Troteras y danzaderas: Novela - 23

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palabra revelada: «El enfermo puede sanar, pero bueno es estar
preparado para lo peor.» La segunda: «Los dolores con que es afligido
el enfermo terminarán muy pronto.»
--Nos hemos quedao como estábamos, a la luna de Valensia y sin saber a
qué carta quedarnos --dijo Lolita.
Pero Verónica tuvo la corazonada de que aquellas respuestas
anfibológicas anunciaban la muerte de Teófilo.
Una tarde estaban a solas el poeta y la bailarina. Verónica, sentada
en una sillita baja, no lejos del enfermo. Teófilo, hundido en un
butacón, con los ojos entornados.
--¿Sabe que dentro de ocho días es la apertura del teatro y comienzo a
bailar de nuevo? --habló Verónica.
--¿Y te vas a marchar? --bisbiseó Teófilo.
--Marcharme... vamos. Pues solo faltaba eso. No sé si aceptar el
contrato. En todo caso iría tres horitas al teatro, por la noche, y
luego vuelta aquí, si usted me necesita.
--Sí, sí.
--¿Le molesta que hable? ¿Le duele la cabeza?
--Sí; pero no me molesta que hables. Al contrario.
--¿Quiere un poco de agua azucarada?
--Sí; me abrasa la boca.
Verónica acudió con el vaso de agua y lo acercó a los labios de Teófilo.
--Gracias, Verónica. Bendita seas.
--Calle, no diga. Si no vale la pena...
Teófilo envió una mirada ardiente y escrutadora al rostro de Verónica,
la cual, por huirla y disimular su turbación, se retiró con el vaso.
--Acércate a mí, Verónica --suplicó Teófilo--. Tengo que hacerte una
revelación.
--Ya ha oído al médico, que no le conviene a usted hablar. Estese
quietecito y haga por dormir y no pensar en nada. Yo hablaré, si le
entretiene, muy bajito para que no le empeore el dolor de cabeza
--Verónica no sabía lo que decía.
--Acércate.
--¿Qué me quiere?
--Si yo me hubiera enamorado de ti en lugar de la otra... Si yo
me hubiera enamorado de ti... --interrumpiose para toser. Respiró
afanosamente y continuó--: Pero es ya tarde. No tengo derecho a saber;
pero quiero saber. Tú... ¿me hubieras querido?
Verónica no acertó a responder. Respondieron por ella las lágrimas que
asomaron a sus ojos, las cuales Teófilo parecía querer secar con el
fuego de los suyos.
--¡Verónica! ¡Verónica!
Verónica había caído acurrucada a los pies de la butaca, y Teófilo le
pasaba la mano sobre la abatida cabeza de bravos y abundosos cabellos
negros. Hubo un largo silencio.
--Yo también te quiero a ti, Verónica.
Verónica, con la cara oculta entre la manta que cubría las piernas de
Teófilo, murmuró:
--Usted no puede dejar de querer a la otra.
--No digas eso. Aquello no era amor. Si volviera a estar sano quizás
cayera de nuevo y a pesar de todo en el mismo desorden y locura. Pero
ahora soy un alma sin cuerpo, en los umbrales de la eternidad, y veo
claro, veo claro, veo claro. Te quiero, Verónica, te quiero.
Verónica estrechaba la mano de Teófilo y apoyaba en ella la mejilla,
sin atreverse a besarla. A poco penetró en el aposento doña Juanita, y
más tarde Guzmán y también Macías, el actor, el cual, a una distancia
prudencial, por temor al contagio, estudiaba la expresión del enfermo,
la deformación de sus facciones, sus gestos, ademanes e inflexiones de
voz, por si llegaba el caso de representar en escena algún moribundo
de granulia, que todo podía ocurrir. Luego se iba a su cuarto y hacía
sinnúmero de muecas ante el espejo, repapilándose de antemano con el
éxito que había de tener el día que se muriese en escena con arte tan
concienzudo, tomado del natural. Como más adecuado observatorio Macías
solía apostarse en los ángulos sombríos; aparte de que por nada del
mundo se hubiera colocado en las estrías y haces luminosos que pasaban
de claro la estancia, con sus infinitas partículas de polvo danzante,
que no eran otra cosa que visibles microbios voladores, en opinión de
Macías. Después de cinco minutos de tácitos estudios, Macías salió a
grabar bien en la memoria la aprendida lección.
Aquella misma tarde la obesa Blanca entregó una carta a Guzmán.
--¿Quién te escribe? --curioseó Teófilo, que había caído en un
infantilismo dulce y mimoso al perder la salud.
--Voy a ver. Arsenio Bériz.
Teófilo, volviéndose hacia su madre, refirió quién era Bériz, y cómo,
huyendo de Madrid, había encontrado la felicidad.
Guzmán leyó para sí: «Dos palabras, querido Guzmán; dos palabras de
hiel. Necesito desahogar con alguno. Perdona que te haya elegido a ti.
Seis meses de casado... ¿Tú sabes lo que son seis meses de casado? Y
vendiendo abanicos. He pensado en el suicidio. En serio, Alberto. No
vayas a creer que mi mujer es mala. ¡Quia! Todo lo contrario. No puede
ser mejor, más afectuosa, más empalagosa quiero decir. Y ahora se
encuentra en estado. ¡Vaya por Dios! Dirás, ¿por qué el suicidio? Por
tedio. Esto no es vivir. Constantemente, con tenacidad de alucinación,
me persiguen los recuerdos de aquellos años de vida madrileña. Una
temporadilla, muy corta por cierto, se me había embotado la memoria
por efecto del incentivo carnal --llámalo amor, si quieres-- que me
inspiraba mi Petrilla. Acabose aquello, y aquí estoy yo, como Prometeo,
encadenado a la roca conyugal, sin dar pie ni mano, y los buitres
insaciables del hastío, de la concupiscencia, del ansia de vivir, de
todas las pasiones nobles, en suma, desgarrándome la tripa. Comprendo
a Heliogábalo, comprendo a César Borgia, comprendo a todos los que han
experimentado la sed de lo extraordinario y el desprecio de este bajo
animal que llamamos burgués; el tirano, el guerrero, el crapuloso, el
libertino. Vivir es exacerbar la sensación de vivir y con ella el
anhelo de vivir más. Estoy desesperado. ¡Madrid, mi Madrid fascinador y
canallesco! Compadéceme, _Arsenio_.»
Entretanto, Teófilo decía a doña Juanita:
--¿Se acuerda usted, madre, de una carta que me escribió en que me
rogaba: «Vente a Palacios; te casarás con tu prima Lucrecia. Qué vejez
tan dichosa me deparabas si te decidieras a escucharme»? ¿Se acuerda
usted? Fue en la misma carta en que usted me anunciaba que no me podía
enviar la mensualidad porque se le habían marchado los huéspedes, hasta
don Remigio, el canónigo; parece mentira --doña Juanita palideció--.
Si le hubiera hecho a usted caso... A estas horas estaría ya casado y
seríamos todos felices. Pero, no vaya usted a creer, madre; casado, y
no con Lucrecia --contempló a Verónica con ojos vagos y diluidos, que
no se sabía si estaban vueltos hacia el pasado o hacia el futuro; en
todo caso hacia lo imposible--. Ese Bériz, ¡qué suerte la suya! Huyó a
tiempo y se salvó. ¿Qué te dice, Alberto? Será venturoso; ha encontrado
el paraíso en la tierra. ¿Qué te dice? Léeme la carta.
--¿Para qué? Lo de la otra vez.
--Sí, mejor es que no la leas. No le deseo mal, pero me hace sufrir el
ver que yo, torpe y cobardemente, pude gozar también de lo mismo que
otros gozan. Y tú, Alberto, ¿cuándo te casas?
En esto entró Travesedo.
--Nunca.
--¿Y tu novia?
--He roto con ella.
--¿Cuándo?
--Hace varios días.
Oír esto Travesedo, tomar a Guzmán de un brazo y sacarlo fuera de la
habitación, fue obra de un minuto.
--¿Es cierto lo que has dicho?
--Sí.
--¿Te has cansado de Fina?
--No.
--Entonces, ¿es cuestión de ideología?
--Desde luego, y otras cosas largas de explicar.
--Bueno, hombre; me haces gracia. En cambio yo te anuncio con toda
solemnidad que me voy a casar. ¿Enarcas las cejas? Sí, hijo, sí. Me
caso, y en seguida. Por amor y por ideología.
--¿Cuándo?
--No lo sé aún.
--¿Con quién?
--No lo puedes saber aún.
Penetraron de nuevo en la habitación de Teófilo. Estaban todos
sentados, sin hablar palabra.
--¡Aquel día, aquel día!... --exclamó Teófilo con voz tenue y afligida.
--¿Qué día, hijo mío? --preguntó doña Juanita.
--El día que recibí aquella carta de usted, madre. ¡Aquel día! De
aquel día vienen todos mis infortunios, por mi ceguedad y estupidez;
de aquel día que debió ser el manantial de mi dicha. Aquel día te
conocí, Verónica. Fue aquel el día de mi caída, y debió ser el de mi
renacimiento. En aquel día cometí la acción más cobarde, vergonzosa,
fea y miserable que puede cometer un hombre. Cerca estoy de la muerte;
quiero entrar en ella libre de toda carga. Quiero confesarme.
Doña Juanita, que andaba toda preocupada con el asunto de la confesión
sin acertar cómo insinuárselo a Teófilo, vio ahora el cielo abierto.
--¿Quieres confesarte, hijo?
--Sí, en voz alta, ante todos ustedes, como los antiguos cristianos,
para que me desprecien. Aquel día robé, sí, robé doscientas pesetas a
Antón Tejero. Las robé, se las saqué del bolsillo. No merezco que nadie
me mire a la cara, ya lo sé. Madre, que Alberto le diga las señas de
ese señor Tejero y usted le restituirá las doscientas pesetas. Ahora
quedo tranquilo.
Ninguno se atrevió a hablar. Teófilo respiraba aquel silencio piadoso e
indulgente, como si con él recibiera la paz del espíritu.
Doña Juanita, que hacía tiempo y con tácitas angustias ansiaba
descargar su conciencia de la pesadumbre de un gran secreto pecaminoso,
consideró que aquella era la mejor conyuntura. Hizo disimuladamente
señas a los presentes de que se retirasen y quedó a solas con su hijo.
--Hijo mío --comenzó a hablar con voz tenue y aplomada--, más grave que
tu delito es el que yo voy a confesarte, del cual ya me confesé ante
Dios y recibí su absolución de manos del sacerdote; pero, con venir del
mismo Señor de cielos y tierra, no me considero absuelta ni redimida
hasta tanto que tú me hayas perdonado. No creo que el tuyo haya sido
delito sino falta, fea falta si se quiere de las muchas a que nos
inclina la flaqueza de nuestra natura. Mi error fue más capital que el
tuyo, y tan funesto que me amargó el corazón toda la vida de tal suerte
que los remordimientos y sinsabores que me acarreó, si Dios en su
infinita bondad y justicia me los toma en cuenta, me cancelarán muchos
años de purgatorio. Por el amor que te tengo, hijo mío, te ruego que me
escuches con benevolencia y, aunque no lo merezco, te atengas a aquella
flaqueza humana de que antes he hablado y consideres la ceguera que
el demonio pone a veces en nuestra carne mortal --doña Juanita estaba
de espaldas a la luz. Sus palabras fluían en un curso sereno y claro.
Teófilo escuchaba con recogimiento. Doña Juanita añadió concisa y
netamente--: Tú no eres hijo de Hermógenes Pajares, sino de don Remigio
Villapadierna.
Una pausa. Doña Juanita hizo ademán de arrojarse a los pies de su hijo;
este la detuvo con un movimiento del brazo.
--No, Teófilo, no puedes entenderme hablándonos a esta distancia.
Déjame tenerte tan junto a mí, tan pegado a mi cuerpo que mis
sentimientos pasen de mi corazón al tuyo sin necesidad de palabras.
Ni ¿qué palabras podrían expresar lo que yo siento? --doña Juanita
se acercó a la butaca de su hijo y reclinando su cabeza junto a la
del enfermo comenzó a murmurar en voz baja--: Hermógenes se casó
conmigo con engaño y doblez. No me amaba, sino que pretendía solamente
apoderarse de la corta hacienda que al matrimonio llevé. No bien nos
hubimos casado, me abandonó. No quiero decir que hubiera huído de mi
lado, no. Ante los ojos de la gente era un marido como otro cualquiera.
Pero, en la intimidad de nuestra casa, era despegado, de todo punto
indiferente, duro y hasta cruel a veces. Vivíamos en el pueblo. Él
administraba mis bienes, y tan pronto como recibía el importe de las
pequeñas rentas marchábase a Valladolid a gastárselo Dios sabe cómo.
Yo, y bien lo sabes tú, que en eso eres como yo, siempre he tenido
un alma muy tierna y sensible: yo he querido bien a todo el mundo, y
el desamor ajeno siempre me ha dolido sobremanera. Imagina, pues, lo
que me haría sufrir el desamor del propio marido. ¿Qué iba a hacer
yo? Busqué consuelos en la religión. Era por entonces don Remigio
coadjutor del pueblo y yo su hija de confesión; yo le juzgaba noble,
caritativo, afectuoso. Y así fue cómo, paso a paso, sin echar de ver
uno ni otro que nos perdíamos, caímos en el pecado. Naciste tú --doña
Juanita guardó silencio y continuó al cabo de unos minutos--: Durante
los primeros años de tu infancia don Remigio parecía amarte hasta no
más y de doble modo, como padre en la carne y padre espiritual, pues
le preocupaba grandemente formarte el espíritu e instruirte en las
cosas del saber, que él siempre fue persona muy leída. Viéndole tan
solícito de tu bien, el ardor de mis remordimientos se mitigaba un
tanto. Más tarde, por empeño de mi marido, pasamos a Valladolid con la
fonda. La vida de Pajares fue tal que no había dinero que le bastase.
Hubimos de trocar lo que era fonda en humilde casa de huéspedes, a
tiempo que Pajares era llamado por Dios a juicio y moría lleno de
arrepentimiento. ¡Dios le haya perdonado! Por aquel tiempo don Remigio
vino con una parroquia a Valladolid y se hospedó en mi casa. Tú ya
eras mayorcito, y entonces es cuando él te enseñaba latín y a hacer
versos. Lo odiabas ya entonces y eso que no podías saber nada ni era
fácil que lo sospechases, porque a su vuelta a Valladolid, si bien
parecía conservarte algún afecto, a mí, que había envejecido bastante,
me trataba con menosprecio. ¡Solo Dios sabe lo que yo hube de padecer!
--nueva pausa de Doña Juanita--. Años y más años, muchos años, hijo
mío, me consideraba a mí misma tan malvada que en lugar de desear tu
perdón solo apetecía tu maldición, por recibir con ella esa triste paz
que dan las penas justamente recibidas. Por eso, aquella noche que me
maldijiste, hijo mío, yo, desde el fondo de mis entrañas te estaba
bendiciendo y loando a Dios porque había enviado, después de muchos
años, un rayo de luz a mi alma. Sin lo ocurrido aquella noche, nunca,
nunca me hubiera atrevido a revelarte este secreto ni a solicitar, con
lágrimas en los ojos, tu perdón.
En efecto, en este punto, doña Juanita comenzó a derramar abundoso y
sosegado llanto, que se esparcía sobre la frente de Teófilo, aliviando
el fuego de su calentura.
--Todo eso lo sabía yo, madre, antes de que usted me lo confesara, y le
había perdonado a usted, la había perdonado con toda mi alma. No llore,
madre. Sí, llore, madre, que sus lágrimas me refrescan la frente y el
alma.
--¿Que tú sabías?... --Dijo doña Juanita, incorporándose.
--Venga más cerca de mí, madre, que yo la sienta pegada a mí. Así. No
sabía las circunstancias que usted me ha referido; pero he sentido
siempre en lo más hondo y arcano de mi ser la certidumbre de que yo
había sido engendrado por una mala sangre en una sangre generosa.
Siempre ha habido en mí dos naturalezas: una torpe y vil, simuladora y
vana, otra sincera y leal, entusiasta y dadivosa. Usted madre, me ha
dado todo lo que tenía: porque todo lo bueno que hubo en mí usted me lo
transfundió al darme la vida. ¿No la he de perdonar? Lo malo y ruin me
viene de aquel hombre, que al engañarla a usted me perdió a mí. Madre,
béseme.


VI
Chi sará sará.
DIVISA HERÁLDICA.

La muerte de Teófilo acaeció precisamente el mismo día en que Rosina
llegó de Arenales a Madrid, de paso para París, y en que se inauguraba
el Coliseo Real, teatrito en donde estaba contratada Verónica. Los
cuatro últimos días de su enfermedad los había pasado en constante
delirio, cortado aquí y acullá por breves intervalos lúcidos. En uno de
estos quiso hablar en secreto a Guzmán, y con trabajosa voz le suplicó:
--Tan pronto como se presente ocasión, vete a ver a Rosina. Le dirás
que la perdono sin reservas. Ha hecho bien, ha hecho bien; Fernando es
la fuerza y la vida; yo era un fantasma de ficciones y falsedades, una
criatura sin existencia real. Que ha hecho bien y que la perdono.
En otros intervalos lúcidos recibió los Sacramentos de la Penitencia y
de la Eucaristía, con gran contentamiento, si en ello cabe alguno, de
doña Juanita, y no floja contrariedad de Travesedo, que atribuía esta
gran claudicación final a enfeblecimiento del raciocinio, originado
por la fiebre alta. Recibió también el último Sacramento de la
Extremaunción y murió, según la expresión de Lolita, «como un luseriyo
de Dios que se apaga».
Teófilo murió a las tres de la tarde. El dolor de su madre, así como el
de Verónica, fue silencioso y adusto. Por el contrario, Lolita se creyó
en el caso de aullar y gimotear como si le apretasen las botas, y costó
gran trabajo reducirla al simple lagrimeo sin musicalidad.
Apenas muerto Teófilo, Verónica se aplicó a hacer su equipaje y
abandonar la casa.
Hacia las seis de la tarde, Guzmán recibió una carta de Rosina:
«_Querido Alberto: Estamos aquí Fernando y yo por unas horas.
Mañana, en el rápido de las nueve, nos marchamos a París. Tendremos
mucho gusto en que nos acompañes hoy a comer, a las ocho y
media._--ROSINA.»
Alberto se encontraba en ese estado de vacuo estupor que produce la
visión de la muerte, dentro del cual, ideas y sensaciones se diluyen
saturando el espíritu, como sal en el agua. Se había acostado vestido y
dejaba pasar el tiempo sin pensar en nada concreto.
No así Travesedo, que atravesaba en aquellos instantes un período
crítico de su vida. Presentose, ya oscurecido, en la alcoba de Guzmán;
encendió la luz y se plantó al borde del lecho, con fruncido entrecejo
y ejecutando rabiosas manipulaciones capilares en la lóbrega barba.
--Ya no me caso --declaró con voz macilenta. Y como Guzmán no
respondiese, prosiguió--: Mi elegida era Verónica. Ella sabe hace
tiempo que la quiero; pero no podía sospechar que la quería como
mujer propia, ni siquiera yo lo había pensado, hasta que con motivo
de esta enfermedad del pobre Teófilo se me reveló no como una mujer,
sino como lo que es, como un ángel capaz de hacer feliz a cualquiera.
Reconocerás que en los últimos días esta extraña criatura alcanzó
las más altas cumbres de la sublimidad. Reconocerás también que, aun
concediendo todas estas perfecciones intrínsecas en Verónica, el
acto de solicitarla por esposa, dados sus antecedentes, supone en
el pretendiente cierta abnegación y un gran desprecio de la opinión
pública. ¿Era verosímil suponer que Verónica rechazase a un hombre
honrado e inteligente que le propone el matrimonio, y con él la
dignidad y el olvido de su vida pasada? La inteligencia, el sano
raciocinio, responden que no era verosímil esta hipótesis, sino que
lo necesario, por racional, era que Verónica acogiese con llanto de
agradecimiento a este hombre. Me parecía a mí que la ocasión más
solemne y oportuna para dar el paso era hoy, día de la muerte del pobre
Teófilo, de manera que el anillo que a Verónica le iba a ofrecer fuese
como corona y reconocimiento de sus heroicas virtudes, aquilatadas
estos últimos días. La tomo aparte. Le hablo todo conmovido, ¿qué
quieres?, no lo he podido remediar. Ella llora y dice: «Don Eduardo,
es usted muy bueno y no sé cómo demostrarle a usted lo mucho que le
agradezco esto que usted hace. Pero es imposible.» En otra mujer
cualquiera la palabra imposible no significa nada, y muchas veces
todo lo contrario de su contenido gramatical. Pero yo creo conocer a
Verónica. «¿Se trata quizás de escrúpulos de conciencia?», pregunté,
y dijo que sí con la cabeza. «¿Acaso, añadí, por tu vida de otro
tiempo?» Respondió que no con la cabeza, y los ojos muy abiertos y
sorprendidos, como si yo hubiera dicho algo extraordinariamente
absurdo. «¿No hay esperanza, entonces?», solicité a la desesperada.
«No», replicó con hermosa decisión; me besó la mano y se fue a bailar.
--¿Cómo a bailar?
--Quiero decir, a su casa, de donde irá al teatro. Según me dijo,
piensa bailar esta noche como si tal cosa. Es una mujer enigmática. Lo
que me ha ocurrido es también enigmático. Tienes razón: nunca sabremos
nada de nada.
Guzmán no estaba de humor para comer en compañía de Fernando y Rosina.
Se presentó en el hotel de sobremesa.
Levantose a recibirlo Rosina, con graciosa alacridad, y le besó las
mejillas.
--¿Te acuerdas que un día te dije que no tendría inconveniente en
besarte delante de Fernando? Ya ves. ¿A que él no tiene celos? ¿Tienes
celos, Fernando?
Fernando se había puesto en pie y sonreía con expresión abierta y
tranquila. Tendió la mano a Guzmán.
--Mucho gusto en saludarle, don Alberto. Siéntese usted.
--Qué sentarse, alma boba... Tenemos que ir al teatro. Y tú vendrás con
nosotros. Tenemos un palco. Veremos bailar a Verónica.
Unificaba a Fernando y Rosina una a modo de atmósfera de espesa
ventura que Guzmán no quiso turbar. Pensó: «No digo nada de la muerte
de Teófilo. Que se marchen mañana sin saber nada, y que lo averigüen
andando el tiempo como una de tantas noticias fútiles.»
Se encaminaron al teatro.
Había un público numeroso compuesto de familias de la clase baja y
muchos escritores y pintores. Guzmán vio a Heinemann en una butaca;
llevaba corbata negra. Sin explicarse por qué, Guzmán asoció aquel
trapo luctuoso a la entrevista que algunos días antes había celebrado
con el periodista, dio por consumado el asesinato de Nora y sintió un
escalofrío.
Representábase una piececilla sentimental que enternecía al público
hasta humedecerle los ojos.
En el primer entreacto el público, volviéndose hacia el palco, ovacionó
a Rosina, la cual, transformando el homenaje en sonrisas, brindábaselas
a Fernando con caricioso rendimiento, como el árbol transforma los
dones y sustancias de la tierra y el sol en fruto para regalo de los
sentidos.
Cuando la atención del público se hubo desviado del palco, Fernando
habló:
--¿Qué le parece a usted esta comedia, don Alberto? Yo no acabo de
entender qué es lo que le emociona a esta gente. Sin duda es que no soy
capaz de sentir esos conflictos caseros y esas bobadas familiares que
parecen chismes de portera, porque nunca he tenido casa ni familia. A
mí, con sinceridad, y usted perdone si digo una herejía, esta pieza me
parece una estupidez y el público idiota o hipócrita. ¿Se ha fijado
usted en la enorme cantidad de palabras que dicen todos los personajes
y ninguna viene a cuento? ¡Cristo, qué tabarra! Puede que sea porque yo
soy actor de cinematógrafo; pero yo creo a pie juntillas que el teatro
hablado aburre a cualquiera. ¿A qué vienen todas esas gansadas que
dicen los cómicos? ¿Qué finalidad persigue el autor? Si las emociones
que son verdad se pueden comunicar sin abrir la boca... Nunca he
visto, ni es posible que vea, como no sea entre locos, que sandeces y
tonterías ayuden a contagiar la emoción. ¿Y es esto la literatura?
--Mameluco --refunfuñó Rosina con mohín capcioso, golpeando suavemente
el muslo de Fernando--. ¿Olvidas que Alberto es literato?
--No me refiero a lo que escribe don Alberto. A mí me gusta mucho leer
versos y novelas. Y también algunas obras de teatro me gustan, y tanto
que me hacen olvidar que se trata de obras de teatro. Me refiero a este
otro teatro charlatán, a este teatro teatral que me revienta.
Después de la piececilla bailó Verónica, y bailó con más brío e
inspiración que nunca. El público, en pie, aplaudía y clamoreaba
frenético.
Rosina deseaba visitar a Verónica en su _camerino_ y despedirse de
ella. Guzmán la disuadió:
--Estará aquello abarrotado de gentuza. Si quieres despedirte le
escribes una carta y al avío.
--Tiene razón don Alberto --afianzó Fernando--. Vámonos a dormir, que
mañana tenemos que madrugar y es bueno estar descansados para el viaje.
Mágicas palabras, que en un punto redujeron a Rosina. Con las mejillas
levemente arreboladas y untuosa mirada sumisa, bisbiseó:
--Sí, vámonos a dormir.
A la salida, Heinemann se acercó a estrechar con efusión la mano de
Alberto:
--No sé cómo agradecerle...
--¿Y Nora?
--Bien, cada día mejor. Muy débil, porque perdió mucha sangre. Aún
no puede salir de casa. Somos felices. Y hablando de otra cosa, ¡qué
manera de bailar la de esta mujer! Parece estar poseída por todos los
demonios.
Se despidieron.
Alberto acompañó a Fernando y Rosina hasta la puerta del hotel.
En tanto el sereno rebuscaba en el cinto la llave y abría el postigo,
Rosina había levantado uno de sus brazos hasta el hombro de Fernando
y se reclinaba sobre él con sensual negligencia. Pululaban en su
rostro emociones ligeras, desflorándolo apenas. Estaba saturada de
alegría discreta y pasiva, como si dentro de ella yaciesen adormiladas
las potencias activas y hostiles de su personalidad. Era como si
la envolviera y esfumase la penumbra de un gran árbol. De toda su
persona emanaban hacia Fernando, a la manera de misteriosas ligaduras,
estremecimientos inconscientes de simpatía física: esa simpatía que
está siempre a punto de entregarse y que constituye la esencia de la
gracia superior. Fernando se mantenía firme y erguido, con una altivez
que hubiera parecido petulante a no estar infundida por la eterna
voluntad de la naturaleza.
--A ver si nos haces una visita en París.
--Sí, don Alberto, anímese usted. Tenemos un pisito muy cuco; su casa,
de todo corazón.
--Buen viaje y que Dios os guarde.
Así que Alberto volvió las espaldas, acercósele Enrique Muslera, un
joven de la mesnada de Tejero. Era anchicorto, de precoz adiposidad y
un poco tocado de pedantería. Simulaba expresarse con dificultad en
castellano, porque su larga permanencia en Alemania le había hecho
olvidar la lengua nativa. Lo primero que hizo en llegándose a Alberto,
antes de decir palabra, fue mirarle a los pantalones y a las botas,
y establecer luego un cotejo óptico con los suyos propios. Después
examinó con impertinencia la indumentaria de Guzmán.
--¿Qué hay? ¿Ha leído usted el artículo de esta mañana?
--¿Qué artículo?
--El de Tejero. Ahora resulta que ocuparse de política es perder el
tiempo; que el problema España no es tal problema España; que no se
debe ser progresista y demócrata sino tradicionalista, o lo que es
lo mismo, restauracionista; que él, Tejero, no es un hombre objetivo
como hasta ahora nos había asegurado, sino un vidente, un místico
español. En suma, que nos ha estado tomando el pelo --hablaba Muslera;
pero la secreción oratoria no le estorbaba para seguir escudriñando,
ora los pantalones y botas de Guzmán, ora los suyos, según andaban.
Prosiguió--: Pero yo me aferro a la cuestión. Ya, a fines del siglo
antepasado, Nicolás Masson de Morvilliers hacía estas dos preguntas en
su _Encyclopédie Méthodique_: «¿Qué se le debe a España? ¿Qué ha hecho
España por Europa desde hace dos, cuatro, seis siglos?» Eso digo yo:
¿Qué ha hecho España? ¿Qué ha producido España?
--Pues si le parece a usted poco... --murmuró Guzmán con sordo encono.
--¿Poco? Nada. ¿Qué es lo que ha producido? Sepámoslo.
--Troteras y danzaderas, amigo mío: Troteras y danzaderas.

FIN
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