Troteras y danzaderas: Novela - 01

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TROTERAS Y DANZADERAS


OBRAS DEL MISMO AUTOR

=La paz del sendero.= -- Poesía. -- Agotada.
=Tinieblas en las cumbres.= -- Novela. -- Publicada con el
seudónimo de Plotino Cuevas.
=A. M. D. G.= -- La vida en los Colegios de jesuitas. -- Novela. --
Cuarta edición. Traducción alemana de Mario Spiro.
=La pata de la raposa.= -- Novela.

EN PRENSA
=Espíritu recio.= -- Novela.
=Fe y Encarnación.= -- Novela.

Tanto estas obras como la presente son propiedad de su autor,
quedando prohibida su reimpresión sin su autorización.

Imp. de Prudencio Pérez de Velasco, Campomanes, 4, Madrid.


RAMÓN PÉREZ DE AYALA
TROTERAS Y
DANZADERAS
(NOVELA)

Después fise muchas cántigas de dança e troteras
Para judías, et moras, e para entendederas
Para en instrumentos de comunales maneras
El cantar que non sabes, oílo a cantaderas.
JUAN RUIZ (_Arcipreste de Hita_).

[Ilustración]

RENACIMIENTO
SOCIEDAD ANÓNIMA EDITORIAL
Calle de Pontejos, núm. 8, 1.º
MADRID


A DON MIGUEL DE UNAMUNO
Poeta y Filósofo español del siglo XXI.


PARTE PRIMERA
SESOSTRIS y PLATÓN
Vedere adunque dovevi, _amore_ essere una passione accecatrice
dell’ animo, disviatrice dello ingegno, ingrossatrice, anzi
privatrice della memoria, díssipatrice delle terrene facultá,
guastatrice delle force del corpo, nemica della giovinezza, e della
vecchieza; morte, genitrice de’ vizi, e abilatrice de’ vacui petti;
cosa senza ragione, e senza ordine, e senza stabilitá alcuna; vizio
delle menti non sane e sommergitrice della umana libertá.
BOCCACCIO.


I

Teófilo Pajares, «el príncipe de los poetas españoles, a cuyo paso
debía tenderse por tierra un tapiz de rosas» al decir de algunos
diarios de escasa circulación, el autor de _Danza macabra_ y _Muecas
espectrales_, bajaba poco a poco y como embebecido en cavilaciones
por la calle de Cervantes, cara al Botánico. Era una mañana de otoño;
el cielo, desnudo, y la luz, agria. Neblina incierta, de color hez de
vino, saturaba sombras y penumbras.
Lo primero que se echaba de ver en la persona del poeta Pajares era lo
aventajado de su estatura, lo insólito de su delgadez y el desaliño de
la indumentaria: desaliño de penuria económica y también por obra de
cierto desdén hacia las artes cosméticas. Las botas y los pantalones,
en particular, delataban con sañuda insolencia la inopia y desaseo
de Teófilo. Sin duda, este lo echaba de ver, porque, según caminaba
con las manos a la espalda y la cabeza caída hacia el pecho, miraba
pertinazmente pantalones y botas, y su rostro aguileño, cetrino y
enjuto, languidecía con mueca de consternación --una _mueca espectral_
hubiera dicho él--, como si encarándose con aquellas prendas tan
deleznables y mal acomodadas a los miembros las motejase de falta de
tenacidad ante el infortunio y de adhesión a su amo.
Detúvose Teófilo delante de una puerta y miró el número pintado en el
dintel: el 26. Volvió sobre sus pasos y penetró en el portal del 24.
Arrancaba a subir las escaleras, cuando la portera, enarbolando un
escobón, se precipitó a atajarle el paso:
--¡Eh!, tío frescales, ¿adónde va usted? --rugió la mujer, con
iracundia que a Teófilo le pareció incongruente en tal caso. Continuó,
casi frenética--: Aquí no se admiten méndigos, ¿lo oye usté, so
sinvergüenza, tísico?
Teófilo sintió helársele el alma. Sus ojos perdieron por un segundo la
visión. Teófilo, que había suspirado infinitas veces en verso por la
muerte, y había descrito con cínica deleitación y nauseabundos detalles
la orgía que con su carne pútrida habían de celebrar los gusanos, y
también el fantasmagórico haz de sus huesos, ya mondos, a la luz de la
luna; él, el cantor de la descomposición cadavérica, así que escuchaba
mentar la palabra _tisis_ desfallecía de miedo. Su zozobra constante
era si estaría tísico.
La portera había ganado la delantera a Teófilo. Estaba dos escalones
más alta que el poeta, con el escobón empuñado a la ofensiva y muy
despatarrada, de manera que, dado el terrible volumen de su vientre y
caderas, podía obstruir el paso con solo ladearse un poco a diestra o
siniestra, según por donde viniera el ataque.
--Señora... --tartamudeó Teófilo.
Como si del calificativo hubiera recibido la más bárbara injuria, la
portera reanudó sus voces con furor próximo al paroxismo. Esgrimía
el escobón con entrambas manos a modo de mandoble; amagaba, pero no
acometía.
Teófilo se mantuvo vacilante en un principio. Recobrado del
desfallecimiento, por reacción la sangre le invadía acelerada los
pulsos. Temblaba, sintiendo levantarse dentro de sí una fuerza indócil
a la voluntad.
--Pero, ¿es que no tiene usted orejas, so tísico? --gritó exasperada la
portera.
--Mujer, esté usted loca o no lo esté, esto se acabó, porque se me
ha acabado la paciencia --masculló Teófilo atropellando las sílabas.
Inclinó la cabeza, adelantó con el pie derecho un escalón y descargó
secamente sobre la barriga de la portera, y en su zona central y más
rotunda, un golpe recto con el puño. Como si el vientre fuese el fuelle
de una gaita gigantesca, y por la colisión del puño se hubiera vaciado
de pronto, los ámbitos de la caja de la escalera retemblaron: tal fue
el alarido de la portera. Cayó sentada la mujer, y Teófilo brincó
sobre ella, con propósito de huir escaleras arriba; pero la portera
logró asirle un pie, y en él hizo presa. Tiraba Teófilo con todas sus
fuerzas, y la mujer aferraba sin ceder, pidiendo auxilio. Oíanse pasos
apremiantes dentro de las viviendas. Teófilo, a la desesperada, dio
una sacudida y libertó el pie; pero al ponerlo en firme recibió rara
impresión de frío y falta de tacto, como si el pie no le perteneciese.
Mirose y vio que le faltaba la bota y le sobraban agujeros al calcetín,
color cardenal retinto. Vergüenza y rabia le encendieron las mejillas.
Le acometió la tentación de patear, con la bota que le quedaba, la
cabeza de la portera, la cual agitaba en su mano la otra bota a modo de
trofeo, y vociferaba:
--Este ladrón... este ladrón... ¡Emeteriooo...! Pero, ¿en dónde te
metes, bragazas? ¡Emeteriooo! --y poniendo un descanso en sus clamores,
hizo hito de la nariz de Teófilo y le lanzó la bota con tanta violencia
como pudo. La bota pasó por encima de la cabeza del poeta, rebotó en el
muro y deslizándose entre dos hierros del barandal fue a caer al pie de
la escalera. Para recobrarla, Teófilo debía pasar otra vez por encima
de la portera.
En el rellano del piso primero asomó un cuerpecito muy bien cortado;
una apicarada cabeza femenina por remate de él.
--Pero, ¿qué pasa, señá Donisia? ¿Es c’a caído un bólido?
Teófilo levantó la cabeza y respiró:
--¡Conchita! --dijo Teófilo--, con qué oportunidad sale usted... Esta
arpía --y señaló a la portera yacente-- no me dejaba subir; me amenazó,
quiso agredirme con la escoba, y me dirigió los insultos más groseros.
La portera comenzaba a incorporarse. El señor Emeterio, portero
consorte, surgió en este punto, liando un cigarrillo y en mangas de
camisa. Venía con aire pachorrudo y ceño escrutador, como hombre que
no se deja alucinar, sino que examina cabalmente los hechos antes de
emitir juicio. Adelantose, con esa prosopopeya cómica del pueblo bajo
madrileño. El frunce de su cara parecía decir: «vamos a ver lo que ha
pasao aquí».
--¿Pero no sabe usté, señá Donisia --preguntó desde lo alto Conchita--,
que el señor Pajares es visita de casa, amigo de la señorita?
--¿Cómo iba a fegurarme yo que este méndigo?... --comenzó a decir la
portera, adelantando, al llegar a _méndigo_, el labio inferior, en
señal de menosprecio. El señor Emeterio mutiló la frase incipiente de
su esposa con una mirada de través.
--Suba usté, don Teófilo --habló Conchita.
La señá Donisia no pudo reprimir una exclamación sarcástica.
--¡Uy, don Teófilo! ¡Qué mono!
El señor Emeterio dobló el brazo derecho en forma de cuello de cisne y
puso la mano como para oprimir un timbre; el dedo índice muy erecto,
apuntando a los labios de su mujer. Ordenó campanudamente:
--¡Tú, a callar! --y enderezando la mirada a Teófilo--: Vamos a ver,
¿le ha faltao mi señora?
Disponíase la portera a protestar, pero el señor Emeterio, con un
movimiento autoritario del brazo izquierdo, la redujo a silencio y
sumisión.
Teófilo estaba aturdido y nervioso. Comprendía que el señor Emeterio
estaba en la duda de dar o no una paliza a la señá Donisia, y que el
porvenir colgaba de su respuesta.
--¡Vaya! --intervino Conchita, impacientándose--, que se hace tarde
y no puedo estar toda la mañana a la puerta. Suba usté, don Teófilo.
¡Vaya si son ustedes pelmas!...
--¡Un hemistiquio, Conchita! --rogó el señor Emeterio.
--Un hemis... ¿qué? --y Conchita rio alegremente.
--Quiere decirse un momento --el señor Emeterio enarcó las cejas y
chascó la lengua; daba a entender que era tolerante con la ignorancia
de Conchita. Dirigiéndose a Teófilo, repitió--: Vamos a ver, ¿le ha
faltao mi señora?
--¡Oh... verá usted!... No; de ninguna manera --Teófilo no sabía qué
decir.
--Creía... --insinuó el señor Emeterio.
--¡Bah! --concluyó Teófilo, esforzándose en sonreir--. Una equivocación
cualquiera la tiene.
--Pero que muy bien dicho --comentó el señor Emeterio--. Quiere decirse
entonces que usté sabe disimular si mi señora ha tenido un lasus o
quiprocuó.
--Claro, claro --aseguró Teófilo sin atreverse a reconquistar la bota y
sustentándose en un pie.
--Pues, buenos días y disimular. ¡Tú, anda p’alante! --y el señor
Emeterio, en funciones de imperio conyugal, acompañó esta orden
haciendo castañuelas de los dedos.
La señá Donisia comenzó a retirarse con paso remolón y gesto reacio.
Volvíase de vez en vez a mirar de soslayo, tan pronto a Conchita como
a Teófilo, y sus ojeadas eran, respectivamente, de servilidad y de
encono. Desde el comienzo de la escena la conducta de la señá Donisia
había sido ejemplarmente canina. Recordaba esos perros de casa grande
que ladran con rabia descomunal al visitante humilde; luego, si por
ventura se han excedido en su celo, el visitante es admitido a la
mansión del dueño y ellos golpeados por un sirviente, vanse mohinos y
rabigachos, con ojos inquietos, tan pronto recelosos del castigo como
coléricos hacia el intruso.
Así como la señá Donisia descendió los cuatro escalones, Teófilo
recuperó y se calzó la bota, que era de elásticos, aun cuando había
renunciado ya a sus cualidades específicas de elasticidad; y como si se
hubiera ajustado al tobillo, no una bota, sino las alas de Mercurio,
voló, más que subió, al piso primero.
En estando a solas los dos porteros se les serenó la cara: la de la
señá Donisia dejó de ser iracunda y servil, y la del señor Emeterio
perdió su prosopopeya y toda suerte de aderezo figurado. Mirábanse
llanamente el uno al otro, como matrimonio bien avenido, y era evidente
que se comprendían sin hablarse.
--¡Pero miá tú que la señorita Rosa!... --chachareó la mujer,
conduciendo involuntariamente la mano al paraje en donde Teófilo había
descargado el golpe--. Si son unas guarras... Ya ves tú si el señor
Sicilia, y más ahora que le han hecho menistro, le dará lo que la pida
el cuerpo...
--¡Qué ha de dar, Donisia! A su edad...
--No seas picante, Emeterio. Digo que si le dará tantas pelas, ¡qué
pelas!, tantos pápiros como pesa. Pues na, que le ha de poner la
cornamenta. Y entavía, si fuera aquello de decirse con un señorito
decente. Pero, ¡hay que ver el chulo que ha selecionao!... Con una cara
de tísico... Pues, ¿y los tomates del calcetín? ¿Te has fijao?
--¿No m’había de fijar, Donisia? Las hay pa toos los gustos. Pero tú,
también, ¡vaya que has dao gusto a la muy! Y hay que tener púpila...
--Pero --acordándose del golpe recto de Teófilo--, si es que me ha
soltao un mamporro talmente aquí... --señalaba lo más avanzado del
vientre.
--Ya, ya. Y na, que hay que cerrar el pico, porque las propis de la
señorita Rosa...
--Es la princesa del Caramánchimai, Emeterio.
--Y que lo digas, Donisia.
Y se engolfaron en las tinieblas del cuchitril.


II

Habíanse entrado en la portería el señor Emeterio y la señá Donisia
cuando se oyeron grandes y majestuosas voces llamando al marido y a la
mujer. Acudieron estos al lugar de donde las voces partían, para lo
cual hubieron de atravesar un pasadizo que daba a un angosto patizuelo;
en él, una puerta con dos escalones, y por ella se entraron a una
pequeña antesala y luego a una ancha pieza, con vidrieras a un costado
y en el techo a modo de estudio de pintor. Estaba esta pieza atalajada
con pocos y vetustos muebles de nogal denegrido; un arcón tallado,
sillones fraileros, y en el respaldo de uno de ellos una casulla, una
mesa de patas salomónicas trabadas entre sí por hierros forjados, un
velón de Lucena, algunos cacharros de Talavera y Granada, una cama
con colcha de damasco de seda carmesí, y en la cama un hombre flaco,
barbudo y sombrío. A la primer ojeada, este hombre ofrecíase como el
más cabal trasunto corpóreo de Don Quijote de la Mancha. Luego, se
echaba de ver que era, con mucho, más barbado que el antiguo caballero,
porque las del actual eran barbas de capuchino; de otra parte, la
aguileña nariz de Don Quijote había olvidado su joroba al pasar al
nuevo rostro, y, aunque salediza, era ahora más bien nariz de lezna.
Estaba el caballero sentado en la cama, con una pierna encogida y la
rodilla muy empinada, haciendo de pupitre, sobre el cual sustentaba
un cartón con una cuartilla sujeta por cuatro chinches. Con la mano
derecha asía un lapicero. Despojose con la izquierda de las grandes
gafas redondas, con armazón de carey, y miró severamente al matrimonio.
Sin embargo, sus ojos, fuera por sinceridad, fuera por condición de la
miopía, delataban gran blandura de sentimientos.
--¿Me quiere usted decir, Dionisia, a qué obedece el escándalo que
usted ha movido en las escaleras? ¿No sabe usted, mujer, que no puedo
trabajar si hay ruido? ¿Quiere usted obligarme a que busque nuevo
alojamiento a cien leguas de su desordenada vocinglería? --habló el
caballero, con un tono semejante al de un actor joven representando un
papel de arzobispo.
--¡Por Dios, señorito! --rogó el señor Emeterio.
--¡Por Dios, don Alberto! --suplicó la señá Donisia con extremada y
dolida humildad.
Marido y mujer acercábanse siempre a don Alberto poseídos de medrosa
devoción. Lo amaban como el perro ama al hombre y el hombre ama a Dios,
como a un ser a medias familiar y a medias misterioso.
* * * * *
Don Alberto del Monte-Valdés, como los españoles de antaño, había dado
los nerviosos años de la juventud a las aventuras por tierras de Nueva
España, en cuyo descubrimiento y conquista, al decir de don Alberto,
habían tenido gloriosa parte antepasados suyos. Acercábase a la mitad
del camino de la vida cuando retornó a la metrópoli y cayó en la villa
y corte, luciendo extraña indumentaria y anunciando la buena nueva de
un arte extraño. Los transeúntes reían de su traza; los cabecillas
literarios hostilizaron con mofas sus escritos. Monte-Valdés, como
haciéndose fuerte en un baluarte, entonó la vida conforme a una pauta
de orgullo, mordacidad y extravagancia, que tales eran los tres ángulos
de su defensa contra burlas, insidias y rutinas ambientes. Algunos
escritores mozos le seguían y remedaban. Y a todo esto, el escaso
dinero con que había llegado a Madrid andaba a punto de consumirse. No
conseguía publicar ningún artículo en los periódicos, y si por acaso
alguna revista de poco fuste se lo acogía, no se lo pagaba, como no
fuera en elogios. Habiéndose reducido su caudal a dieciséis duros mal
contados, caminaba cierto día sin rumbo por las calles, considerando
lo que darían de sí y el tiempo que tardaría en ganarse otros
dieciséis, cuando un corro de apretada gente, al pie de una casa a
medio construir, le atrajo la atención. Abrió brecha entre los mirones
a codazos y descubrió en el centro un hombre lívido y quejumbroso,
yaciendo en tierra. Dos personas parecían prestarle auxilio y
examinarlo. Trajeron una camilla y en ella acomodaban al herido a
tiempo que Monte-Valdés, llegándose al lugar de la escena, interrogó a
una de aquellas dos personas, que resultó ser médico:
--¿Qué ha ocurrido?
Monte-Valdés, como Don Quijote, suspendía a quien por primera vez
hablaba, con una emoción entre imponente e hilarante. El médico
examinó despacio al advenedizo, se encogió de hombros y respondió
despegadamente:
--Nada; ya lo ve usted. Un albañil que se ha caído del andamio. Nada.
--¿Cómo que nada? --rezongó a lo sordo Monte-Valdés, sacudiendo barbas
y quevedos.
El médico volvió a examinar al intruso, pensando si estaría loco. Y
habló de nuevo, esta vez con cortesía:
--Digo que nada precisamente por eso, porque este _nada_ quiere decir
_todo_: quiere decir que el hombre quedará inútil para toda su vida,
cosa que, en resumidas cuentas le estará bien merecido, porque son unos
bestias, que no se cuidan de nada; eso, como no estuviera borracho. Y
digo que se quedará inútil porque el arreglo del brazo, que es donde
tiene la quebradura, no se puede hacer sino con un aparato ortopédico
que vendrá a costar setenta y cinco pesetas, y como él no tiene las
setenta y cinco pesetas ni quien se las dé, pues, ¡nada!
--¿Y quién le ha dicho a usted que no tiene quien se las dé? --bramó
opacamente Monte-Valdés, despidiendo centellas por los ojos. Ahora
fueron tan violentas las sacudidas de los quevedos que hubo de
afianzarlos en la nariz con insegura mano.
--Digo; como usted no las...
--Naturalmente que yo las doy.
En este punto apareció una mujer que hipaba y gemía, conduciendo de
la mano una chicuela morenucha y enclenque. El médico se acercó a la
mujer, y, en hablándole unas palabras, la mujer acudió a Monte-Valdés,
y quería besarle las manos. El escritor, con ademán y son evangélicos,
dijo:
--Mujer, no llores, que lo que hago no vale la pena. Toma los quince
duros.
La mujer quiso saber el nombre y domicilio del protector de su marido.
Resistíase Monte-Valdés, pero hubo de ceder al fin.
Una modistilla, arrastrada por ese instinto sentimental y burlesco que
es toda el alma de las madrileñas de clase humilde, gritó:
--¡Viva Don Quijote!
Y los testigos de lo acaecido, en su mayoría de pueblo bajo, hicieron
coro:
--¡Viva!
Monte-Valdés, gran enemigo de la plebe y despreciador de sus arrebatos,
huyó con ligero compás de pies. Las menestralas, que le veían de
espaldas, con su larga cabellera y extraño pergeño, lloraban de risa.
El albañil herido era el señor Emeterio; la mujer sollozante, la señá
Donisia.
A solas ya, Monte-Valdés contó el dinero que le quedaba; cuatro
pesetas y veinte céntimos. Tenía arrendado un cuarto y solía comer
en cafés y restoranes de precio módico, solo dos veces a la semana,
porque su sobriedad era tanta como las de algunos célebres españoles
de otros siglos. Es decir, que sus arbitrios pecuniarios no alcanzaban
a procurarle el sustento más arriba de una semana. No tenía amigos
a quienes acudir, ni, de otra parte, se hubiera doblegado nunca a
solicitar dineros.
Esforzábase en resolver tan intrincado problema cuando acertó a pasar
frente a la iglesia de las Góngoras. Entró en el templo, sentose en
un banco, y allí, estando con la cabeza gacha, los ojos entornados,
las aletas de la nariz dilatadas por el olor a incienso y peinándose
despaciosamente las barbas con los dedos, tuvo una revelación. Salió
confortado de la iglesia y se encaminó a una panadería, en donde compró
pan para un mes. Pan que luego conservó blando envolviéndolo en
pañizuelos, los cuales mantenía húmedos siempre, como los escultores
hacen con sus bocetos en barro. Antes de terminar el mes, y con él el
pan, Monte-Valdés colocó dos artículos que cobró a cinco duros cada
uno. Casi al mismo tiempo presentáronsele Emeterio, repuesto ya del
percance, y la mujer. Su agradecimiento y adhesión al caballero eran
tales, que a la vuelta de lagrimear y dar gracias centenares de veces,
la Dionisia habló así:
--Señorito, nosotros queremos servirle a usté, estar siempre con usté y
a sus órdenes pa lo que nos resta de vida.
--Me place. Yo no puedo vivir sino rodeado de servidumbre --y comenzó a
peinarse las barbas, signo en él de reflexión--. Pero debo advertirles
que yo soy un hidalgo pobre.
--Con usté, aunque fuese morir de hambre --afirmó decidido Emeterio--.
¡Mejor que con el Rochil!
--¡Sea! --concluyó Monte-Valdés.
A partir de este punto comenzó la época misteriosamente heroica de la
vida de Monte-Valdés, la época de la conquista: conquista de renombre
y, en segundo término, si ello viniera de añadidura, conquista de
bienestar. Y así como la enjuta Castilla de los tiempos del Emperador,
con el hambre en casa y la miseria, conquistaba el mundo lidiando por
la fe, y tanto como se le apretaban las tripas se le erguía la cabeza
ante ojos ajenos, Monte-Valdés peleaba, a su modo, por un ideal de
arte, y cuanto más recia era la escasez en casa, más se le entiesaba
y endurecía la raspa, que no la doblaba ante nadie. Solamente entre
españoles se encuentra el tipo de hombre que ha hecho compatible el
hambre con el orgullo y a quien no envilece la pobreza. No era raro que
durante aquella época de conquista Monte-Valdés permaneciera algunos
días sin salir del lecho, habiendo empeñado el único traje que poseía,
por no morirse de hambre él y su servidumbre. Y si acaso en tales
ocasiones aportaba un amigo de visita, recibíale Monte-Valdés en cama,
con afable prestancia y un como natural olvido de las humildes cosas en
torno de ellos, que no parecía sino que el lecho era estrado.
Era pendenciero, porque consideraba que en la adversidad los ánimos
nobles se enardecen. Una de sus pendencias hubo de costarle una pierna,
la derecha, que sustituyó con otra de palo. Si se le hubiera de creer a
él, de este accidente recibió gran contento, porque le hacía semejante
a Lord Byron, que también era cojo, si bien de distinta cojera.
--Lo que me duele --exclamaba a veces componiendo un gesto de
consternación irónica-- es sentirme incapacitado para aplicar puntapiés
a los galopines de las letras y no poder desbravar potros cerriles
--cosa la última que dejaba un tanto perplejo al interlocutor.
Tras muchas y ásperas campañas, la fortuna comenzó a serle amiga y el
éxito a lisonjearlo. Iba camino de alcanzar cuanto se había propuesto.
El señor Emeterio, que había dejado el oficio, y la señá Donisia,
que había incurrido en menesteres porteriles por distraerse, decía
ella, habían seguido caninamente a Monte-Valdés en todas sus andanzas
y participado, con resuelto corazón, de sus privaciones. Sentían,
además de amor, cierto orgullo reflejo por su señorito: esa jactancia
de servir a buen amo, que es la verdadera cadena y muestra visible de
todas las servidumbres. Por eso le amaban como el perro ama al hombre
y el hombre ama a Dios, como un ser a medias familiar y a medias
misterioso.
--Es que, verá usté, señorito --empezó a explicar la señá Donisia--, se
cuela un méndigo en el portal, porque talmente era un méndigo. Ya sabe
usté que el casero no quiere méndigos. Lo mismo da decir ladrón que
méndigo.
--Mendigo, mujer, y no méndigo, como ha dicho usted por cuatro veces.
--Ladrón me paece más al caso. Pues como le digo, voy y no le dejo
pasar. Pues que se arranca a decirme perrerías, y va y me da un
puñetazo en el vientre; y na, que resulta que es el chulo de la
señorita Rosa.
Monte-Valdés se peinaba las barbas. Al oír el nombre de Rosa, alargó el
brazo y dijo:
--Basta, Dionisia. Que no le oiga a usted llamar señorita a una mala
mujer. Veo que en esta casa no se puede vivir. Y como quiera que ya
vengo pensándolo hace varios días, usted, Emeterio, irá hoy a verse
con el casero y le dirá que me mudo en seguida. Yo mismo buscaré nuevo
cuarto, y ustedes, si quieren seguir sirviéndome, me acompañan; si
prefieren la portería y los gajes que le pueden venir de una mala
mujer, se quedan.
--Pero es que... señorito --el señor Emeterio titubeaba.
--He dicho basta. Dionisia, traiga agua caliente que quiero vestirme al
punto.


III

--La señorita se levanta ahora mismo. Pase usté entretanto al gabinete.
--Si no hubiera dificultad, Conchita, yo preferiría esperar en el
comedor.
--A ver, ¿es que no nos hemos desayunao aún, don Teófilo? --soltose a
reír Conchita, como una chicuela. No había dado sentido literal a la
pregunta; creía haber dicho una agudeza, sin sospechar que atormentaba
a Teófilo.
--Es usted tremenda, Conchita --balbuceó Teófilo azorándose.
--Tráteme usted de tú, don Teófilo.
Teófilo pensaba: «Conchita se figura que estoy muerto de hambre. Con mi
facha...»
--Es que en el comedor hay más luz, Conchita.
--Más luz, ¿eh? Está usted apañao del quinqué. Cómprese unas gafas
ahumás.
Teófilo pensó ahora: «Se está burlando de mí. Le parezco ridículo.»
Aquella fuerza tiránica, indócil a la voluntad, que le había movido
a descargar gallardo golpe sobre el vientre de la portera, comenzaba
a insurgirse y dominarlo. «¿Quién me manda a mí venir a casa de una
_prostituta_?...» Cerebro y corazón se le quedaron en suspenso unos
instantes. Prosiguió el hilo del soliloquio mental: «Al fin y al
cabo, una _prostituta_.» _Al fin y al cabo_ valía tanto como «aunque
yo esté enamorado de ella; aunque quizás llegue a enamorarse de mí y
se regenere; aunque ando loco entre esperanzas y desesperanzas.» Y
Teófilo, dolido por lo que él juzgaba burlas de Conchita, continuaba
pensando: «Lo natural, lo decoroso, el _gesto bello_ de este trance
risible sería que le diese un puntapié en el trasero a Conchita,
para que aprenda a no ser desvergonzada.» Y aquella fuerza agresiva
e irreprimible le hormigueaba ya en una pierna. Pero de pronto tuvo
la sensación de quedar exangüe, con las venas vacías, y así como si
el corazón fuese una cosa flácida y hueca, susceptible de ser vuelto
del revés. A pesar suyo, volvió a formular con palabras las ideas:
«¡Pobrecita! ¿Qué culpa tiene ella de que yo sea pobre y grotesco?» Y
otra vez, de la palabra concreta descendió a derretirse en neblina y
angustias sentimentales. Era que tenía miedo de las palabras: miedo de
desvelar la verdad acerca de sí propio; y a tiempo que todo su ser, a
tientas, aspiraba a interrogarse y conocer si en realidad era un ser
grotesco, Teófilo se obstinaba en ignorar esta aspiración perentoria.
Cerraba los ojos de la conciencia igual que, después de algunos días
de hambre y algunas noches sin sueño, solía cerrar los del rostro al
pasar ante un espejo, por miedo a verse con toda la traza de un tísico
rematado. Tales estados de ánimo iban unidos siempre, en lo afectivo,
a una rara ternura y tolerancia hacia la maldad ajena, a un movimiento
de amor por todos los seres y las cosas, y en las líneas de la cara
trasparecían a modo de mueca simpática y pueril, como si con el gesto
dijese: «Yo os perdono que seáis como sois. Perdonadme que sea como
soy, porque la verdad es que yo no tengo la culpa.»
--¡Parece mentira! Y yo que te quiero tanto, Conchita... --cuando le
entró por los oídos el compungido acento de sus propias palabras,
Teófilo quedó estupefacto y corrido de haber hablado como por máquina,
sin el concurso de la voluntad.
--¡A ver, a ver, que yo me entere! --Conchita colocó los brazos en
jarras, se empinó sobre las puntas de los pies, entiesando el grácil
torso, y ladeó la cabecita para oír mejor. Ahora era Conchita quien
pensaba que se burlaban de ella.
Su engallada actitud de braveza y enojo era tan linda y graciosa que
Teófilo se deleitaba contemplándola y no pudo menos de sonreir.
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