Troteras y danzaderas: Novela - 17

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--¿Podemos entrar?
--Ya lo creo. Pasen, pasen ustedes...
Los tres amigos entraron en la sala de operaciones. Sobre una mesa
niquelada y agujereada yacía el anarquista, cubierto el cuerpo con una
frazada color bermellón. Un hombre le afeitaba el bigote. Céspedes
dijo que no había muerto aún ni lo habían identificado. Médicos,
practicantes, periodistas y autoridades se apiñaban en torno de la mesa
de níquel. Las manipulaciones del barbero impedían descubrir por entero
la cara del moribundo. De pronto, Teófilo cayó en tierra desmayado.
Acudieron a levantarlo, le dieron a oler éter y con esto recobró el
sentido.
--¡Vámonos, vámonos de aquí! --suplicó.
Apoyándose en Travesedo y Guzmán salió de la casa de socorro.
--Vamos a la taberna de al lado. Tomarás una copa de Cazalla, que te
sentará muy bien --ordenó Travesedo.
En la taberna, Teófilo apenas si podía llevar la copa a la boca; tal le
temblaba la mano. Su rostro estaba lívido.
--Estos poetas... --dijo Travesedo, chascando la lengua después de
trasegar una copa de aguardiente--. Eres más pusilánime que un conejo
de Indias.
--Vamos a la calle a que me dé el aire --habló Teófilo, poniéndose
trabajosamente en pie.
Cuando se hubieron alongado de la gente, Teófilo bisbiseó:
--Era Santonja.
--¿Qué dices ahí? --inquirió Travesedo.
--Santonja, mi amigo Santonja.
--¿Quién? ¿El anarquista?
--Sí.
--Pues, hombre, vamos corriendo a decirlo. ¿No habéis oído que no le
habían identificado aún? Bueno, yo iré, porque a ti maldita la gracia
que te hará volver allí. ¡Ah! El nombre...
--Homobono.
--¡Recristo! Pues si ese es Homobono, venga Dios y lo vea. ¿Vais a
casa? Yo iré en dos minutos. Adiós.
Cuando Guzmán y Teófilo quedaron solos, el último comenzó a murmurar en
voz reconcentrada, como si pensase en alta voz.
--Nunca lo hubiera creído. Y ahora que lo veo me parece que hizo
bien. ¡Pobre Santonja, pobre Santonja! ¡Y se contentó con un homenaje
platónico, una bomba a un monumento!... --de pronto rompió a hablar con
mucho fuego, enderezando miradas coléricas a su amigo--. Habláis mal de
los tertulines de café, de la charlatanería y politiquería españolas.
Pues yo que he asistido muchos años a esas tertulias, os digo que
vosotros, los que os las dais de intelectuales, con vuestro énfasis,
vuestras conferencias, vuestro redentorismo, no decís ni hacéis cosas
más ni menos razonables o profundas que las que se dicen y hacen en los
cafés. ¡Insensatos, insensatos! Queremos hacer pueblos y no sabemos
hacernos hombres. Da por supuesto que España es la nación más fuerte y
más culta. ¿Hubiera por ello sido Santonja más feliz o más infeliz? ¿Lo
sería yo? Lo que yo quiero ser es un hombre, ¿oyes?, un hombre. ¿No ves
que lloro? Y es de rabia...


V

En el gabinete de Lolita. Estaba atalajada la pieza con muebles de la
propiedad particular de esta dama, y en ella se descubría a seguida
el grado de educación y buen gusto de la dueña. El yute, el peluche,
la purpurina, los madroños, el pino so capa de nogal y otros varios
elementos de la decoración doméstica al estilo catalán, exaltaban, en
opinión de Lolita, aquel oscuro gabinete de casa de huéspedes a la
categoría de una _loggia medicea_. Colgada oblicuamente de la pared
había una guitarra, con escenas andaluzas pintadas alrededor de la
negra boca urbicular. Otro dechado del arte pictórico era un cuadrito
de subasta, al óleo, coronando la chimenea. Lolita pretendía hacer
creer a sus visitantes que lo había pintado ella.
--Pero, ¿sabes pintar?
--¡Jesú! Dende que era chiquitiya me dieron lersiones de pintura; pero
ya lo he abandonao.
No era raro que el visitante, por halagar a la autora, se acercase a
contemplar el cuadrito, y entonces, con alguna sorpresa, echaba de ver
que la obra estaba firmada en rojo por un R. Llagostera.
--¿Cómo te apellidas, Lolita?
--¿Yo? Montoya.
--¿Y por qué has puesto aquí Llagostera?
Acercábase también Lolita, que no sabía leer, y después de examinar
aquellas pinceladitas rojas, sin sentido para ella, explicaba:
--Son floresiya. ¿Y tú las llamas yagosteras? ¡Jesú, qué término! Si
son amapolas, so primo.
Había por el suelo hasta cuatro grandes sombrereras de cartón blanco,
con la tapa caída a un lado, y eran como cestos de Pomona o cornucopias
de la abundancia, a juzgar por la profusión eruptiva de flores y
frutos, de toda sazón y latitud, que rebasaba de los bordes.
Se encontraban en el aposento Verónica, Amparito, Lolita, y San Antonio
de Padua, haciendo un paso gimnástico que se suele llamar _el pino_,
sobre la rinconera. Las tres mujeres estaban sentadas en torno a un
velador con piedra de mármol; sobre el velador, varias cuartillas y un
lápiz. Amparito tenía un libro abierto en las manos.
--Escucha con atensión, Verónica, porque esto tiene muncha importansia.
Vamo, lee, niña.
Amparito leyó.
--Habiendo logrado Mr. Sonnini... --Amparito leyó _eme-erre_.
--Pero chiquiya, tú no sabe leé.
--Aquí dice eme erre: eme mayúscula, erre.
--¿Qué es lo que dise? ¿Lo uno ú lo otro? Vamo, anda p’a lante, que
ahora viene lo bueno.
--Habiendo _eme-erre_ Sonnini --prosiguió Amparito-- logrado abrir
un paso hasta el aposento interior de una de las reales tumbas del
Monte Líbico, cerca de Tebas, encontró en él un sarcófago en que se
hallaba una momia de extraordinaria belleza y en excelente estado de
conservación; examinándola prolijamente descubrió, pegado al pecho
izquierdo con un género de goma particular, un rollo largo de papiro,
el cual, habiéndole desdoblado, excitó mucho su curiosidad a causa de
los jeroglíficos que en él se veían maravillosamente pintados.
--¿Te has enterao? --preguntó Lolita a Verónica--. Ese royo de la
momia es ni má ni meno que un papé que verás ar final del libro. Es
un oráculo, y er te dise toas las cosiyas que quias sabé: de amoríos,
de dinero, de to, y siempre la chipén. Esto es mejó entavía que las
cartas. Bueno, niña; ahora lee por donde hay una crus con lapis
colorao. Y tú, Verónica, te estás mu seria, que esto es como un reso.
Amparito leyó:
--Pastoral de Balapsis, por mandado de Hermes Trimegisto, a los
sacerdotes del gran templo. ¡Sacerdotes de los tebanos! ¡Siervos del
gran templo de Hecatómpilos! ¡Vosotros que en la ciudad sagrada de
Dióspolis habéis consagrado la vida al servicio del rey de los dioses
y de los hombres! ¡Hermes, fiel intérprete de la voluntad de Osiris,
salud y paz os envía!
--¿No desía yo que era como un reso? Y no te creas que es cosa der
mengue. Eso ya se verá dempués. Ahora busca la pregunta que quies hasé.
Ahí están toas en er papé amariyo.
Verónica, un poco sobrecogida con tan misteriosos preámbulos, fue
leyendo en un gran pliego de papel apergaminado la lista de preguntas.
--¿Tengo que decir la pregunta que haga?
--Naturalmente, chiquiya.
--Pues esta: «¿Me corresponde y aprecia la persona a quien yo amo?»
--quiso dar a entender, sonriendo, que no concedía gran importancia al
oráculo; pero no acertó a sonreir y se ruborizó.
--Pero so gorfa --exclamó Lolita, alborozada sobremanera--. ¿Entavía
estamos con esas niñerías der corasón?
--Si es por preguntar...
--Yo también quiero preguntar luego --insinuó Amparito tímidamente.
--Tú ya sabes que te quiere, niña. Lee ahora lo que hay que hasé.
--Cuando cualquier hombre o mujer vaya a haceros, ¡oh! sacerdotes
--leyó Amparito--, alguna pregunta haced que se presenten las ofrendas
y se efectúen los sacrificios al mismo tiempo que los siervos del
templo eleven a lo alto las invocaciones en cánticos armoniosos.
Restablecido el silencio, el adivino encargará al extranjero que
vino a consultar el oráculo que con una caña mojada en la sangre del
sacrificio marque dentro de un círculo formado con los doce signos
del Zodiaco cinco hileras de rayas, derechas o inclinadas, al modo de
estas...
--Yo te diré; esto se hase así, a burto --y Lolita comenzó a trazar
palotes en una cuartilla, sin mirar al papel.
--Pero eso es imposible.
--Muy fásil.
--Digo lo de la sangre y aquellos signos del no sé cuantos.
--Eso no es de obligación. Lee más abajo, niña.
--El traductor --leyó Amparito-- cree de su deber advertir aquí que
él sabe por experiencia que pueden dispensarse las más de estas
ceremonias. En las consultas que se hagan al oráculo pueden omitirse
el círculo y signos del Zodiaco, y en lugar de una caña mojada en
sangre, él y sus amigos han usado constantemente, y siempre con buen
éxito, una pluma con tinta común y otras veces un lápiz o un carbón.
Los dones, sacrificios e invocaciones también son cosa superflua en
tierra de cristianos; pero, en su lugar, es de absoluta necesidad que
el consultante crea en Dios a puño cerrado y venere sus inescrutables
vías.
--¿Lo ves? Tú crees en Dios, pa chasco.
--Sí que no...
--Pues, ahora hases las rayitas.
Verónica obedeció a cuanto se le indicaba. Amparito, que había ya
comprendido cabalmente la manipulación del oráculo, hacía de pitonisa.
--Sagitario; non, tres pares, non --bisbiseó Amparito--. La respuesta
dice: «Medita bien si el objeto de tu cariño merece tu amor.»
--¿Me quies desí --interrogó Lolita, enchipada como con un éxito
personal suyo--, si no le deja a una aturuyá?
--¿Se puede hacer por dos veces la misma pregunta? --inquirió Verónica.
--Y dos mil.
Verónica trazó por segunda vez cinco filas de palotes.
--Llaves, non, cuatro pares --sentenció Amparito--. La respuesta dice:
«Una correspondencia de cariño es ahora dudosa; pero la perseverancia y
atención te asegurarán el triunfo.»
--Esto debe ser cosa de brujería, porque no se explica que responda tan
acorde --declaró Verónica con ojos resplandecientes.
--Pues aún falta otra cosa mu güena, pero que mu güena. Niña, busca ar
finá der libro. Ahí te prenostican lo que vas a sé por er día y er mes
en que has nasío.
--Yo nací el cinco de setiembre.
--Setiembre, Amparito. Busca er signo.
--Virgo --leyó Amparito, con voz candorosa.
El rostro de Verónica se encendió. Lolita, entre risotadas que no podía
retener, comentó:
--Tamién es grasioso.
--La mujer nacida por este tiempo --leyó Amparito-- será muy honrada,
sincera, franca, muy aseada en su persona y de deseos ardientes,
modesta en su conversación, afecta a los placeres matrimoniales y fiel
a su marido; será también muy buena madre y muy mujer de su casa.
--No te quejará de tu suerte, condená. Pues si vieras la mía. Lee,
Amparito, que la mía está en el escorpión. ¡Lagarto, lagarto!
--La mujer nacida por este tiempo --leyó Amparito-- será temeraria,
imperiosa, intrigante y artificiosa; de genio voluble y desagradable, y
amiga de empinar el codo.
--¡Qué calurnias! --suspiró Lolita, santiguándose y mirando con ternura
al San Antonio cabeza abajo.
--En la vida --continuó Amparito--, todos sus planes se malograrán casi
siempre por su misma locura y mala conducta en el amor; accederá a
sus placeres solamente con miras particulares, y será inconsecuente y
desleal. No dice más.
--¿Y te paece poco? Me ha puesto como un renegrido trapo.
--Ahora voy a ver la mía, si ustedes me lo permiten --habló Amparito.
--Vamo a ve, vamo a ve la donseyita de la casa.
--Yo nací el veintinueve de noviembre, de manera que... Sagitario
--decidió Amparito después de consultar el libro--. ¡Ay, no sé qué me
da!; no me atrevo.
--Anda niña y no seas desaboría.
Amparito comenzó a leer con voz rasa, como si leyese por rutina y sin
desentrañar el sentido de la lectura. Entró en esto Travesedo y se
detuvo a escuchar. Lolita y Verónica estaban tan absortas y embebecidas
que no echaron de ver la llegada de Travesedo. Leía Amparito:
--En el amor será constante; pero querrá gobernar a su marido, de
quien exigirá un estricto cumplimiento de los deberes nupciales, a
cuyos deleites será demasiado inclinada; amará a sus hijos, pero será
descuidada con ellos; será también afectuosa con su marido mientras que
este siga haciendo a Venus los debidos sacrificios...
Travesedo no se pudo contener más tiempo. Penetró con paso decidido
y continente amenazador, arrebató el libro de las manos de Amparito,
lo hizo pedazos y miró luego a Lolita con expresión tan iracunda que
la mujer quedó como petrificada por el espanto. Las otras dos tampoco
daban pie ni mano. Travesedo rompió a vociferar:
--¡Largo de aquí inmediatamente, Amparo! Largo de aquí si no quieres
que te eche a azotes, mala cabeza --Amparito salió temblando. Travesedo
se encaró con Lolita--: Y tú, sinvergüenza, idiota, ¿no comprendes que
estás corrompiendo a esa niña? Esto se ha concluido; hoy mismo coges
tus trastos y te vas con viento fresco, hoy mismo. Yo no quiero cargos
de conciencia.
Soltose Lolita a llorar con extremada amargura. Entrecruzó las manos
en actitud orante, hipaba, volvía los ojos inocentes y cuitados tan
pronto hacia el San Antonio acrobático como hacia Travesedo, y decía
entrecortadamente.
--¡Ay, virgensita de mi arma, San Antonio... si yo no he tenío la
curpa... que ha sío eya misma... por ver su sino der sodiaco!
La aflicción de Lolita y sus peregrinas lamentaciones determinaron en
Travesedo una sensación epicena de ternura y de hilaridad. Verónica
intercedió, asumiendo la responsabilidad de lo acaecido. Travesedo
atenazó suave y paternalmente con los nudillos el desaforado apéndice
nasal de Lolita e hizo por mitigar su desconsuelo con palabras blandas.
--Ea, sosiégate, feúcha, que la cosa no vale la pena. Fue un arrebato
mío y no he querido disgustarte. Pero, ¿no comprendes, mujer, que
Amparito es una niña y no debe enterarse de ciertas cosas? Verdad que
tú eres tan niña como ella. La culpa la tiene doña Verónica.
--Sí que la tengo, lo confieso; pero, ¿qué le vamos a hacer ya?
--Si es que he estado gritando, llamándoos, un cuarto de hora seguido
--añadió Travesedo--. Y como si os hubiera tragado la tierra. Ya pasa
de la una y la casa por barrer. Antonia no está en casa; la comida, por
supuesto, no estará dispuesta. Esto es un pandemonium. Vamos a ver,
Lolita, ¿no te da vergüenza no haberte lavado ni peinado aún? Hay que
verte, hija. No sé cómo le gustas a nadie.
Lolita estaba desgreñada, sucia, tripona, porque los senos, de
considerable tamaño, sin el soporte del corsé, le bajaban hasta la
cintura, simulando un bandullo. Vestía una bata de franela roja que
parecía hecha con bayeta de fregar suelos.
--¿Tú comes hoy con nosotros, Verónica? Digo, si hay qué comer.
--No, yo me voy a casita. Ya estarán por allí todos alborotaos.
--Que no. Yo ordeno y mando que te quedes a comer con nosotros de lo
que haya.
--Pues si usted lo ordena, no hay sino cerrar el pico.
--Andando al comedor. Y tú, Lolita, lávate por lo menos las manos.
Quedose Lolita a lavarse las manos y salieron juntos Travesedo y
Verónica. En el pasillo dijo Travesedo:
--Y pensar que esa pobre mujer es una de las cocotas de fuste en Madrid
y no falta quien le pague bien...
--No sea usté malo. Lolita es muy mona.
--Sí, monísima; se pudiera decir que perfecta, porque lo excesivamente
pequeño de la boca se corrige con lo excesivamente largo de la nariz.
A poco estaban todos los huéspedes reunidos en el comedor. Verónica se
sentó a la derecha de Travesedo. La voluminosa Blanca, la cocinera,
servía la comida, porque Amparito no se atrevió a presentarse.
Travesedo, junto con el decanato de la hospedería, disfrutaba
anejamente de la presidencia en la mesa y de la facultad de dirigir
y enderezar según su gusto la conversación. Casi todo se lo hablaba
él. Aquel día inició el palique haciendo consideraciones acerca del
atentado anarquista del día anterior y describiendo con puntuales
y repulsivas circunstancias el cuadro que en compañía de Teófilo y
Alberto había tenido ocasión de presenciar en la casa de socorro.
--Por lo que más quieras --rogó Teófilo--, no hables de eso.
--Claro --añadió Verónica--. Cualquiera come oyendo esas cosas.
--Por eso lo hago, precisamente --explicó Travesedo--. De este modo no
echaremos de ver la escasez de vituallas, si la hay, como presumo.
--¿No has salido ayer de casa, Lolita? --investigó Alfil, bizqueando
un poco a causa de la emoción.
--¿Salir yo dempué der prenóstico de las cartas? ¿Y por qué lo
afeitaban, don Eduardo?
--¿A quién?
--Ar tío ese anarquista.
--No sé decírtelo.
A la hora del cocido presentose Antonia. Venía de la calle, sonriendo
con gesto de cansancio. Travesedo, haciendo ostentación de sus
prerrogativas fiscales, se arrancó con innumerables preguntas y
advertencias, todo ello con aire reprobador y monitorio. Antonia,
como obedeciendo a la necesidad de exonerarse de sus sentimientos e
impresiones más que al discurso de Travesedo, comenzó a hablar:
--¡Señor, qué mundo este! ¡Pobre neñina! Me parece que va a ser muy
desgraciada.
--Bien --interrumpió Travesedo--, se ve que ha pasado usted la mañana
en casa de Tomelloso. Pero, mujer, ¿qué se le ha perdido a usted en
aquella casa?
--Déjeme en paz el alma, roncón. ¿Podré olvidar que les he estado
sirviendo diez años, y que yo estaba sirviendo en la casa cuando nació
Angelinos? --se despojaba con lentitud de la mantilla, quitando los
alfileres, que iba colocando entre los labios.
--Saque usted esos alfileres de la boca... --conminó Travesedo--. Me
pone usted nervioso. Hay dos cosas que no puedo llevar con paciencia:
que se metan en la boca alfileres, o el cuchillo para comer, como lo
hace Macías, que se lo mete hasta la campanilla.
--En esto no estamos conformes --objetó el cómico--. Brochero, el
célebre actor, hombre de sociedad como todos saben, y mi primer
director escénico, cuando teníamos que comer en escena nos ordenaba
hacerlo en esa forma, porque las gentes del buen mundo comen de esa
manera.
--¡Pobre Angelinos! --repitió Antonia.
--En resumen, ¿pobre por qué?
--¿Por qué? Porque ese tal Pascualito del diaño se me figura que la
quiere tanto como a mí. ¡Qué se me figura!... Basta tener ojos en la
cara. Lo que va ese pillo es por el dinero. Pues el señor, la señora y
la señorita, en Babia. Están locos con la tal boda.
--¿Quién es? --curioseó Lolita--. ¿Sisilia? Qué punto tan grasioso...
Retirábase Antonia; se volvió desde la puerta.
--¡Ah, se me olvidaba! El cartero me dio en la escalera esta carta para
usted, don Teófilo --y alargó un sobre al poeta.
La letra era desconocida, y el sello, de Alemania. Teófilo sostenía la
carta en la mano y la miraba sin resolverse a abrirla. En un instante
se le agolparon en el cerebro mil absurdas presunciones e hipótesis.
Palideció. Todos le miraban con curiosidad, señaladamente Verónica.
Rasgó el sobre. Dentro de él venía una tarjeta postal. Lo primero que
saltó ante sus ojos fue la firma: Rosina. De pálido se volvió lívido.
Decía la postal:
_No te pido perdón, porque sé que no merezco que me perdones.
¡Tengo tantas ganas de que nos veamos y hablemos! Quizás entonces
comprenderás y me excusarás. Yo no puedo olvidar el cariño que
me tenías, y me hago la ilusión de que, a pesar de todo, me lo
conservas. El caso es que como he tenido tanta suerte y ya estoy
hecha una_ ESTRELLA, _el empresario del teatro del Príncipe, en
Madrid, quiso contratarme. ¿Voy? Todo depende de que tú me lo
ordenes. Contesta a la lista de Correos número 1.315, Berlín_,
ROSINA.
Teófilo, aunque colmado de estupor y desconcierto, sonrió a pesar suyo.
Su estado de ánimo, que durante seis meses había sido de apacible
infortunio y triste resignación, se convirtió de pronto en felicidad
congojosa. Su pobre corazón volvió a representársele a la manera de
los perros vagabundos, para quienes el aire está poblado de botas y
garrotes incógnitos. Como en aquella sazón sonase la campanilla de la
puerta, Teófilo pensó: «La bota que se materializa.» Salió a abrir la
voluminosa Blanca y volvió en seguida diciendo:
--Dos caballeros que preguntan por usted, don Teófilo.
Levantose el poeta con expresión de hombre que se somete heroicamente
a los designios de la adversidad y produjo el asombro de cuantos le
escuchaban, exclamando:
--La bota que se materializa, señores --elevó los ojos a lo alto y
murmuró--: _Fiat voluntas tua_.
Los dos caballeros tenían el empaque aflamencado de dos tahúres de
oficio. Llevaban gruesos anillos en los dedos, fumaban excelentes
cigarros habanos, vestían con sobrado aliño, eran regordetes y
mostraban en el rostro la rubicundez de las digestiones prolijas.
--¿Es usted Teófilo Pajares? --preguntó uno, atusándose los bigotes,
erectos e imponentes.
--Servidor de usted.
--Está usted detenido.
--¿Se puede saber por qué?
--Eso ya lo sabrá usted a su tiempo. Ahora, ¿quiere usted indicarnos
cuál es su habitación?
--¿A qué santo les voy a indicar cuál es mi habitación?
--Tenemos que incautarnos de sus papeles.
--Bueno; sea lo que ustedes dispongan.
Los guió hasta su habitación. Los dos caballeros policíacos se iban
guardando cuantos papeles hallaron a mano.
--¿Me consienten que me despida de mis amigos? --solicitó Teófilo.
--Las buenas formas no están reñidas con los tristes deberes de la
policía --declaró uno de los caballeros, que lucía una corbata color
amarillo tortilla.
--¡Alberto, Eduardo! --gritó Teófilo desde la puerta de su alcoba, y
cuando los amigos acudieron añadió--: Me llevan preso.
Travesedo y Guzmán, después de oír a Teófilo y viendo con cuánta
diligencia los dos policías se apoderaban de toda la obra poética en
ciernes de Teófilo, no sabían si condolerse o reirse.
--¿Es que existe ya, y desde cuándo, un procedimiento criminal para
perseguir los delitos literarios? --preguntó Travesedo.
--¡Delitos literarios!... Mecachis en diez con la literatura --rezongó
uno de los policías, dejando de leer una balada con envío, perpetrada
por Teófilo, para contemplar con suspicacia las barbas lóbregas de
Travesedo y su jeta, a primera vista nada tranquilizadora--. Si al
tirar bombas lo llama usted literatura, no sé qué será la realidad...
--¡Carape! --eyaculó Travesedo, iluminándosele el rostro, a pesar de la
lobreguez de las barbas, con la luz del discernimiento--. A que resulta
que por tu amistad con ese pobre Santonja te complican en el atentado
de ayer.
--Usted lo ha dicho --aseveró el de la corbata amarillo tortilla--.
En casa del anarquista se han hallado muchas citas de este señor,
concebidas en términos misteriosos.
--Pero si este señor --explicó Travesedo-- es incapaz de matar una
mosca.
Uno de los policías, que estaba inclinado sobre el baúl de Teófilo
arrojando fuera de él, en rebujos, el mísero ajuar del poeta, volviose
a decir:
--Tampoco Napoleón era capaz de matar una mosca; pero mataba hombres
como si fueran moscas: ocho millones mató, según las estadísticas más
recientes.
Guzmán y Travesedo no podían disimular su inquietud. Preveían
complicaciones graves.
Al despedirse, Teófilo dijo:
--No os disgustéis. El corazón me dice que es lo mejor que podía
ocurrirme, y mi corazón nunca me engaña --y tosió lamentablemente.
Luego abrazó a sus dos amigos.


VI

Doña Juana Trallero, viuda de Pajares, o doña Juanita, como la solían
llamar sus pupilos, recibió de sopetón la noticia de haber sido
preso Teófilo. Servía esta señora el desayuno a un empleadillo de
Hacienda, huésped flamante y madruguero por razón de sus menesteres
burocráticos, el cual, a tiempo que desayunaba, tenía por costumbre
ponerse momentáneamente en contacto con el universo mundo a través de
los telegramas de la prensa matutinal, cuando Mondragón, que este era
el nombre del huésped, exclamó:
--¡Qué burrada!
--¿Cuál es la burrada? --preguntó doña Juanita.
--Una bomba en Madrid y su hijo de usted preso.
--Usted no se ha despabilado aún, señor Mondragón. Aristótiles dijo que
un buey voló, unos dicen que sí, yo digo que no. Y si usted lo ha dicho
por donaire, sepa que tales donaires no son de mi gusto. Mi hijo es mi
hijo y está muy alto para que nadie le toque.
--No hay donaire, doña Juanita, sino la pura verdad.
Y Mondragón leyó el telegrama. Doña Juanita no se inmutó.
--Eso es una infamia, una calumnia, una intriga --afirmó menospreciando
gradualmente el alcance del suceso--, un lío tramado por los muchos
envidiosos que Teófilo tiene.
Aquel mismo día doña Juanita arregló un hatillo de ropa, y dejando
la casa de huéspedes bajo la tutela de una amiga de confianza,
salió en tercera para Madrid muy resuelta en su arranque, decidida
a presentarse, si fuera preciso, al ministro de Gracia y Justicia
y llamarle imbécil, y segura de poner en libertad a Teófilo a la
vuelta de contadas horas. Llegó a casa de Antonia a las ocho de la
mañana. Hubo de sacudir varias veces la campanilla, porque eran los
moradores gente nada diligente, si se exceptúa el teutón, el cual
estaba precisamente en aquellos momentos tomando su habitual ducha
mañanera en la cocina. Este germano, industrioso y sutil, como es
fama que son todos ellos, había suplido a la carencia de cuarto de
baño con el albañal de fregar los platos. Los compañeros le habían
ofrecido el _tub_ de que ellos se servían, pero el teutón lo había
rechazado. Prefería subir sobre la cubeta del albañal y allí se
encuclillaba y soltaba el chorro sobre los pingües lomos. El día que
la voluminosa Blanca descubrió por ventura tan pulcra ingeniosidad
y la puso en conocimiento del resto de los huéspedes estuvo a punto
de decretarse en la casa una pena aflictiva de azotes para el aseado
teutón. Se solucionó el conflicto con la promesa del delincuente de
no reincidir. Pero lo cierto es que cuando todos dormían a pierna
suelta, el teutón iba, día por día, a convertir el abañal en cuna de
deleites hidráulicos. Aquel día, como la campanilla alborotase con
harto estruendo, el germano, temeroso de que alguno se despertase y le
sorprendiese, salió a abrir tal como estaba, y estaba como su madre lo
había parido; pero un poco más talludo y formado.
Doña Juanita, al ver aquel hombrazo ante sí, en carnes vivas, se
santiguó y lanzó un grito de aflicción.
--¡Joasús! --esta era una exclamación muy frecuente en labios del
teutón--. Ustet se ha equivocado.
--Sí, señor; he debido de equivocarme. Usted perdone --tartamudeó doña
Juanita, apartando con horror los ojos de aquella desnudez lechosa y
tersa.
Oyéronse pasos. El teutón salió huído a refugiarse en su alcoba y doña
Juanita quedó boquiabierta, pensando: «De cualquier cosa será capaz mi
hijo si ha vivido en esta maldita casa.» Travesedo venía por el pasillo
rezongando palabras malsonantes y votos carreteriles.
--¿Qué se le ocurre a usted, señora? --preguntó Travesedo, suavizándose
al ver una vieja enlutada, con manto.
--¿Es esta la casa de una señora Antonia?...
--Sí, señora.
--Yo soy la madre de Teófilo.
Travesedo se deshizo en cumplimientos, hizo pasar a la anciana a un
gabinetito, le pidió mil perdones por el raro recibimiento que le
habían hecho --Travesedo no sabía aún el lance del teutón--, despertó a
las mujeres, las acució por que preparasen cuanto antes un desayuno, y
se esforzó con cuanta sutilidad supo en quitar importancia a la prisión
de Teófilo, si bien él no las tenía todas consigo.
--¡Ay, qué susto me he llevado, señor...!
--Travesedo.
--Señor Travesedo. Creí que me había equivocado.
--Sí, la cosa es absurda. ¿Y cómo lo supo usted?
--¿Cómo? Viéndole.
--En algún periódico.
--En la misma puerta. Digo ahora, cuando salió a abrirme aquel hombre
desnudo.
--¡Ave María Purísima! --exclamó Travesedo--. De seguro el teutón.
--Eso no sabré decirlo.
--Es un huésped de la casa. Le decimos teutón porque es alemán.
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