Troteras y danzaderas: Novela - 11

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recientemente les había otorgado, descubrían su estado ruinoso, y el
sombrero, aun cuando Teófilo trataba de esconderlo, exhibía abusiva
exuberancia de superfluidades adiposas. Es decir, que la fábrica de
su elegancia era triste y caediza, sin cimientos ni remate. También
el rostro tenía un no sé qué de aflicción, mal disimulado bajo la
compostura afable. Traía una rosa en la mano.
--¿Hay gente, maestro? --inquirió Travesedo.
--Mucha gente.
--¡Bendito sea Dios!
--¿Lo ves? --dijo Alberto, acercándose a la puerta.
--¿No ha venido don Jovino? Tiene un cuajo... --habló Travesedo.
--Abajo está --respondió el músico--, hablando con las Petunias.
--Y Antígona, ¿no ha venido aún? --preguntó Teófilo.
--No sé --dijo Travesedo--. Ya debe ser la hora de empezar...
--Muy cerca. Yo voy a la orquesta.
Salieron todos. Por los pasillos y las escaleras iban y venían,
subían y bajaban, peregrinos ejemplares de todo linaje, edad, sexo y
condición, ataviados de manera inusitada y polícroma. El aire estaba
espeso con aromas de tocador y efluvios zoológicos, y dentro de él
temblaban derretidos cuchicheos, risas, voces y ladridos de canes.
Al pie de la escalera había una gran estufa, al rojo, que despedía
un calor plutónico, y en torno de ella un corrillo de bailarinas,
farsantes, titiriteros y el clown Spechio, la mayor parte en mallas o
con sucintas galas escénicas, y sobre los hombros chales, mantones,
abrigos, batas. Dos metros alongados de este corrillo estaban las
Petunias, dos jovencitas, la una delgaducha, alta y tiesa, la otra
pequeñuela, acogolladita y muy dengosa, vestidas todo de rojo, la
falda hasta el gozne de la rodilla. Las acompañaba don Jovino, el
empresario, conocido en el mundo de los holgorios madrileños por dos
remoquetes: _el Obispo retirado y el Fraile motilón_. Teófilo y Alberto
se acercaron a saludarle. Era don Jovino hombre obeso, como sus alias
hacían presumir, y de muy altas miras, no porque sus ideales morales
fueran elevados, sino por el extraño modo con que la cabeza encajaba
en el torso, caída hacia la espalda y de manera que se veía forzado a
mirar siempre al cielo o al cielo raso. La primera cosa de don Jovino
que acaparaba la atención, y lo que después continuaba acaparándola,
era el vientre, como acontece con algunos ídolos búdicos, y también,
como con tales ídolos acontece, cráneo, brazos y piernas parecían
desarticulados del corpachón, o estaban articulados malamente y en
sitios inadecuados o absurdos. Aun viéndole en pie se creía verle
en cuclillas, tal era la exigüidad de sus extremidades abdominales,
plegadas, por otra parte, en actitud fetal. Y no solo su facha, sino
además su conducta, tenía la serenidad idiótica de los ídolos. Rara
vez se molestaba en informarse de lo que alrededor suyo sucedía,
ni se dignaba intervenir en las conversaciones o responder si se le
preguntaba algo. Era rico, manirroto y mujeriego.
Cuando Teófilo y Alberto se apartaron de don Jovino, el poeta no pudo
por menos de lamentarse, en voz alta, de lo mal repartidas que en este
mundo andan las riquezas.
--Es irritante... Ya ves, ese buey... ¿Me quieres decir para qué le
sirve a él el dinero? En cambio yo...
Fueron a sentarse en una de las últimas filas de butacas.
La luz azulina de los arcos voltaicos, al mezclarse con la rojiza y
dorada de las bombillas eléctricas, ponía en el ambiente huideros
cambiantes, como de absintio, y era un poco mareante. La sala estaba
poblada de misterioso runruneo, como el que habita dentro de las
grandes caracolas.


II

Desde el día de la original declaración de amor a Rosina, el encuentro
con don Sabas, el robo de las doscientas pesetas y la última carta de
su madre, habían transcurrido quince días, que Teófilo calificaba así,
mentalmente: «los más intensos de mi vida.» A raíz de saberse amado por
Rosina, había resuelto no desnaturalizar el delicado y gustoso carácter
de sus relaciones platónicas hasta tanto que no pudiera hacerla suya,
suya por entero y para siempre; pero ocurrió que, como menudease las
visitas y no escaseasen besos, abrazos y otras encarecidas y ardorosas
muestras de amor, cierta tarde, en que por fortuna llevaba ropa
interior nueva, el frágil e inocente tinglado platónico desapareció,
disuelto entre ígneos arrebatos y deleites, como pobre ermita que
estuviera levantada sobre un volcán. Después de haber hecho suya
a Rosina, Teófilo quedó como atónito y el ánimo turbado por tan
contrarios sentimientos y tan dulcísimas zozobras, que no sabía decir
si había alcanzado la felicidad suma en la tierra o había entrado por
los umbrales de la suprema desventura.
La experiencia amorosa de Teófilo se reducía a aventurillas mercenarias
de ínfimo jaez, las cuales, no pocas veces, por la virtud lustral y
metamorfoseante de la poesía, se habían purificado y convertido en
intrigas cuya heroína era una princesa de manos abaciales y sabias
en el arte de tañer el clavicordio. Rosina no era princesa ni le
hacía ninguna falta para ser una mujer deleitable sobremanera:
inteligente, bella, efusiva, tan pronto arrebatada y devoradora como
lánguida y pueril, y en todo momento suave, suave, con una suavidad
aplaciente, sutil y enervante, que se metía hasta el meollo del alma
y la anestesiaba y adormecía como sobre mullido lecho de neblinosas
ensoñaciones. Tarde se le había revelado el amor a Teófilo; pero se
le había revelado al fin nimbado en gloria celestial, envuelto en
inmarcesible lumbre, tan viva, que lo mismo los ojos del espíritu
que los del cuerpo los tenía alelados y en pasajera ceguedad. Todo
su ser sufría la agridulce tiranía de una voluptuosidad que no le
admitía hartura. Y así, en lugar de hacer suya a Rosina por entero,
sin reservas y para siempre, él era quien se había entregado a la
mujer de lleno, sin escatimarle nada y quizás para toda la vida.
Cuando no estaba junto a ella se iba a encerrar en la alcoba de la
casa de huéspedes en donde vivía. Unas veces se le infundía en el
pecho un júbilo doloroso, porque amenazaba no admitir freno y era casi
una comezón de locura. Otras veces su tristeza era tan grande que
deseaba llorar, y no era raro que llorase. Pensó libertarse de aquella
exuberancia emotiva componiendo versos, y en esta labor empleaba
algunas horas.
Rosina hacía de él lo que le venía en gana. Sin esfuerzo ninguno le
convenció de que lo conveniente y lo sabroso era mantener ocultas sus
relaciones:
--Mira, bobo, en rigor, para el caso es como si Sabas fuera el marido y
tú el amante. El papel de marido es ridículo, el de amante honroso. Yo
me explico que don Juan Tenorio anduviera siempre con la cabeza alta.
¿Habrá cosa mejor que saber lo que otros no saben e ir pensando: «si
estos infelices supieran?...» Quiero decir que todos creen, pongo por
caso, que yo soy la amante de Sicilia, y ni sospechan que las cosas van
por otro camino, que no quiero sino a ti. ¡Qué satisfacción y qué risa
por dentro cuando andes entre todos esos desdichados que no saben de
la misa la media! Yo te juro que no creo que haya nada tan dulce como
guardar un secreto. Solo los tontos y las tontas venden los secretos.
Y esos estúpidos impíos que hablan de la confesión y del arma que es
en manos de los curas... Están apañados. Yo, cura, en seguida iba a
revelar lo que se me contara. Pero no comprenden, no comprenden, y Dios
me perdone si he dicho o pensado algo irrespetuoso contra la religión
--se santiguaba, porque era supersticiosa.
Teófilo se avenía a todo lo que Rosina deseaba y se dejaba llevar,
sin curiosidad por saber adónde, antes con un oscuro temor de pensar
en ello. Sugestionado por Rosina, admitió en seguida, como el más
refinado, astuto y fuerte placer mantener recónditos sus amores, de
tal manera que nadie lo echase de ver ni por asomo. Aunque muy por
lo turbio, presentía que no había de tardar en recibir dinero de su
amante, mejor dicho, de don Sabas a través de Rosina, y también por lo
turbio se justificaba de antemano con la fuerza de la pasión, que, al
igual del fuego, todo lo limpia y acrisola.
Su estado económico era cada vez más angustioso, complicándose con las
primeras deudas contraídas de mala fe, angosto portillo por donde
se sale al campo abierto del bandolerismo habitual. El día de la
inauguración del circo, su patrona le había requerido para que pagase
por anticipado la mensualidad, como tenía por costumbre, so pena de que
ella le plantase en la calle y no le abriese la puerta a la noche. No
tenía, al recibir el _ultimatum_ de la patrona, arriba de dos pesetas
en el bolsillo, con las cuales se lustró las botas y compró una rosa
roja para ofrecérsela a Rosina.
Allí, al lado de Alberto, en una de las últimas filas de butacas, se le
planteaba perentoriamente el problema de dónde había de pasar la noche.
Rosina le había admitido ya varias noches en su compañía. «Pero, ¿y si
esta noche no me dice nada, como parece lo probable, con la emoción y
distracción del debut?», pensaba Teófilo.
--Alberto --bisbiseó Teófilo--, tengo que pedirte un gran favor.
--Si está en mi mano...
--No tengo dónde dormir esta noche. ¿No hay en casa de Angelón alguna
cama?... Un diván, un sofá, cualquiera cosa; por una noche...
--Sin duda. Por esta noche y aun varias, no pases cuidado. La cuestión
es para lo porvenir.
--Lo porvenir no me apura. Tengo una gran esperanza de que todo me va a
salir bien. Mañana es el mitin, ¿verdad?
--Sí, mañana.
--¿Hablas tú?
--Se empeña Tejero.
--Yo no puedo, no puedo. Os suplico que me perdonéis. Si supieras cómo
estoy...
--¿Dura el lío amoroso aún?...
--Flaca memoria tienes. Te he dicho la primera vez que te hablé de esto
que era toda mi vida.
--¿Quién es la dama?
--Perdona, pero no se puede saber; es asunto de honor.
--¿Y el viaje a El Escorial?
--No hemos podido realizarlo.
--¡Vaya por Dios!
--Si vieras cuánto siento no poder tomar parte en el mitin... Odio
a aquel infecto anciano --murmuró Teófilo, señalando con ademán
teatral el palco en donde estaba don Sabas Sicilia con sus dos hijos,
Pascualito y Angelín. Y después, como se diera cuenta que Alberto le
miraba de un modo significativo, preguntó azorado--: ¿Por qué me miras
así?
--Por nada; es decir, porque Pascualito es uno de tus muñidores, de
los que más te han alabado y te anda poniendo siempre por las nubes, y
ahora sales con que odias al padre. ¿Por qué?
--Es un sentimiento moral, político pudiera decirse. ¿Por qué te
sonríes con ese aire de burla? Vosotros, los mestizos de literatos y
sociólogos, se os figura que nadie sabe nada de nada. Quiero decir que
es un movimiento desinteresado, de repugnancia al ver que los destinos
de la nación puedan estar en manos de semejante viejo.
--¡Bah! Es un bravo viejo anacreóntico, según tu fraseología.
En escena había un baturro dándole con gran arremango al guitarrillo.
Una baturra, que estaba en pie al lado de él, cantó:
¿Cuándo nos veremos, maño,
como los pies del Señor,
uno encimica del otro
y un clavito entre los dos?
El público celebró la donosura con grandes carcajadas.
--¡Qué asco! --susurró Teófilo, y paseó sus ojos por la muchedumbre con
una contracción en el rostro, como de aquel que sufre bascas--. Mira
alrededor tuyo, Alberto; sáciate con el espectáculo de un gran concurso
de humanidad. ¡Qué idiota! Digo que yo soy el idiota. ¿Pues no te he
hablado hace un momento de mítines y discursos, y otras ridiculeces
semejantes? La salud del pueblo... El pueblo... ¿Qué es el pueblo?
Observa aquí el pueblo, si puedes sin que se te revuelvan las tripas.
Observa qué vientres, qué caras, qué cabezas, y eso que habría que
verlas por dentro...
--Chss --se oyó en la sala, y algunas se volvieron a mirar a Teófilo y
Alberto. El poeta hizo rostro muy osado a los mirones y refunfuñó:
--¿Qué? ¿Qué ocurre? --continuó hablando con Alberto, ahora en voz muy
tenue--. ¿Para qué vive esta gente?
--¿Para qué vives tú? --le atajó Alberto.
--Quiero decir, ¿qué pretexto verdad tienen para vivir?
--¿Qué pretexto verdad tienes tú?
--Yo soy un artista, un poeta.
--Doy por sentado que lo eres, y en este caso tú no eres sino el
pretexto de ellos, de esa gente; tú no vives por y para ti, sino por y
para esa gente.
--No lo veo claro.
--Sí, ya sé que Nietzsche ha dicho: «Un pueblo o una raza es la
disipación de energía que la Naturaleza se permite para crear seis
grandes hombres y para destruirlos en seguida.» ¿No es eso lo que tú
querías decir?
--Exactamente.
--Pues yo digo al revés: «Esos seis grandes hombres son la disipación
de energía que de vez en cuando la Naturaleza se permite para que los
pueblos y las razas vivan; esto es, para que tengan conciencia clara
de que viven.» Y si no, suprime de un golpe la masa gris y neutra de
la humanidad, esa que no tiene pretexto para vivir, como tú dices,
y déjame solo los grandes hombres, seis o seis docenas, artistas y
sabios. ¿Quieres decirme qué pretexto tienen en este caso el Arte y
la Ciencia? ¿Quieres decirme qué pretexto tendría el manubrio de un
organillo sin el escondido tinglado de martillejos, clavijas y cuerdas?
Ya sabes que en los presidios ingleses tienen un linaje especial de
tortura y dicen que es lo más horrible que se puede imaginar: consiste
en meter un manubrio en un agujero de la pared y obligan al penado a
que le dé vueltas, horas y más horas, y esto de hacer algo a sabiendas
de que no se hace nada parece ser que vuelve locos o idiotas a los
presidiarios. El Arte por el Arte, tal como tú lo entiendes, es una
cosa semejante.
--No me convences.
En esto vinieron a sentarse delante de Teófilo y Alberto dos hombres:
el uno rollizo, como de cuarenta y cinco años, muy jacarandoso, de ojos
insinuantes y lánguidos y una sonrisa melosa y satisfecha; el otro,
joven, recio y hermoso.
--¿Quién es ese pollo que ha entrado con don Bernabé Barajas? Me parece
conocer la cara... --dijo Alberto.
Teófilo examinó a los recién llegados. Don Bernabé saludaba, agitando
la mano, a Angelín, el hijo de don Sabas.
--No sé --repuso Teófilo--. Cualquier sinvergüencilla que don Bernabé
haya pescado y estará en vías de hacerle actor.
Don Bernabé susurraba algo muy melifluo, a juzgar por la turgencia
sonriente de sus mejillas, al oído del joven, el cual se inclinaba de
aquella parte y medio se volvía por oír mejor. En este punto, Alberto
le reconoció. Adelantose a tocarle en el hombro, con movimiento nacido
de la sorpresa, y le llamó:
--¡Fernando!
--¡Don Alberto!... --respondió el joven, enrojeciendo de pronto.
Don Bernabé flexionó sobre la cintura y se escorzó hasta ver quién era
el que así había aturdido a su joven amigo.
--¡Ah! ¿Es usted, grande hombre? ¿Y conocía usted a Fernandito?
--Ya lo creo.
Algunas personas impusieron silencio chicheando.
--¿Quién es? --preguntó Teófilo.
--Un titiritero. Como yo he sido payaso una temporadilla y anduve en
una compañía de saltimbanquis...
--Vaya, hombre. En serio.
--En serio. Este era el hércules de la pandilla. Solo sé que se llama
Fernando y que tiene una fuerza brutal, aunque no lo parece.
Teófilo miraba a Alberto enojadamente. Terminó la primera parte del
espectáculo, compuesta de números de mogollón.
--Ea, adiós --habló Teófilo, poniéndose en pie.
--¿Adónde vas?
--Pss... No sé. Quizás arriba, a los cuartos, a saludar a las muchachas.
--Voy contigo.
Teófilo palideció un tanto, lo cual no pasó inadvertido para Alberto,
quien añadió:
--O si no, mejor me quedo aquí abajo. Ahí veo a Monte, a Bobadilla, a
Honduras... Voy a hablar con ellos.


III

Teófilo tomó el rumbo del escenario, procurando evitar encuentros con
gente conocida; pero entrar en el pasillo y colgársele Angelón Ríos del
brazo fue todo a un tiempo.
--¿Al cuarto de Rosina? Yo también voy allá --dijo a voces Angelón--.
¿Cómo va la cosa? ¿Bien? Me alegro.
--Si me dejara usted hablar. Lo que yo quiero decirle es que se
equivoca de medio a medio al hacer hipótesis acerca de esa señorita en
relación conmigo. --Teófilo se puso muy grave.
--¿Qué? ¿Que usted le hace el amor y ella no le hace caso aún? Bah, no
se apure... Todo llega en este mundo. ¡Eh, tú, golfo! --gritó Angelón.
Apolinar Murillo se le acercó.
--Vaya un modo de escurrirse, que parece que no quieres que te vean.
--Usted perdone, don Ángel, es que no le había visto; por estas.
Angelón le agarró con la mano que tenía libre. Luego, picarescamente,
continuó diciendo:
--No se te ve el pelo, niño. ¿Qué? ¿Y de aquello?
--¿De aquello?...
--¿Te vas a hacer el lila?
--Como no me diga usted más...
--Vaya, niño. De lo de Conchita.
Apolinar sonrió con maligna petulancia.
--Te comprendo. Cayó, ¿eh? ¿Y qué tal?
Apolinar hizo racimo de los dedos, se besó las yemas, sorbió el aire,
puso en blanco los ojos y alentó con voz desvaída:
--¡Azúcar!
--Te creo. En fin, gracias.
--¿Gracias de qué?
--Parece que hoy estás con la bola desalquilada. ¿De qué? Pues, ¿de qué
va a ser? De habernos abierto el camino a los demás; mira tú este. Yo
no quiero cargos de conciencia. ¿Cuándo te vas?
--Anda, pues si estoy por quedarme... --y sonrió aviesamente.
--¿Eh? --inquirió Angelón muy alarmado.
--Era coba. En seguida me quedo yo. Pal gato.
--¿Y ella?
--Pues tan creída que va a haber tálamo nupcial con bendición del
párroco.
--De manera que ¿no se ha olido que te vas?
--Anda mal de pituitaria.
--¿Y cuándo te vas?
--Mañana mismo.
--Bien, niño. Y te ibas a ir sin despedirte de mí...
--¿Quién le ha dicho a usté eso? Pues bueno fuera...
Llegaron a la puerta de la dirección, que estaba abierta. Dentro de la
estancia oíanse grandes y desacompasadas voces, y entre ellas violentos
golpes de risa. La vociferante era la condesa Beniamina, la poseedora
del macaco brasileño. En su acostumbrada jerga bilingüe, pero con mayor
frenesí que la vez primera, aullaba así:
--Aquestas non son fiori... Fiori... fiori. Questo e pura m... Son
fiori de chimiterro. ¡Ma che! Yo non tiro tale fiori al público. Yo
non mi sporco con aquestas fiori, e con aquestos sporcacioni que sois
vosotros.
Cuando la dama, por ventura, se reparaba un minuto en el silencio para
interrumpir con nuevas energías, oíase la carcajada de Travesedo.
--Ma tu, che sei piu grosso che un rinoceronte, tu frate motilone, no
dices niente ¿Paro qué quieres el danaro? Il tuo danaro io me lo meto
qui, qui --en este punto se oyó algo que pudo ser palmada o azote.
Angelón y Teófilo entraron en la dirección. Apolinar corrió al
encuentro de Conchita, que a lo largo de angosto pasadizo, flanqueado
de cuartos de artistas, venía por averiguar a qué obedeciese aquel
alboroto. Otros danzantes asomaban la cabeza, a medio embadurnar, por
las puertas, y hacían preguntas o aventuraban algún donaire en un
lenguaje babilónico y bárbaro, amasijo de todos los idiomas conocidos.
Luego, cubriéndose malamente con batines y kimonos, salían hacia la
dirección, se amontonaban en abigarrados pelotones y chanceaban en
fraternal greguería, como si la caterva de castas humanas, escindida
por maldición divina en la torre de Babel, retornase a la amiganza
y unidad primeras por medio del culto a la vida en su forma más
rudimentaria y placentera, como es la exaltación de la energía física y
amor del juego y de la danza.
Escuchaba Travesedo los denuestos de la Beniamina con irreprimible
hilaridad, y don Jovino, las pupilas proyectadas sobre el cielo raso y
en impasible quietud de fetiche, parecía no oírlos, porque los dioses,
falsos o verdaderos, rara vez prestan oídos a los clamores de los
mortales. El amigo de la dama del macaco, aun cuando sabía que los
sucios dicterios de esta y sus truculentas palabrotas eran proferidos
con ánimo sencillo y sin otro propósito que el de hacer reír, sentíase
en extremo conturbado al ver los muchos curiosos que afluían. Por
fortuna, cuando los mirones comenzaban a apiñarse en la puerta, la
condesa Beniamina cerró su alocución con un epílogo, como de costumbre,
osculatorio, y esta vez doble, que también _el Obispo retirado_ hubo de
recibir la gracia de un beso en sus orondos mofletes. Estaba la condesa
Beniamina en un traje casi edénico, con una camisilla no muy larga y
en extremo traslúcida y unas babuchas de cuero rojo; con todo, no era
mucho lo que mostraba de la piel, que casi toda la llevaba encubierta
bajo un enjambre de lunares postizos, infernalmente negros. Rompió por
entre la gente que había en los pasillos, seguida del caballero bozal,
con airoso vaivén de caderas, que resultaba de una comicidad aguda por
la fase sumaria del indumento de la condesa. Los que por allí estaban
celebraron su desenvoltura, requebrándola y jaleándola, y el clown
Spechio, su compatriota, la obsequió bonitamente con una sonora palmada
en lo más mollar y tentador de su persona, que no parecía sino que lo
estaba pidiendo.
Entre aquel solícito concurso de diligentes abejas que habían
abandonado su celdilla por libar en la flor de la curiosidad, había una
jamona traviesa y riente, cuyo traje no era más complicado que el de la
condesa. Estaba en mallas, y parecía un pollo pelado: tan considerable
era su caparazón y abdomen y tan enjutas las zancas.
--Concho, ¿tú por aquí? --dijo Angelón al bípedo implume.
--Ya ves, cada vez subiendo. Rediós, esta es la vida.
El nombre de esta clueca pelada era Hortensia Íñigo. Había dicho _cada
vez subiendo_ con ironía, porque en su ya larga carrera artística
había recorrido todos los géneros teatrales, bajando siempre. Había
comenzado de segunda dama en una conocida compañía dramática, de donde
había pasado a una compañía cómica, de aquí a una de zarzuela y, por
último, había caído en el género ínfimo. Era conocida por su avilantez
y desparpajo, y también porque de ella se murmuraba que había tenido
siete abortos voluntarios. Su enemistad con Monte-Valdés era pública
y proverbial, y databa, a lo que se decía, del estreno de una comedia
de aquel, en la cual había un personaje que era una dama cortesana
o entretenida, y como el director pretendiera encomendar el papel a
Hortensia, Monte-Valdés se opuso, exclamando con grandes voces austeras
que de todos fuesen oídas, que su personaje _lo era mucho_, _pero
nunca tanto_ como la Íñigo, y que no podía consentir que aquella mujer
achabacanase la comedia. Ello es que cuando por acaso se encontraban
Monte-Valdés y la Íñigo trabábanse a contender al punto, asaetándose
con pullas y embozados vituperios y agravios; pero, como el ingenio y
dicacidad del literato eran sobremanera despiertos y sutiles, la dama
salía siempre malparada y corrida, por donde llegó a aborrecer a su
antagonista y no veía la hora de vengarse, como quiera que fuese.
--¿Por qué no? --añadió Ríos--. Para mí, pasar del género chico a las
variedades me parece un ascenso.
--También tienes razón. Allí, aunque no muy chinchorrero, porque se ha
reducido a su mínima expresión, todavía conservan el emplasto de la
hipocresía. Mientras que aquí, ¡pichú, Angelón, pichú! --y elevó en el
aire una de sus entecas zancas--. Ven a mi cuarto y te daré una copa de
anís del mono.
--No bebo.
--¿Qué importa? Ven y charlaremos un momento.
Angelón acompañó a Hortensia a su cuarto. Danzantes y titiriteros se
habían acogido a sus madrigueras. Solo quedaban en el pasillo Conchita
y Apolinar, cuchicheando en un extremo de él, y en el otro, a la puerta
de la dirección, Teófilo, con una rosa en la mano y el corazón en la
garganta. Encaminose el poeta hacia el cuarto de Rosina, y en estando
cerca de la puerta llamó a Conchita.
--¿Qué se le ocurre a usté, don Teófilo?
--¿Hay mucha gente?
--Bastante gente; pero sobre todo flores... así.
--¿Quiénes están?
--¿Qué sé yo? Señoritos de la Peña, periodistas, el hijo de don Sabas.
--Pues no entro. Toma esta rosa, Conchita; la colocas con disimulo, y
cuando esa gente se haya ido le dices que es mía. Yo vendré durante la
segunda parte, ¿qué te parece?
--Muy bien. Pa entonces estará sola.
Aun cuando Teófilo estaba harto ebrio con sus propias emociones, no
pudo por menos advertir algo raro y nuevo en Conchita. Era como si
del pecho al rostro se le rebasase la alegría con superabundancia
inquietante.
--De manera que ¿ese es tu novio? --preguntó Teófilo, señalando con los
ojos a Apolinar.
--Sí, señor; ¿le gusta a usté?
--Sí.
--También a mí --y Conchita rio de manera excesiva.
--Hasta luego, Conchita.
--Hasta luego, señor Pajares.
Teófilo se apartó pensando: «pobre muchacha». Y se acordó de sus
finos cabos, aquella vez que la había visto inclinándose a socorrer a
Sesostris, y de sus piernas gentiles y nerviosas, cuando Angelón la
traía a caballo sobre los lomos.
Teófilo descendió a los pasillos en donde el público se espaciaba en
espera de la segunda parte. Lo primero con que se tropezó fue con un
grupo de paseantes; en el centro el famoso torero Antonio Palacios,
_Toñito_, y en torno de él sus admiradores y devotos, los cuales
solicitaban con la mirada la envidia de los demás hombres y tenían
pintado en la expresión del rostro esa petulancia servil e inocente
del perro que conduce en la boca el bastón del dueño. _Toñito_ tenía
la cara aniñada y la sonrisa sin doblez de los hombres que han nacido
con una vocación y han confiado siempre en su destino. Tanto como el
arrojo y maestría en la lid con reses bravas, su sonrisa le había hecho
célebre: sonrisa que conservaba en los lances más azarientos y ante los
toros más temerosos y difíciles.
Teófilo pasó por delante del grupo del torero y su cohorte y fue
a sumarse a otro, compuesto de gentes de pluma, profesionales y
aficionados, entre los cuales se hallaba Alberto. Debatíanse asuntos de
toros.
--No sé cómo no os da vergüenza perder el tiempo hablando de chulerías
--habló Teófilo, agresivamente.
--Pero, hombre --replicó Honduras, un hombre deslabazado, rubicundo,
rollizo y muy alto, noble por la cuna y novelista perverso por
inclinación--, ¿no has dicho muchas veces en verso que adoras las
manolas y todas las cosas goyescas?
--¿Qué tiene que ver? Y tú, ¿qué entiendes de eso? Te figuras que por
haber escrito cuatro paparruchas imitadas de Lorrain y La Rochilde ya
puedes mezclarte en cosas de arte... No, hijo, todavía no.
--¡Ay, no te sofoques! --replicó Honduras, riéndose y culebreando
con la cintura, adamadamente. Luego, haciendo alarde de desenfado y
cinismo, añadió en tono equívoco--: Si yo también me perezco por los
manolos... La cuestión es que Alberto sostiene que _Toñito_ es el
primer torero del día, y yo replico que el torero que más emoción da es
el _Espartajo_. Aquella palidez morena... y sobre todo la erección que
tiene... al torear... Hay que verle armarse, cuando se echa la escopeta
a la cara...
Algunos celebraron con risotadas las peregrinas razones de Honduras.
--¡Qué sinvergüenza eres! --concluyó Teófilo.
--Realmente --intervino Alberto--, Teófilo tiene razón. Va a ser cosa
de dejar de hablar de toros y de ir a los toros, porque parece que de
día en día el criterio de Honduras y su punto de vista va ganando más
partidarios. Adiós, señores; voy a saludar a un amigo.
Y se apartó, saliendo al encuentro de Alfonso del Mármol, que paseaba
solo con elegante pereza, las manos a la espalda, la cabeza erguida y
un cigarro descomunal entre los dientes. Se estrecharon la mano con
efusión.
--¿Cuándo ha venido usted?
--Ayer por la mañana llegué.
--¿Qué ocurre en Pilares?
--Nada de particular. Lo de siempre. Que hay quien le espera a usted
minuto por minuto, y usted entretanto... De esta queda usted como un
cochero. Ya sé que vive usted con Angelón. Trabajará usted mucho,
¿verdad?
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