Troteras y danzaderas: Novela - 20

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levantábase un vaho lechoso y húmedo que iba deslustrando la luz de las
estrellas. Amanecía. La anciana escuchó. Era Lolita quien lloraba, con
infinito desconsuelo y requiriendo a gritos a Antonia. Acudió diligente
doña Juanita en socorro de Lolita. Llamó en la puerta de la habitación
y preguntó:
--¿Qué le ocurre, señorita Lola? ¿Puedo entrar?
--Sí, sí, adelante doña Juanita. ¿Por qué se ha molestado usted?
--Lolita no cesaba de llorar--. Es que llamaba a Antonia para que me
quitase las botas, que me aprietan mucho. Además me han dado _mico_
--diose cuenta que había expulsado involuntariamente una palabra
vitanda, de las prohibidas por Travesedo, y con el sobresalto que esto
le originó olvidose de llorar.
Doña Juanita no estaba para detener la atención en cosas de tan poco
momento como la emisión del vocablo _mico_, porque le traía asombrada y
absorta el ver a Lolita vestida de pies a cabeza, con traje de calle,
a tales horas. Grande fue el aturdimiento de la señora; pero no tanto
que le impidiese oír un sonoro ronquido varonil, y, como volviese la
cabeza para averiguar de dónde venía, descubrió al teutón durmiendo
panza arriba y con la boca abierta en el lecho de Lolita. Lolita, de
su parte, creyó perder la razón. En su cerebro se agitaba la sombra
iracunda de Travesedo, denostándola y plantándola de patitas en la
calle.
--Soy inosente, doña Juanita; créamelo usté, por estas. Er pobresiyo
viene acá toas las noches, porque dende que apretó la caló su cama está
cuajadita de chinche y no pué dormí en eya. Pero le juro a usté, por
la gloria de mi mare, que no me ha tocao entavía, lo que se yama ni
tocarme. Ahí lo tiene usté toa la noche durmiendo como una criatura, o
mejó, como un serdito --y así era la verdad. Lolita quedó satisfecha
con su explicación, que ella juzgaba compatible con las más estrechas
leyes de la honestidad, y doña Juanita salió de la alcoba sin saber qué
decir ni qué pensar.
En la caja de la escalera sonaba runrún de voces masculinas. Doña
Juanita reconoció a su hijo y al señor Guzmán. Salió a abrir la puerta.
* * * * *
En el saloncillo de Pérez de Toledo se sostenía a diario una tertulia
íntima hasta muy avanzada la noche. El día del estreno, Teófilo no
pudo dejar el teatro hasta la tres de la mañana. Salió en compañía de
Guzmán y de los poetas imberbes, sus secuaces. Uno de estos propuso
celebrar el éxito con champaña en _Los Burgaleses_. En el restorán
fueron a guarecerse en un gabinete reservado. Los jóvenes poetas se
mostraban muy expansivos y locuaces. Teófilo no desplegaba los labios.
Alberto observó que en la frente de su amigo destacaba aquella robusta
vena negra que según las tradiciones mahometanas precedía a los accesos
coléricos del profeta. Los jóvenes poetas llegaron a cansarse del
ensimismamiento del ídolo, que ellos atribuían a engreída embriaguez
del triunfo. Deshízose pronto la reunión, no sin que uno de ellos
murmurase al oído de Alberto, según bajaban las escaleras:
--No hay nada más difícil que escoger un sombrero nuevo de modo que no
le vaya a uno ridículo o le mude la cara. Pues si esto ocurre con los
sombreros, que los cambiamos a cada tres por cuatro, ¿qué será con la
corona o la diadema cuando uno se la pone por primera vez? También es
verdad que hay pocas diademas hechas a la medida de la cholla que las
ha de lucir. ¿Ha visto usted este pobre hombre, qué fatuo, qué estúpido
se ha puesto? Pues la cosa no es para tanto.
En estando a solas Teófilo y Guzmán, este propuso tomar un coche de
alquiler para ir a casa. Teófilo se negó.
--Piensa que tu madre te estará esperando, de seguro.
--No voy a casa, no voy a casa; no te molestes. Voy a pasear por las
calles. Si quieres me acompañas, y si no, me dejas.
--Te acompaño. ¿Adónde vamos?
--A la ventura.
«Algo grave le ocurre a Teófilo», pensó Alberto. Y así como a veces
se alivia un gran dolor provocando otro distinto, creyó distraer a
su amigo de aquellas negras cavilaciones hiriéndole su amor propio
profesional, su vanidad de poeta.
--¿Quieres que te diga sinceramente, de amigo a amigo, lo que me parece
tu drama?
Teófilo no respondió.
--¿Me escuchas? Porque si no me escuchas te dejo solo.
Teófilo agarró un brazo de Guzmán y dijo con voz suplicante:
--No me dejes solo. Habla, que te escucho.
--Tu drama me parece estúpido. --Pausa. Teófilo no se dio por
entendido. Añadió--: Palabras, palabras, palabras. Tus versos no son
versos ni cosa que se le parezca, sino rimbombancia y estropajosidad;
suenan mucho, pero suenan a hueco. A mí me hacen el efecto de estar
comiendo bizcochos secos, amarillos, sin jugo, que no hay quien se
trague doce seguidos a palo seco --Alberto sintió una leve presión en
su brazo. Pensó: «Esto va bien»--. Por supuesto, no se te puede echar
a ti toda la culpa, antes bien a la tradición poética española, la
tradición del verso tónico, que nunca ha sido verso, sino corrupción
nacida de los cantos de la soldadesca, de la marinería y de las
personas iletradas, gente de áspero oído. ¿Qué será que los españoles
no abren la boca sino para caer en el énfasis, la ampulosidad, la
garrulería? Es cosa vieja y presumo que será eterna. Ya Cicerón
vituperaba en los latinistas españoles el _aliquid pingue_, un algo
pingüedinoso, inflado. A uno de los grandes predicadores españoles,
San Dámaso, se le llamaba _Auriscalpius matronarum_, cosquilleador
de orejas femeninas. De tu drama podía decirse lo propio. No vayas a
creer que me ensaño en tu drama: no lo considero mejor ni peor que la
mayor parte de los dramas y comedias de nuestro teatro clásico. Y, sin
embargo, todo esto que te digo, con la conciencia de que es la pura
verdad, no impide que, mirándolo bien, en los entresijos de tu drama
se advierta algo escondido, hondo, a manera de resaca que le sobrecoge
e inquieta a uno. ¿Qué es ello? Es algo que también corre y muge por
debajo de toda la literatura española, aun de sus obras más áridas y
tediosas. Recuerdo que un día me dijiste que las dos inspiraciones
matrices de tu drama te vinieron de aquel marinero ciego y de aquel
desdichado suicida. La primera, y permite que traduzca en una frase tus
sentimientos a ver si doy en el quid, la primera, se pudiera llamar
aspiración a lo infinito; la segunda, conciencia del fracaso y su
amargura consiguiente. La primera es nada menos que el deseo de subir
hasta Dios y codearse con él; la segunda, descubrimiento tardío de que
por pretender lo demasiado hemos descuidado lo preciso, y que sin haber
llegado a dioses ni siquiera nos hemos hecho hombres. Dijérase que
toda la literatura española, y aun el carácter español, están cuajados
en estas dos normas sentimentales. Y hay que ver, por lo que atañe a
la primera, o aspiración desapoderada de lo infinito, que si es muy
intensa lo es precisamente por la vaguedad del concepto de lo infinito,
como a ti te ocurre con el del mar, que lo has recibido a través de
un ciego que no tiene de él sino el recuerdo. Cuando veas el mar por
primera vez vas a sufrir una gran desilusión. En suma, que comencé
echando pestes de tu obra y vengo a parar en que hago de ella no flojos
elogios.
Teófilo no respondió. Caminaron cerca de una hora en silencio.
--¿Qué te pasa? --preguntó Alberto.
--No sé lo que me pasa. No puedo discurrir, no puedo hablar. Tengo
toda la sangre en la cabeza --su voz era ronca y salía en coágulos.
Atenazaba nerviosamente el brazo de su amigo.
--Teófilo, dime lo que te ocurre. Te ruego que te confíes a mí. No
puedes dudar de mi cariño. Trataré de aliviarte de tus pesadumbres lo
mejor que pueda. Aquel viejo amor ¿te hace sufrir aún? ¿Es eso?
--No, no es eso. Es decir, claro que es eso. Pero son otras cosas.
¿Cómo te lo voy a decir, si yo mismo no lo sé? Nunca me he sentido más
desamparado, empequeñecido e impotente, más inútil para la vida, más
hombre frustrado que hoy, después de eso que llaman mi triunfo. ¿Lo
comprendes tú? Pues tampoco yo lo comprendo. Es una voz irracional y
frenética que me grita dentro de la cabeza: «Estás perdido.» Eso que
has dicho acerca de esos dos sentimientos me parece que tiene mucho de
verdad; pero hay tantas, tantas cosas además, por encima, por debajo
y alrededor de lo que tú has dicho. ¿Y sabes en lo que se resuelven
aquellos dos sentimientos? Se resuelven en otro sentimiento bárbaro,
desmesurado, avasallador... de odio a mi madre. ¿No es monstruoso? --la
voz de Teófilo se quebró como si fuese a llorar. Alberto no respondió.
Repitió Teófilo--: ¿No es monstruoso? Desde que ella vino de Valladolid
comencé a sentir una aversión latente que me horrorizaba. Esta noche la
adversión se ha convertido en odio: no lo puedo remediar. La culpa no
es mía, la culpa no es mía. ¿Crees que es mía la culpa?
--No, claro que no. Ahora sosiégate.
--Vamos a casa. Está amaneciendo. Tengo necesidad de reposo.
Guzmán pensó: «Doña Juanita se habrá cansado de esperar y a estas horas
estará durmiendo como una bendita.»
--Tomaremos un coche, si te parece --habló Guzmán.
--Sí; como tú quieras.
Muy cerca de ellos estaba parado un simón abierto. El rocín macabro, en
los puros huesos, contemplaba con tristes ojos el albear del cielo. El
cochero dormía sentado en el piso del coche con los pies en el estribo
y la cabeza caída sobre el asiento.
Durante el trayecto ninguno de los dos amigos desplegó los labios.
En la caja de la escalera flotaba un vapor grisáceo, melancólico y
soporífero como sensación de convalecencia. Un pájaro cantó.
--Es algo aquí, en semejante parte --murmuró Teófilo, señalando la
base de la caja torácica--. Algo que me ahoga, que me arrebata, que me
enfurece --añadió, levantando la voz y crispando los puños.
--Habla bajo.
--Es algo aquí, como una espada mohosa que me atravesara. Siempre lo
he sentido, desde que era niño; pero hoy más fuerte que nunca. Es
algo anterior a mi vida, ¿entiendes?, como el recuerdo de una mala
sangre que me hubiera engendrado, ¿entiendes?; es algo que me ha hecho
desgraciado sin que yo tenga la culpa, ¿entiendes?
--No te entiendo, porque eso son locuras. Hazme el favor de callar o de
bajar la voz.
Cuando se acercaban al segundo rellano, la puerta se abrió,
apareciendo, entre la luz incierta de la matinada y a medias disuelta
en la penumbra, la figura de doña Juanita, quien dijo, con voz cansada
y amorosa:
--Hijo de mis entrañas.
Teófilo hubo de apoyarse en Guzmán para no dar en tierra. Con acento
estrangulado de ira o de pavor, bramó:
--¿Sueño? Apártate de mí, sombra maldita.
La anciana avanzó un paso y su lóbrego cuerpo destacó sobre el gris
caótico.
--¡Hijo! ¡Hijo! --La primera exclamación fue de estupor, la segunda de
manso reproche.
--Apártate de mí, odiosa criatura; apártate, apártate que no te vea,
porque te desharé entre mis manos --y Teófilo forcejeaba por desasirse
de los brazos de Alberto.
Doña Juanita se perdió, huyendo, en el seno de las tinieblas. Guzmán
retuvo unos minutos a Teófilo y luego le condujo a su alcoba. En
estando dentro de la estancia, el poeta se desbordó en manifestaciones
de violenta rabia. Hacía añicos cuanto encontraba por delante, emitía
sonidos sordos y palabras incoherentes, y de pronto comenzó a saltar
y a correr como loco en torno al aposento. Por último, se dejó caer
en la cama boca abajo, hundió la cabeza en la almohada y así estuvo
unos minutos. Incorporose súbitamente, y con desvariados ojos se quedó
mirando a Guzmán, que estaba inmóvil en el centro de la habitación.
--¿Eres un hombre? ¿O eres una estatua de piedra? ¿Qué haces? ¿Qué
miras? ¿Qué piensas? ¿Qué dices? ¿Sonríes? Dame tu corazón de bronce;
muéstrame cómo he de llegar a tu indiferencia e insensibilidad.
--Ea. Ahora acuéstate y haz por dormir --Guzmán estrechó la mano de su
atribulado amigo y salió en busca de la madre, a quien imaginaba más
atribulada aún.
Estaba la señora en su aposento, sentada, y, según las señales
exteriores, muy tranquila. Antes de que Alberto abriera la boca, doña
Juanita se adelantó a hablar:
--No se moleste usted en consolarme, señor de Guzmán. Le agradezco su
buena intención; pero en este caso no necesito consuelo.
--Es que...
--No, no; ni una palabra. Las cosas del alma son harto sutiles, señor
de Guzmán, para que los hombres las entiendan. Solo incumben a Dios, y
Dios sabe lo que se hace. Retírese a dormir que ya es tarde y déjeme a
solas. ¿No ve usted que estoy serena? De todas suertes, muchas gracias
por su solicitud. Buenas noches.
Guzmán se retiró pensando: «Nunca sabemos nada de nada.»
Al día siguiente doña Juanita salió para Valladolid.


VIII

Una mañana estaba Guzmán todavía en la cama, leyendo _Las Moradas_, de
Santa Teresa, cuando la ventruda Blanca penetró en la habitación con
un gran sobre color espliego, perfumado de violeta. Decía la carta:
_Querido Alberto: pásate por mi hotel cuanto antes mejor. Tengo que
comunicarte una cosa que te hará la mar de gracia. Estupendo, chico,
estupendo. Un caso de vocación; pero qué vocación. ¿Quieres venir a
almorzar conmigo? Tu amiga_,
ROSINA.
Se levantó y a gritos desde la puerta pidió agua caliente para
afeitarse. A poco se presentó una monja vieja, con el cacharro de agua
caliente.
--Buenos días, sor Cruz.
--Buenos días nos dé Dios. ¿Se ha dormido bien? ¿A qué hora hemos
venido anoche? Esta juventud... Ya me lo dirán ustedes cuando se hagan
viejos y se acerque el momento de la muerte...
--Vaya, vaya, sor Cruz. No me amargue el día dándome a desayunar ideas
tristes.
--¿Qué estaba leyendo usted ahí? Cualquier libro empecatado, como si lo
viera --sor Cruz se acercó a curiosear en la mesa de noche--. Un libro
de Santa Teresa. ¡Válgame Dios! ¿Un herejote lee estas cosas? Como no
sea para hacer mofa...
--Mal concepto tiene usted de mí, sor Cruz.
--Y una cartita. De alguna desgraciada... Vaya por Dios. Lástima
merecen las tales. Bien lo sé por experiencia. Y algunas son buenas,
buenas hasta dejarlo de sobra. La culpa es de ustedes, libertinos. Ya
lo ha dicho mi tocaya: «Hombres necios que acusáis...»
--¿Cuándo se van ustedes, sor Cruz?
--Mañana, en el tren de las ocho de la mañana. Antonia no quiere
dejarnos marchar; pero no hay más remedio. Nos ha escrito la superiora.
De manera que pasado mañana ya estamos en nuestro convento de Pilares.
Tengo una gana que no veo de encontrarme en mi celdita, y a bregar con
aquellas infelices recogidas. Si usted fuera hembra en lugar de varón
nos lo llevábamos a meterle por el buen camino.
--Si usted quiere llevarme tal como soy... No crea, a mí me gustaría.
--Señor, qué atrevido. Sería el diablo en el convento. Y esa pobre
Lolita... ¿No cree usted que estaría mejor con nosotras?
--Pss. Déjela usted. Si ella se encuentra a gusto... En todas partes y
de todas maneras se puede servir a Dios --dijo Alberto.
--¡Jesús, qué abominaciones! Me voy, no quiero oírle a usted --y sor
Cruz salió riendo con benevolencia.
Las relaciones de Antonia eran innúmeras, complejas, y con todas las
clases de la sociedad. A raíz de haber tenido a Amparito había estado
recogida en el convento de monjas adoratrices de Pilares y se había
captado el afecto de las monjitas. Una de las recogidas, compañera y
muy amiga de Antonia, había profesado en la orden, bajo el nombre de
sor Sacramento, la cual, en unión de sor Cruz, estaba hospedándose
ahora en casa de Antonia, de paso por Madrid. Siempre que venía a
la corte alguna monja del convento de Pilares se alojaba en casa de
Antonia.
Salió Alberto de casa, no sin haber guardado en el bolsillo _Las
Moradas_, porque tenía por costumbre llevar siempre un libro consigo, y
fue derechamente al hotel Alcázar. Rosina salió a recibirle en peinador
y le regaló con un beso de salutación.
--No te parecerá mal que te bese, ¿eh?
--Ni que fuera tonto --respondió Guzmán, devolviéndole afectuosamente
el regalo.
--Eso ya no. Te beso como se besaría a un hermano. Te quiero mucho,
pero como se quiere a uno de la familia. Estoy segura que si Fernando
me viera besarte no lo tomaría a mal. Siéntate. Yo voy a concluir de
vestirme. ¿Te quedas a almorzar conmigo? --Alberto asintió--. Quizás
venga Verónica también. ¡Qué chica tan excelente! Somos las grandes
amigas. A nosotras nos ha pasado como con ese drama que le dicen _El
Galeoto_: el público nos ha hecho amigas. Que si ella es la mejor
bailarina y yo la mejor cupletista, y que si somos las únicas, y dale y
dale; pues a mí me entró la curiosidad de conocerla y a ella lo mismo,
y aquí nos tienes a partir un piñón. Sobre todo desde que se concluyó
la temporada de ella y la mía; pues, hijo, que no se aparta de mi lado.
Parece que me adora.
--Bien. ¿Qué era la cosa que me iba a hacer la mar de gracia?
--¡Pues no eres nada ansioso! Calma, calma, porque hasta la hora del
almuerzo no digo esta boca es mía.
--Poco falta ya, de manera que tendremos calma.
--¿Qué es de Teófilo?
--En casa estará durmiendo...
--Siempre dije que era un gran hombre. Ya ves, ahora todo el mundo lo
reconoce así --Rosina cambió de expresión--. Tú ya sabes que Teófilo y
yo hemos sido muy amigos un poco de tiempo.
--Sí, lo presumía.
--Ahora parece que me aborrece. ¿Tú que crees?
--Lo que tú; que está enamorado de ti.
--Perdona. Por esta vez tu listeza se me figura que ha fallado. Tú
sabrás de otras cosas; pero lo que es de aquello que se refiere a mí
directamente, no me vengas con pamplinas. Si tratas de halagarme, te
advierto que no es por ahí. Fernando es mi sino y con él he de vivir
lo que me reste de vida. Así es que me tiene sin cuidado que Teófilo
esté o no esté enamorado; pero, la verdad, tampoco me hace gracia que
me odie y me trate con desdén. Yo no le hice nada malo. Lo que hice
fue lo que no pude menos de hacer --el rostro de la mujer adquirió una
expresión meditativa.
Desde que había vuelto a Madrid, Rosina no se había visto a solas con
Teófilo, sino siempre rodeados de otras muchas personas. Teófilo,
aunque con la pasión más embravecida que nunca, había resuelto evitar a
Rosina y darle a entender que la desdeñaba, lo cual, hasta aquel punto,
había logrado sobradamente. Rosina consideraba el amor a su hombre, a
Fernando, como la necesidad permanente de su vida, el nido, el árbol,
la tierra, la base en donde posarse y reposarse. Fernando era para
ella la plenitud de su feminidad, de su sexo. Pero, al propio tiempo,
necesitaba del amor de Teófilo, lo ansiaba como complemento y realce
del otro amor. Un ave ignora que sufre la tiranía de la tierra hasta
tanto que no se le entumecen las alas o las pierde; entonces, junto con
la nostalgia del vuelo, llega a saber que la tierra es el elemento que
la domina, así como el aire es el elemento que se deja dominar. Pues
algo semejante le sucedía a Rosina. Con relación a Fernando se sentía
empequeñecida, anulada, entregada sin albedrío a él. Recordando ahora
el sumo acatamiento y entrega que de sus potencias Teófilo le había
hecho en otro tiempo, y la exaltación gozosa y altanera que de aquel
amor ella había recibido, ardía en anhelos de resucitar las emociones
de entonces.
Llegó Verónica cuando Rosina concluyó de vestirse. Rosina hizo que les
sirvieran el almuerzo en la misma habitación.
--Qué, ¿has tenido noticias de Fernando? --preguntó Verónica.
--Hoy no.
--¿Te escribe todos los días?
--Quia. No se arregla bien con lo negro; pero, en fin, escribe tan a
menudo como puede. Eso sí, a mí me obliga a ponerle un telegrama diario
y una postal por lo menos. Es celosísimo.
--Claro, si te quiere. ¡Hija, qué suerte la tuya! Ya puedes
corresponderle bien, porque un novio así no se atrapa todos los días.
Yo no sé como hay mujeres que falten a sus hombres si estos las quieren
de verdad y con fatigas. Por supuesto, no lo digo por ti; contigo no
hay caso.
--Qué ha de haber... Y menos teniéndote a ti al lado, que estás siempre
con la misma canción.
--Y ahora --entró a decir Guzmán--, ¿se puede ya saber aquello que me
iba a hacer la mar de gracia?
--Todavía no. De sobremesa.
--Resignación.
En concluyendo de almorzar, Guzmán reiteró la pregunta.
--Sí, ahora os lo voy a referir. Y no sé cómo. Es increíble. Si no
estuviera aquí cerca la heroína creeríais que os trataba de tomar la
cabellera. Bien, doy principio a mi cuento, es decir, a mi historia.
Estaba yo esta mañana en la cama cuando entra la doncella diciendo
que una joven preguntaba por mí. Que pase. Y ya está aquí la joven,
vestida de negro, muy asustadita y muy monina, sí, señores. «Señorita
Rosa», me dice, y parecía que iba a llorar. «¿No me conoce?» ¡Qué
la iba a conocer yo! «Soy Márgara, la hija de _Bergantín_». Este
_Bergantín_ es un pescador y bañero de mi pueblo. «Pero, neña, cómo has
crecido y qué guapina estás», le dije yo. Ella se puso muy colorada.
Le pregunté a qué había venido a Madrid. Al principio no se atrevía a
decir nada; pero fue animándose, animándose poco a poco y me contó
lo que le pasaba. Veréis. Dice que en Arenales había llegado a ser
muy desgraciada. La cortejaban muchos mozos; pero ninguno le gustaba
a ella. Durante los veranos, los señoritos veraneantes no la dejaban
vivir, persiguiéndola sin parar, ya podéis suponer con qué intención.
Jura que hasta ahora ningún hombre la ha tocado, y yo lo creo. Dos
horas o muy cerca empleó en contarme mil menudencias. Yo abrevio. La
cosa fue que comenzó a entrarle un gran disgusto por todo lo que veía
en el pueblo; se apartó de las amigas y se encerraba a solas a llorar.
Oye, tú, no seas grosero y cierra ese libro.
--Te escucho, Rosina. He tenido una inspiración. Este libro nos ayudará
a entender el asunto de que se trata. Verás, esa doncella sentía, según
dice este libro, _ansias y lágrimas congojosas y sospiros y grandes
ímpetus_.
--Todo eso y mucho más, porque ella misma dice que no sabe explicarlo.
Guzmán volvió unas cuantas hojas y leyó:
--_Es dificultosísimo de dar a entender._
--Dificultosísimo. Ya veréis en lo que para.
--Lo presumo --dijo Guzmán.
--Eso ya lo veremos. Dice que creyó morirse de tristeza, que no tenía
interés por nada, que no sabía lo que quería, que le entraba un dolor
en las entrañas como de fuego y después quedaba toda rendida, que le
parecía estar rodeada de enemigos malos y a veces tenía que dar gritos
y, vaya...
--_Hace crecer la pena en tanto grado que procede quien la tiene en dar
grandes gritos_ --interrumpió Guzmán, leyendo. Prosiguió--: _Parece
un fuego que está humeando y se le representó ser de esta manera los
sentimientos que padecen en el purgatorio. Y así, aunque dure poco,
deja el cuerpo muy descoyuntado y los pulsos tan abiertos..._ --Guzmán
espigaba en el libro y leía a retazos.
--¿Pero te estás chungando de mí con todos esos camelos que tú mismo
inventas?
--Prosigue, Rosina.
--Si te estás callado. Entonces, al parecer, se puso a trabajar como
una bestia para olvidarse de todo. De esta manera parece que se
contentó algo; pero aquella otra cosa rara, un no sé qué que sentía en
el corazón, continuaba siempre.
--_Los contentos_ --leyó Guzmán-- _nacen de la misma obra que hacemos
y parece los hemos ganado con nuestro trabajo. Los gustos ensanchan el
corazón._ Esa muchacha quería meterse monja y viene a pedirte el dote.
Rosina rompió a reír descompuestamente.
--¿Cómo lo has averiguado? --preguntó, sin cesar de reirse.
--¡Qué mundo! --exclamó Verónica.
--No es nada difícil caer en la cuenta --añadió Guzmán.
--Estás fresco. Conque, ¿monja, eh? Pues, hijo, todo lo contrario.
--¿Todo lo contrario? --inquirió Verónica, boquiabierta--. Entonces
fraile.
--Sí --respondió Rosina--, de San Ginés, que se acuestan dos y amanecen
tres. Quiere ser una _cocotte_, como yo, y reinar en el mundo y sus
arrabales, porque ella se figura que ser _cocotte_ y emperatriz es la
misma cosa.
--Pues está enterada --comentó Verónica.
--Me dejas anonadado --confesó Guzmán--. ¿Y cómo fue? ¿No te ha
explicado?
--Pues fue que llegaron a Arenales los periódicos con mis retratos y
los bombos que me han dado, y todas esas paparruchas que cuentan acerca
de mis triunfos en Rusia y en Pekín y en donde Cristo dio las tres
voces, y cátate que la niña piensa: «Yo voy a ser otra como Rosina.»
Y sin más se escapa de su casa y se me plantifica aquí. Decía, con
deliciosa ingenuidad: «Es mi vocación. Comprendí de pronto que era mi
vocación.» Ya veis: vocación de _cocotte_...
Pausa.
--Y ahora, ¿qué vas a hacer con ella? ¿Devolverla a su familia?
--inquirió Guzmán.
--Ya, ya. De eso traté; pero habíais de ver cómo se puso la mosquita
muerta. No me lo dijo, pero le conocí en los ojos que pensaba que yo
era una envidiosa. Le dije que de un millón de mujeres que se pierden,
solo una, y a veces ninguna, llega a darse buena vida. En balde,
chicos: ella erre que erre. ¿Qué hacemos? ¿Qué os parece?
--Darle cuatro azotes y enviarla facturada al pueblo --aconsejó
Verónica, con ardimiento.
--Tengo un proyecto. A ver qué opináis --habló Guzmán.
--Venga de ahí, que siendo tuyo será bueno --jaleó Verónica.
--Es esto. Por la noche cogemos a esa niña y nos la llevamos de casa
en casa, a través de todas las casas de mal vivir, desde las de ínfima
categoría hasta las de cierto rango. Alistaremos a unos cuantos amigos,
reconocidamente brutos, y haremos que beban y desarrollen su brutalidad
hasta la máxima potencia. Buscaremos aquellos antros en donde no se
puede entrar sin que el alma se aflija y le haremos ver a Márgara, ¿no
has dicho que se llama Márgara?, que lo más probable es que vaya a
dar con sus huesos allí si se obstina en seguir esa vocación que dice
tener...
--¿Y nosotras vamos a ir también? --preguntó Rosina, algo alarmada.
--¿Por qué no, boba? Nos ponemos un mantoncito...
--No tengo mantón.
--Yo te lo prestaré. Ya verás, hasta nos vamos a divertir.
--Tanto como divertir... --observó Alberto--. Entonces, ¿qué os parece?
--A mí, de perlas --declaró Verónica.
--Sí, yo también creo que es una buena idea. Entonces... ¡Ah! Tenéis
que conocer a Márgara --Rosina se levantó y llamó al timbre. Cuando
apareció la camarera, Rosina añadió--: Que venga esa chica que llegó
esta mañana.
Presentose Márgara. Era antes alta que baja, gentilísima: un armonioso
aire de nobleza natural en toda su persona y movimientos. Muy morena,
casi bronceada; tenebroso el cabello; los ojos pequeñuelos, duros y
perseverantes en el mirar; los labios apretados y finos, y dientes
menudos de roedor; dulce pelusa por la quijada y sobre el labio. No era
bella; era peor que bella: diabólicamente incitativa.
--No tengo más que verte la cara para comprender que te gusta de una
manera enorme --dijo Rosina a Guzmán por lo bajo. Y luego, en voz
alta--: Es bonita, ¿verdad? Pues si vierais qué carnes, qué durezas --y
comenzó a oprimirle los senos y los muslos--. Tocad. Es mármol.
Verónica fue a probar y corroboró el juicio de Rosina, la cual,
dirigiéndose a Guzmán, le invitó a cerciorarse por experiencia personal.
--Toca, hombre, y no seas primo. Si a ella no le parece mal, ¿verdad,
Márgara?
Márgara no respondió. Guzmán hubo de experimentar la dureza específica
de Márgara.
--Sí, parece una estatua --declaró Guzmán, aludiendo, no tan solo a las
apretadas carnes, sino a la digna y fría inmovilidad en que se mantuvo
la muchacha.
Quedó todo convenido para la noche y Guzmán se despidió.
A media noche salía del hotel Alcázar la pandilla, compuesta de Rosina,
Verónica y Márgara, a pelo y con mantones achulados, y Angelón Ríos,
Travesedo, Guzmán, Celedonio Grajal y Felipe Artaza, muy conocidos
estos dos últimos en el mundillo del libertinaje y de la juerga por
el mucho dinero que tenían, por la manera ostentosa de gastarlo,
por la excesiva afición a los placeres báquicos y venustos, por la
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