confundían.
--No puede ser... no... pue... de... ser...
Esta negativa la repitió hasta que dentro de su boca las palabras mal
pronunciadas formaron un murmullo, un carraspeo de gárgara; parecía que
iba á ahogarse. Su hermana le gritó:
--¡Toribio!... ¿No oyes?... ¡Despierta!... ¡Estás soñando!... Dí... ¿no
oyes?...
A poco, en la puerta de la alcoba, bajo la cortina que recogía con una
mano, presentóse Paredes. Hallábase en ropas menores, y la inmovilidad
de sus facciones y el reposo idiota de su mirar, decían claramente que
estaba sonámbulo. Unos segundos permaneció boquiabierto, como
sorprendido y detenido por la luz; guiñó los párpados, sacudió la
cabeza; quería despertar. Después avanzó y la cortina, al caer otra vez,
sirvió de fondo á su figura. La mujerona se levantó y empuñó unas
tijeras: su imaginación relacionaba la sombra amarillenta, entrevista
momentos antes, con la pesadilla de su hermano, y un supersticioso
terror la invadió.
--¿Dónde vas?...
Toribio la miraba fijamente, pero alelado; sus ojos dilatados no se
apartaban de ella y el conocimiento, sin embargo, no se producía.
--¿Dónde vas?--repitió Rita.
Cautamente habíase colocado detrás de la mesa, en actitud defensiva. Su
hermano la oyó y repuso marcando con lentitud las palabras.
--Voy con él.
--¿Con él?... ¿Quién es él?...
--Ese... don Gil Tomás... Me voy con don Gil Tomás.
Palideció Rita.
--¿Qué dices? No entiendo; ¿dónde te espera don Gil?
--¡Ahí, ahí!... Viene á buscarme.
Extendía un brazo hacia la puerta de la calle. De súbito comenzó á
restregarse los ojos con ambas manos. La mujerona agregó:
--¿Ha dicho él que te espera?
--Sí... sí...
--¿Cuándo?...
--No; no me lo ha dicho... Es que conversábamos... Don Gil ha salido...
Por momentos hablaba con mayor limpieza, dió algunos pasos hacia
adelante y despertó. Su cara entonces cubrióse de sorpresa; tuvo
conciencia plena de sí mismo. Estaba medio desnudo, descalzo...
--¿Qué significa esto?--balbuceó.
En el sonámbulo fantasmal resucitaba el hombre de siempre. Ahora sus
ojos, sus ademanes, su voz, eran los de costumbre. Tranquilizada
súbitamente, Rita volvió á sentarse.
--Estabas soñando--dijo--y á no ser por mí te echas á la calle según te
ves.
Muy despacio, porque no concluía de recobrar la posesión de sí mismo,
Toribio Paredes repuso:
--Hablaba con don Gil Tomás.
--Eso me dijiste, y querías marcharte con él.
--¡Es cierto!... Quise marcharme con él. Miró á la mujerona.
--¿Tú le viste salir?
--¿Que si yo vi salir á don Gil?... ¿Y de dónde?...
--De ahí, de mi cuarto... y por delante de ti ha debido pasar.
La voz del bujero vibraba tranquila, consciente, clara; indudablemente
hallábase bien despierto y su juicio, no obstante, titubeaba ante la
sugestión de lo soñado. De nuevo el terror, esa pavura glacial que seca
los labios y pone las azucenas de la muerte en las mejillas, cubrió el
rostro huesudo y macho de Rita.
--¿Estás dormido aún--exclamó--ó perdiste el seso?... Dí... ¿Quieres
explicarte de una vez?...
Toribio, sin responder, la frente preocupada, cogió una silla y se
sentó. De su camiseta burda, color tabaco, emergía el cuello cenceño y
nervudo, curtido por la intemperie y terminado en una cabeza deprimida,
rojiza y pequeña. Los calzoncillos, largos y de dudosa limpieza, se
sujetaban con cintas á las piernas peludas; los pies, endurecidos sobre
los caminos por donde muchos años anduvieron descalzos, eran grandes,
angulosos, oscuros; parecían de bronce ó de tierra. Un rato estúvose
callado, los codos en las rodillas, el cuerpo recogido, el semblante
taciturno y perplejo; y, según el curso de sus cavilaciones, sus miradas
iban unas veces á la ventana, otras al dormitorio, ó hacia la puerta. A
ratos parecíale, efectivamente, haber soñado: pero apenas lo creía
cuando con renovado sobresalto dudaba de hallarse despierto, que tales
eran la exactitud, la impoluta nitidez, el avasallante vigor de
realidad, con que las imágenes de su pesadilla resucitaban y apremiaban
su memoria. Contornos, colorido, plasticidad, voz... todo lo aunaban
aquellas ficciones; hubiesen tenido existencia objetiva, y no le
hubieran impresionado con mayor fuerza que cuando nacieron en su propio
espíritu.
Toribio, ya completamente despavilado y sobre sí, no sabía aún si lo
sucedido era una verdad tan espantosa que parecía sueño, ó una pesadilla
de tal bulto y relieve que pudiera equipararse con la realidad.
Estérilmente buscaba en su interior; la meditación, lejos de esclarecer
su conciencia, la embarullaba. Estaba cierto de haber hablado allí mismo
con don Gil Tomás: le vió, oyó su voz, sintió en su mano ruda el frío de
la suya, blanda y suave...; y Rita, sin embargo, le aseguraba que todo
aquello, al parecer tan irreductible, tan terminante, tan vivaz, había
sido sueño. ¿Pero era posible que los cinco sentidos de un hombre,
aplicados simultaneamente al conocimiento del mismo objeto, se
equivoquen así?...
Intrigada por los enigmáticos ojeos de su hermano, la mujerona exclamó:
--¿Qué haces?... Me das miedo. ¿Quieres hablar?
Toribio Paredes tardó en responder. Meditaba. Repentinamente se levantó
y de un salto desapareció en la alcoba. Iba á vestirse. Necesitaba
penetrarse de la certidumbre ó mentira de lo sucedido; de lo contrario
parecíale que la zozobra le volvería el juicio. En un santiamén se puso
el pantalón, se endosó la chaqueta y, sin calzarse, para ganar tiempo,
regresó al comedor. En su rostro flotaba una vaguedad de locura, un
miedo de superstición. Ella le preguntó:
--¿Dónde vas?
Su hermano arqueó las cejas y se llevó un índice á los labios.
--¡Chist!... Luego te lo diré; aguarda...
Abrió la puerta y salió á la calle, y en el silencio Rita oyó la carrera
sorda, vertiginosa, de sus pies desnudos. La mujerona le esperó,
acurrucada en un escabel, las manos de gruesos artejos cruzadas delante
de las rodillas. En el reloj de la iglesia sonaron las doce: la hora de
la bruja. Transcurridos pocos minutos volvió Toribio; jadeaba y el
cansancio le descoloría los labios; en cada una de las profundas arrugas
de su frente el sudor ponía un hilo de plata. Ella interrogó:
--¿Qué traes? ¿Viste algo?
El se desplomó sobre una silla. Luego, acercando mucho las cabezas, los
dos hermanos empezaron á hablar. Toribio procuró explicar su
alucinación: era algo muy raro.
--Yo--dijo--acababa de acostarme y sin duda dormía. Sólo recuerdo que me
circundaba una oscuridad profunda. De pronto, pienso: «Ahí viene don Gil
Tomás». No le veía aún, pero estaba cierto de que se hallaba aquí.
Después fué como si el alma se me hubiese salido del cuerpo para acudir
á recibirle; porque yo sabía que mi cuerpo se quedaba allá, en la
alcoba, y, sin embargo, yo, es decir, mi conciencia, mi pensamiento, se
personaron en esta habitación, y todo lo apreciaban y reconocían según
ahora lo veo: la lámpara encendida, los muebles, los cuadros, tú
cosiendo al lado de la mesa... «Mi hermana--discurrí--no puede verme;
me cree dormido...»
Se interrumpió y de nuevo sus manos acariciaron lentamente su frente
absorta y estrecha. Su concepción tenía una diafanidad y sus palabras
una elocuencia compendiosa y justa, que impresionaron á la mujerona.
Diríase que en el oscuro cerebro de Toribio vibraba aún la luz de otro
entendimiento más sutil. El bujero continuó subrayando y fijando bien
las palabras con el ademán:
--Yo estaba ahí, en semejante sitio y de cara á la ventana, cuando
apareció por ella don Gil. En su mirada comprendí que necesitaba
anunciarme algo grave y secreto, y sin detenernos subintramos en la
alcoba, donde mi alma, no sé cómo, volvió á meterse dentro de mi cuerpo.
Todo lo que cuento tardaría en ocurrir segundos nada más. Al llegar este
momento hay una sombra; el sueño parece interrumpirse; luego se reanuda
del siguiente modo: Yo me hallaba acostado, boca arriba, y don Gil
sentado al borde de la cama, la cabeza vuelta hacia mí; y como es tan
pequeñito, los pies no le llegaban, ni con mucho, al suelo. Entonces
hablamos...
Calló Toribio unos segundos y después su voz fué más débil y tuvo una
emoción punzante de confesión y de drama.
--¿Sabes lo que me aconsejaba don Gil?...
Ella le interrumpió, anhelante:
--No, pero sí lo que tú contestabas. Tu decías: «No puede ser; eso no
puede ser».
--Así le repliqué, en efecto... porque don Gil pretendía que entre tú y
yo matásemos á Frasquito. Porfió mucho. «Yo me encargo--añadía--de que
nadie lo sepa; pues si el juez sospechase de vosotros, yo iría por las
noches á su cama, y en hallándole dormido, le quitaría esa idea...»
En el supremo interés de un silencio, Rita Paredes dejó caer estas
palabras terribles:
--También á mí muchas veces, en sueños, don Gil Tomás me aconsejó lo
mismo. Dice que Frasquito Miguel tiene mucho dinero.
La cabeza roja de Toribio palideció, y en su repentina lividez las pecas
bermejas de las mejillas se acentuaron y dieron al rostro insana
expresión.
--¡Ah!... ¡Tú lo sabías!...
--Dice que el dinero lo esconde en el patio.
--¿Entre las raíces del chopo?
--Eso es; y que lo tiene metido en tres grandes orzas.
--En tres grandes orzas verdes.
--Justo, hermano; ¡hasta el color!...
Cuchicheaban presurosos, arrebatándose mutuamente las palabras de los
labios, trémulos de codicia. Rita habló de aquel temblor amarillo y
amorfo que momentos antes vió ir desde la ventana al cuarto de Toribio,
y éste ratificó sus declaraciones. Sus ojos volvíanse automáticamente
hacia la puerta de salida.
--Al marcharse don Gil--exclamó--quise preguntarle algo que ahora no
recuerdo, y para alcanzarle me tiré de la cama. Fué entonces cuando tú
me detuviste, preguntándome adónde iba y si estaba soñando. Dormido me
hallaba, efectivamente: pero despierto y bien despierto y con toda la
luz del sol encima, considero imposible ver las cosas mejor de cómo yo
las veía; y así, aun después de reconocer que toda mi conversación con
ese hombre fué obra de embeleco y pesadilla, para cerciorarme más de
ello salí á la calle. Llegué hasta la casa de don Gil, y anduve
examinando los balcones por si en alguno de ellos había luz. Mas todos
estaban oscuros y la verja del jardín cerrada con llave, como siempre...
De la maravillosa avenencia y exactitud de sus ensueños dedujeron ambos
hermanos la existencia incuestionable de un tesoro; y que dicha fortuna,
que debía de ser cuantiosa, el señor Frasquito la guardaba allí mismo,
metida en tres magníficas orzas verdes, bajo las raíces del chopo
legendario. Ni un momento detuviéronse á pensar que el motivo probable
de aquella comunidad de alucinaciones fuese la ardiente fe que los dos
tenían en la riqueza del señor Frasquito; tampoco les alarmó el interés,
al parecer injustificado, de don Gil, en despojar al antiguo
contrabandista de sus riquezas y hasta de la vida, para beneficiarles á
ellos. Su avaricia desbridada de súbito por la proximidad del oro, todo
lo juzgaba llano y fácil. Viejo y medio baldado Frasquito Miguel, ¿para
qué iba á vivir más? Y, considerando su innoble afición al alcohol,
vicio que, día por día, exaltaba su degradación y embrutecimiento,
desembarazarle de la existencia era un crimen tan oportuno, tan de
justicia, que casi tenía el perfil de una caridad.
Los dos hermanos seguían agitando en silencio la hórrida tiniebla de sus
instintos, y sus torvos magines caminaban tan paralelamente, que cada
cual veía reflejarse sus propias ideas en los ojos crueles del otro.
Asesinar á Frasquito, pero de modo que nadie lo supiese, robarle y en
seguida huir del pueblo. ¿No dibujaban estas tres afirmaciones una línea
recta, fácil y de absoluta lógica?... Nuevamente Rita y Toribio Paredes
volvían á reunirse en el espanto de los mismos propósitos, concatenados
siempre, á despecho del sexo y de los años que anduvieron separados, por
el genio sanguinario de su infame raza. Allí estaba el estigma, la
herencia, que convierte al pasado en futuro, y lo instituye inmortal. En
la realidad, como en el mundo de lo soñado, sus espíritus marchaban
sobre los mismos fangales. ¡Oh!... ¿Por qué el Azar no les habría
permitido aliarse un poco antes?...
El rumor de unos pasos inseguros y tardos, que acababan de sonar en la
calle, delante de la ventana, interrumpió la conversación. Llamaron á
la puerta y Rita salió á abrir. Era Frasquito Miguel. Representaba
cincuenta y tantos años: era de mediana estatura, el busto delgado y
ancho, las piernas débiles; sobre el tinte bronce de la piel, sus viejos
cabellos tenían una albura brillante de plata. El rostro afeitado,
expresaba cobardía y humildad.
--Buenas noches--murmuró.
Según costumbre, el señor Frasquito iba borracho. Sin mirar á sus
familiares, muy rígido, para guardar mejor el equilibrio, el paso corto,
el sombrero sobre las cejas, dirigióse hacia su habitación. Como nadie
contestase á su saludo, repitió:
--Buenas noches.
--Buenas noches--dijo Toribio entre dientes.
--¿No cenas?--preguntó Rita.
El repuso balbuceando:
--No.... no..., no tengo ganas..., gracias. Buenas noches...
Si Frasquito Miguel hubiese visto la mirada roja, implacable, que los
hermanos Paredes cambiaron, no habría podido dormir.


V

Don Gil Tomás, el hombre más chiquito de Puertopomares, vivía en un
hotelito de su propiedad situado en el Paseo de los Mirlos, á dos pasos
de la Glorieta del Parque. Frisaba en los cuarenta y cinco años, y tenía
un metro treinta y nueve centímetros de estatura. Amén de ser el vecino
más pequeño era también el más original, lo que le infundía á despecho
de su hurañoso retraimiento, notoriedad indiscutible. Sin cultivar la
amistad de los ricos ni fraternizar demasiado con los pobres, sin
militar en ningún partido político, ni exhibirse, ni hacer nada que
pudiese atraer la pública atención, aquel individuo minúsculo ejercía
sobre sus conterráneos un raro dominio, una especie de fascinación á
distancia. Comía de sus rentas, hablaba poco, gustaba de pasear solo y
en su casa, donde le acompañaban dos criadas, que eran también sus
mancebas, nunca recibía visitas. Una indefinible emoción de silencio le
precedía, le acompañaba y quedaba flotando tras él. Cuando iba por la
calle los ociosos que tertuliaban delante de la botica de don Artemio y
de la Fonda del Toro Blanco, interrumpían sus diálogos al verle
acercarse, le cedían la acera y le saludaban con un comedimiento que
parecía encubrir un temor; luego que había pasado, todos, á la vez, se
quedaban mirándole. Si llegaba al Casino de noche, lo que ocurría pocas
veces, instalábase aparte y ojeaba los periódicos. No buscaba
relaciones, pero tampoco negaba á nadie su saludo; ni amiguero ni
misántropo, mostrábase cuidadoso de no rebasar nunca los límites
vulgares; y, sin embargo, todos le atisbaban, le espiaban y añadían á su
equilibrada conducta interminables apostillas. Aquel hombrecito que,
para subirse á los divanes necesitaba ponerse de puntillas y ayudarse
con las manos, y cuyos pies, una vez sentado, quedaban colgando como los
de un pelele, tenía una capacidad centrípeta enorme.
Buena parte de este poder provenía evidentemente de la fuerte
extravagancia de su figura.
Tenía don Gil los hombros angostos y caídos, lo que entristecía su
empaque, y una de esas cabezas voluminosas, estrechas de occipucio y muy
bombeadas y crecidas de frontal, sobre las cuales los sombreros nunca
ajustan bien. Su rostro afeitado, largo y huesudo, iluminado por la
expresión metálica de los ojos, era de color miel, de color de fideo, de
esa tonalidad aceitosa que fluctúa entre el ocre caliente del azafrán y
la enferma amarillez del pus. Aquel semblante digno, por sus
proporciones, de un individuo alto, absorbía toda la vida de don Gil
Tomás y causaba, efectivamente, en cuantos le veían, impresión anormal y
durable. El resto del raquítico cuerpo, vestido en todo tiempo de negro,
con sus calcetines blancos, sus zapatos de becerro y aquellas camisas de
cuyos cuellos, siempre un poco anchos, el pescuezo ahilado y pajizo
emergía con la tristeza de un lamento, era nimio y despreciable; lo
mismo que los pies, diminutos como los de un niño, y las manos blandas,
suaves y frías. La cara, en cambio, irradiaba un vigor truculento,
alucinador, de pesadilla; la frente cavilosa, la nariz aguileña, las
pupilas de color de cobre, las orejas delgadas y erectas, los labios
bermejos, finos y crueles, como los bordes de una cuchillada por donde
toda la sangre de las mejillas se hubiese vertido. ¡Contraste terrible!
Sobre aquel cuerpecillo negro, aquella cabeza grande y gualda, tenía la
expresión lívida, la expresión de eternidad, de una cabeza trunca.
Por esto, á pesar de su parvedad, la silueta de don Gil antes era grave
que ridícula. Si, á primera vista solía mover á burla, luego de
examinada unos instantes, imponía seriedad. El observador adivinaba tras
ella un misterio. Descolorida, impasible, con una inalterabilidad de
ausencia, poseía el vigor sigiloso del enigma. Atraía, obsesionaba, y la
emoción de su silencio se clavaba en las almas como un rehilete.
Contribuía á robustecer esta expresión la tristeza absoluta, jamás
interrumpida por ningún accidente ó donaire, de don Gil. Nadie, ni
siquiera don Juan Manuel Rubio, el diputado, que gozaba fama de
gracioso, podía jactarse de haberle visto los dientes. Los labios, poco
platicadores de don Gil, ignoraban la simpatía de la risa; movíanse
para conversar, para bostezar, para besar tal vez; pero desconocían la
hilaridad. Si estaba muy contento, sus ojos metálicos brillaban un poco
más que de ordinario; eso era todo; su mejor humor no pasaba de ahí.
Aquel enano amarillo y pequeño, no había reído nunca.
Cuando don Gil Tomás llegó á Puertopomares, seis ó siete años antes, la
expresión estática y punzadora de su rostro astral, atrajo la curiosidad
de cuantos ociosos había en el andén. Todos miraban sorprendidos aquella
cabeza robusta sembrada sobre un tórax raquítico que apenas alcanzaba á
la ventanilla del vagón, y creyeron pertenecía á un individuo
excesivamente alto y flaco, que iba sentado; la general expectación
trocóse en estupor y sonrisa, al abrirse la portezuela y resultar que la
persona á quien tan descomunal cabeza correspondía, estaba de pie. Sin
embargo, ni aun entonces la figura del hombrecillo fué objeto de mofa.
Algo magnético le nimbaba y defendía como una armadura, y todos los
vecinos, tácitamente, experimentaron su imperio. Con don Gil caminaba un
enigma, y su mirar helado, turbio, sin parpadeos, como el de los ojos de
cristal, descendía á lo más hondo. ¿Hubo nunca nada más sospechoso, más
inquietante, que un hombre serio y pequeñito?...
Meses después, el forastero compró un hotelito en el Paseo de los
Mirlos, esquina á la Glorieta del Parque, y ello esclareció su nombre y
sirvióle de recomendación. Quien más, quien menos, todos procuraban
abordarle, y á excitar este deseo contribuía el mismo perezoso interés
que él demostraba en rodearse de amigos. Al cabo, don Gil fué una de las
personalidades más notorias de la población: su aire reservado, sus
rentas, que le permitían vivir holgadamente mano sobre mano, la
circunstancia de no tener deudos y aquella facilidad con que, cual por
arte de embeleco ó sugestión, supo convertir en coimas á las dos lindas
mozas que tomó á su servicio, sirvieron á su alfeñicada figurilla de
plataforma. Al contrario de lo que sucede á muchas personas, que se
desprestigian según de más cerca se las trata y conoce, aquel hombre
pequeñito y hermético, enaltecía sus méritos cuanto mejor se mostraba.
Sus sombreros hongos, muy encajados sobre el occipital y siempre
estrechos para cubrir el hinchado desarrollo de la frente, el secreto de
los labios sutiles, la delgadez dantesca de la nariz, la distracción
perpetua de los ojos que parecían constantemente abiertos sobre el
panorama de otra vida, la frialdad de sus actitudes, lo apaciguado de su
caminar, rasgos y perfiles excelentísimos eran capaces de resistir el
más descontentadizo análisis. Las gentes, sin razón ninguna, le
admiraban, y por instinto le temían. Gracias á esta alabanciosa unidad
de criterios, llegó á ser «una de las cosas» más notables de
Puertopomares; se hablaba de él como de algo peregrino y selecto; se le
celebraba, se aseguraba que su carácter y condiciones eran dignos de
estudio, y todas sus palabras revestían importancia. Su fama igualó y
hasta nubló un poco la del viejo castillo. Cuando algún forastero
llegaba al pueblo, sus acompañantes le decían:
--Antes de que se marche usted queremos presentarle á don Gil Tomás.
Seguramente no ha visto usted otro tipo tan raro. Es un hombre
pequeñito, de color de boj, que no ha reído nunca...
A propósito de él é inspirándose en la brevedad de su nombre, don Juan
Manuel tuvo una frase feliz:
--Me da la impresión--había dicho el diputado--de un monosílabo.
Esa inevitable concatenación entre los rasgos anatómicos y morales de
cada individuo, resplandecía acentuadamente en don Gil, quien, dócil á
la ley común, sumaba á su extravagante complexión y amarillez, otra
anomalía de orden metafísico. Aquel hombre pequeñito escondía un
misterio brujo y pavoroso; un enigma cuya virtud teúrgica el vulgo
sagaz, aunque sin comprenderla, había adivinado.
Don Gil Tomás era natural de Puertopomares, de donde salió muy niño, y
su madre, muriendo al darle á luz, pareció imprimir á su vida un sesgo
trágico. Dos años más tarde su padre sucumbió á mano airada, sin que
nadie pudiese averiguar quiénes fueron sus matadores, pues del número y
clase de heridas que recibió la víctima dedujeron los peritos que debían
los asesinos de ser dos, cuando menos. Al lado de su abuelo materno
primero, y de un hermano de su padre después, pasó don Gil su
adolescencia. Para ofrecer á la vanidad de sus deudos un título
académico, cursó en Salamanca la carrera de Derecho, pero considerando
la insignificancia cómica de su figura, no quiso abrir bufete ni
casarse, y dedicóse con resignación y humildad ejemplares al cuido de su
hacienda.
Esta vida de concentración y retraimiento, sirvió para dotar á su
espíritu de estupendos y hechiceros vigores. Ya en los términos de la
segunda juventud y sin motivo ostensible ninguno, experimentó su
actividad cerebral una desviación peregrina. Apenas dormido, á su
idiosincrasia cotidiana, apacible é isócrona, sucedía otra voluntad
aventurera, peleadora y errante. Separada del cuerpo, su alma sabática
corría libremente, multiplicando á capricho sus amoríos y sus viajes.
Todos los furores sexuales represados por la insignificancia bufa de su
figura en las horas de vigilia, reproducíanse con exasperadas
vehemencias bajo la generosa égida del sueño. Entonces su espíritu
ardía, tostábase y devorábase á sí mismo, como en una llama. Una
clarividencia superhumana inundaba de luz sus potencias más nobles. Todo
lo veía con mayor nitidez, y su facilidad para inmergirse en lo pasado,
permitíale luego aventurarse y predecir con rara exactitud lo futuro.
Dormido don Gil era inteligentísimo, elocuente, impulsivo, insaciable en
sus determinaciones y apetitos, y no había diques, ni cerrados lugares,
ni voluntad capaces de resistir á las apremiantes sugestiones de su
deseo: en sueños el discutía con los hombres, les arrancaba sus secretos
más ocultos, les dirigía, les imponía sus propósitos, y si le eran
agradables les inspiraba ideas que más adelante, en el transcurso de los
días vulgares, parecían surgir naturalmente del limo de sus
cerebraciones inconscientes para convertirse en acción y provecho; él,
finalmente, hallábase presente á todas las conversaciones, y horro de
escrúpulos deslizábase lascivo y sultán en el lecho de cuantas mujeres
hermosas, casadas ó doncellas, vió y apeteció en la calle.
Resucitaba don Gil la leyenda de los terribles vampiros, siempre
prepotentes, sombras de muertos que, según la cosmogonía egipcia,
acudían á disfrutar carnalmente de los vivos. Era el sabat, la epilepsia
sexual que alimentaba el frenesí de la misa negra, la encarnación del
deseo inmortal, del dios Deseo, insatisfecho perpetuamente. Era el
brujo, que reía en el espanto de la Edad Media, y en su cuerpo mezquino
vibraba, semejante á un imperativo específico inexorable, los millones
de amores fracasados, de apetitos incumplidos, de sus progenitores. A
tanto abarcaba el nocturno ambular de don Gil: y, á la mañana siguiente,
nada: la inacción otra vez, la somnolencia de un vivir ocioso, la
fealdad de su cuerpecillo enano, sobre cuyo semblante absorto, el
cansancio de lo soñado iba añadiendo, día por día, una amarillez
nueva...
Esta doble vida de la que, al despertar, no tenía conciencia, este
agudizado instinto de lo arcano que le erigía en gnomo del misterio,
permitiéronle descubrir los pormenores que rodearon el sangriento fin
de su padre. La revelación, venida inesperadamente del mundo de las
sombras, del mar sin orillas del eterno enigma, donde aguarda la muerte,
realizóse durante el hórrido filar de una pesadilla.
Las denominadas ideas-imágenes ofrecíanse en el curso de aquel ensueño
con espantosa limpidez: paisajes, figuras, conversaciones, hasta los
pensamientos que no llegaron á traducirse en ademanes, ni siquiera en
palabras, todo adquiría en la imaginación del dormido perfiles
terminantes.
Soñó, pues, don Gil, que una tarde, su padre regresaba á Salamanca
llevando consigo una fuerte suma ganada en el juego, vicio al cual el
buen don Alonso rindió siempre pleitesía apasionada. Iba el pobre
caballero, que á la sazón frisaba en los cincuenta años, gineteando una
mula de muy rebelde y alborotadiza condición. El dormido dábase cuenta
precisa de la hora crepuscular en que acaeció el lance: la color del
cielo, el aspecto del campo, las ondulaciones del camino solitario,
abierto entre boscajes de copudos castañares y de alisos. En un recodo
umbrío, al lado de una fuente, Frasquito Miguel y su hermano Antonio
esperaban á don Alonso con propósito de robarle y, por consiguiente, de
asesinarle, pues no era el castellano hombre que mansamente se dejase
desposeer de lo suyo. Al verle llegar, Frasquito Miguel, que le conocía
mucho, salióle al encuentro, saludándole con señalada reverencia, y so
pretexto de preguntarle el domicilio de cierta persona amiga de
entrambos. Amablemente don Alonso detuvo su cabalgadura, y como fuese un
poco fatigado, desestribó el pie izquierdo y sentóse á mujeriegas, la
pierna de aquel lado puesta sobre el arzón delantero de la silla. En tal
instante Antonio, que se había escondido tras unos árboles, disparó su
escopeta contra el descuidado caballero, quien gravemente herido en la
nuca cayó al suelo, donde Frasquito Miguel le remató á cuchilladas y
desfigurándole de manera que costó después gran trabajo identificar el
cadáver. Despojada la víctima de su dinero, los matadores huyeron,
internándose en Portugal y sin dejar rastro de su fechoría.
Varias noches consecutivas soñó don Gil la misma escena, pero su
intensidad era tan penetrante y dolorosa y removía con tal fuerza sus
nervios que le despertaba, y así la truculenta película quedaba rota.
Hasta que la repetición casi cotidiana de aquella pesadilla,
desimpresionándole un poco, permitióle seguir adelante. Acompañó á los
foragidos en su éxodo, vióles repartirse lo robado y emprender, unas
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