Troteras y danzaderas: Novela - 03

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pudieran calcularse con ligero error.
--¡Qué cosa!... --murmuró Rosina, y se acercó al cuadro--. Nadie diría
que este caballete esté pintado. Si es de bulto... --y se volvió
hacia Teófilo, que sonreía con afectado desdén--. Pero, ¿de veras
no lo encuentra usted maravilloso? Verá usted qué tontería se me ha
ocurrido... No se ría usted de mí. ¿No ha visto usted nunca los peces
detrás de los vidrios en los acuariums?
--Naturalmente que sí --cortó rudamente Teófilo, que, en efecto, no los
había visto nunca, lo cual, en rigor, no era bochornoso.
--En casa tengo una pecera con un pez. Bueno; pues ¿no se ha fijado
usted en que cuando el pez está junto al vidrio se le ve de su tamaño;
pero se aparta nada más que una cuarta y se le ve muy a lo lejos, muy a
lo lejos? Y, sin embargo, se ve y se conoce que anda muy cerquita. Lo
mismo ocurre con las guindas en aguardiente. Y ahora viene la tontería.
Al ver este cuadro me acordé de cuando yo ponía guindas en aguardiente.
Nada, que parece que hay un vidrio por delante, y detrás está todo
lleno de espíritu de vino, y las personas están flotando en él y
conservadas para siempre. Mire usted este hombrín, vestido de negro,
allá, muy allá, en el fondo, y, sin embargo, se ve y se comprende que
está a diez pasos.
--Sí, sí; algo hay de eso...
--Claro que no pretendo que le haga a usted esa impresión. Son
tonterías mías. Usted es un artista.
Rosina permaneció largo tiempo en un leve éxtasis sensual, contemplando
la pintura. Teófilo salió a sentarse en el diván de la sala redonda.
Anonadábale la esperanza y creía tener en lugar de corazón un
montoncito de cenizas, y una burbuja de aire turbio en lugar de
sesos. Rodaba los ojos en torno, demandando a las pinturas de don
Diego Velázquez una emoción o una idea; mas su espíritu permanecía
árido. «¿Por qué son estos cuadros mejores que otros cuadros; en qué
aventajaban a un cromo?», se preguntaba y se retorcía las nudosas,
viscosas manos. Llegose Rosina a él y se sentó a su lado. Cerró los
ojos, y estúvose unos minutos en silencio. Al abrirlos, exclamó con voz
brumosa:
--¡Oh, Pajares! Si me parece que no existimos... Si las cosas parecen
una ilusión, como en aquel cuadro... --ruborizose como observase que
Teófilo la miraba severamente, y añadió--: Qué bobada; como no estoy
acostumbrada a madrugar, eso debe de ser. Estos otros cuadros son
preciosos también --levantábase a mirarlos de cerca, cuándo uno, cuándo
otro, y tornaba a sentarse junto a Teófilo--. Es curioso. ¿No le ha
llamado a usted la atención que este pintor hace casi siempre los ojos
con las niñas muy grandes, muy abiertas? Como los míos. Son de color
castaño, como la castaña de Indias, me los tengo bien estudiados; pero
a veces la niña los cubre todos y entonces son negros. Ahora deben de
ser negros, porque estoy algo nerviosa. Míremelos usted.
Inclinose Teófilo a examinarlos y declaró, con inflexiones líricas:
--Negros, negros..., abismáticos.
--¡Bah... esa es una palabra! --corrigió Rosina, que poseía un claro
buen sentido.
--Sí, una palabra hueca. Tiene usted razón --asintió Teófilo en uno de
aquellos estados suyos de renunciamiento. Y pensó: «¿Qué soy todo yo,
sino un amasijo de palabras huecas?» Su rostro se inclinaba en aquel
instante en actitud de serena amargura. Como volviera al acaso sus ojos
hacia Rosina, descubrió que la muchacha le miraba con simpatía, quizás
con amor. Teófilo, sin poder reprimirse, le estrechó la mano y se
aventuró a interrogar--: ¿En qué pensaba usted?
--No pensaba en nada, lo que se dice pensar claramente; pero andaba
así como buscando no sé qué parecido entre usted y los cuadros de
Velázquez. No con un cuadro solo, o con tal o cual cara, sino una cosa
de aire... Qué se yo. No me lo puedo explicar.
Visitaron después diferentes salas, y ya cerca de la una salieron a la
calle.
Rosina estaba tan colmada de sensaciones que las palabras fluían sin
tasa de sus labios:
--¡Qué día! ¡Qué hermoso día! ¿Verdad, Pajares? Este cielo de Madrid...
Dicen que es profundo y alto, y no sé cuántas cosas más. Es mucho mejor
que eso; es aquella cosa mate y tierna como la carnecita de mi Rosa
Fernanda, si la carne fuera azul; pero a mí me da la misma impresión.
Eso es; aquella cosa mate de aquel cuadro que vimos, ¿de quién era?
De Goya, ¿no? Pues mire usted aquel pobre, aquella capa de color
chocolate, aquellos ojos... Si es el..., ¿cómo se llamaba?, el Esopo,
justo, el Esopo. Pues ¿esos carreteros? ¿No es todo hermoso?
La fluencia de Rosina anegaba a Teófilo, llenándole los vacíos pómulos
con una sonrisa densa, bondadosa y feliz.
--Sí, Rosa, todo es hermoso. A mí se me figura que lo veo por primera
vez.
Rosina tomó el brazo de Teófilo.
--Usted lo ha dicho, con cuatro palabras, lo que yo sentía y no era
capaz de expresar. Parece que se ve por primera vez, como si lo hubiera
acabado de hacer Dios y no pudiera ser de otra manera que como es.
Detuviéronse junto a una de las fuentes del Paseo del Botánico. Al pie
de ella, unos obreros municipales habían levantado una hoguera con
ramazón seca y hojarasca. Agua y fuego cantaban a su modo.
--¡Qué hermosa es el agua! ¡Qué hermoso es el fuego! --suspiró Rosina.
Y Teófilo, a quien agua y fuego sugerían emociones e ideas, añadió:
--Las dos cosas más hermosas de la tierra. Dos cosas que no se pueden
pintar.
--Sí, las dos cosas más hermosas quizás.
--Como no sea la mujer, que tiene algo de agua y algo de fuego.
Rosina, instintivamente, se ceñía al flanco de su amigo.
En la puerta de casa, Teófilo quiso despedirse.
--¿Cómo? --atajó Rosina--, hoy almuerza usted conmigo.
Al subir las escaleras Teófilo se arrepintió de haber aceptado el
convite, porque temía hacer erróneo uso del cuchillo y desmerecer a los
ojos de Rosina.


VII
El don de la palabra ha sido otorgado al hombre por que pueda
ocultar lo que piensa.
PADRE MALAGRIDA.

Rosina había dispuesto que comiesen a solas Teófilo y ella. El marinero
ciego y Rosa Fernanda comían en otra habitación.
El comedor tenía dos balconcitos que daban a un espacioso patio. Los
balcones estaban abiertos y corridas las cortinas de muselina, tan
livianas que el aire y el sol las pasaba de claro, pero bastante
densas para guardar de ojeadas fisgonas el recinto.
Conchita sirvió el almuerzo, y no era raro que se mezclase a la
conversación, solicitada siempre por Rosina o Teófilo. Uno y otro
hablaban con exceso e incoherencia; una afable sonrisa social, sin
expresión, superpuesta al rostro, como personas que más que por decir
lo que quieren luchan por no decir lo que piensan. Daban escape al
exceso de energía nerviosa por la válvula de los labios; pero el
espíritu permanecía ausente de la palabra, vagaba agitadamente en un
angosto ámbito de pensamientos, como el viajero que aguarda en los
andenes la llegada de misterioso tren. Los dos pensaban: «no es tiempo
aún». Por eso requerían a Conchita de continuo a que les distrajera
con una de sus graciosas y prolijas parrafadas. Pero Conchita, por
desgracia y raro caso, no estaba aquel día en modo elocuente.
En terminando de almorzar, Rosina envió de paseo a su hija, en compañía
de la criada vieja. Quería desembarazarse de gente. Tenía un criado
para sacar a la calle al ciego; pero comía y dormía fuera de la casa y
no se presentaba sino a las horas de servicio.
Rosina condujo a Teófilo a una salita de confianza, en donde ella
acostumbraba vestirse, leer, ensayar canto y coser algunas veces.
Estaba amueblada heterogéneamente, como habitación en donde cada mueble
obedece a una necesidad. Había un piano vertical, un perchero con
cortinas que bajaban hasta casi rozar el suelo, un tocador, fotografías
empalidecidas por los años, y los sillones eran cómodos y de una suave
y muelle adaptabilidad, obra del uso. Sobre el piano, una pecera con un
pez color azafrán.
A poco de haber llegado Teófilo y Rosina, y cuando no habían abierto
aún la boca, entró el ciego, el cual sabía andar a tientas por toda la
casa. Eran sus facciones redondas y muy curtidas; el rostro, afeitado,
y por debajo de la quijada un rollo de barbas, a la marinera,
blanquinosas. Los ojos azules, portentosamente serenos y como si no
estuvieran privados de visión. Las espaldas, rotundas; largos los
brazos y las manos chatas; corvas las piernas. Toda la traza del hombre
que ha vivido adscrito muchos años al remo. Fumaba un cigarro habano,
con la sortija puesta, y lo asía con dos dedos, muy cerca de la lumbre.
--Rosina, ponme una silla.
Rosina le guió hasta una butaca. Luego, por señas, instó a Teófilo a
que diese la mano al ciego.
--¿Usté ye el poeta, verdá?
--¿Quién se atreverá a decir que es un poeta? Y menos, el poeta. ¡Oh!
Habló Teófilo tanto con el movimiento de las facciones como con las
palabras, sin darse cuenta de que estaba frente a un ciego.
--Pero usté ¿ye o no ye poeta?
--Hombre, hago versos.
Teófilo se cortó un tanto.
--Padre, tiene usté unas preguntas... ¿No ve que él no puede
responderle?
--¿Por qué no?
--Porque no.
La seca respuesta abatió la cabeza del ciego. Irguiola poco después,
inquiriendo.
--Qué ye más, ¿poeta o Menistro?
--Poeta, padre, ministro lo es cualquiera.
--¿Cualquiera?
--Sí, cualquiera.
--Y este señor ¿es amigo del Menistro?
--No lo soy. De su hijo Pascual, sí. Por él conocí a Rosa.
--¿Y cómo viene a esta casa sin ser amigo del Menistro?
--Porque esta casa, padre, es mi casa, y no la casa del ministro.
--¿Eh?
--Que esta es mi casa y recibo a quien me da la gana.
--Sí, sí; tienes razón, Rosina. Rosina ye muy guapa ¿verdá, señor poeta?
--Hermosísima --exclamó Teófilo con ímpetu.
Rosina le sonrió.
--Cuando salga al teatro..., ¿verdá?, la gente va a quedar toña.
--Chiflada, quiere decir --explicó Rosina.
--Desde luego --asintió Teófilo, penumbrosamente.
--Rosina, súbeme la anilla.
Y alargó el cigarro a su hija. Esta apartó dos centímetros la sortija
del fuego y devolvió el cigarro al padre.
--A mí estropéaseme el cigarro al subir la anilla --explicó el viejo--.
Estos cigarros dámelos el Menistro. Diz que son los mejores. Fúmolos
porque el Menistro me los da; pero dende que non veo ¿non ye raro? non
me sabe a na el tabaco. Tien que ser muy fuerte. Como que non sé si
arde o non arde si no pongo al lao los deos... Uno cree que pierde la
vista solo, ¿eh?; pues piérdense tantas cosas con ella...
Sonó el timbre de la puerta.
--Padre, debe de ser Rufino. Ea, a pasear, que hoy hace un día muy
guapo.
Era Rufino, el criado. El ciego salió con él y quedaron a solas Teófilo
y Rosina.


VIII

«Ahora tiene que ser», pensaron la mujer y el hombre. Tenía que
ser, pero aún no sabían cómo iba a ser. No sabían si alegrarse o
apesadumbrarse. El futuro inminente gravitaba sobre ellos, pero
ignoraban lo que iba a ocurrir.
Rosina había entrado con toda su alma en esta aventura, prometiéndose
deleites de un linaje desconocido, elevados deleites, porque no era
carnal sino voluptuosa. Durante el almuerzo se había preguntado
repetidas veces: «¿Le quiero?» La respuesta sucedíase siempre en
afirmación. Y ya en los umbrales del misterioso trance, cerraba los
ojos y humillaba el espíritu ante el nuevo yugo, ansiando sentir cuanto
más pronto su contacto y con él el término de aquella congoja. «¿Qué va
a hacer? ¿Qué va a hacer, Dios mío?», se decía. Y luego: «¿Y si hiciera
lo de todos?» Lo de todos era tomarla, gustarla y poseerla, con más o
menos fruición, y después dejarla de lado fríamente, hasta que el deseo
la avalorase de nuevo. Y se le desparramaba en el paladar un gusto
amargo, astringente. Permaneció con los ojos gachos.
También Pajares mantenía bajos los párpados. Pero su zozobra era más
profunda y doliente que la de Rosina. Apretábale la urgencia de hacer o
decir algo, y el corazón, impaciente por asomarse a sus labios, había
subido a la garganta y le ahogaba. Pero la voluntad le había desertado
y un frío cobarde se alojaba en sus huesos. En el Museo, y más tarde, a
la hora de almorzar, le había parecido descubrir patentes indicios de
amor en Rosina. Pero ahora echaba de ver claramente que no eran sino
meras afabilidades sociales, cuando no sutiles y crueles artificios de
cortesana. Espantábale amar y que le hicieran befa del amor. El vértigo
se apoderaba de él y le nublaba los ojos con un velo de sangre anémica,
color de rosa. Entonces decidió dar fin de semejante martirio, salir
huyendo a esconderse en el último rincón de la tierra, pero no pudo.
La cabeza le vacilaba sobre los hombros y cayó en tierra, el corazón
desfalleciente y como ajenado de los sentidos. Cayó en tierra de
rodillas y llorando; desplomó la cabeza sobre el regazo de Rosina, le
asió de las manos y se las cubría de besos.
Tan inesperado fue todo, tan fuerte, que Rosina, a causa del choque y a
pesar suyo se encontró desdoblada en dos personalidades diferentes: la
una estaba plenamente dominada por la situación, la otra había salido
de fuera, como espectador, y exclamaba casi en arrobo: «¿Es posible que
existan estas cosas?» Pero, a poco, las dos personalidades se fundieron
en una como inconsciencia y sabrosa conturbación del ánimo. Rosina
estaba atacada de una breve risa nerviosa que sonaba a sollozos y que
por sollozos tomó Pajares.
A seguida, pareciéndole mal a la mujer que aquel hombre estuviera
hinojado a sus pies, deslizose de la butaca y descendió a sentarse
en la alfombra, en donde abrazados, besándose y suspirando palabras
borrosas, se estuvieron un buen rato. Cuando se recobraron y se
levantaron, no sabiendo qué decirse se sonreían mutuamente.
Pajares se sentó en una butaca y atrajo a Rosina a que se le sentara
sobre las piernas, y en teniéndola sobre sí la cercó con los brazos,
enjutos y nerviosos, que Rosina sentía a través del vestido como un aro
de hierro inquebrantable.
Pajares conservaba aún humedecidos los ojos; lo propio le sucedía a
Rosina. Así como en la historia de la humanidad el agua fue la grande
y primera soldadora de pueblos (porque mares y ríos son lazos, montes
son barrera y desierto es aislador), así en la historia de los amores
individuales las lágrimas unen, la altivez separa y la llaneza árida
aísla.
Presa entre sus brazos y recibiendo de ella la calidez de sus
besos, Pajares experimentó perentoria voracidad de poseer a Rosina
enteramente. Pero esta entera posesión no era la posesión física o
concupiscencia de gozarla como hembra, sino la sed de beberle el alma,
de conocer toda su vida, de atraer el pasado diluido en sombras hacia
el presente y trasplantar las oscuras raíces de aquella amada criatura
a su propio corazón. Porque en la posesión física pasa el hombre por
la mujer como el ave por el cielo o la sierpe por la hierba; pero
en este otro linaje de posesión Pajares adivinaba extrañas virtudes
de reciedumbre duradera. Como buen español, amaba de la manera más
espiritual, que es lo que vulgarmente se dice _de una manera brutal_,
y apenas había besado a la mujer por vez primera, y antes de hacerla
suya, le invadía el furor de los celos retrospectivos.
--Quiero que me lo cuentes todo, todo, todo --exigía Pajares,
paladeando el placer equívoco de procurarse seguros sinsabores.
Rosina reclinó la cabeza sobre el hombro de Pajares, entornó los ojos,
como recogiéndose dentro de sí misma, y con voz lenta y segura, y
procurando evitar toda ficción, comenzó a referir lo que recordaba
de su vida[1]. Sus años jóvenes, en Arenales; su deshonra; su caída
en el primer burdel y cómo dio muy pronto con un amante que la llevó
a Madrid; sus primeros pasos en la corte, en calidad de hetera de
alto rango; su relación con un inglés rico de la embajada, el cual la
mantuvo consigo como amante cerca de dos años, y la trató siempre con
tanto mimo y regalo como a una yegua _pursang_; su vuelta a Madrid y
la buena impresión que hizo en los círculos alegres y adinerados; sus
nuevas amistades, entre ellas la de Pascualito Sicilia, para quien
sirvió de modelo fotográfico, desnuda, y cómo don Sabas Sicilia solía
contemplar los artísticos retratos que el hijo tomaba, y habiéndole
causado particular entusiasmo el de Rosina, determinó conocer el
original, y a las palabras contadas le propuso sostenerla como amante,
lo cual ella aceptó, porque según propia confesión no había nacido
para ser de muchos hombres, pues esto le repugnaba, sino para burguesa
y madre de familia, y la vida que ahora llevaba era muy quieta y
hasta casta, y era don Sabas afectuoso, inteligente, liberal y poco
chinchorrero.
[1] _Tinieblas en las cumbres._ Novela.
Hablaba Rosina, y el corazón de Pajares, que poco antes se había
abierto y esponjado maravillosamente, iba empapándose poco a poco de
amargor, de tal suerte que al final de la historia le gravitaba dentro
del pecho como una masa enorme. El cerco de sus brazos, con que tenía
asida a Rosina, se relajó, como si no fuera ya necesario oprimirla
tan recio para sentirla dentro de sí. Contrariamente, Rosina había
ido aliviándose, según hablaba, de una gran pesadumbre cordial, y su
corazón hallose tan ligero que se le subió a la cabeza; y así, era
como si el corazón discurriese y la cabeza amase. Vivía unos momentos
de ilusión. «Pero, ¿es posible que haya llegado a quererle tanto, sin
haberme dado cuenta?», pensaba Rosina, ingenuamente, asombrándose de
aquel cariño. Contempló el rostro de Pajares y su entrecejo contraído
y ojos ausentes, por donde se echaba de ver que se hallaba en ese
estado de infinito estupor que sigue a las grandes emociones. Besole
Rosina el paciente entrecejo con ahincado beso, y levantándose de
sobre él fue a sentarse en la butaca. Hubiera deseado loquear, saltar,
cantar, sentirse niña, porque a través de toda su carne y alma se
derramaba una inundación de olvido, como renacimiento de la doncellez;
y hubiera deseado también que Pajares se sintiera, como ella, con
ímpetu de realizar locuras y obrar de manera pueril e inconsciente,
que para ella valía tanto como inocente. En amor, la mujer se entrega,
el hombre posee; o lo que es lo mismo, la mujer endosa al hombre la
responsabilidad de su vida y la custodia de su corazón y conducta, y
desembarazándose de tan frágil y pesada carga, recibe la más honda,
placentera e inefable sensación de libertad.
Sonó el timbre de la puerta. Rosina hizo un mohín de disgusto y aguzó
el oído. Oyó una voz conocida, hablando con la Concha. «Es Ángel Ríos»,
pensó; «si le da por ponerse pesado...» El visitante y la criada
hablaban a gritos.
--¡Que no está! ¡Que no está! ¡Y que no está! --decía Conchita.
--Bah; no seas boba... Si él mismo me dijo que estaría a estas horas...
--replicaba el visitante.
--No se ponga usté pesao, Ríos, que no está.
--Pues entro a ver a Rosina.
--Vaya; pues no faltaba otra cosa...
--Conchita, que te doy dos azotes... --y el visitante reía a carcajadas.
--A ver... No haga usted la prueba por un si acaso.
Entre las risas varoniles y las voces airadas de Conchita oíase
traqueteo y sordo rumor de lucha. Teófilo, retrotraído ya a la
realidad, se puso en pie. Estaba pálido; murmuró:
--¿Qué ocurre?
--Nada; bromas de Angelón Ríos. ¿No lo conoces? Aquí se nos colará,
porque ese cuando dice allá voy...
--No, no, Rosina. Cuando dice allá voy como si no lo dijera, porque si
tú no quieres que entre, yo lo arrojo a patadas.
--Pero ¿tú conoces a Angelón? --preguntó Rosina, algo asombrada, ante
la erupción bélica de Teófilo, haciendo un cotejo mental entre la
fortaleza de uno y la flaqueza del otro.
--Sí, le conozco --y revelaba una energía latente capaz de consumar
hechos increíbles.
--Bueno; no vale la pena. Angelón es simpático y como viene se va. No
nos cansará mucho tiempo.
Avecináronse las risotadas de Angelón y los chillidos de Conchita;
abriose la puerta y apareció un hombre inmenso, sofocado de risa,
con dos piernas de mujer, muy bien calzadas de transparentes medias,
colgándole a entrambos lados del pescuezo, pecho abajo, las cuales
sujetaba con fuerza por los tobillos, condenándolas a la inmovilidad.
Arrodillose el hombre, y pudo verse entonces que traía a horcajadas
sobre sus hombros a Conchita. Venía la muchacha en estado de frenesí;
asía con rabia los cabellos de la cabalgadura y se esforzaba en
arrancárselos a puñadas, maniobra que para Angelón era lo mismo que si
le hicieran cosquillas, a juzgar por el contento que mostraba. Anduvo
unos pasos de rodillas, porque Conchita no tropezase en el dintel de la
puerta, y en estando dentro de la salita púsose en pie, y habló:
--Estás que tocas el cielo con las manos, Conchita --y luego,
dirigiéndose a Teófilo y Rosina, guiñando un ojo a lo pícaro y con
el otro señalando las piernas de la muchacha, agregó--: Está bien la
cucañera chiquilla.
Sonreía Rosina del cuadro, y Pajares también. Conchita, harta de
protestar sin fruto, rompió a reír de pronto, y entre los golpes de
risa, murmuró:
--A usté hay que dejarlo o emplumarlo.
--Lo mismo digo, Conchita --respondió Angelón, colocando a Conchita en
tierra. La muchacha huyó avergonzada.
Ríos saludó a Rosina y Teófilo, con franca ligereza, como se acostumbra
hacer con amigos a quienes se ve a todas horas: era este un hábito
adquirido de sus muchas relaciones políticas. Acercose después al
espejo y con las manos ordenó los alborotados cabellos.
--Entonces, ¿no está don Sabas?
--No, hombre. Ya te ha dicho Conchita que no.
--Y a propósito de Conchita, ¿sabes que está bien?
--Bien o mal, me parece que no es para ti.
--¡Quién sabe! ¿Tiene novio?
--Sí, un encuadernador.
--Pues, avísame cuando la engañe, porque, eso sí, a mí no me gusta
engañar a una mujer. ¿Puedes prestarme papel y pluma? Quiero escribir
a don Sabas, y en seguida me voy, que no quiero estorbar. Vaya, vaya
--se acercó a Teófilo y le dio una palmadita en los muslos--, también
los poetas... Las princesas pálidas están muy bien en los versos; pero
de vez en cuando, ¿eh?, un cogollito de carne y hueso, tan rico como
Rosina, no está mal, ¿verdá neña?
Teófilo procuró adoptar una actitud altiva, por sostener a distancia
los entrometimientos de Angelón, el cual, sin hacer caso alguno del
poeta, tomó el papel y pluma que Rosina le presentaba y se aplicó a
escribir. A mitad de la carta, levantó la cabeza:
--¿A que no aciertas, Rosina, quién es el interesado en el asunto que
le recomiendo a don Sabas?
--¿Quién?
--Echa a ver.
--Yo qué sé. Cualquier amigacho tuyo.
--Y tuyo.
--¿Mármol?
--No, Alberto.
--¿Qué Alberto? --inquirió aquí Teófilo--. ¿Díaz de Guzmán?
--Sí, el mismo --respondió Ríos--. ¿Sabes, Rosina, que vive en mi casa?
--Tengo deseos de verle. Dile que venga por aquí. ¿Cómo está ahora?
--Estos días parece que anda algo malucho.
Ríos concluyó su carta, la engomó y se la entregó a Rosina.
--Neña, qué pez tan apetitoso --exclamó Ríos, contemplando el pez color
de azafrán, que daba estúpidamente vueltas y más vueltas dentro de la
bola de vidrio.
--¿Quién, Platón?
--Digo este pez.
--Sí, Platón.
--¿Cómo Platón?
--Cosas de Sabas. Dice que Platón era un filósofo, y que todos los
filósofos son como peces en pecera, que ellos toman por el universo
mundo, y que los filósofos son castos e idiotas, como los peces, y qué
sé yo. Habías de oírle a él. Ya sabes que tiene la manía...
--Sí, de decir gracias que no son gracias. Neña, es una manía de todos
los políticos españoles. Les gusta más hacer el payaso y abrir la boca
que abrir una carretera. Hasta cuando son déspotas, son payasos. ¿Por
qué crees tú que yo soy un payaso, sino porque siempre he vivido entre
gente política? Pero, no nos desviemos de la cuestión. Este pez me
parece suculento.
--¿Suculento?
--Sí, suculento. Me lo comería de buena gana.
--¿Es una payasada?
--Es la verdad.
--¿Quieres que te lo fría Conchita?
--Quita allá. Tal como está.
Ríos sumió la mano en la pecera, pescó el pez y se lo llevó a la boca.
Volviose hacia Teófilo y Rosina, con medio pez fuera de los labios,
coleando. Hizo luego con el cuello un movimiento de ave que bebe y se
engulló el pez. Por último, se dio unos golpecitos en el estómago y
afirmó:
--Exquisito.
--¡Qué atrocidad! --comentó Teófilo, sonriendo.
--¡Qué bárbaro eres! --dictaminó Rosina--. Oye, te advierto que si
quieres hacer sopa de tortuga dentro del buche también hay un galápago
en casa; Sesostris, este es su nombre, puesto por Sabas, como puedes
suponer; pero las razones las ignoro.
--Gracias, neña, me basta con Platón, que por cierto era muy
sustancioso, aunque filósofo. Pero, chica; es que hoy no he comido
aún... Ando tan apurado...
--¿De tiempo?
--¡Bah! De dinero.
--¡Qué payaso eres! --aseveró Rosina, mirando de arriba a abajo a
Angelón y su distinguida, flamante indumentaria.
--Ya ves, y no me han hecho aún director general. Ea, adiós y buen
provecho.
--Lo mismo digo, Angelón.
Ríos salió de la estancia como un torbellino.
Apenas se quedaron a solas, Teófilo se adelantó a decir:
--De manera que Díaz de Guzmán ha sido amigo tuyo...
--No ha sido, sino que es.
--Ya puedes presumir lo que quiero dar a entender con la palabra amigo.
--No lo presumo...
--¿No? Pues es muy fácil. ¿Qué clase de relaciones has tenido o tienes
con él?
--Pero, hombre, ¿qué te importa?
--¿Eh?
Pajares livideció. Rosina acercose a acariciarlo y le rodeó el cuello
con los brazos.
--No seas niño; no he querido molestarte. He dicho, qué te importa,
porque la cosa no tiene importancia. Te lo contaré todo, ya lo creo. Es
preciso que sepas que no te oculto nada. Verás, conocí a ese muchacho
el mismo día que me llevaron a aquella mala casa, en Pilares, ya sabes.
Ya puedes figurarte si yo estaría como loca. Bueno, pues él me trató
con mucho afecto, no como a una cosa, sino como a una persona. Esto
es bastante raro, y yo le conservo agradecimiento: eso es todo. ¡Ah!,
luego me escapé de Pilares, y como no daban conmigo creyeron que él,
Guzmán, me había asesinado; nada menos que eso. Hasta le metieron en la
cárcel. Es una historia ridícula.
--¿Y nada más?
--Nada más, hombre.
Le besó en los ojos.
--Bueno, Rosa; tú no puedes seguir llevando esta vida.
--¿Qué vida? Más tranquila, más formal, no puede ser.
--Tranquila y formal, si así lo quieres, para una...
Teófilo titubeó antes de pronunciar la palabra cocota.
Rosina se acurrucó a los pies de Pajares, reclinando la cabeza en sus
piernas.
--¿Y qué soy yo sino una cocota?
--Si lo eres, es preciso que dejes de serlo.
--Sí, sí; pero, ¿cómo?
--¿Cómo?
Pajares aupó a la mujer y la estrujó contra su pecho, besándola con
arrebato.
--Tú no puedes ser ya sino mía, mía, mía y para siempre, para siempre.
Viviremos juntos, retirados de la gente, uno para el otro, uno para el
otro.
«¡Cómo me quiere!», pensó Rosina. Intentó imaginar aquel futuro que
Pajares le ofrecía; pero no lograba darle cuerpo, carne sonriente
y atractiva. Se le iba llenando el pecho de tenue desazón, como si
hubiera debido hacer o decir algo de importancia y no consiguiera
recordar qué era ello.
--Por lo pronto --añadió Pajares--, hay que romper con don Sabas.
--Sí, sí --contestó Rosina sin convicción.
--Hoy mismo --determinó Teófilo.
--Por Dios, eso es imposible. No me ha dado motivos, y es muy duro, así
de repente.
--Hoy mismo --repitió Teófilo.
--No seas cruel --Rosina avencidó al de Pajares su rostro, contraído e
implorante--. Me haces sufrir. Yo no deseo otra cosa; pero fíjate que
no es tan fácil como parece... Hay que ir preparándolo poco a poco...
Ten compasión de mí.
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