Troteras y danzaderas: Novela - 18

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--¿Y son protestantes por aquellas tierras?
--Sí, señora.
--Entonces se explica.
--Tiene usted que dispensarle. Es un aturdido, y él no podía
figurarse...
--Mire usted que se necesita rejo... En puros cueros, señor...
--Travesedo.
Doña Juanita se quedó a vivir en la casa y comenzaron los desvelos
de Travesedo por hacerle grata la vida a la vieja. Lo primero que se
le ocurrió fue evitar que la madre de Teófilo entrase en sospechas
acerca de la condición social de Lolita. La hicieron pasar por una
señorita bien acomodada y huérfana, a lo cual la prostituta se
prestó de muy buen talante. Travesedo le dio prolijas instrucciones,
inculcándoselas con amenazas; que no dijera terminachos feos a la mesa,
que se peinase y lavase antes de comer, que al venir de madrugada
lo hiciera calladamente, y que si acaso volvía cuando la señora
estuviera levantada dijese que venía de misa. A todo acudió el previsor
Travesedo, conminándola con la expulsión al más leve desliz.
Era doña Juanita una mujer septuagenaria (a Teófilo lo había tenido,
como fruto unigénito y serondo, a los treinta y cinco años), de
aventajada estatura, no menos flaca que su hijo y más aguileña que
él, en extremo arrugada, los ojos vivos, el pelo entrecano, calva por
detrás de las orejas. Conservábase con el vigor de la primera juventud,
ágil y activa, que no podía ver a nadie trabajar sin que ella no echase
una mano. Parlanchina en bastante grado, pero muy pintoresca y limpia
de dicción. Abierta y nada asustadiza, el primer día que llegó, durante
la comida había ganado ya el corazón de todos. Como ella presumía, lo
de Teófilo se acabó con bien en pocas horas, gracias, sobre todo, a la
influencia de don Sabas Sicilia. Y como el presunto anarquista había
augurado cuando le llevaban preso, la breve reclusión fue lo mejor que
le pudo haber sucedido. Le sirvió, señaladamente, para que su nombre
rodase por los periódicos con una emoción nueva; para darle pretexto
a que escribiese en la prensa un comunicado, que le salió muy hidalgo
y noble de tono; para atraerse la simpatía de los radicales, por la
naturaleza del delito que se le imputaba, y de los conservadores por
haberse probado su inocencia, y, por último, para que la Roldán y Pérez
de Toledo se apresuraran a ensayarle su drama _A cielo abierto_ y a
estrenarlo cuanto antes, aprovechando la popularidad fortuita del autor.
Así que se vio en libertad, como si la compañía de su madre le enojara
o cohibiera, la indujo a que retornase a Valladolid; pero doña Juanita
se negó, porque quería presenciar el estreno del drama. Trataba a su
madre con despego, tras del cual, a veces, asomaba cierta hostilidad
latente. La vieja hubo de condolerse con Travesedo, quien procuró
consolarla como buenamente pudo.
--Señora, esas son las contras de tener un hijo que es un gran hombre.
Los artistas son reconcentrados, caprichosos, incomprensibles. Parece
que no se interesan por nadie; pero no hay que fiar en las apariencias.
Artista y hombre de sentimientos ardientes es todo uno. Un artista
tiene siempre el pudor de sus afectos. Adoran, y se morirían antes de
declararlo, como no sea por medio de la obra artística.
--Sí; debe de ser eso que usted dice, pero me hace sufrir.
Travesedo tomó por su cuenta a solas a Teófilo y le dijo:
--Eres un animal de bellota. Tienes a tu madre, que es una santa,
dolida y triste por el modo con que la tratas. Debía darte vergüenza.
Eres un salvaje, y tu orgullo es ridículo.
Teófilo respondió adusto:
--¡Orgullo!... En ocasiones te pagas de perspicaz; pero te pasas de
rosca. ¿Crees que debemos reconocimiento a nuestras madres por habernos
parido? No sé tú. Lo que es yo...
--Eres un idiota. Me río yo de tus versos...
Verónica le fue muy simpática a doña Juanita desde el punto en que
conocieron. Pero cuando la vieja supo que era bailarina, y muy del
agrado del público, torció el morro y frunció las cejas. Quiso verle
bailar una noche, y después de haberla visto, en la primera ocasión
formuló así su juicio:
--Hija mía, yo digo siempre lo que pienso, con franqueza. Le he visto a
usted bailar anteanoche, y, la verdad, aquellos movimientos de vientre
no me parecen cosa decente. Como me inspira usted cariño, me da lástima
de usted, porque adivino que acabará mal.
Verónica respondió que era el único modo decoroso que tenía de ganarse
la vida.
--Si usted lo llama a eso decoroso...
En vano acudieron los presentes a defender la licitud y honestidad de
las danzas de Verónica; doña Juanita se obstinaba en que todo ejercicio
en el cual el vientre toma demasiada parte, y esta la más principal, no
puede ser lícito ni honesto. Teófilo intervino con entonación agresiva:
--¿Y si yo le dijera a usted, madre, que en nuestras catedrales se
bailaban danzas como esas y peores en la Edad Media?
--No puede ser. ¡Piñones!...
--Usted, ¿qué sabe de eso?
--Sé lo que la razón natural dizta, y en cosas de conciencia que no me
vengan con Aristótiles ni los sabios de Grecia.
Doña Juanita quiso aprovechar su estancia en la corte para verlo todo.
Lolita se había ofrecido para acompañarla, pero Travesedo se opuso.
Esta misión se le encomendó a Amparito, que era muy aficionada a
callejear. En Valladolid, doña Juanita estaba siempre reclusa en casa,
encadenada por los negocios hospederiles y no salía nunca, como no
fuese los domingos de matinada, a misa. No había estado nunca en un
cinematógrafo. Cuando en Madrid lo vio por primera vez quedó hechizada
y confusa.
--¡Ay Dios! --ante una cinta que reproducía las maniobras de un
escuadrón de lanceros--. ¡Piñones! Pero, ¿cómo puede caber tanta gente
en ese escenarito tan pequeñico?
Ni ella se entendía ni Amparito podía comprender lo que la vieja quería
decir.
--Esto debe de ser cosa de ensalmo y brujería. No estoy muy tranquila,
Amparito, y creo que se debe consultar con el confesor.
--Quite usté allá, si es muy sencillo. Como las linternas mágicas de
los chicos.
--Eres muy niña e inocente y no te das cuenta de las asechanzas que el
diablo tiende por dondequiera. Este Madrid es una Babilonia corrompida.
¿Adónde irás a vivir no bien te cases?
--Creo que a Cuenca.
--Me alegro. En cualquiera parte mejor que en Madrid, tortolica
inocente. Porque, ¿qué hay en Madrid que valga la pena? Dirán que
el aquel del señorío y de la nobleza rancia. Con nobles no te has
de mezclar, y si por el señorío es, te digo, como persona vieja y
experimentada, que el de los pueblos es señorío más verdadero que este
de Madrid, en donde si te paras a discurrir echarás de ver que todo se
va en bambolla. Si no, atiende a lo que más de cerca te toca: quiero
decir, esa pobre doña Lolita. Está por la primera vez, hijica, que
tropiezo con una señorita que no sabe leer. ¿Cuándo se ha visto eso en
Valladolid? Y de aseo no hablemos. Habrás observado, como yo, que peca
de harto desidiosa. De piedad tengo para mí que anda tal cual. Verdad
que tiene en su habitación un San Antonio y otras imágenes religiosas,
y que cierto día muy de mañanita venía ya de la iglesia; pero no se
me ha ocultado que el último domingo no fue a misa. ¡Qué desarreglo
de costumbres! Veo que te ríes de mí, picarilla. Palabras de viejo no
mueven oídos demasiadamente mozos.
Antes del estreno de Teófilo, doña Juanita tuvo ocasión de presenciar
otro, en el teatro Español. Alberto se procuró tres delanteras de
anfiteatro para la vieja, Amparito y Verónica, la cual, merced a
unas mejoras que a la sazón hacían en el teatrito en donde estaba
contratada, disfrutaba de unos días de descanso. Representábase una
tragedia, titulada _Hermiona_, escrita por don Sixto Díaz Torcaz, el
viejo patriarca de la literatura castellana, más cumplido que en años,
con serlo mucho, en obras, y no menos lozano de corazón que eminente
en edad y virtudes. Su nombre inspiraba una veneración sin cisma; pero
su genio aventajaba aún a su fama, y detrás de ella quedaba oculto,
como acontece cuando se está en la raíz de una cordillera, que un
oteruelo, por lo cercano, esconde, a manera de verde cancel, el enorme
y meditativo consejo de los ancianos montes, de sienes canas. Hacía
cosa de tres años que don Sixto, como por lo común, con acento entre
religioso y familiar se le llamaba, se había adscrito a la política
militante y a la causa de la República. Asegurábase antes del estreno
que _Hermiona_, bajo su nombre musical y alado, como vestido de viento
y armonía, disimulaba otra música más agria y provocativa: un chinchín
de charanga callejera, a propósito para turbar el seso de la plebe
y empujarla al frenesí. Dicho más claro: murmurábase que _Hermiona_
era una insignia de motín o incitación revolucionaria antes que obra
de arte. Habíanse anunciado disturbios de orden público. El teatro
estaba lleno de coribantes republicanos y de policía secreta. Aunque
los ánimos vibraban al rojo flamígero y los corazones llevaban puesto
el gorro frigio, el aspecto del teatro era sobre manera caliginoso
y funeral, como sucede en todo gran ayuntamiento de hombres solos,
trajeados a la moderna, pues no se veían en las butacas otros seres
femeninos que la señora de Rinconete, la de Coterilla y unas pocas
más, hembras pertenecientes al _demos_, cuyos esposos, ciudadanos
concienzudos, las habían conducido al estreno por realizar rotunda
afirmación de valor cívico. Después del primer acto, aquel gran
concurso de almas levantiscas y demoledoras no podían ocultar el
desencanto sufrido, como si las únicas víctimas de la tragedia fuesen
ellas. Habían acudido al teatro refocilándose por anticipado con
la esperanza de armar una marimorena y de regalarse con la bazofia
suculenta de unas cuantas peroraciones hervorosas y humeantes, por
el estilo de las que se usan en los mítines populachescos. Pero la
tragedia no era olla podrida, en donde cada quisque pudiera meter a su
talante la cuchara de palo, sino verdadera tragedia, de gran austeridad
de forma, y el fondo saturado de una pesadumbre a modo de gravitación
de lo eternamente humano y doloroso, gravitación que los ciudadanos
Rinconete y Coterilla calificaban entre dientes de _lata_.
Hubo, al terminar la representación, grandes aclamaciones, aplausos,
vivas y plácemes para el viejo maestro, cuyo nombre, al fin y al cabo,
estaba muy por encima del juicio circunstancial formulado con ocasión
de una simple obra. Pero el público salió defraudado, rezongando
compasivamente y con luctuosos enarcamientos de cejas que don Sixto
perdía con la edad la batuta.
Estaban al pie de la escalera, esperando a las tres mujeres, Travesedo,
Teófilo y Alberto.
--¡Buen chasco nos hemos llevado! --suspiró Travesedo, consternado--.
Creí que íbamos a tener unas nuevas vísperas sicilianas, y muertes,
asolamientos y fieros males, y todo se ha resuelto en una prolija
tintura de opio. Porque convendrás conmigo en que el testamento de una
vieja beata es poco pretexto para cuatro interminables actos.
--Tu reparo, querido Eduardo --intervino Alberto--, es semejante al de
aquel alemán que, después de haber leído Otelo, no se le ocurrió otra
observación sino decir: «Este Otelo es un estúpido. Vaya, que mover
tanto lío por una cosa tan sencilla como es perder un pañuelo...»
Tales son los despropósitos que he oído decir en los entreactos, aun
a sujetos que reputo sensibles e inteligentes, que casi me aventuro
a asegurar que hoy no ha habido en el teatro más de dos personas que
hayan entendido la tragedia.
--¿Quién es la otra? --preguntó Travesedo, con ironía afectuosa.
--Primero, ¿quién es la una? --atajó Teófilo.
--¿Quién ha de ser, bobo? Él mismo --aseguró Travesedo--. ¿Quién es la
otra, pues?
--Verónica.
En esto aparecieron en lo alto del tramo inferior de la escalera
doña Juanita, Verónica y Amparito. Verónica, dirigiéndose a Alberto
exclusivamente, rompió a hablar:
--Vengo como loca, chiquillo. ¿Te acuerdas de aquella tarde que me
leíste un drama que estaba escrito en franchute o en latín? Pues lo
mismito he sentido hoy. Nada, que había momentos en que creí volverme
loca, porque es aquello que si te pones en su caso, cada uno de los
personajes tiene razón que le sale por la punta de la coronilla. Y que
una no pueda arreglarlo a gusto de todos... Por supuesto, que una cosa
es que todos tengan razón en su fuero interno, y otra cosa que siendo
como es, porque no puede ser de otra manera, resulta que la doña Paca
hace mucho mal a los otros, y por esto me alegro que Hermiona, con
muchísimos... piñones, como dice doña Juanita, le haya dado la puntilla
a la maldita vieja.
Salieron todos a la calle. Verónica continuó hablando.
--¡He pensado tantas veces en aquel drama!... Se me ha ocurrido que si
Yago (para que veas si se me quedó dentro hasta los nombres), asistiera
por casualidad un día al teatro y viera representar el drama, y desde
fuera se viese a sí mismo, no volvía a hacer lo que hizo, ¿qué te
parece? Bueno, ¿canso? Pues, quédense ustedes con Dios.
Caminaban delante las tres mujeres, detrás los tres hombres. Hicieron
rumbo a una chocolatería.
--Ya nos ha dado doña Verónica una lección de estética --murmuró
Teófilo, con sarcasmo.
--Me parece que sí, Teófilo --replicó Guzmán--. Aquella catarsis
o purificación y limpieza de toda superfluidad espiritual que el
espectador de una tragedia sufre, según Aristóteles...
--Que no te oiga mi madre, porque ella tiene el monopolio de
Aristótiles.
--Digo que aquella catarsis no es más, si bien se mira, que acto
preparatorio del corazón para recibir dignamente el advenimiento de dos
grandes virtudes, de las dos más grandes virtudes, y estoy por decir
que las únicas.
--Son a saber.
--La tolerancia y la justicia.
--Veamos cómo.
--Estas dos virtudes no se sienten, por lo tanto, no se transmiten, a
no ser que el creador de la obra artística posea de consuno espíritu
lírico y espíritu dramático, los cuales, fundidos, forman el espíritu
trágico. El espíritu lírico equivale a la capacidad de subjetivación;
esto es, a vivir por cuenta propia y por entero, con ciego abandono de
uno mismo y dadivosa plenitud, todas y cada una de las vidas ajenas.
En la mayor o menor medida que se posea este don se es más o menos
tolerante. La suma posesión sería la suma tolerancia. Dios solamente lo
posee en tal grado que en él viven todas las criaturas. El espíritu
dramático, por el contrario, es la capacidad de impersonalidad, o sea
la mutilación de toda inclinación, simpatía o preferencia por un ser
o una idea enfrente de otros, sino que se les ha de dejar uncidos a
la propia ley de su desarrollo, que ellos, con fuerte independencia,
choquen, luchen, conflagren, de manera que no bien se ha solucionado el
conflicto se vea por modo patente cuáles eran los seres e ideas útiles
para los más y cuáles los nocivos. El campo de acción del espíritu
lírico es el hombre; el del espíritu dramático es la humanidad. Y de
la resolución de estos dos espíritus, que parecen antitéticos, surge
la tragedia. Cuando el autor dramático inventa personajes amables
y personajes odiosos, y conforme a este artificio inicial urde una
acción, el resultado es un melodrama. Por supuesto, el melodrama
existe también en la novela, en la filosofía, en la política, hasta
en la pintura y en la música, en todo lo que sea vida arbitrariamente
simulada por el hombre, pero nunca en la vida real. En España somos
absolutistas; la palabra tolerancia es un vocablo huero y apenas si muy
recientemente ha comenzado a florecer el espíritu lírico.
--Eres el más terrible tejedor de sofismas. No conozco nadie que te
aventaje, como no sea don Sabas --declaró Teófilo, cuyo drama estaba
construido a base de personajes simpáticos y personajes antipáticos,
porque se le figuraba, y no sin razón, que este era el único camino del
éxito económico y literario.
--No compares.
--Pero a mí no me gusta discutir empleando voces y conceptos de humo
--añadió Teófilo, sacando las manos de los bolsillos del pantalón y
accionando con vehemencia--. Yo pongo siempre el caso concreto, el
ejemplo palpitante, de carne y sangre, de dolor y de lágrimas. Helo
aquí. Un poeta se enamora con todas sus potencias y sentidos de una
mujer que finge corresponderle con no menos ardor. Toda la vida
pasada, presente y futura de este hombre se reasume y encarna en
aquella mujer. Pues, de la noche a la mañana, la mujer le abandona.
El poeta, como se supone, no es un hombre recio, forzudo, musculoso,
brutal, pues sería absurdo concebir que una persona dotada de extrema
sensibilidad y a quien la más leve palpitación del mundo externo
conturba, exalta o deprime, sea un bravo y perfecto ejemplar de la raza
humana en lo que se refiere a la parte material. No, todo lo contrario;
yo doy por sentado, para los efectos de mi tesis, que este hombre es
todo espíritu, nada más que espíritu. Y la mujer, inopinadamente, huye
de él en compañía de un titiritero, de un hombre todo materia, torpeza
e instinto. Este es un drama, si hay dramas en el mundo. Ahora bien;
este poeta, no por vanagloria o amor al arte, porque después de haber
visto arruinada su vida se le da un comino por la vanagloria y por el
arte, sino por necesidad desbordante del alma, porque el arte viene
a ser una liberación, se pone a escribir su drama. Según tú ha de
presentar los tipos de la mujer pérfida y del titiritero brutal de tal
suerte que todas las mujeres y todos los hombres piensen: «Yo hubiera
hecho lo mismo en el caso de ellos.»
--Exactamente.
--Y al poeta, al que debía simbolizar lo más noble y elevado en la
vida, que lo parta un rayo. ¡Estaría bueno!... --exclamó Teófilo
sonriendo acedamente--. Pues yo creo, por el contrario, que el arte es
caracterización, síntesis, y que los buenos, a través de la obra de
arte, aparecen mejores, y los malos aparecen peores.
--Supón por un momento que esa mujer pérfida tiene tanto talento
literario como el poeta y que se le ocurre escribir el mismo drama.
Sería un drama diferente, ¿verdad?
--Claro está.
--Y, sin embargo, es el mismo drama.
--Otro sofisma. Es como si colocas a veinte pintores alrededor de un
modelo. Todos pintan lo mismo y cada cuadro es diferente, porque han
sido diferentes los puntos de vista.
--No, porque el pintor se limita a pintar lo que ve y como lo
ve. Otra cosa sería si el que pinta la figura de espaldas, por
completarla, añadiera la misma figura de frente, imaginada o en
caricatura. Para mí es evidente que todo autor dramático que merezca
tal nombre, antes de ponerse a escribir una obra debe hacerse esta
consideración: «Supongamos que mis personajes asisten como espectadores
a la representación de la obra en la cual intervienen, ¿pondrían
en conciencia su firma al pie de los respectivos papeles, como los
testigos de un proceso de buena fe al pie de sus atestados?» Todo lo
demás no es arte dramático, sino superchería, bambolla, bombas fecales,
inmoralidad y estupidez.
--Siempre quedaría el drama poético-- apuntó Teófilo, sin disimular
cierta expresión de enojo y desdén.
--Cuando dije bombas fecales, querido Teófilo, aludía al drama poético
a que tú te refieres. Y ahora vamos a tomar chocolate.


VII

El día del estreno de _A cielo abierto_, a las cuatro de la tarde, una
dama elegante llegó a casa de Antonia. Doña Juanita, que aquel día
andaba con los nervios en alta tensión y no podía estarse quieta en
parte alguna, tan pronto como oyó la campanilla salió a abrir. Grande
fue su sorpresa en oyendo que aquella dama preguntaba por su hijo.
--Está en el teatro, señora. Como hoy es el estreno... ¿Usted sabía?
--Sí, señora. Ya tengo mi localidad para esta noche.
--Cuánto le agradezco... Pero pase usted.
--Un momento solamente. ¿Puedo escribir cuatro letras?
--Sí, señora. Pase usted. Mejor será que pase al cuarto de don Alberto,
porque mi hijo, con estos jaleos de los ensayos, no para en casa y no
tendrá papel, ni pluma, ni nada.
--Pero Teófilo, ¿es hijo de usted?
--Sí, señora --doña Juanita comenzó a enternecerse.
--¡Qué suerte tener tal hijo!...
--¡Bendito sea Dios! --doña Juanita se enterneció más.
La dama parecía enternecerse también.
--¿Y cómo está? --inquirió la dama.
--Pues verá usted. Cuando yo vine de Valladolid, con ocasión de aquella
infamia de la bomba, ya estará usted enterada --la dama asintió con
la cabeza--, le encontré muy desmejoradico, muy desmejoradico; pero
sobre todo, reconcentrado y huraño de todo punto. Mucho me hizo sufrir,
porque yo, señora, no acertaba a dar con el hito de su malhumor, que
las más de las veces lo pagaba conmigo. Hasta que don Alberto, ¿conoce
usted a don Alberto Díaz de Guzmán? --la dama asintió nuevamente--.
Digo que este señor me confesó con mucho misterio que a mi Teófilo
le había hecho mucho mal una mujerzuela de esas, una perdida, de la
cual se había enamorado, y ella se fue con un bergante o golfo, como
por aquí le dicen. ¿Ve usted qué desgracia, señora? Bien dicen los
libros santos, que la mala mujer es como el estiércol que anda por los
caminos. Peor que eso, señora, peor que eso.
--¿Y sigue Teófilo siempre tan huraño... tan...? --la voz de la dama
temblaba un poco.
Doña Juanita entendió repentinamente que aquella dama era la mujer de
quien se había enamorado Teófilo.
--¿Tan enamorado quiere usted decir? --los ojos de doña Juanita echaban
chispas.
--No, señora. He querido decir tan malhumorado, tan triste...
--¡Bendito sea Dios! Ya se curó del todo y no piensa en aquella
vil ramera --doña Juanita empleaba a veces términos retóricos muy
enfáticos-- si no es para maldecirla o, por mejor decir, para reirse de
ella. Si usted es amiga de Teófilo y se interesa por él, como parece,
se alegrará cuando sepa que allá para mediados del estío se casará
con su prima Lucrecia --doña Juanita urdía todas aquellas falsedades,
lisonjeándose con la idea de que la dama había de salir furiosa y
ofendida para no acordarse más de Teófilo.
--Sí, señora; me alegro mucho que sea feliz, y a usted le doy la
enhorabuena --la perspicacia de doña Juanita quedó perpleja y no
acertó a discernir si el tono con que la dama dijo estas frases era
de quebranto o de sincera efusión. Temblábale la voz de raro modo.
Prosiguió la dama--: Ahora, si usted me lo permite, voy a escribir
cuatro letras para su hijo.
Sentose la dama a la mesa, permaneció unos momentos con la pluma
en alto, poseída de meditabunda incertidumbre, y a la postre trazó
brevísima esquela que metió en un sobre, y después de engomarlo se lo
entregó a la anciana sin haber escrito dirección ninguna.
No bien hubo quedado a solas doña Juanita se sintió embestida por
muy justificados y verosímiles presentimientos. La dama era seguro
que aludiría en el billete a la presunta boda, y aun diría cómo
había recibido la noticia, por donde Teófilo había de recibir grande
contrariedad de aquel engaño e intromisión impertinente de su madre, y
quizás su enfado se tradujese en palabras poco respetuosas, coléricas
y hasta crueles. No vaciló mucho tiempo doña Juanita. Abrió el sobre y
leyó la carta, la cual rezaba así:
«_Tu madre me dice que te casas._ (¡Qué víbora ponzoñosa!, exclamó
doña Juanita en voz alta.) _Lo mejor es que no nos volvamos a ver.
Quiero resignarme y renunciar a tu amor. No sé si podré. Tu amor
había sido en mi vida una cosa tan rara y preciosa... Si quieres
verme, como amigo, vivo en el hotel Alcázar. Creo en Dios y acepto lo
que sucede como un castigo que me tengo bien ganado._
ROSINA.»
--Cree en Dios... ¡Qué blasfemia! Estas corrompidas mujeres no respetan
nada --exclamó de nuevo doña Juanita. Rasgó la carta. Era un deber
de conciencia destruir el cínico papelucho. Pero anticipándose a
cualquiera eventualidad, con la mejor intención, quiso curarse en salud
por si Teófilo llegaba a saber que habían dejado una carta para él y
venía pidiendo la fementida carta. Doña Juanita determinó adelantarse
a decir a su hijo, tan pronto como este volviera, que una mujer había
venido a visitarle y no encontrándole en casa había dejado escrito un
billete, el cual estaba sobre la mesa de despacho del señor Guzmán;
luego echaría la culpa del extravío a Milagritos. No iba a ser Teófilo
tan suspicaz que presumiese nada malo de su propia madre. Con esto doña
Juanita pareció sosegarse. Se sentó en una butaca e insensiblemente
comenzó a dar cabezadas, dormitando. De pronto creyó oír un murmurio
en sus orejas que le avivó el seso y le hizo abrir los ojos con
sobresalto. Decía claramente el murmurio: «Creo en Dios y acepto lo
que sucede como un castigo que me tengo bien ganado.» ¿Por qué no
había de creer en Dios aquella mala mujer? Doña Juanita pensó: «Mala
mujer, pero no tan mala como yo soy, sin ningún temor de Dios y ciega
a su alta justicia. Mejor mujer es que yo soy, pues ella me enseña la
resignación y el acatamiento a lo que no es sino castigo de nuestros
desvaríos. ¡Dios! ¡Dios! Este desamor, y aun yo dijera odio, que
Teófilo me tiene, ¿qué es sino justa sanción de mis pecados para con
él? Hijo mío de mi alma, hijo mío de mi alma, cómo me haces sufrir.»
La tribulación de doña Juanita se deshizo en lágrimas. Le acometió
la necesidad de orar y fue al cuarto de Lolita a postrarse ante San
Antonio y el Niño Dios. Maravillose de no hallar al santo en su lugar
acostumbrado. Giró la vista en torno, y viéndolo todo sucio, revuelto,
patas arriba, con aquella su infantil volubilidad, obra de sus muchos
años, dejando de lado por un momento sus congojas, murmuró entre
dientes:
--¡Qué cabeza! ¡Qué criatura! ¡Qué desorden! ¡Qué leonera! Media tarde
y hay que ver esta habitación. ¡Piñones!...
Sus hábitos de hacendosidad le indujeron a poner algún arreglo en
el menaje de Lolita. En el velador del centro parecíanse peines,
cacharros, potes de afeites y unturas y ovillos de pelos. Doña Juanita
tomó con el pulgar y el índice, a manera de pinzas, como quien coge un
bicho sucio, aquellos despojos de la cabellera de Lolita, hablando a
media voz:
--Bueno; esto es ya guarrería. Se le iba a caer el cetro por tirar esta
pelambre en el cubo.
Cuál no sería su estupor y espanto al ver al bendito San Antonio,
flotando panza abajo en las turbias aguas de aquel miserable recipiente.
--¡Dios me ampare! ¡Qué sacrilegio! --suspiró la vieja santiguándose.
Pero se tranquilizó muy presto atribuyendo la fechoría a Milagritos.
Extrajo al santo del cubo, lo enjutó y reintegró a la rinconera; pero
no pudo devolverle el Niño Dios, al cual no pudo encontrar por más
vueltas que dio. Luego salió en busca de la niña a fin de echarle una
reprimenda y amonestarla para lo sucesivo. Milagritos estaba sentada
en el suelo, detrás de los hierros de un balcón, mirando la gente que
pasaba por la calle. Los ojos de la niña, color miosotis, cernidos por
grandes ojeras de violeta, volvíanse a mirar a las personas con amarga
e inmóvil intensidad. Era una niña que no reía nunca y hablaba raras
veces. Negó haber hecho tomar un baño a San Antonio, y por mucho que
doña Juanita le instó a que fuese buena niña, sincera, y confesase su
delito, la niña no se dignó responder una palabra más. En vista de
esto doña Juanita cedió en sus ardores pesquisitorios, y no teniendo
cosa mejor que hacer se sentó también a contemplar lo que pasaba en la
calle. Doña Juanita estaba muy nerviosa y la niña no apartaba los ojos
de ella.
--¿Qué le pasa a usted, doña Juanita?
--Miren el arrapiezo, qué fisgona.
--¿Qué le pasa a usted, doña Juanita, que no se puede estar quieta?
Sin saber por qué, doña Juanita se sentía al lado de Milagritos más
acompañada que no con las personas mayores.
--Pues, estoy nerviosa, doña Marisabidilla.
--¿Por qué está usted nerviosa?
--No quiere saber poco la señorita Renacuajo. Pues estoy nerviosa
porque esta noche voy al teatro, y hasta que no llegue la hora, pues
estoy nerviosa --doña Juanita no acertaba con expresiones tan claras
como ella quisiera.
--¿Y por eso está usted nerviosa? --Milagritos se levantó, se marchó y
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