Troteras y danzaderas: Novela - 08

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razón suficiente. Y de aquí viene esa gravitación cósmica, sidérea,
que oprime el pecho del espectador de una buena tragedia, como de
todo el que está ante una obra de Gran Arte. Contrariamente, el
espíritu melodramático inventa el mal libre, crea el traidor, urde
conflictos entre malos y buenos, intenta modificar la línea recta de
acero, autónoma y agresiva, trocándola en curva arbitraria, y por
último engendra _el sentimentalismo_, morbo contagioso y funesto.
Las obras escultóricas, pictóricas, musicales y poéticas del arte
farisaico y ruin revelan _su sentimentalismo_ a modo de estigma del
espíritu melodramático. Y Alberto formulaba en su conciencia esta
interrogación desmesurada: «El espíritu de la raza a que pertenezco y
la vida histórica de esta nación en cuyas entrañas fui engendrado, ¿son
trágicos o melodramáticos? ¿Soy actor de coturno y persona, dignidad y
decoro incorporado a la caudal tragedia humana, o soy fantoche en una
farsa lacrimosa y grotesca?»
--Sigue por Dios, Alberto, sigue por Dios --rogó Verónica.
Alberto continuó traduciendo:
Yago aprieta con diligente astucia la red de intrigas en torno de
Otelo, lo enardece, lo ofusca, lo sofoca. El moro, conturbado por la
pasión de los celos, no acierta a discurrir con tiento, se deja engañar
de fútiles apariencias, adquiere la falaz certidumbre de que Desdémona
ha sido desleal a la fe jurada, está loco de ira y sediento de
venganza. Así que ve a Desdémona la injuria, la califica de prostituta
una y cien veces, enloquecido de amor y de dolor, víctima y verdugo al
propio tiempo. ¡Dulce Desdémona! ¡Pobre niña rubia, también amante y
doliente, víctima y verdugo también, sin saberlo! Apenas si osa oponer
a los dicterios del esposo mansa y suplicante quejumbre, a lo cual, el
enfurecido moro, tomándolo por artilugio rameril, replica en todo punto
con la palabra _prostituta_. Y al retirarse, Otelo premedita la pena
acerba con que castigar el supuesto adulterio de Desdémona.
Verónica paseaba por el aposento. Los nervios no le consentían
estarse quieta. A veces se detenía detrás de Alberto y escudriñaba
ahincadamente el original inglés, con gesto de religiosa suspensión,
pensando que así como en la mente de Dios hállase en cifra fatal el
curso de los acontecimientos venideros, en aquellos signos arcanos del
libro se guardaban en germen y a punto de brotar con vida los destinos
de los personajes que tan a mal traer la traían.
--¡La va a matar, la va a matar! Me lo da el corazón --solloza
Verónica, retorciéndose las manos.
También a Desdémona el corazón le sugiere sombríos presentimientos.
Ha ordenado a su dama Emilia que le haga el lecho con las sábanas del
día de la boda. «Si muriese antes que tú, Emilia, amortájame en una de
estas sábanas.» Desdémona canta porque está triste: canta la canción
del sauce, antigua tonadilla que oyera, siendo niña, de labios de
una vieja sirvienta, Bárbara, a quien el novio había abandonado, la
cual murió cantando esta canción. En concluyendo de cantar, Desdémona
pregunta a Emilia de pronto, con adorable candor: «¿Crees tú, Emilia,
que hay mujeres tales, como dicen, que sean infieles al marido?»
(Verónica: _La verdad es que parece imposible._) Desdémona: «No, no
puede existir una mujer capaz de hacer tal cosa.»
He aquí la alcoba. Desdémona duerme. Una luz arde. Entra sigilosamente
Otelo.
Verónica está frente a Alberto, rígida, algo pálida, los ojos muy
abiertos bajo las ceñudas cejas, mirándole a los labios.
Otelo se inclina sobre Desdémona a contemplarla en tanto duerme. ¡Qué
hermosa es!, y su sueño, ¡cuán cándido! Otelo: «¡Oh, aromoso aliento;
casi persuades a la justicia a que quiebre su espada! Un beso, y otro,
y otro.» Otelo la besa y llora. Desdémona despierta. Otelo le pregunta
si ha rezado, porque va a matarla. Desdémona: «¿Matarme?» Otelo: «Sí.»
Desdémona: «Entonces, Dios tenga compasión de mí.» Otelo: «Amén, con
todo mi corazón.» Desdémona: «Tengo miedo; no sé por qué tengo miedo,
pues soy inocente; pero tengo miedo.» Otelo: «Piensa en tus pecados.»
Desdémona: «Mis pecados no son sino amor.» Otelo: «Por eso morirás.»
En este momento Verónica se abalanzó sobre Alberto, arrebatóle de las
manos el libro y lo envió volando por los aires. Lloraba, llevándose
las manos al rostro; pataleaba y entre los hipos del llanto balbucía:
--¡No, no quiero que la mate, no quiero que la mate, no quiero que la
mate! ¡Oh, por Dios, Alberto! Dile a ese hombre que está equivocado,
que Desdémona es buena y le quiere... ¡Pobre niña, pobre niña! ¡Por
Dios, por Dios! Pero, ¿no hay modo de arreglarlo? ¡Qué ha de haber,
de sobra lo comprendo! ¡Si ese hombre está loco! Y ha llorado cuando
la besaba... ¿no has visto? ¡Pobre, pobre Otelo! Tenía que ser; ya lo
decía yo. ¿Qué vamos a hacerle nosotros? ¿Qué adelantamos con cerrar
los ojos? Ya la habrá matado, ¿eh? ¿La mató ya? No quiero verlo.
¿La mató ya? --preguntaba con desvariado acento, como si la escena
del drama tuviera vida histórica e independiente, y hubiera seguido
desarrollándose en tanto ella se entregaba a la desesperación.
--Sí, la mató ya, Verónica.
--¿Cómo fue? ¿Lo sabes tú?
--Sí, la estranguló.
--Y ella, ¿qué dijo?
--Dijo: «Soy inocente», y más tarde, a Emilia que acude: «Yo misma me
he matado. Ruégale a Otelo que me perdone. Adiós.»
--¡Adiós! --Verónica se dejó caer a los pies de una butaca y reclinó la
cabeza sobre el asiento, escondiéndola entre sus brazos.


VII

No tardó gran cosa Verónica en dar al olvido la tragedia de Otelo; pero
le quedó, a manera de rastro en el espíritu, un no sé qué de cansancio
y turbiedad, como en la copa de cristal que ha contenido densos licores
de diferente color. Estaba quieta y callada, con los ojos apenumbrados,
como niña convaleciente.
Alberto, que se hallaba poseído por la emoción del profesional ante el
caso insólito, del bibliómano ante el incunable o del ornitólogo ante
el mirlo blanco, y había visto en qué portentosos términos Verónica
poseía las bellas virtudes pasivas de la más exquisita receptividad,
determinó someterla aún a nuevos experimentos. Tomó al efecto papel y
lápiz y se puso a dibujar como sin propósito y por matar el tiempo. Al
instante, Verónica, cuya curiosidad instintiva estaba siempre en acecho
como la de los gatos cachorros, se acercó al joven, apoyó las manos en
sus hombros y aplicose a seguir con gestos y movimientos del cuerpo los
giros que Alberto imprimía al lápiz. Primero, Alberto trazó líneas a la
ventura: rectas, curvas, mixtas, quebradas; y por la presión sobre sus
hombros de las manos de Verónica comprendía que toda la vida psíquica y
orgánica de la muchacha convergía hacia las líneas en vía de formación,
como si aspirase a convertirse en puro esquema geométrico; no de otra
suerte que el jugador de billar parece como que aspira a trocarse en
una simple ley mecánica cuando, con vario linaje de contorsiones y sin
conciencia de lo que hace, acompaña la ruta de la bola, como si por
ella estuviera sugestionado. Hasta juraría Alberto que Verónica tenía
la lengüecilla al aire, como los niños cuando hacen palotes.
Aquellas líneas incongruentes, por arte de Alberto, fueron
convirtiéndose en mujeres en actitudes danzantes, en bailarinas que
no por serlo habían perdido su prístina naturaleza esquemática, sino
que la línea de donde habían nacido parecía imponer una ley interna,
un carácter, a la actividad de la figura; y así, junto a la bailarina
egipcia, de un hieratismo sacerdotal, obediente al imperio de la
línea recta, ondulaba la bayadera indostánica, esclava de una elipse
voluptuosa e invisible, como los astros.
--¡Qué bien pintas, chiquillo! Esto está que se mete por los ojos. Te
advierto que yo me despepito por el baile. Pero en casa se empeñan en
que si tengo tanto así de asadura y que pierdo el compás, y la mar y
sus barcos. En cambio dicen que Pilarcita es el noplusultra. Eso sí,
mucho trenzao de pies, y vengan corcovos y piruetas que parece una
langosta. Podía no: dos años lleva asistiendo a la academia de Juanito,
_el Marica_. Pero, hijo, yo a eso no lo llamo baile. El baile ha de
decir algo, ¿no te parece a ti? Hay que sentirlo, y yo lo siento. Lo
otro... ¡bah!, a mí me suena como una máquina de coser.
--¿Quieres bailar?
--Bailar ¿qué? ¿Y la música?
--Yo tarareo lo que quieras.
Verónica no necesitó más. Salió al medio del gabinete, recogió un poco
la falda sobre los riñones y gritó con repentina vehemencia:
--¡Venga de ahí!
Alberto tarareó un tango, luego un garrotín, y cuando observó, como
ya preveía, que Verónica había perdido el seso, como una bacante,
y entregádose por entero a la emoción del baile, cantó sonatas de
Mozart y Beethoven, trozos de Wagner y Brahms: cuanto se le vino a las
mientes. Verónica danzaba sin tregua, como poseída sucesivamente de
todos los sentimientos primarios de la raza humana, en su auténtica
simplicidad y energía, la ira, el terror, el éxtasis, la alegría,
la pena, la lujuria, y todos ellos cuadraban bien con el aire de la
música; Verónica los estilizaba, no solo con la expresión del rostro,
sino también con todos y cada uno de sus miembros. Paró Alberto y
Verónica se detuvo en seco.
--Bueno, chiquillo, por esto no puedes juzgar, porque la verdá es que
maldito si sé lo que hice. Esto fue una improvisación. Tienes que verme
con música, ¿sabes? --y se enjugó la húmeda frente.
--Bailas muy bien, Verónica, porque bailas por placer y no por vanidad;
porque te olvidas de lo que haces y no te ofreces en espectáculo;
porque bailas como si te fuera necesario bailar por bailar y no por
encandilar hombres de dinero.
--Eso es la chipén, chiquillo: bailo porque me sale de dentro.
--Y sobre todo bailas bien, porque bailas bien. Tú serás una gran
bailarina.
--¡Quita allá, chalado!
--Por lo pronto, ¿te atreves a debutar dentro de dos o tres días?
--¿Qué dices?
--Nada, que vas a debutar porque lo quiero yo.
--Pero, hombre...
--El circo de Parish se abre dentro de pocos días. El empresario, y
sobre todo el gerente, son amigos míos. Hoy mismo escribo la carta...
--Pero... ¿tú crees que puedo?
--When you do dance, I wish you
A wave of the sea, that you might ever do
Nothing but that; move still, still so,
And own no other function.
--Latinitos, ¿estás de coba?
--Nada de coba, niña. Estas palabras son del mismo autor de Otelo, y
quieren decir: «Cuando te veo bailar quisiera que fueses una ola del
mar, de manera que no pudieras hacer en adelante otra cosa que bailar.
Baila, baila más aún; baila siempre, y no hagas sino bailar.»
--Pero, ¿y el traje, Alberto?
--No te preocupes; yo me encargo de él.
--Si no tienes un cuarto.
--La empresa te lo pagará; quiero decir que yo te diré cómo has de
vestirte.
--Cabalito; luego salgo al público, me da un soponcio y adiós Madrid.
--No te dará soponcio. Tú baila, y baila con toda tu alma, como David
delante de Dios.
--¿El rey David? ¿El que dijo...?
--El mismo.
--¿Y era bailaor?
--A ratos.
--¡Ay, que tío!
--Sí que era un tío.
--No, si el tío eres tú, digo --se llegó a Alberto, le enlazó del
cuello con un brazo y murmuró--: Vamos a ponerle los cuernos al viejo.
--En ti, Verónica, el entregarse a todos y a todo es en tal grado que
de vicio se hace virtud.


VIII

Desde la calle de Jacometrezo hasta el número 30 de la de Fuencarral,
esto es, desde su vivienda a la de Alberto, Teófilo atravesó, a tiempo
que caminaba, tres ciclos de pensamientos.
El primero fue el ciclo amoroso. Nunca había sido afortunado en
amores. Entre los lejanos amoríos con su prima Lucrecia, pasatiempo
de mocedad y no otra cosa, y los tiernos amores con Rosina, a cuantas
mujeres había galanteado, ora en tono lírico mayor, madrigalizando,
como decía él, ora a la manera corriente y moliente del común de los
mortales, se le habían reído de sus versos, sus cuitas y su persona.
No se tenía por un dechado de belleza física, ni mucho menos; pero
como no era repulsivo, y en compensación consideraba muy por alto sus
dotes naturales de inteligencia y sensibilidad, creíase un ejemplar
de hombre apto por raro modo para inspirar pasiones y ser de ellas
víctima. Entró, pues, en la vida, imbuido de tales ilusiones. Pero
tantos descalabros hubo de sufrir que llegó a persuadirse de que en
las operaciones bursátiles del amor la inteligencia no se cotizaba.
Sin embargo, aun cuando hacía tiempo que había renunciado a que se le
amase por su rostro y talle, no se resolvía a renunciar a que algún
día se le amase y venerase por sus talentos y buenas cualidades del
sentimiento. Tropezó con Rosina, la amó y ella le correspondió. Y,
¡extraño fenómeno!, ahora Teófilo daba por sentado que Rosina lo
quería, no por poeta, sino por gustar de él, como hombre, más que del
resto de los hombres. Si algún amigo, o la propia Rosina, le hubieran
dicho «esa mujer te quiere porque te considera gran poeta, y un poco
también por simpatía a que tu pobreza le mueve», Teófilo recibiera al
oírlo el desencanto y amargura mayores de su vida.
Avanzaba por la oscura calle de Jacometrezo con el corazón henchido de
sollozos y de afán. Perder a Rosina y dejar de existir era todo uno.
¿Qué había sido su pobre vida anterior sino ansiedad no satisfecha,
purificación por el fuego de la adversidad y de la vergüenza,
preparación espiritual para esta nueva etapa de transportes cordiales
y gozo pleno; es decir, de vida verdadera? Perder a Rosina y dejar de
existir sería todo uno. Estaba salvajemente resuelto a no perderla, a
hacerla suya, costase lo que costase.
En la Red de San Luis Teófilo hubo de detenerse, en tanto pasaban
algunos coches. Eran la mayoría coches de lujo y, según pasaban,
Teófilo veía damas y caballeros repantigados en el interior. Por un
momento se imaginó a sí mismo con Rosina a su lado, volviendo de la
Castellana en coche propio, mejor en un auto, y esta fue la brecha
por donde se metió en el segundo ciclo de pensamientos. Pensó: «Sí;
el mundo es bueno, la vida es hermosa... Tiene razón ese animal de
Santonja...» Y luego, acordándose de las personas ricas que había visto
repantigadas dentro de los carruajes: «Esos brutos, bien comidos, bien
bebidos, bien vestidos, ¿qué derecho tienen a la vida y a la fortuna?
Vidas sordas, embotadas, absurdas... El que carece de inquietudes y
necesidades espirituales no tiene derecho a la vida.» Para Teófilo la
necesidad espiritual por antonomasia era componer versos alejandrinos.
No tenían derecho a la vida sino los poetas. Este postulado le sirvió
de trampolín, desde donde saltó al tercer ciclo de pensamientos, un
ciclo encantado y luminoso que gobiernan con graciosa liberalidad dos
hermanas mellizas: Ilusión y Esperanza. Ocurriósele de pronto, o por lo
menos él pensó que se le había ocurrido, el asunto de un drama poético.
El héroe: un juglar de humilde cuna que escala el trono e impone
deleitable tiranía de rimas y rosas. Tesis: la humanidad no existe por
y para sí propia, sino como pretexto, como abono, se pudiera decir en
puridad, que alimente al lirio, que vale tanto como decir al poeta, a
quien Dios adornó de hermosura y armonía, pues no otra cosa es sino
verbo divino, encarnado en forma mortal. El lugar de la acción: dudaba
si decidirse por la Provenza del Medioevo o la Italia del Renacimiento;
la elección la aplazó para más en adelante. Como el drama poético lo
probable y aun lo seguro era que le saliese un dechado, las empresas,
así que de él recibieran noticia, se lo habían de disputar. Teófilo
veía ya el dinero entrándosele a espuertas por casa, y en logrando
holgura y vagar sosegado, nuevos dramas habíanle de brotar a boca que
pides, que nada hay tan fecundo para las cosechas del ingenio como la
lluvia de oro. Y según subía las escaleras de la casa de Angelón, iba
diciéndose: «Qué necedad, no haber dado hasta ahora en lo del teatro,
que es lo único que produce dinero.»
Llamó a la puerta. Le salió a abrir Alberto y entrambos pasaron al
gabinete en donde Verónica estaba.
--Qué suerte la tuya, Verónica. Aquí tienes a tu ídolo. ¿No entiendes?
El poeta Teófilo Pajares.
Verónica se puso como la grana. Deseaba examinar a su entero talante
las particularidades físicas y apariencia corporal del poeta bohemio,
pero no se atrevía aún.
--Es una desaforada admiradora tuya, Teófilo. No hace una hora
todavía, me recitaba un soneto tuyo, algo así como un autorretrato
psicológico.
--Aquello que comienza: _soy poeta embrujado por rosas lujuriosas..._
--murmuró Verónica, cohibida.
--Pss. Es un soneto que escribí al correr de la pluma, por ganarme diez
duros: cincuenta pesetas de lirismo.
Teófilo dejaba caer las palabras como el árbol demasiadamente
enfrutecido deja caer el fruto, con absoluta indiferencia. Aparte
de que le envanecía sobremanera que alguien se tomase la molestia
de aprender de memoria sus versos, necesitaba en aquellos momentos
aparecer en posesión de su valer y un poco descuidado y desdeñoso hacia
la gente, porque tal se le antojaba el mejor diapasón para dar un
sablazo y acoquinar un tanto al sableado.
--¿Qué te trae por aquí? Hace un siglo que no nos vemos. ¿Cómo sabías
mi domicilio?
--Ángel Ríos me dijo que vivías con él, y que estabas un poco malucho.
Pues, me dije, voy a visitar a ese...
--¿Qué te haces? ¿Trabajas?
--Pss... Tengo un drama casi concluido. Tres actos. Me faltan algunas
escenas del último. Ya he leído los dos primeros a la Roldán y Pérez de
Toledo. Me invitaron un día a almorzar, y de sobremesa, la lectura. Les
gustó enormemente. Figúrate que cuando comencé a leer estaba la Roldán
en un butacón, en una esquina de la pieza, y su marido en otra esquina.
Yo iba leyendo, leyendo, metiéndome en situación, hasta olvidarme de lo
que me rodeaba. Concluyo de leer, vuelvo en mí, como quien dice, y me
veo a la Roldán y Pérez de Toledo, uno a cada lado mío, echados sobre
la mesa y bebiéndome materialmente con los ojos. Los había hipnotizado.
También Verónica sentía los primeros síntomas de la sugestión hipnótica.
--Si yo me atreviera... --balbuceó Verónica.
--Yo me atrevo por ti, Verónica, porque te he adivinado. Verónica
desearía que vinieras a leerle lo que llevas del drama, y yo te suplico
que la complazcas.
--Es el caso que tengo tanto que hacer...
--Hombre, dos horitas, mañana por ejemplo..., bien puedes dedicárselas.
Te anuncio que no puedes hallar mejor crítico, y si tienes ojos en la
cara las observaciones de Verónica te serán de mucho provecho.
Alberto sabía que el drama de Teófilo y las circunstancias de su
lectura eran pura patraña o cándida ilusión.
--Cállate tú, que eres un tío frescales --comentó Verónica, quien por
desahogarse del respeto que Teófilo le imponía sentíase arrastrada a
tratar a Alberto con extrema llaneza--. No le haga usté caso, yo soy
una tonta y no merezco que usté se moleste; pero si usté fuera tan
amable...
--¿Cómo no lo va a ser, siendo poeta?
--No veo la relación, querido Alberto...
--Hombre, amable es lo digno de ser amado. En este sentido no creo que
haya nada más amable que un poeta. ¿No piensas tú lo mismo, Verónica?
Como que poco le falta ya a Verónica para enamorarse de ti.
--¡Calla, loco, calla! --rogó Verónica, en las últimas lindes de la
turbación.
--Y dime, Teófilo. ¿En qué época histórica has emplazado el drama?
--En la Italia renacentista-- respondió Teófilo, muy aplomado.
--¿Y en qué ciudad?
--¿En qué ciudad? --Teófilo vaciló un momento--. En Milán.
--No me parece una ciudad tipo del Renacimiento pero... Ya ves, Renán,
en su _Calibán_, coloca la acción también allí. ¿Y qué obras te han
ayudado principalmente para darte el espíritu de la época, detalles
episódicos y de fondo, etc., etc.?
--¿Qué obras? --Teófilo se amoscaba--. Pues varias obras: _La Divina
Comedia_, el..., la..., varias obras. Cualquiera se acuerda.
--Di más bien que no te has ayudado de ninguna. Tú no conoces la
historia; pero, como el otro, la presientes.
--Y aunque así fuese, ¿qué? Poeta y vate son lo mismo, y vate quiere
decir adivino. Las cosas no son como son, sino como el vate quiere que
sean o hayan sido. La naturaleza y la vida obedecen a la ley que el
vate les impone.
--Pero no el dinero, y eso que es cosa de la vida.
Teófilo hizo como que no había oído, y algo pálido, continuó:
--Shakespeare está plagado de anacronismos. Ahora os ha dado a unos
cuantos por machacarnos los oídos con la canturria de la cultura;
cultura, cultura, ¡puaf!: una cosa que tienen o pueden tener todos los
tontos y que es cuestión de posaderas.
--No te acalores, Teófilo. Puesto que has colocado la cuestión en
sitio tan plebeyo, ajustándome a tu tono te pregunto: ¿Crees que te
vendría mal un baño, aunque sea de asiento, de cultura? Permíteme por
un momento que sea un poco pedante. Sabes, y si no lo sabías lo vas a
saber ahora, que cuando el traidor Bellido Dolfos mata al rey Sancho
y huye a guardarse dentro de los muros de Zamora, el Cid cabalga para
darle alcance; pero no lo logra porque se le había olvidado calzarse
las espuelas, y entonces maldice de los caballeros que no llevan
siempre espuelas. Querido Teófilo, créeme que Pegaso es el rocín más
rocín, tirando a asno, cuando el que lo cabalga no lleva acicate, y el
acicate es la cultura.
--Me hallo muy a mi gusto siendo como soy. Cualquier cosa antes que dar
en esas metafísicas y sandeces que ahora son uso entre algunos jóvenes.
--A lo primero te respondo que no te hallas muy a tu gusto, sino que,
aunque te obstines en no declararlo, vives muy mal a gusto, no a causa
de la falta de dinero, que a todos nos aqueja, sino contigo mismo. Y
en cuanto a lo segundo, haces bien en no querer caer en el defecto
contrario del que tú tienes. Unos, como tú, porque no tienen por carga
espiritual sino su experiencia propia; otros, porque la carga es
mazacote de libros e infatuación escolástica, sin ninguna experiencia
personal de la vida; cuándo porque se ha ido a babor, cuándo a
estribor, sois como barcos mal estibados que al menor temporal zozobran.
--Pamplinas, Alberto.
--Dispensa que te haga una pregunta.
--A ver.
--¿De dónde eres?
--De Valladolid.
--¿Tienes parientes en algún pueblo de tierra de Campos ú ocasión de
irte a vivir allí?
--Sí, ¿por qué?
--¿Por qué? Porque viviendo de verdad en el campo harás buena poesía.
Deja a Madrid, hombre. ¿Qué haces aquí, como no sea corromperte y
anularte? ¿No te dice nada el ejemplo de Enrique de Mesa, de Gabriel y
Galán y, sobre todo, de Unamuno, el mejor poeta que tenemos y uno de
los más grandes que hemos tenido?
--Será para ti, y Dios te conserve la oreja.
--Y a ti Dios te la otorgue y algo más.
--Bueno, yo venía a hablarte de un asunto de importancia.
--Estoy a tu disposición.
--Es reservado.
Alberto guió a Teófilo hasta el comedor.
--¿Qué es ello?
--Necesito que me prestes cincuenta duros. Es asunto de vida o muerte
para mí.
--No los tengo.
--No me los quieres prestar. Te figuras que no te los he de devolver.
En último término, si te parece mucha la cantidad, con treinta quizás
pueda arreglarme.
--No tengo un céntimo, Teófilo.
--Es decir que si te pidiera una peseta para comer me la negarías. Y
todo porque te he dicho lo de la oreja.
--No seas niño, Teófilo. Supones que tengo dinero y estoy como tú, si
no peor. No tengo un céntimo, créaslo o no lo creas. Pídeme todo lo
que tengo si lo necesitas para empeñar y te lo daré; pero no tengo un
céntimo. ¿No me crees?
--Pero tendrás a quien pedirlo.
--A nadie.
--No sabes en qué caso estoy, Alberto. Me matas --el acento de Teófilo
se cortó, como si fuera a llorar.
--¿Tan apurado es?
--De vida o muerte, ya te he dicho.
--¿Puedo saberlo?
--¿Por qué no? Una mujer... --comenzó Teófilo, con voz desmayada y rota.
--¡Bah! Una cualquiera que pretende sacarte los cuartos.
--¡No digas insensateces! --Teófilo se encrespó--. Es mujer que no
necesita de mi dinero. Estoy loco por ella, y ella parece que me
quiere. A mí no me ha querido nunca nadie, nadie... ¿Crees que cuando
he deseado la muerte en mis versos eran literaturas? Nadie, nadie...
En cambio yo no he querido nunca mal a nadie, te lo juro, lo que se
llama querer mal. Y tengo tesoros de ternura en mi corazón que no he
podido derramar nunca; y ahora, ahora que llega el momento, ya ves...
he de hacer el ridículo. Y ¿qué amor hay que resista al ridículo? ¿No
comprendes?
--Sí, comprendo, Teófilo. Aguarda un momento y discurramos con calma.
No te acongojes, hombre --Alberto estaba un poco enternecido--. Una
mujer decente, ¿eh?
Teófilo dudó un momento.
--Sí.
--No, no; di la verdad.
--Es... una _cocota_; pero es un ángel. Pero, ¿no comprendes?
--Claro que comprendo. Tú qué piensas, sinceramente, ¿que se ha
enamorado de ti como poeta o como hombre?
--Como hombre --afirmó Teófilo--. Te repito que es un ángel. Habíamos
concertado un viaje... Nos queremos como dos niños. No ha habido aún
ninguna impureza en nuestro amor --y con una transición que a poco hace
reír a Alberto--: Si pudieras darme una carta para tu camisero y tu
sastre...
--Sí; te las escribo ahora mismo. Y en cuanto al dinero del viaje...
No me atrevo a esperanzarte, porque, mi palabra de honor, mis amigos,
aquellos a quienes en confianza pudiera pedir dinero, están tan
tronados como yo.
Teófilo estrechó efusivamente las manos de Alberto.
--Vamos al gabinete.
Alberto escribió las cartas. Después hablaron unos momentos. Se oyeron
unos golpes en la puerta.
--Oye, Alberto, si es algún conocido pásalo a otra habitación. No tengo
deseos de ver a nadie.
Quedaron a solas Verónica y Teófilo. Llegaban desde el comedor la
voz de Alberto y de otra persona, y se podía seguir el curso de la
conversación.
--¿Quién es? ¿Le conoce usted por la voz?
--Sí, es Antonio Tejero, Antón Tejero le dicen, ¿no has oído hablar de
él?
Teófilo tuteó a Verónica considerándola mujer de baja condición.
La muchacha, atribuyéndolo a afectuosidad, viose colmada de tanto
agradecimiento que no acertó a abrir los labios.
La voz de Alberto:
--Si no tiene usted mucha prisa deje usted el gabán en el perchero.
La voz de Antón:
--Sí, lo voy a dejar, porque pesa de una manera horrible. Figúrese,
¿sabe usted lo que es esto?
La voz de Alberto:
--Parecen dos salchichones.
La voz de Antón:
--Pues son dos paquetes de cien pesetas, en duros. Vengo de cobrar la
nómina en la Universidad, y me han cargado, que quieras que no quieras,
con doscientas pesetas en plata. Bueno; lo dejaremos en el perchero.
Supongo que estará seguro, ¿eh?
La voz de Alberto:
--Naturalmente.
Doscientas pesetas... Teófilo hincó los codos en las piernas y hundió
el rostro entre las manos. Las fuerzas se le huían. La lógica de la
realidad exigía de Teófilo que hurtase las doscientas pesetas. Según
su conciencia, un robo, dadas sus circunstancias, no era acción
reprobable; antes bien, de arcana justicia trascendental, como si
Dios en persona le brindase al alcance de la mano y en tan apretado
trance aquel socorro de las doscientas pesetas, como compensación de
mil amarguras y privaciones pretéritas. Era justo que se apropiase
el dinero; pero no se determinaba en ello: le faltaba valor. «¡Qué
asquerosamente cobarde soy! Yo tampoco tengo derecho a la vida», se
dijo.
Verónica, entretanto, no apartaba de Teófilo los ojos. Lo escudriñaba,
examinándolo de arriba a abajo, y no se resolvía a decidir que fuese
una persona tejida con la misma estofa burda del resto de los hombres.
Hasta la absoluta ausencia de ella en que Teófilo se mantenía, como
si realmente la muchacha no existiese, era para Verónica muestra
inequívoca de grandeza, digna de veneración. Verónica hubiera dado
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