Troteras y danzaderas: Novela - 12

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--Alfonso del Mármol, moralista: es lo que me quedaba por ver. ¿Cuánto
dinero ha perdido usted en las treinta y seis horas que lleva en Madrid?
--¿Cómo sabe usted?
--Pues es difícil de adivinar. ¿Ha venido usted una sola vez a Madrid
que no fuera a dejarse la piel o a echar otra nueva?
--Pss... Pero, ¿cómo sabe usted que anoche me he dejado media pelleja?
Pocas veces se me ha dado tan mal como ayer noche... ¡Qué barajas!
--¿Cuánto, en suma?
--¿A usted que le importa? --Mármol no se reía nunca como no fuera
interiormente. Ahora, ciertas convulsiones arbitrarias del cigarro puro
daban claras señales de que el fumador se reía entre pecho y espalda--.
Setenta mil pesetas.
--¿De veras?
Mármol, siempre flemático e impasible, asintió con la cabeza.
Estaban cerca de un corrillo, formado por pintores y escritores, de
los cuales los más conspicuos eran Monte-Valdés y Bobadilla, el autor
dramático.
--Aquel es Bobadilla, ¿eh? --interrogó Mármol, apuntando con el cigarro
descomunal al dramaturgo--. Lo digo por los retratos del _Nuevo Mundo_.
--Él es. Y el otro, el cojo, Monte-Valdés.
--Lo conozco.
--¿Personalmente?
--Lo conocía. Estudiábamos juntos en la Universidad de Santelmo: él,
para abogado; yo, para médico.
--¿Y no se han vuelto a ver desde entonces?
--No.
Alberto se acercó con Mármol al corrillo, y preguntó a Monte-Valdés.
--¿Conoce usted a este caballero?
--¡Pues no lo he de conocer! Mármol.
Se saludaron.
--No ha variado usted nada, salvo...
--Sí, salvo la pierna. Tampoco usted ha variado nada... Digo... Me
acuerdo que era usted un terrible jugador, el de más agallas de cuantos
he conocido.
--No ha variado nada --comentó Alberto.
--Y recuerdo también la trailla de cuarenta perros que usted tenía, y
no sé cuántos caballos. Pues, ¿y aquella célebre contienda que usted
mantuvo con Trelles, el guatemalteco? --Monte-Valdés volviose hacia
los circunstantes a explicar la contienda--: Era un día plomizo y de
cierzo. El señor y el otro contendiente estuvieron por espacio de doce
horas dándose de puñadas. El campo de la lucha era lo más empinado de
una loma que llaman de Santa Genoveva. Toda la Universidad, haciendo
alrededor un gran círculo, presenciaba el desaforado combate.
Los presentes daban con los ojos muestras de asombro, si bien presumían
que la fantasía de Monte-Valdés había colaborado con la historia y
engrandecido el hecho. Mármol, con su acostumbrada rigidez, echaba humo
por las narices y entornaba los párpados, como si nada de aquello fuese
con él. Reanudose la charla, interrumpida con la llegada de Mármol y
Guzmán. El tema era la política. Arsenio Bériz, el joven levantino,
defendía con mucha vehemencia las más radicales ideas y procedimientos
de gobierno. Monte-Valdés reprobaba los arrebatos del mozo, sacudiendo
la cabeza y con ella las barbas, y enarcando las cejas. Él era jaimista.
--¿Y es cierto que van a celebrar ustedes un mitin mañana? --preguntó
Monte-Valdés a Alberto.
--Sí, señor.
--Tejero, ¿hablará?
--El mitin es cosa de él.
--Gran talento tiene ese Tejero. Si el mitin es para condenar la
putrefacción e idiotez del nuevo Gabinete, me parece muy bien. Señores,
hay que ver ese don Sabas Sicilia, que no sé cómo no lo han colgado ya
de una pata y cabeza abajo en un farol de la Puerta del Sol, por ladrón
--Monte-Valdés agitaba los brazos, enardecido--. Ahora, si es para
hacer propaganda republicana... Vamos, que no acierto a explicarme cómo
están ustedes tan obcecados...
Bobadilla, el autor dramático, hombre mínimo de estatura y eminente
de agudeza e ingenio, pulquérrimo en el vestir, y cuyo cráneo era
un trasunto del de Mefistófeles, injerto en el de Shakespeare, se
atusaba los alongados bigotes, muy atento a cuanto se decía; pero
sin intervenir en el coloquio. Las manos de Bobadilla tenían extraña
expresión: dijérase que en ellas radicaba el misterio de su arte. Eran
unas manos pequeñuelas, cautas, meticulosas, elegantes, activas y, en
cierto modo tristes, desde las cuales se dijera que colgaban, por medio
de sutilísimos e invisibles hilos, gentiles marionetas, como si los
dedos conocieran los incógnitos movimientos de la tragicomedia humana.
--Ya, ya --decía Bériz con abierta prosodia levantina--. Miren que el
don Sabas ha de ser viejo.
--Pues aún pollea, aún pollea --glosó Bobadilla maliciosamente y con
voz muy suave, sin dejar de atusarse el bigote. De todas sus palabras
y obras lo característico era la finura y suavidad, cualidades estas
tan regulares y acabadas en él que hacían presumir la existencia de
un pesimismo disimulado y profundo, como esas puertas, con muelles
escondidos, que nunca se cierran de golpe.
Sonaron los timbres llamando a la segunda parte. Guzmán, Bériz y Mármol
fueron por un lado hacia el fondo del patio de butacas; el resto, por
otro hacia los asientos de orquesta.
Apenas se habían sentado, cuando Pascualito Sicilia se acercó a Alberto
y le habló de cosas indiferentes.
--¿Quién es aquel chimpancé de cría que está en aquel palco con la
chimpancé matrona y el chimpancé paterfamilias? --preguntó Pascualito.
--Me parece conocer la cara; pero, no sé.
Mármol respondió:
--Aquel chimpancé de cría es Angelines Tomelloso, y tiene la friolera
de dos millones de pesetas en cada pierna, si no tiene más.
--Sí, sí, ahora recuerdo. Es paisana nuestra --habló Alberto.
--¡Caracoles! --epilogaron a un tiempo mismo Bériz y Pascual Sicilia.
Cuando el hijo del ministro se hubo retirado, Mármol observó, en voz
alta, pero como si hablase consigo mismo:
--Cuidado que está apetitosa Rosina; más guapa que nunca. Y pensar que
ese viejo...
--Calla, pues no había caído en la cuenta --Guzmán se dio una palmada
en la frente--. Pues si es usted quien la ha lanzado... En rigor, lo
que ella ahora es a usted se lo debe. ¿Ha ido a visitarla?
--De su cuarto venía cuando nos encontramos.
--¿Y le ha recibido a usted bien?
--Es muy cariñosa. Se me figura...
--Qué, ¿quiere usted acotarla de nuevo?
--Yo no digo nada.
--Ella es todo lo fea que pueda ser una criatura humana, ché --acudió
Bériz.
--¿Quién? --investigó Alberto.
--Esa señorita de Tomelloso. Parece un sapo; pero mira tú, ché, que es
una tontería de millones.
Bériz no apartaba los ojos de la niña de Tomelloso, una jovencita como
de dieciocho años, minúscula y un si es no es contrahecha, la piel
amarillo-terroso, los ojos rojizos y blandos.
--Pero, ¿no me has dicho que tienes novia en tu pueblo?
--Sí; la hija de un abaniquero. Total mucho aire, ché. Pero aquí está
la auténtica y dulce pasta mineral catalana, que es la chipén.
--Vete a tu pueblo, Arsenio; vete a tu pueblo. Aún es hora para ti.
Aquí terminarás por corromperte física, moral y artísticamente. Cuando
te acuerdes, quizás sea tarde. Ya has saboreado una dedada de vicio e
insensatez, y eso nunca está mal en la primera juventud, porque te dará
el claroscuro de la vida. Tú eres un raro ejemplar de español que tiene
sus cinco sentidos muy sagaces y despiertos. Cuida de no malograrte.
Y si, como dices, amas el arte, huye de Madrid de prisa, vete a tu
pueblo, Arsenio; vete a tu pueblo.
--Buena homilía. Vaya, que el diablo harto de carne se mete a
predicador --y Bériz se reía aturdidamente. De pronto se quedó
pensativo, y murmuró como herido por súbito descubrimiento--: Puede que
tengas razón. Ya hablaremos, ché.


IV

Así que los pasillos se descongestionaron de público y se oyó la
orquesta preludiando la segunda parte del espectáculo, Teófilo, con
agitado corazón y desmayadas piernas, se encaminó al cuarto de Rosina.
Muy cerca de la entrada estaba Apolinar fumando un pitillo, apoyado en
la pared. Teófilo repicó con los nudillos en la puerta. Salió a abrir
Conchita:
--Es don Teófilo.
--Entra, criatura --gritó desde dentro Rosina. Y al ver aparecer al
poeta--: ¡Ya me tenías intranquila! ¿Por qué no has venido antes?
--Por la gente --Teófilo iba a sentarse en un pequeño diván.
--Eso es; te sientas sin haberme dado un beso. Me parece muy bien.
--Perdona, nenita. No quería molestarte --se acercó a la mujer y le
besó con ternura la frente.
--A eso llamas tú molestarme --Rosina hizo un mimoso mohín, que Teófilo
lo sintió en los pulsos de las muñecas a modo de dulce desmayo y
flojera, como si se estuviese desangrando mansamente.
La doncella concluía de peinar a Rosina, quien estaba sentada frente al
espejo, arrebujada en un ropón de liviana seda color tabaco.
--Parece que estamos en los jardines de Haz el Primete y Abultadín,
¿verdad, don Teófilo? --habló Conchita, paseando los ojos a la redonda
sobre los ramos y canastillas de flores que atestaban el pequeño
aposento, y se echó a reír con aquella alegría copiosa y borboteante de
que estaba saturada aquella noche más que nunca.
--Pero, ¿qué te ocurre hoy, niña? --preguntó Rosina con alguna
severidad.
--¿A mí? Como no sea el debut, que me tiene fuera de quicio.
--¿Qué debut?
--A ver cuál va a ser... El de usté --el rostro de Conchita enrojeció.
--No te apures, criatura. Te puedes ir, si quieres, con tu Apolinar a
ver la función, que yo ya no te necesito. Hoy será Teófilo mi doncella,
él me ayudará a vestir. Digo... ¿qué te parece, Teófilo?
--Admirablemente --Teófilo sonreía con beatitud.
Conchita se echó una mantilla sobre la cabeza, tomó su escarcela de
mano, de largos cordones, y se dirigió con mucha prisa hacia la puerta.
--Un minuto, Conchita, que esto no me lo puede arreglar Teófilo. Este
_chichí_ --y señalaba un dorado tirabuzón sobre la nuca.
Conchita, tal como estaba y sin abandonar el bolsillo de mano, fue a
dar los últimos toques al peinado de Rosina.
--Ya está bien. ¡Jesús, qué golpe me has dado con el bolsillo! ¿Qué
llevas dentro?
--Un duro en calderilla --y la doncella se evadió ágil y riente.
Rosina vino a sentarse en las piernas de Teófilo y se reclinó sobre él,
procurando no estropear el tocado. Estaba un poco meditabunda.
--Ya ves, Teófilo, lo que va de mujer a mujer. Ya te he contado lo de
Conchita, ¿eh?
--No, pero lo presumo.
--Ya va para ocho días. Pues nada, que una noche no apareció por casa.
¡Qué susto! Creímos que le había ocurrido alguna desgracia. Por fin,
a la mañana siguiente, aquí me tienes a la niña llorando como una
Magdalena. Pero, ¿qué? El llanto le duró dos minutos. En una palabra,
que había pasado la noche con el novio. Habías de verla. Loca de
felicidad. Aseguran que se van a casar, y yo lo creo, porque el chico,
por lo que he visto las veces que fue por casa, parece un muchacho
formal. Pero, a lo que iba. Dicen que la mujer ha nacido para eso,
para ser mujer, y que no lo es ni se puede decir que viva hasta que no
tiene algo que ver con un hombre, y que por eso en este caso todas las
mujeres están tan tontas, contentas y orgullosas. Ya, ya... Por lo que
toca a Conchita, así parece: está chiflada y llega a ponerme nerviosa.
Pero habías de verme a mí cuando ocurrió lo mío... Creí morir, sí,
Teófilo; quise matarme. Ya sabes: el padre de Rosa Fernanda.
--¿Quién fue?
--Ya te lo he dicho. ¡No me atormentes!
--No; nunca has querido decírmelo. Me has contado cosas inverosímiles.
--Pues es la verdad. Un hombre como caído del cielo. Quiero decir que
apareció y desapareció como por encanto --comenzó a llorar, y entre
lágrimas suspiraba--. ¡Quizás aquello haya sido lo mejor!
--¿Qué, qué es aquello? --interrogó Teófilo, asiéndola afanosamente.
--Aquello... --bisbiseó con turbiedad en la mirada--. Aquello, ¿qué ha
de ser, sino que desapareció para siempre?
--Rosa, yo no puedo más, no puedo más. Esto no puede seguir así --dijo
Teófilo con ardimiento.
--No te comprendo.
--Ni yo me comprendo a mí mismo. He hablado sin saber lo que decía. No
sé lo que pienso, lo que quiero, lo que digo, lo que hago. ¿No ves que
te adoro?
--Y yo, ¿no te adoro también?
--No sé.
--¿No sabes?
--Yo no sé nada, Rosina --y le mordisqueó la boca.
--No seas loco, que tengo que salir a escena --se puso en pie--. Ahora
me vas a ayudar a vestir, ¿quieres?
--Sí, nenita, cromo bonito --y estos loores alfeñicados adquirían
ridícula estridencia en su boca.
Rosina se despojó del ropón, y quedó en pantalones. Teófilo se
precipitó a besarle el busto, de carne aurialba, como si estuviera
embebida en luz mate.
--¡No, no y no! --Rosina pataleaba con gracioso enfado--. Sea usted
formal. Buena me pondrían las amigas si supieran que permito tales
confianzas a mi doncella...
Teófilo se creyó obligado a reír el donaire, y todo lo que hizo fue
componer una mueca lóbrega y desolada.
--¿Te gustan estas medias? Son de la casa Gastineau --y se inclinaba a
mirarse las piernas, embutidas en unas medias de un rojo opaco.
Teófilo se embebeció contemplando las piernas de su amada, pulidas,
de dulce carne acompañadas, perezosas, y de una pura línea curva que
el músculo no torcía bruscamente ni quebraba: piernas más hechas para
yacer y destacar sobre sedas oscuras que para caminar escondidas entre
ropajes. Teófilo se arrodilló a besar las piernas de Rosina.
--Vas a conseguir enfadarme, Teófilo.
--No es mi culpa, ¡si eres tan linda!
--Calla, ¿no oyes?
Se detuvieron un punto con el oído en tensión. Desde el escenario
subían los ecos de aclamaciones furiosas, luego las últimas adormecidas
olas de la música lejana.
--Un garrotín --dijo Rosina--. Hijo, menudo éxito. ¿Quién será?
--Quizás la Íñigo.
--No; esa va en la última parte, con la princesa y conmigo. Somos los
números de fuerza. De modo que este es un éxito con que no se contaba.
--Mayor será el tuyo.
--Pss. ¿Creerás que no me importa?
Rosina descolgó el vestido con que había de salir a escena y se lo
metió por la cabeza.
--Abróchame, Teófilo.
En concluyendo de abrocharla Teófilo, Rosina levantó los brazos y giró
delante del espejo, examinándose. Era el vestido largo, de sociedad:
una túnica-camisa estrecha, hendida por los costados, de muselina
de seda gris, puesta sobre un fondo rojo cereza y sostenida por un
cinturón de acero en la base de los senos.
--Quiero romper con esa moda ridícula de las cupletistas españolas,
tomada de las francesas. Los trajes cortos ya apestan, chico. ¿Te gusta
este? Y esta rosa preciosa que me has regalado y yo beso, aquí --se la
colocó en el pecho.
Por toda respuesta, Teófilo estrechó a Rosina entre sus brazos.
Llegaban de la escena el runrún y estruendo de nuevas aclamaciones y
aplausos; pero no las oyeron esta vez Teófilo ni Rosina, que se habían
abandonado a un desvanecimiento de ternura. Cuando recuperó en parte
sus fuerzas, la mujer, con húmedos ojos y voz blanda, habló:
--Teófilo, mi dueño, no sé lo que hoy me pasa. Nunca he vivido
en paz, mi querido; pero nunca he sentido que no vivo en paz tan
desconsoladamente como hoy.
--Serénate, Rosina, nena mía. Acaso estás nerviosa.
--¿Por salir a escena, quieres decir?
--Sin duda.
--Parece mentira que me conozcas tan mal. ¿Qué me importa a mí eso?
Es una cosa muy honda, mucho más honda... Es que siempre he buscado
algo que me satisficiese y no he dado con ello. Tu cariño le anda muy
cerca, pero aún falta algo. No sé. Quizás es porque estoy rodeada de
ficciones, hipocresías, bajezas y no logro habituarme. ¡Maldito dinero!
¿Por qué no tienes dinero? Yo quisiera vivir sola y retirada contigo
y mi niña, contigo que me has querido como nadie me ha querido. Es
necesario, es necesario, es necesario que yo sea de un solo hombre, que
viva en paz --estrujaba con sus manos el rostro de Teófilo y hablaba
ceñida a él, entreponiendo beso y palabra, palabra y beso--. Ese
drama... ¿por qué no lo escribes si te ha de dar tanto dinero? No nos
falta sino dinero. Si eres un hombre y es verdad que me quieres, busca
dinero, róbalo aunque sea, Teófilo.
El poeta respondió arrebatadamente:
--Lo tendré, lo tendremos. Si es preciso lo robaré.
--Ruido de gente que viene. Ha debido de terminar la segunda parte.
--Entonces te dejo.
--Quédate.
--No, no. Es mejor que me vaya.
Se despidieron con un beso muy largo.


V

En las escaleras del escenario Teófilo tropezó con un golpe de
gente enardecida y entusiasta, cuyo corifeo era Angelón. Conducían
triunfalmente a Verónica.
--¿Qué le ha parecido a usted el éxito? --preguntó Angelón a Teófilo.
--¿Cuál?
--¿No ha estado usted en la sala? --interrogó Verónica.
--No.
El rostro de Verónica se entristeció. El cortejo triunfal siguió
escalera arriba y el poeta descendió al pasillo. Iba aturdido por el
entusiasmo que las últimas palabras de Rosina le habían infundido.
Nunca había sentido dentro de sí tan confiado ímpetu para embestir el
futuro. Mas, de repente, acordose de que Rosina no le había invitado
a pasar la noche en su compañía, y el ímpetu se trocó al instante en
desmadejamiento cordial y amargura. Echó a andar por los pasillos,
ajenado del mundo externo, hasta que Alberto le detuvo, agarrándole de
un brazo. Numerosa reunión de artistas y escritores comentaban en el
tono más alto de fervor las danzas de Verónica. Monte-Valdés señalábase
particularmente por la elocuencia de su panegírico. Para Monte-Valdés
no existía sino un sentido estético, el de la vista. De sí mismo
acostumbraba decir: «No tengo oído; la música de ese teutón que llaman
Wagner me parece una broma pesada. Sin embargo, me envanezco de sentir
la emoción de la armonía, el acento y el ritmo mejor que los músicos
profesionales, y he llegado a ello a través de la pintura. No conozco
sentencia más aguda y veraz que aquella de Simónides, el Voltaire
griego, en la cual se declara: _La pintura es poesía muda; la poesía
es pintura elocuente._ Y decir poesía y armonía es una cosa misma.» Y
así era en verdad. Gran prosista y poeta, había conseguido maravillosas
sonoridades en el párrafo y la estrofa ensamblando los vocablos según
su color. Quijote no solo en la traza corporal, sino también en el
espíritu de su arte, manipulaba el lenguaje descubriendo haces de
palabras como ejércitos de señores magníficamente arreados allí donde
los demás no veían otra cosa que rebaños de borregos iguales, a medias
desvanecidos detrás de una polvareda: porque para él cada palabra tenía
su corazón, su abolengo pragmático y su armorial.
--La danza --decía ahora Monte-Valdés--, es pintura, poesía y música
mezcladas estrechamente, personificadas y dotadas no de existencia
ideal, como ocurre en las manifestaciones singulares de cada una de
ellas, sino de vida orgánica. La danza es el arte primario y maternal
por excelencia.
--Sí --asintió Alberto--. Cuando el hombre no ha alcanzado aún para sus
emociones el alto don de la expresión consciente, las traduce en la
danza; mejor dicho, se entrega a la danza, como si estuviera poseído
por un ser invisible. Por eso la danza es un arte eminentemente místico
y español. El misticismo es el baile de San Vito del espíritu. La danza
es el misticismo de la carne.
--Que la danza sea un arte religioso me parece cierto. Que España sea
la tierra del misticismo y de la danza, también; pero...
--No hay sino parar atención en el número de palabras que existen
en nuestro idioma para expresar el arrobo, éxtasis, transporte,
embebecimiento y cien otros estados místicos, y la muchedumbre de
bailes que hemos inventado: fandango, garrotín, bolero, cachucha,
zapateado, vito, olé, panaderos, qué se yo.
--Sí --corroboró don Alberto Monte-Valdés--, en esas dos formas de
actividad nuestra experiencia nacional ha enriquecido el léxico de
manera asombrosa. Pero hemos inventado mayor número aún de vocablos
para designar otro acto que si no es precisamente místico, pudiera
tener alguna concomitancia con ciertas formas de misticismo.
--¿Cuál? --preguntó Alcázar, un pintor andaluz elegante, cenceño,
oliváceo, de pergeño algo árabe y algo florentino.
--La turca, la mona, la mica, la talanquera, la cogorza, etc., etc.
Vayan recordando los infinitos nombres con que hemos bautizado la
embriaguez. Pero a lo que iba, amigo Guzmán, es que no me parece exacto
lo de que el alto don de la expresión consciente, como usted ha dicho o
dado a entender, sea la característica del arte más alto y puro. Creo,
por el contrario, que el arte no es sino emoción, y por lo tanto, que
su expresión tiene mucho de instintiva y espontánea; de manera que la
mucha luz consciente en ocasiones estorba a la forma artística y anula
su plasticidad y relieve. En rigor me parece que no hay belleza sino
en el recuerdo, y aquilatamos si una obra de arte es buena o no lo es
según se nos presenta inmediatamente como un vago recuerdo personal,
y en este caso es buena obra de arte, o como noticia, todo lo veraz
que se quiera, de una cosa que no conocíamos, y entonces, para mí,
se trata de una obra despreciable. Las buenas obras de arte se nos
infunden de tal suerte en el espíritu, que al punto las asimilamos y
las sentimos como un recuerdo que no logramos emplazar en el tiempo,
algo así como las historias y palabras que hemos oído durante una
convalecencia. Los versos de Garcilaso tienen siempre una emoción de
recuerdo. Los de Góngora, nunca. En puridad, no existe belleza sino en
lo efímero, porque lo efímero se transforma al instante en recuerdo y
de esta suerte se hace permanente. Por eso la danza, que es el arte más
efímero, quizás sea el arte más bello.
--Según eso --atajó Bériz--, será más bella una quintilla de Camprodón,
escrita en un papel de fumar, que un terceto del Dante, miniado en un
pergamino.
Monte-Valdés, con fiero desdén, como si el mozo levantino no existiera
sobre el haz de la tierra, volviose a preguntar a Alberto:
--¿Qué dice usted?
--Que me parece bien lo que usted dice, en sustancia, y también que es
perfectamente compatible con lo que yo había dicho, o, por mejor decir,
con lo que yo pienso.
--En suma --intervino Teófilo, que tenía estragado el pecho por la
amargura y sentía necesidad de desahogarse de algún modo--, quedamos en
que España es el país de la danza, y que la historia de España es toda
ella una danza del vientre... vacío.
--Ché, y eso que, como reza el refrán, de la panza sale la danza.
Monte-Valdés contempló a los interruptores con largueza compasiva, como
a gente que no comprende, y agregó:
--Hay, en efecto, en los instintos del pueblo bajo español un no sé
qué de divino y danzante, un no sé qué de claro instinto de la medida
y la gracia. Y digo divino al mismo tiempo que danzante, porque ya
los griegos añadían al nombre de sus dioses el apelativo danzante
o saltante. Plinio el joven, Petronio, Apiano, Estrabón, Marcial y
Juvenal cantaron el elogio de las célebres bailarinas gaditanas. Y
un canónigo del siglo XVII, llamado Salazar, asegura que las danzas
andaluzas que en su tiempo se bailaban eran las mismas de la antigüedad
--Monte-Valdés gustaba mucho de aderezar la conversación con citas
pintorescas, de las cuales tenía un bien surtido arsenal.
--Y esta chica, Verónica, ¿qué le parece a usted?
--Simplemente maravillosa; lo dúctil del cuerpo, lo estilizado y gentil
de brazos, manos y dedos, y su cara, qué sugestiva y cambiante, qué
profunda la angustia que a veces revelaba, qué matinal el alborozo
otras veces, qué exquisita la euritmia plástica siempre. Dentro de ella
se adivina un ímpetu caudal de fuerzas superabundantes. Como ha dicho
Platón: «el hombre ha recibido de los dioses, junto con el sentimiento
del placer y del dolor, el del ritmo y la armonía». Si esa muchacha
da con un guía o maestro de sensibilidad artística llegará a ser una
bailarina famosa.
--¿Quiere usted conocerla?
--Con mucho gusto.
Subieron todos a felicitar a Verónica, a excepción de Teófilo, que
permaneció a solas y cabizbajo, paseando a lo largo de los pasillos.


VI

Verónica se sobrecogió al ver entrar por la puerta de su cuarto aquel
torrente de hombres desconocidos; pero la presencia de Alberto le dio
ánimos. A las alabanzas y encomios respondía riéndose sin tasa, con su
transparente risa muchachil, y andaba de un sitio a otro sin pararse un
punto, desasosegada de los nervios.
--Pues na, señores; que he pasao un canguelo que ya, ya... Ha sido una
tontería de este chalado --señalando a Alberto--, que se empeñó en que
había de bailar. Luego, me pesó tanto haber dicho que sí. Pero si lo
gracioso es que no sé bailar: bailo lo que buenamente me sale.
Alcázar y Alba, entrambos afamados pintores, solicitaron hacerle sendos
retratos al óleo.
--Retratos míos... ¿y en color? Quiten allá... Si parezco una
aceitunilla. Pero si ustedes se empeñan... El que pinta como las rosas
es este, es muy habilidoso --por Guzmán.
Travesedo se asomó a la puerta y llamó a Alberto.
--¿Qué te ocurre? --preguntó Guzmán, ya en el pasillo.
--Que tengo miedo que se nos agüe la fiesta. Y cuidado que va saliendo
bien todo. ¿Has visto qué éxito el de esa neña? Ahora, con que se monte
en las nubes y quiera subir el contrato...
--No creo.
--Por esta vez, y es la primera, me va a salir bien un negocio. No te
figures que ganaré gran cosa. Jovino me paga cincuenta duros al mes;
luego, el veinticinco por ciento de las utilidades. A esto renuncio de
buena gana, y me conformo con que lo comido vaya por lo servido. La
cuestión es que los cincuenta duros tiren hasta la próxima primavera.
Pero, ese Jovino... En mi vida he visto hombre como él. ¿Crees tú
que se le importa un pitoche el negocio del circo? Ni esto. Solo
piensa en jugarse el dinero en casinos y chirlatas. Pero yo quería
hablarte del conflicto. Ya sabes que la Íñigo y Monte-Valdés no se
pueden ver. Es una mujer escandalosa de veras y no de boquilla, como
la pobre italiana, y le tiene al cojo unas ganas... Pues nada, que se
ha enterado de que está aquí en los cuartos, y Angelón, que ha estado
hablando con ella, ha venido a decirme que lo va a esperar y tirarle
de las barbas, y qué sé yo. Figúrate.
--No hagas caso. No hará nada porque le tiene mucho miedo.
--¿Esa, miedo?
--Sí, hombre.
--No me tranquilizas.
--¿Y qué quieres que yo haga?
--Que con cualquier pretexto te lo lleves abajo.
--Ni que fuera un niño.
--Por Dios te lo pido. Mira que si se me tuerce el espectáculo ahora,
en la tercera parte, que es la de sensación... Hay una ansiedad enorme
por ver a Rosina; me lo ha dicho Mármol; por cierto que ha venido de
Pilares, ¿lo sabías?
--Sí, ya lo he visto.
--El ministro ha comprado media entrada general y le van a hacer una
ovación a Rosina... Después la princesa Tamará. Creo que se presenta
casi en pelota... Si salimos hoy con bien se asegura la temporada. Por
lo que más quieras, llévate a Monte-Valdés abajo.
--Haré lo que pueda.
Cuando Alberto entró de nuevo en el cuarto de Verónica, Monte-Valdés
peroraba elocuentemente acerca del baile, y la bailarina le oía
embelesada. La elocuencia del literato era tan prieta y fluente, que
Alberto no encontraba coyuntura por donde meterse a cortarla y luego
precipitar la despedida.
Sonaron los timbres para la tercera parte. Monte-Valdés continuaba
perorando, y el resto de la reunión seguía con interés su amena charla.
Después de pasado un tiempo, y cuando se oían los ecos de la orquesta,
Alberto consideró que no había peligro ya y se levantó.
--Señores, hace un momento que ha comenzado la tercera parte. ¿Les
parece que nos vayamos?
--¿Es posible? Yo no he oído los timbres. Pues sí, la orquesta está
tocando. Vámonos. Dicen que esa Antígona es una mujer hermosísima.
Se levantaron todos.
--¿Se marcha usté ya? --dijo Verónica a Monte-Valdés--. A mí que me
gusta tanto oírle... Deje usté que se vayan estos señores y quédese
usté conmigo.
--Mujer, no seas egoísta --amonestó Alberto.
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