Troteras y danzaderas: Novela - 19

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volvió a poco con un reloj de sobremesa en las manos. Era una criatura
precoz. En el corto tiempo que había asistido a la escuela, de la cual
hubo de salir por delicada de salud, había aprendido a contar y a
leer--. ¿Cuántas horas faltan? --preguntó.
--¿Qué hora es?
--Las cinco.
--Pues faltan cuatro horas.
Milagritos abrió la tapa del reloj y con el dedo puso las manecillas en
las nueve. Dijo con firmeza, mirando de hito en hito a doña Juanita.
--Ya puede usted ir al teatro.
Doña Juanita se quedó aturrullada, como idiota. Balbució:
--Hija mía...
--Ya puede usted ir al teatro --repitió Milagritos, sin despegar los
ojos del rostro de doña Juanita y presentando el reloj, como prueba
incontrovertible de que era hora de ir al teatro.
--Hija mía, el reloj marca el tiempo, pero no es el tiempo. El tiempo
es cosa de Dios; mejor dicho, no es cosa de Dios, porque Dios es
eterno. No sé cómo explicarme.
--Si usted no quiere ir al teatro usted se lo pierde --dijo Milagritos
con gesto de desdén. Sentose en tierra y volviose a mirar a un hombre
mutilado de entrambas piernas, a la altura de medio muslo, que avanzaba
sobre los muñones por el medio de la calle, tañendo con singular
denuedo un cornetín de pistón.
La vieja y la niña permanecieron sentadas y en silencio hasta después
de anochecido.
Aquella noche Teófilo no vino a cenar. Después de la cena todos los
moradores de la casa, a excepción de Blanca y Milagritos, fueron al
teatro de los Infantes a presenciar el estreno de _A cielo abierto_.
Ocuparon un palco segundo. Díaz de Guzmán estaba en butacas. En la
sala, de tonos claros, luminosa y decorada con lujo, veíanse muchas
damas ricamente vestidas y no pocos caballeros con frac y _smoking_.
Levantose el telón. La escena representaba unas Cortes de Amor, en
Provenza. Surgió del público un inequívoco susurro de admiración. En
efecto, el cuadro era deslumbrante y grato a los ojos, como tapiz de
Oriente. En el fondo del escenario, acomodada en trono de púrpura con
guirnaldas floridas, veíase a la Roldán, prestanciosa y patricia, la
cabeza erguida con grácil continente de majestad, el rostro ovalado en
dulce proporción, los ojos arábigos, profundos, sedeños, al aire la
pulcra y halagüeña sonrisa de un blanco de arroz. Incorporaba en el
drama la princesa Liliana de Rousillon. Hacían cortejo a la princesa,
al pie del trono, dos filas de hermosas señoras o azafatas, con túnicas
de joyante seda, las cuales, como las damas se rebullesen una que otra
vez, movían manso ruido de foresta o de agua entre guijas. Alongados
respetuoso trecho del trono, teníanse en pie un golpe de caballeros y
galanes, guerreros, juglares, poetas y hasta media docenita de bufones;
quiénes con calzas estiradas a la florentina, quiénes con breves
dalmáticas a usanza de París, de ellos con esclavinas y capuces, aquí
con armaduras y cotas de malla, acullá con la botarga histriónica. En
suma, que de aquel pintoresco y lindo concurso no podía por menos de
manar poesía a borbollones. Así se lo olió el público, apercibiéndose a
fruir del lírico festín.
Un rey de armas, o cosa así, destácase del grupo de hombres y
prosternándose, declamó:
Que el hada Felicidad
derrame, noble Princesa,
su dorada cornucopia,
de bienes y rosas llena,
sobre tus hombros gentiles,
sobre tu gentil cabeza.
Muchedumbre de galanes
por tu amor riñen contienda
de rimada pleitesía
a uso de la Gaya Ciencia,
y tus antojos atisban
antes que los labios muevas,
como el espía que escucha
con el oído en la tierra.
Este romancillo inicial produjo muy buena impresión. La metáfora de
la cornucopia, que la mayoría de la audiencia entendió que aludía a
cierto linaje de espejos antiguos, y la del escucha con el oído pegado
a tierra, agradaron por su originalidad.
A continuación, feroces guerreros y cortesanos galanes comenzaron a
_reñir contienda_, como había dicho el rey de armas, por un beso en
la mano de Liliana. Adelantábanse uno a uno a esgrimir sus armas, las
cuales si herían era muy dulcemente, pues las tales armas consistían
en baladas, tensiones, rondeles y otras diferentes especies de ataques
y escaramuzas poéticas. Los metros eran muy variados y sonoros, en
extremo musicales, como con acierto observaron algunos críticos, y
de acentos tan bien repartidos que convidaban a bailar un zapateado
por lo rotundo y enérgico del compás o sonsonete que tenían. «Estos
son versos, y cualquiera puede sentir que son versos», pensaban los
entusiastas. Un guerrero, que _aunque rudo y áspero como la crin del
león de los desiertos_, aspiraba, como bobo, a _ungir su braveza_ con
aquel minúsculo homenaje osculatorio en la mano de Liliana, salió a
recitar una canción que por la reciedumbre de los versos remedaba con
mucha propiedad el fragor y estruendo de las armas al entrechocarse
o un armario lleno de cachivaches que cae en tierra. Y no contento
con recabar para sí el osculatorio goce, comenzó a echar pestes en
alejandrinos contra los afeminados cortesanos, _parásitos de la mesa de
los magnates y polilla de las damas_, que de esta suerte los calificó
el terrible guerrero, y en particular contra los poetas, _que fuerzan
el corazón de las bellas con versos falaces e insidiosos_, no de otra
suerte que _el ladrón abre en la noche las puertas con ganzúa_. Esta
imagen fue muy encomiada. Pero nunca el bárbaro guerrero hubiera hecho
tal, porque salió de estampía Raymond de Ventadour, un trovador, a
quien Liliana, según era fácil observar, miraba con ojos zaragateros,
y en un rapto de inspiración vertida _en las ánforas helénicas de
los endecasílabos y en los pebeteros muslímicos de los heptasílabos_
(insólitas calificaciones, disculpables en cuanto licencias poéticas)
encareció el divino papel de la poesía en el mundo, y cómo la voz de
los poetas era la voz del mismo Dios puesta en palabras bien casadas
que suenen la una con la otra, y abominó de la guerra y de todo
ejercicio corporal, prediciendo, como vate que era, que allá con el
rodar de las edades las letras triunfarían de las armas y la vida de
los hombres llegaría a ser en aquel lejano cabo de los tiempos tan
apacible, rítmica y tersa como un rondel de oro. En este punto sonó
la primera ovación en la sala. Tras de lo elevado vino lo burlesco o
satírico, y fue que Raymond de Ventadour improvisó un apólogo en el
cual establecía un parangón entre el pavo real o pájaro de Juno, con
los cien ojos de Argos en la cola, y el mocoso pavo común, o pavo de
Navidad. Era el primero, para los efectos de la sátira, el poeta; el
segundo, el guerrero, y más genéricamente el hombre bruto y vulgar. El
apólogo tenía un estribillo que decían a coro los seis bufones: esta
industria agradó mucho al público. En vista de lo cual, la hermosa
Liliana dio su mano a besar a Raymond de Ventadour, por donde el resto
de los muchos galanes postergados recibieron dolorosa llaga en su amor
propio y salieron mascullando palabras enconadas; pero más que todos el
terrible guerrero, quien, con extraña voz que del público pudiera ser
oída y no de aquellos que se hallaban más cerca de él en el escenario,
juró para sus crines de león que se había de vengar, y con esto se
inició el conflicto dramático. En un periquete quedaron solos Liliana y
Raymond; dijéronse mutuamente que se amaban hasta no más; pero Liliana,
mujer al fin, mostrábase un poco displicente y recelosilla. Preguntole
el Trovador a qué venían aquellas bobadas, si bien él empleó otros
términos más galanos y melifluos, y Liliana respondió que no estaba
muy segura aún del amor de su Ventadour y que le exigía una prueba
concluyente. No una, mil pruebas estaba dispuesto a darle el apasionado
Raymond, y así rogó a su dama que cuanto antes echase por aquella boca
lo que quisiera mandar. Entonces Liliana, muy zalamera y con la mayor
naturalidad del mundo, dijo que se trataba de una cosa muy sencilla, o
sea, darse un paseito a pie hasta Tierra Santa, besar el santo sepulcro
de Nuestro Señor Jesucristo y luego volver a recoger el premio. El
premio, ¡qué premio!, consistía en holgarse cuanto le viniera en gana
con la hermosa señora de Rousillon. Cierto que Liliana estaba casada;
pero, aparte de que el señor de Rousillon era un viejo imposible
(Teófilo quiso pintar a don Sabas), en la Provenza de aquellos tiempos
es cosa sabida que se hacía abstracción completa de los sagrados
derechos del marido. De aquí que las señoras que se encontraban en el
teatro calificaran de poético sobremanera el medio ambiente que el
autor había elegido para su drama. Oír el simpático Raymond el deseo
de su amada y ponerse en camino para Palestina fue todo a un tiempo.
Viósele perderse a lo largo de un jardín que detrás de un rompimiento,
en lo más profundo del escenario, había, y Liliana, melancólicamente
reclinada en una columna de mármol, le seguía con los ojos. Fue
una escena muda enternecedora. Algunas señoras derramaban lágrimas
considerando el acerbo trance en que la princesa se encontraba, con un
marido viejo y un amante que va de paseo a pie camino de Tierra Santa,
y ansiaban con toda su alma que la princesa volviese de su resolución,
y, llamando hacia sí a Raymond, comenzaran a holgarse cuanto antes,
puesto que él se lo tenía bien merecido, y además, en este mundo el
fandango que se pierde no se vuelve nunca a bailar. Pero Liliana
permaneció muda e inmóvil hasta que Raymond desapareció, y en aquel
punto, con voz sobrehumana, melodiosa y nocturna, porque más que voz
parecía la suya un retazo del aterciopelado azul de una noche serena
que se hubiera transmutado en sonido, se puso a plañir una balada. El
público experimentó un escalofrío de emoción. La primera estrofa de la
balada tenía el consonante en _ía_:
Tras de tu airón yo me iría,
tras tu canto-hechicería
que trueca la noche en día,
y la sombra en armonía,
y el desierto en lozanía
de rosas de Alejandría.
Tras de tu airón yo me iría,
trovador del alma mía,
cisne del ala bravía... etc., etc.
y nunca concluía. Este agudo artificio poético, semejante, salvando
diferencias de naturaleza, al del clown que se despoja sucesivamente
de innumerables chalecos, o al del prestidigitador que extrae del
buche kilómetros y kilómetros de multicolores cintas, si bien sería
más exacto compararlo a una concha que encerrase un racimo de perlas
unánimes, o a un armiño que tuviese tantas pellejas superpuestas como
capas tiene una cebolla; este sorprendente artificio, decimos, deleitó
por extremo al público. El deleite a cada nuevo _ía_ se acrecentaba
hasta trocarse en verdadera angustia, aunque sabrosa, que obligaba a
los espectadores a ir levantándose paulatinamente de los asientos,
a golpes de consonante, y después del último verso volviéronse a
sentar de sopetón, divinamente conturbados y desfallecidos, como mujer
ardiente que ha sido gozada muchas veces en corto tiempo.
La segunda estrofa aconsonantaba en _on_, y era la misma canción:
Me iría tras de tu airón,
tras tu canto-anunciación,
que encinta a la creación
con luz viva de ilusión... etc., etc.
La tercera estrofa tenía el consonante en _aba_, y nunca se acababa;
esto es, parecía no acabarse nunca, como sus hermanas mellizas. Pero
se acabó, y con ella el acto. La ovación fue inenarrable. El público
requirió la presencia del autor en el escenario, y, en viéndole
aparecer, los aplausos se acercaron al frenesí.
La gente salía a los pasillos tiritando de entusiasmo.
--¡Qué poeta! ¡Qué bárbaro! --se oía de un lado a otro.
Algunos traían pegado aún al oído el triquitraque de la última balada,
y sin poderse reprimir arrancaban a manotear y declamar: _Tras de
tu airón yo me iría_, remedando, en la medida de sus respectivas
facultades, la bella voz y aterciopeladas inflexiones de la Roldán.
Pero nunca faltan seres malévolos y descontentadizos. Uno de estos, don
Alberto del Monte-Valdés, a grandes voces, como de costumbre, declaraba
sin empacho que la obra era un adefesio y que aquella ya famosa balada
_de los ías, ones y abas_ hacía pensar en un borrico dando vueltas a
una noria. Un caballero entrecano y barrigudo que andaba por allí cerca
fumando un cigarro con la anilla puesta se acercó en actitud hostil a
Monte-Valdés, y dijo:
--Eso hay que probarlo --sus ojos estaban anublados aún por el éxtasis
pimpleo.
--En primer lugar, este acto que hemos visto no tiene ningún carácter
provenzal: defecto imperdonable, sobre todo si se tiene en cuenta que
con solo leer el libro de Nostradamus acerca de los poetas provenzales
se adquieren cuantos datos se pueden apetecer para reconstruir la época.
--Paso porque Paternoster o Nostradamus no sea un camelo y que la obra
no tenga ambiente, que para mí lo tiene y grande --como si el ambiente
fuera a la obra artística lo que la nariz al rostro humano--. ¿Qué me
dice usted con eso? --habló el caballero barrigudo.
--En segundo lugar --continuó Monte-Valdés sin conceder atención al
interpelante y enarcando mucho las cejas--, el conflicto dramático es
absurdo, según los usos y la sensibilidad de aquella edad, que pudiera
llamarse la edad del cuerno. El código del amor, compuesto por numerosa
corte de damas y caballeros, código del cual nos da noticia André el
capellán, estipula en su trigésimoprimero y último artículo que nada
impide que una mujer sea amada por dos hombres y un hombre por dos
mujeres, _unam feminam nihil_...
--Camelos, no --atajó el caballero barrigudo.
--Es absurdo, repito, y ridículo suponer que un caballero provenzal
jure vengarse de un poeta porque este haya sido preferido en el amor
de una dama. Contiendas de este linaje nunca las hubo en Provenza. En
tercer lugar, todas las metáforas e imágenes de la obra son lugares
comunes retóricos, palabras sin contenido ni valor plástico, _como la
crin del león, cisne del ala bravía_, cuando me consta que Pajares no
ha visto en su vida un león, ni el paralítico del Retiro, ni un cisne,
porque en el Pisuerga ni en el Esgueva hay cisnes, sino palominos, como
Góngora asegura.
--Todo lo que usted dice son apreciaciones críticas más o menos
respetables. Pero lo que yo le preguntaba a usted era que nos hiciese
notar los desatinos de la obra.
--En falange. Por lo pronto, aquel grotesco parangón entre el pavo real
y el pavo común. La obra se supone que acontece por los siglos XII o
XIII. Pues bien, el pavo común nos ha venido de América, de tierras de
Nueva España, las cuales fueron descubiertas, como todos saben, el año
de gracia de 1518, y en cuya conquista tomó parte un antepasado mío.
Es decir, que un poeta provenzal versifica sobre el pavo común nada
menos que tres siglos antes de ser conocida en Europa esta suculenta
gallinácea.
--¿Y eso lo sabe usted acaso --interrogó el caballero barrigudo, con
sorna-- directamente por su antepasado?
--Lo sé como lo sabe cualquiera que no sea mestizo de cretino e idiota.
La primera mención que se hace del pavo común está en el libro de
Oviedo, _Sumario natural de la historia de las Indias_, y él lo llama
pavogallo, y explica las diferencias que lo separan del pavo real o
pavón. Además, en todos los libros clásicos se le llama pavigallo: es
cosa archisabida.
Como siempre que Monte-Valdés hacía una cita pintoresca, los oyentes se
quedaban en la duda de si las inventaba él mismo según la discusión lo
requiriese: con tanto gracejo y oportunidad las enjaretaba.
--Aunque así sea, señor; en toda obra poética hay siempre
convencionalismos lícitos que ni dan ni quitan al mérito de la obra --y
el caballero barrigudo se apartó del corrillo que presidía Monte-Valdés.
La decoración del segundo acto representaba la cubierta de un buque de
vela. Raymond vuelve por mar a Marsella, porque el viaje de regreso
no era obligatorio a pie; así se lo había dicho Liliana antes de la
partida. No ocurre nada a bordo, sino que cuándo un marinero, cuándo
el piloto, ahora el contramaestre, luego Raymond, tienen algo que
decirle al mar. Raymond se lamenta de la pereza de los vientos: él
quisiera que inflasen las velas _con tanta violencia como la pasión le
hinche a él el pecho_. Los marineros refieren historias de piratas. Y
como en hablando del rey de Roma luego asoma, un vigía grita: ¡Buque
a la vista! Y el público se cala al instante que es un buque pirata.
Como por arte de encantamiento el buque misterioso se les viene encima
a los cristianos. _Es una fusta o pequeña embarcación, famélica loba
de los mares._ _Son piratas_, ruge el piloto. La fusta se acerca. Los
cristianos carecen de armas. Sensación. Abordaje. Raymond, aunque
poeta, lucha bravamente. En balde. Los piratas apresan la embarcación
cristiana. Aparece el caíd pirata, y resulta no ser otro que aquel
caballero del primer acto, rudo como la crin del león, el cual había
renegado de la fe de Cristo y salido a correr aventura domeñando los
mares. Esta aparición era un poco dura de pelar, pero, como decía
con sumo tino el caballero barrigudo, hay en los dramas en verso
convencionalismos lícitos en cuanto a la acción, una vez que se ha
aceptado y digerido una sarta de _ías_, una retahíla de _ones_ y un
celemín de _abas_. Pero faltaba aún el rabo por desollar. Y fue que
Liliana en persona surge de la embarcación pirata. ¿Estaba acaso
cautiva? Cautiva en las redes de amor de Lotario, que este era el
nombre del antiguo caballero y ahora pirata. Liliana dice con todo
desparpajo que el mundo es de los fuertes, y que por encima de la ley
de Cristo, que es una ley para esclavos, está la ley eterna, la ley
natural. Raymond castiga ejemplarmente estas bachillerías arrojando
a la cabeza de la ingrata y de Lotario unos cuantos endecasílabos
de punta. Segunda ovación, tan calurosa como la del primer acto. El
público convenía en que el segundo final era un tanto efectista, pero,
se añadía, el teatro es siempre efectismo.
En el entreacto Guzmán subió al saloncillo a dar su parabién a
Teófilo. Esperaba encontrarle radiante de alegría, esponjado con
esa saturación plenaria, jovial y un poco insolente que da de sí
el orgullo satisfecho. Teófilo parecía estar contento, pero no en
proporción con el triunfo que había obtenido. Atestaba el saloncillo
nutrido contingente de escritores y aficionados a las letras, los
cuales oprimían la mano del poeta con simulada efusión y cordialidad,
desmentidas por involuntaria tristeza de los ojos. Cuatro o cinco
poetas imberbes daban señales de entregarse al entusiasmo sinceramente,
sin la bastardía de ningún otro sentimiento deprimente e inconfesable.
Pero parando un poco la atención en ellos, se echaba de ver que
su entusiasmo participaba en mayor grado de la vanidad que de la
admiración desinteresada. Pertenecían a la misma escuela poética, o
como se la quiera llamar, de Teófilo, y el éxito del drama era para
ellos empeño del amor propio.
Poco a poco, los admiradores se fueron marchando, porque no tenían
nada que decir espontáneamente en elogio del drama y, aunque muy por
lo nebuloso, sentíanse mal a gusto y como rebajados en la vecindad del
poeta triunfante. Quedaron tan solo sentados en divanes que corrían en
torno del saloncillo los más amigos de Pérez de Toledo, primer actor y
empresario de la compañía. Presidía este la reunión, en pie y dando la
espalda a una chimenea sin lumbre, vestido de trovador, con el cráneo
muy erecto, astuta expresión de afabilidad burlesca, y la cínica nariz
respingada, como venteando un leve humillo de cosa ridícula que flotaba
en el aire. Era un hombre de gran finura intelectual, a quien estorbaba
para ser insuperable actor, aparte de cierta deficiencia de facultades,
el ser casi siempre superior a los autores y obras que representaba,
de manera que no podía tomar en serio los unos ni las otras, si bien lo
disimulaba con arte sobremanera sutil. Complicaba el trato social con
mil fórmulas y agasajos de exagerada cortesanía y, al propio tiempo,
su sarcástica cabeza de Diógenes revelaba estar en el gran secreto
filosófico de que el mundo de las ficciones no muere allí donde se
acaba el tablado histriónico. Era muy hábil en el manejo de la ironía,
o, como se dice en el lenguaje vernacular, tomaba el pelo a la gente
sin que la gente se enterara.
Un crítico, que tenía una fama y unas orejas detestables (una y otras
de asinidad definitiva), habló así:
--Estamos en unos tiempos de claudicaciones, transacciones y
corruptelas vergonzosas.
--Vamos a ver, don José, que sepamos por qué son estos tiempos tan
claudicantes y transitorios --dijo Pérez de Toledo.
--¿Le parece a usted, Alfonso? ¿No se ha enterado que mañana debuta
en el teatro del Príncipe, un teatro serio, esa cupletista llamada
Antígona? Es una claudicación vergonzosa. Si levantara la cabeza
Calderón, o Lope, o Tirso...
--Esa tal Antígona es tan rica hembra que sería muy capaz de
conseguirlo. Ya ve usted con don Sabas... --comentó un joven
periodista, induciendo al concurso a reirse, con gran sorpresa del
crítico, quien preguntó:
--Conseguir, ¿qué?
--Lo que se proponga, don José.
--Estamos en la edad de la sicalipsis, está visto --concluyó el crítico.
Generalizose la conversación acerca de Rosina; casi todos tenían algún
dato o noticia que comunicar, y así se vino a saber que Rosina era una
de las más fulgentes estrellas del género ínfimo, mimada y disputada
por el público europeo; que el empresario del teatro del Príncipe le
pagaba setecientas pesetas diarias por cantar tres cuplés; que estaba
aquella noche presenciando el estreno y aplaudía con vehemencia; que
don Sabas, ¡habráse visto descoco!, no se había recatado en ir a
visitarla a su palco, y, a lo que se decía, procuraba reanudar ciertas
viejas relaciones; pero Antígona no aceptaba el envite del caduco
político, pues era de clavo pasado que había repelido pretendientes y
proposiciones fabulosos, hasta de príncipes rusos, porque, al parecer,
tenía un apaño (_está metidísima_, _está enchuladísima_, fueron dos
de las expresiones empleadas para definir este punto) con un hombre
verdaderamente interesante. Al llegar aquí la conversación recayó sobre
el hombre interesante. Había sido hércules de feria, muy guapo; luego
cómico en una compañía de poco pelo.
--Alto ahí --cortó don Bernabé Barajas, que estaba presente--. La
compañía no era de poco pelo. Yo fui empresario. Íbamos a hacer una
turné por los pueblos de la provincia de Teruel. Por cierto que
Fernando (este es su nombre) mostraba felices disposiciones para el
arte. De manera que lo que ahora es a mí me lo debe, que yo le enseñé
los principios esenciales del arte escénico.
--¿Y es tan guapo como dicen, don Bernabé? --inquirió Pérez de Toledo.
--Eso, ¡guapísimo! No me extraña que esa golfa esté pirrada por él
--respondió don Bernabé, con no poca exaltación estética.
Prosiguió la información colectiva. En París, Fernando había comenzado
a cultivar un género nuevo de arte que quizás fuese el arte del
porvenir, un arte mestizo de arte escénico y de acrobatismo, para el
cual se requieren condiciones excepcionales; en suma, que se había
hecho actor cinematográfico, peliculero, y el famoso Dick Sterling,
cuyas muecas, desplantes, brincos y fortaleza reía y admiraba el mundo
entero, no era otro que el amante de Rosina.
Después de esto se entabló una discusión acerca de si el cinematógrafo
es arte o no. Los pareceres se dividían. Unos aseguraban que en
corto plazo absorbería al teatro. Otros sostenían que eran dos cosas
diferentes, sin concomitancia ninguna. Un dramaturgo catalán, de luenga
guedeja entrecana, expuso que a él el cinematógrafo le parecía más
dramático que la representación oral, y que podía asegurarse no ser
bueno un drama que, despojado de gárrulos parlamentos y reducido a sus
simples elementos de acción cinematográfica, no conmoviese al público.
Sonaron en esto los timbres para el tercer acto de _A cielo abierto_
y corrieron todos a ocupar sus localidades, dejando a Teófilo con una
sombra funesta diluida sobre el semblante.
La decoración del tercer acto era la misma del acto segundo. Los
piratas habían abandonado la fusta para adueñarse de aquella otra
embarcación más holgada y marinera. Lotario demuestra con creces
lo que todos habían sospechado de él; esto es, que era un salvaje
sanguinario y vengativo. Hace dar tormento a Raymond, el cual lo sufre
con maravillosa entereza, expeliendo toda suerte de metros y rimas en
lugar de lamentos. Los piratas se sienten sobrecogidos ante la grandeza
moral del trovador, y la carcoma del remordimiento comienza a roer los
livianos sesos de la hermosa renegada. Esta siente su ánimo combatido
por dos encontrados sentimientos. Ya no sabe si ama a Lotario o si ama
a Raymond, y en la duda se dirige a las murmuradoras ondas pidiéndoles
que le den la clave del enigma. El público experimenta gran ansiedad
y se pregunta, ¿cuál triunfará al fin? Las cosas se complican. Los
piratas presumen que una religión que infunde tan recio valor en el
pecho de sus creyentes debe ser la verdadera religión. La gracia les
está haciendo sus primeros toques delicadísimos. Hay entre ellos un
torvo renegado que no logra hallar paz para su conciencia, el cual,
por hacer obra meritoria a los ojos de Cristo, induce a sedición a la
marinería. El horizonte está preñado de luctuosos presagios. Estallan
las primeras chispas de la sedición. Lotario se mesa las barbas y
vomita alejandrinos truculentos. Raymond apacigua a los levantiscos,
hace una invocación al mar, comparándolo con la turbulencia amarga
de su propio corazón y con la infinitud de Dios; dice que perdona a
Liliana, y a Lotario le ruega que la haga feliz; pone una pausa, y sin
decir oste ni moste se arroja al mar. Este trágico final fue premiado
con una nueva ovación.
El drama tuvo un epílogo. La escena simulaba el claustro de un convento
de monjas. Tañidos de campanas, dulces gangosidades litúrgicas, etc.,
etc. Liliana ha profesado con el nombre de sor Resignación. Sale al
claustro. Se siente enferma y a punto de morir. Informa al público de
que Lotario era un bruto que le dio muy malos tratos y la abandonó por
una agarena de tez lustrosa y ojos diabólicos. Asegura que en el fondo
de su alma nunca amó sino a Raymond. Sor Resignación va cogiendo rosas
y luego arrojándolas en los arroyuelos del jardín; se queda pensativa
viendo aquellos _cadáveres de rosas en féretros de espuma_. De la
propia suerte, su alma huye camino de la eternidad. La voz se le apaga
y expira, en verso, lentamente, entre el tañido de la campana y la
canturria nasal de las otras monjas. Bello epílogo. En el público se
veían muchos ojos empañados por las lágrimas.
Cuando terminó el drama, Travesedo dijo a doña Juanita:
--Ya estará usted contenta, señora.
Doña Juanita se echó a llorar.
--Sí, sí, comprendo. La cosa no es para menos.
Doña Juanita balbució:
--Los días más solemnes de mi vida han sido el de hoy y el día
en que Teófilo hizo su primera comunión --doña Juanita temblaba
extraordinariamente.
El teutón, que tenía un alma susceptible de inopinados y fatales
ímpetus románticos, abrazó a la vieja. Estaba enternecido y repetía que
Teófilo era un Schiller.
Travesedo condujo a casa a la madre de Teófilo en un coche de punto.
Ya en casa, como doña Juanita temblara más de lo regular, Travesedo le
aconsejó que tomara tila y se metiera en la cama.
--¿Meterme yo en la cama hoy sin haber besado a mi hijo? No piense
usted locuras.
--Es que lo más probable, señora, será que los amigos le entretengan
hasta las mil y quinientas.
--Aunque le entretuvieran mil y quinientos años. Yo no me acuesto.
Antonia preparó tila para doña Juanita, y esta, después de ingerir la
poción fue a encerrarse en el cuarto de Teófilo, y sentose junto a un
balconcito, a esperar. Apagó la luz. Estaba acongojada. Lloraba con
frecuencia, se retorcía las manos y murmuraba: hijo de mis entrañas.
Así transcurrieron varias horas. Oyose angustioso llanto de mujer.
Doña Juanita se puso en pie, con sobresalto; abrió los ojos y tendió
el oído. En el marco del balcón, por detrás de los tejados fronteros,
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