Troteras y danzaderas: Novela - 21

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heroica resistencia y brío en uno y otro ejercicio, y, en suma, por
sinnúmero de hazañas elegantes e ingeniosas, tales como arrojar a una
mujer cortesana al estanque del Retiro, apalear a un guardia, hacer
añicos los muebles de un restorán, meterse con el automóvil por el
escaparate de una tienda y reparar luego los daños y perjuicios con
jactanciosa largueza. Constituían dos tipos, o mejor, arquetipos del
héroe moderno, a quien el prosaísmo de la vida contemporánea fuerza y
constriñe a emplear el esforzado ánimo en empresas poco lucidas y muy
inferiores a su ímpetu y arrestos. Con todo, como la plebe propende
siempre a admirar el carácter heroico y encarece sus hechos trocándolos
en animada narración oral, que a veces se alza hasta crear la leyenda,
Grajal y Artaza tenían su gesta heroica popular que era muy celebrada
por estudiantes, horteras y provincianos en las tertulias de los cafés.
Encamináronse todos, lo primero, a casa de la Socorrito, una casa de
cinco duros. Fueron muy bien acogidos por la dueña, que tenía en los
dos héroes sendas fuentes de muy caudalosos rendimientos. Además, la
Socorrito había oído cantar a Rosina y visto bailar a Verónica, y las
admiraba mucho, según ella misma declaró en seguida, si bien, como
sevillana, opinaba que el _cante jondo_ y el baile flamenco, lo castizo
en una palabra, son superiores a las danzas y los cuplés modernistas.
Pasaron los visitantes al comedor, atalajado con muebles de nogal
y herrajes dorados. La Socorrito llamó a las niñas que se hallaban
libres. La Socorrito era una mujer joven, agraciada y pizpireta.
Llevaba un pañolillo andaluz, de crespón verde veronés, sobre el busto;
el peinado caído en crenchas, agitanadamente, y flores debajo del moño.
Presumía de usufructuar el monopolio de la sal; subrayaba las frases
con guiños y sonrisas maliciosas, como si cada palabra suya tuviera un
valor cómico extraordinario. Llegaron al comedor tres de las niñas:
_la Talones_, _la Lorito_ y Pepita, ni guapas ni feas, vestidas con
discreción, como señoritas de la clase media. Al ver tanta gente, y en
particular tres personas de su mismo sexo, se corrieron no poco y se
sentaron en actitud cohibida, de la cual no lograron hacerles salir las
vayas, desatinos y sobos de Angelón, Grajal y Artaza.
Artaza pidió champaña, y salió la Socorrito a buscarlo. No bien hubo
salido, cuando _la Talones_ dijo, aludiendo a la dueña:
--Es más templada y más graciosa. Luego tié cada golpe.
Entre las tres pupilas comenzaron a hacer el elogio de la Socorrito.
Había sido --y aún coleaba, afirmó _la Lorito_-- querida de uno de los
hermanos González Fitoria, los celebrados autores de comedias.
--¿Creen ustedes --preguntó Pepita, mirando a Rosina-- que las comedias
de los Fitoria son de ellos? ¡Quia!
--Pues, ¿de quién son? --interrogó Travesedo.
--¿De quién? Anda, pues de la Socorrito. Todos, pero así, todos los
chistes y golpes que ponen en las comedias son de la Socorrito. Si
lo sabremos nosotras... Tiene un ángel esta mujer... Nosotras nos
fijamos en sus chistes y decimos: en la primera comedia que estrenen
los Fitoria saldrán estos chistes. Luego, en el estreno, porque nunca
faltamos a los estrenos (la Socorrito nos lleva), zas, los chistes del
último semestre, uno por uno.
--¿Es posible? --inquirió Travesedo, con escepticismo.
Las tres pupilas, con la gravedad que el caso requería, juraron por la
salud de las madres respectivas que aquello era la pura verdad y que
ellas eran testigo de mayor excepción.
Angelón reía a torrentes.
--Aun cuando no fuera verdad, tiene la mar de gracia --dijo
Travesedo--. Y pensar que los Fitoria son los autores favoritos de las
niñas cursis y de las incultas clases burguesas... Admirable. Si uno
pudiera decir en un teatro: sandio y pazguato público, paquidérmicas
matronas, amenorreicas doncellas e idiotas niños litris; los donaires
que con tanto gusto reís son donaires de una alcahueta, espigados por
los autores en el muladar de una mancebía. Por supuesto, eso no puede
ser.
Volvió Socorrito con algunas botellas de champaña. A poco llegó una
nueva pupila; venía con abrigo de calle y mantilla. Era casi una niña,
de belleza nada común. Se llamaba Remedios y bailaba en un cine todas
las noches.
--Ven a sentarte aquí, chuchería, preciosidad --gritó Artaza,
golpeándose los muslos. Remedios, después de despojarse del gabán, fue
a sentarse sobre las piernas de Artaza, con desenfado más de inocencia
que de corrupción.
Después de beber el champaña, los visitantes se marcharon. Rosina,
Márgara y Guzmán hicieron terna aparte.
--¿Qué te parece esa chica que llegó a última hora? --preguntó Rosina.
--Es preciosa, guapísima --respondió Márgara.
--Pues ya ves cómo y en dónde está. ¿Quién crees que es más guapa, ella
o tú?
--Ella, ella ye mucho más guapa --dijo Márgara, con vehemente
convicción.
--Pues ya ves, hija. Y no se puede quejar de que le falten ocasiones de
lucirse y cazar hombres ricos.
Rosina continuó sermoneando y haciendo tenebrosas pinturas de la vida
que llevan las mujeres recluidas en una casa de trato, y cómo todo el
dinero que ganan se queda entre las uñas de la dueña y a la postre casi
todas terminan en un hospital, y por ahí adelante.
En esto, los que iban a la vanguardia se cruzaron con Teófilo. Angelón
obligó al poeta, quieras que no quieras, a sumarse a la pandilla.
El segundo lugar que visitaron fue la casa de la Alfonsa, una casa
de a duro, en donde las pupilas proporcionaban al parroquiano
voluptuosidades antinaturales y perversas.
En el umbral de la casa había una gran losa de mármol, con letras
negras, que decían: ALFONSA.
Pasaron todos a la sala de recibir, pieza rectangular, empapelada de
rojo, con divanes también rojos en derredor. Sobre los divanes, y
sentadas la mayor parte a la turca, había hasta siete mujeres, muy
pintadas, con tocados complejísimos y oleaginosos, vestidas como
máscaras, descotadas hasta el ombligo y mostrando las piernas. Tenían
todas ellas un mirar manso y lelo, de vacas. Había una negra. Otras
eran portuguesas y dos francesas. No había ninguna española. Algunas
eran bastante lindas, señaladamente _Lilí_, una francesa, que hacía
crochet en aquellos momentos, sin manifestar ningún interés por los
recién llegados. Grajal propuso que las niñas hicieran cuadros vivos.
--¿Qué es eso? --inquirió Rosina.
Se lo explicaron. Hubo necesidad de pagar cinco pesetas por cada una
de aquellas siete mujeres. La encargada examinó las piezas de plata
recibidas, calándose unos lentes de recia armadura de cuerno. Salieron
las mujeres y volvieron muy pronto, desnudas. En el centro de la
estancia, sobre unas colchonetas que al efecto había introducido la
encargada, las siete mujeres, desnudas, comenzaron a hacer simulaciones
de amor lésbico y otra porción de nauseabundas monstruosidades.
Rosina, Verónica y Márgara, rojas de vergüenza por su propio sexo, se
levantaron y salieron, seguidas de los hombres.
En la calle, Rosina volvió a la carga, haciendo saludables
consideraciones que Márgara escuchó con hosco silencio.
De casa de la Alfonsa fueron a una casa de la calle del Horno de la
Mata, de dos pesetas. A medida que se internaban por aquellos sombríos
y fétidos senos de Madrid menudeaban los grupos de rameras de ínfima
condición, apostadas de trecho en trecho por socaliñar viandantes.
Entraron los peregrinos excursionistas en un enorme caserón, en donde,
según se les había dicho, cada uno de los pisos era una casa de bajo
estipendio. Llamaron, a la ventura, a una puerta. Entreabriose la
mirilla; les preguntaron, quién; luego se oyeron gritos en el interior:
_Casianaaa... Opulencia..._ Pero no abrían. Dos duros que Grajal
introdujo por la mirilla forzaron las puertas del antro. Oficiaba
de portera una criatura indefinible y lamentable; la cabellera era
femenina, y el rostro varonil, hirsuto; para hallarle los ojos era
menester una larga investigación; el cuerpo, raquítico; chato el pecho.
Esta inquietante criatura condujo a los visitantes a una alcoba amplia,
en donde había una cama matrimonial de blanca madera curva, algunas
sillas y un lavabo. Poco después, la dueña hizo su aparición; era
gorda, vieja y sucia.
--¿Qué hueso se os ha roto por aquí? --preguntó con voz insolente y
gesto desconfiado.
--Pues, ya ves --respondió Angelón--. Venimos a hacer una visita a tu
palacio. Enséñanos las niñas.
--Están haciendo la calle.
--Pues que traigan champaña --ordenó Artaza.
--Mal rayo te parta. ¿Quieres quedarte conmigo?
Artaza puso un billete de cinco duros en manos de la mujer, la cual se
domesticó al instante.
--Opulencia, trae sidra y cerveza. ¿Queréis cerveza? Y sal a la calle,
que vengan las niñas.
Cuando la llamada _Opulencia_, que era la criatura indefinible,
salió, Travesedo, obedeciendo a los requerimientos de su carácter
inquisitivo, preguntó por qué habían apodado así a aquella mujer. La
dueña lo explicó. Opulencia, al parecer, aunque no en tanto grado como
la Socorrito, era también dicharachera y sentenciosa. Aquel cuerpo
ambiguo y encanijado encerraba una gran dosis de sabiduría práctica,
que brotaba acuñado en forma proverbial. Su sentencia favorita era:
«Donde no hay opulencia no hay meneo», y de aquí le venía el remoquete.
Volvió Opulencia con la bebida, y en aquel punto a Grajal le acometió
el capricho de verla desnuda.
--¿Quieres desnudarte delante de nosotros? --preguntó Grajal.
--¿Desnudarme? --exclamó Opulencia, manifestando a flor de piel sus
ojillos tenaces de insecto venenoso.
--Sí, desnudarte. Tres pesetas te doy.
--¿Desnudarme? --repitió Opulencia, esforzándose en darse por enterada
de la proposición.
--Tendrá miedo que lo sepa su novio --observó la dueña.
--¿Su novio? --preguntó Rosina maravillada.
--Sí, mi novio, mi querido, mi cabrito si quieres --se apresuró a decir
Opulencia con los brazos en jarras. Su expresión era perfectamente
zoológica. Era absurdo suponer que detrás de aquel rostro se escondiese
un espíritu humano.
--¿Qué edad tienes? --preguntó Alberto.
--Veinte --respondió la dueña.
Verónica no pudo menos de exclamar:
--Eso pal gato.
--Sí, veinte, veinte, veinte --afirmó Opulencia, subiendo la voz.
--¿Sabes contar? --preguntó Alberto.
--¿Contar qué?
--Contar números.
--No, pero tengo veinte.
--Bueno, a lo mío; dos duros te doy, ¿quieres desnudarte?
Opulencia consultaba con los ojos a la dueña. Decidiose con impulso
repentino.
--¡Qué Dios! Dos machacantes son dos machacantes. Donde no hay
opulencia no hay meneo.
Allí mismo y con presteza quedó desnuda. Iba desprendiéndose de sus
fementidas prendas indumentarias, que caían a tierra, formando un cerco
alrededor de sus pies; la falda, la enagua de tela escocesa, y otras
vestiduras más interiores, de un blanco arqueológico, con reliquias de
la historia sexual de Opulencia. Al propio tiempo, la atmósfera íntima
de aquel desdichado cuerpo se expandía en el aire a manera de husmillo
bascoso difícil de soportar con entereza. Cuando se quedó desnuda, sin
otros atavíos que unas medias color lagarto, sujetas con bramantes a
guisa de ligas, y unas botas destaconadas, Opulencia saltó por encima
del cerco que las ropas ponían a sus pies y se mostró, con inconsciente
impudicicia, a la admiración de los circunstantes. Veíasele el
esqueleto, malamente tapado por la parda pelleja, pegada al hueso.
Sus senos eran flácidos por modo increíble, cónicos y negruzcos, como
coladores de café. De la coyuntura de los muslos le brotaba una madeja
capilar, abundosa y salediza, como el extremo de un rabo de buey.
Parecía la creación macabra de uno de aquellos pintores medioevales,
atosigado por el terror de la muerte y del diablo. Angelón, Grajal y
Artaza le prodigaron requiebros sarcásticos que Opulencia admitía con
estulta complacencia, y le indujeron a hacer actitudes escultóricas, a
lo cual ella se prestó dócilmente. Grajal cogió un enorme gato capón
que por allí andaba y se lo dio a Opulencia, diciendo:
--Así; te lo pones así. Esta pierna más hacia atrás. Los ojos elevados
al cielo. De órdago. Ahora eres Diana cazadora.
--¡Basta! --suplicó Travesedo.
--¡Basta, basta, por Dios! --añadió Verónica, con lágrimas en los ojos.
--Como ustedes quieran. Puedes vestirte, Opulencia --habló Grajal.
A medida que Opulencia se vestía iban surgiendo nuevas mujeres: _la
Coral_, picada de viruelas y los ojos encenagados en el pus de una
oftalmía purulenta; _la Leopolda_, segoviana, según dijo, joven y
bonita; _la Araceli_, coja y con cara de foca; _la Aragonesa_, de
pecho prominente, expresión abatida y la piel revestida de dura costra
rojiza, como un dermatoesqueleto. Todas ellas ostentaban dolorosa
estolidez, y apenas si se les descubría atisbos de racionalidad.
Preguntaron a los hombres en qué cine o café cantaban, dando por
sentado que eran cantadores o ventrílocuos, y a las mujeres en qué casa
de trato estaban de pupilas.
Oyose llorar a un niño: sus lamentos eran desesperados, lacerantes. _La
Aragonesa_ salió y volvió a poco, dando el biberón a una criatura de
pocos meses, toda llagada, ciega. El niño resistíase a tomar el biberón
y lloraba exasperadamente.
--¿Es su hijo? --preguntó Verónica.
--Sí. Tómalo, condenao, que ahora iremos a la botica --rezongó la
madre, introduciendo a la fuerza el pezón de goma en la boca del niño.
--¿Qué tiene? --preguntó Rosina.
--Sífilis --respondió la madre.
--Entonces usted... --insinuó Verónica.
--Yo no. ¿Qué t’has creído? La cogió la criatura, cuando yo estaba
embarazada, de un cochino sifilítico que se ocupó conmigo. Pero yo
estoy tan sana como tú. Oye, ninchi --añadió, volviéndose hacia
Artaza--, dame dos pelas pa la medecina.
Artaza se las dio.
En aquel abyecto concurso de mujeres perdidas sin remisión destacaban
con triste contraste el encanto esquivo de Márgara, el brío latente de
Verónica y la bella serenidad de Rosina.
Los visitantes salieron a la calle, después de haber dejado algún
donativo metálico, y caminaron en silencio largo rato. Angelón fue el
primero en decir:
--Così va il mondo.
--Y nosotros no lo hemos de arreglar, de modo que vamos a concluir la
noche en la Bombilla --propuso Artaza.
Teófilo tenía el alma arrebatada y el cerebro como dormido. Toda la
pasión que sentía por Rosina se señoreaba de él más tiránicamente que
nunca. Afectaba desdeñosa frialdad y perfecta indiferencia; pero el
corazón se le quebraba por momentos y perdía el dominio de sí mismo.
Pensó marcharse, pero le faltó la fuerza de voluntad.
Rosina, de su parte, daba por seguro que la frialdad y desdén de
Teófilo eran reales y no contrahechos. Esta convicción, fundiéndose con
las sensaciones depresivas experimentadas durante la noche, le desolaba
el pecho, provocándole deseos de llorar, que acallaba con una alegría
sobrepuesta, ficticia y extremosa. Como quiera que Artaza gustaba no
poco de Rosina y venía persiguiéndola desde hacía algún tiempo, ella
determinó simular que le correspondía con creces y dar a entender a
Teófilo que si él no se cuidaba de ella, ella se cuidaba menos de él.
Y así acogió con muestras de exagerado contento la proposición de
Artaza, y habló, colgándosele con zalamería del brazo:
--Eres un hombre, Felipín. A la Bombilla, y bailaremos tú y yo, muy
ceñiditos, una polquita de organillo.
En el resto de la pandilla se disimulaban otros antagonismos que
amenazaban estallar por la virtud expansiva del vino. Eran estos entre
Angelón y Travesedo, cortejadores de Verónica, y entre Grajal y Guzmán,
encendidos en deseos por Márgara.
Fueron todos en dos coches a la Bombilla y se apearon en casa de Juan.
Era tarde, y coyuntura muy sazonada para cenar. Pidieron la cena en un
gabinete reservado del entresuelo, que daba al patio. La comida fue
copiosa y suculenta, caudalosamente irrigada por diferentes clases de
vinos. Entre plato y plato salían a veces, por parejas, a bailar al son
del organillo. Los antagonismos ocultos se exacerbaban con movimiento
progresivamente acelerado. El primero que conflagró fue el de Angelón y
Travesedo, que se vinieron a las manos con iracundo denuedo. Costó Dios
y ayuda destrabarlos. Al final de la lucha, Travesedo había perdido el
sentido de la vista, con la destrucción de sus lentes, y sangraba por
las narices; Angelón tenía un ojo medio pocho y sangraba por una oreja.
Entre Grajal, Artaza, Guzmán y Verónica consiguieron apaciguarlos
y hasta que se dieran las manos, echando pelillos a la mar. Luego,
los dos combatientes, seguidos, por si acaso, de Artaza, Guzmán y
Verónica, subieron a una habitación a mitigar las lesiones, lavarse
y componer los desperfectos del traje. Se fueron tranquilizando, y
gracias a los buenos oficios de Verónica depusieron su ofuscación y
solicitaron dispensa por el escándalo y susto que habían ocasionado.
Pasaba el tiempo y Guzmán, que no las tenía todas consigo a causa
de la pertinaz ausencia de Márgara y Grajal, salió de la estancia y
descendió al gabinete del piso bajo. El gabinete estaba vacío. Guzmán
salió y curioseó en otros gabinetes vecinos. En uno de ellos encontró a
Grajal y Márgara sobre una _chaise longue_, luchando jadeantes a brazo
partido. Por el desorden de las ropas y otros indicios, Guzmán vino
a entender que algún hecho grave se había consumado. Grajal se puso
en pie, así que vio aparecer a Guzmán, arregló y colocó en su punto
algunas partes de su vestido, se alisó los cabellos con las manos, y
salió del aposento sonriendo y haciendo guiños a Guzmán. Este cerró la
puerta por dentro y fue a sentarse al lado de Márgara, la cual se dejó
caer sobre él, llorando. Guzmán la estrechó entre sus brazos, le besó
la frente, los ojos, la boca, dura y fresca.
Cuando salieron del gabinete era de día. Al cobijo de una glorieta de
amortiguado verde polvoroso estaban Artaza, Grajal, Angelón, Travesedo
y Verónica, tomando sopas de ajo con huevos. Recibieron a Guzmán y
Márgara con chanzas picantes.
--¿Y Rosina y Teófilo? --preguntó Guzmán, sin darse por enterado de las
malicias.
--Nos la han dado con queso --respondió Angelón.
--Es la zorra más zorra que ha parido madre --decretó Artaza--. Toda la
noche dándome coba y al menor descuido, pum, se las guilla con el poeta
lilial.
--Pero, ¿cuándo ha sido?
--¿Cuándo? Cuando estábamos arriba acabildando a estos gaznápiros, que
tienen la culpa de todo. Se les va el vino en seguida a la bola --habló
Artaza, con enojada mueca--. Vosotros, al fin, no habéis perdido la
noche. Tomad sopas de ajo, o, como dice el poeta lilial en su drama,
_tomar_ sopas de ajo. Recoime con los poetas, que ni hablar saben.
Vamos hijos, meteos por las sopas de ajo, que no hay nada como eso
después de una juerga.
A las siete de la mañana terminaba aquella refección matutinal. Grajal,
Artaza, Angelón, Travesedo y Verónica volvieron juntos en un coche a
Madrid.
En quedándose a solas, Guzmán preguntó a Márgara:
--¿Qué quieres hacer? ¿Te quieres quedar en Madrid o volver a tu pueblo?
--A mi pueblo en seguida-- respondió Márgara.
--En seguida. Dentro de poco sale un tren. Vamos andando, que la
estación está cerca.
Salieron a la carretera y comenzaron a andar hacia la estación del
Norte. Oíase el agrio bramido de cornetas marciales y el tecleteo de
algún miserable piano de manubrio. El sol, a rebalgas sobre los altos
de la Moncloa, ponía un puyazo de lumbre cruel en los enjutos lomos
de la urbe madrileña, de cuyo flanco se vertía como un hilo de sangre
pobre y corrupta el río Manzanares. Un tren silbó. En el andén de la
estación estaban sor Cruz y sor Sacramento.
--Esas monjitas son amigas mías. ¿Quieres hacer el viaje con ellas?
--dijo Alberto.
--¿Adónde? --inquirió Márgara, con ojos ariscos.
--Ellas van a Pilares.
--Bueno.
--Toma este dinero.
--No lo necesito.
--Sí; lo necesitas para comer en el viaje.
Márgara lo aceptó sin dar las gracias.
Sor Cruz y sor Sacramento recibieron a Márgara con franca afabilidad.
Alberto ayudó a las tres mujeres a acomodarse en un departamento de
tercera y aguardó hasta que el tren partiera.
Dos meses después, Antonia recibía una carta de su amiga sor
Sacramento, en la cual había un párrafo que rezaba: «Dile al señor de
Guzmán que aquella muchacha que nos recomendó en el tren se vino con
nosotras directamente al convento, como recogida. Dentro de muy poco
profesará. Su piedad es ejemplar, y en esta casa la consideramos como
un ángel más que como una mujer.»


PARTE V
ORMUZD y AHRIMÁN
Οἵη περ φύλλων γενεὴ τοίη δὲ καὶ ἀνδρῶν.
HOMERO.


I

--Largo de ahí, glotona, egoísta, que todo te lo comes tú --Verónica
palmoteó por ahuyentar una gallina extraordinariamente corpulenta y
voraz que entre una muchedumbre de otras aves de corral, a quienes
Verónica en aquellos momentos cebaba arrojándoles puñados de maíz,
ejercitaba escandalosa hegemonía, y cuándo por el terror y en fuerza
de picotazos, cuándo por diligencia, se embuchaba la mayor parte de la
comida.
Era el paraje mezcla de patio y de jardín, a espaldas de una casuca
de fisonomía aldeana, con corredor en el único piso que sobre el
entresuelo tenía. Entre los barrotes del corredor enredábase un
viejo parral sin fruto, a cuya sombra y en mangas de camisa Alberto
escribía. Cerraban el huertecillo de una parte la casuca, de otras dos,
perpendiculares a ella, sendos muros, no muy altos, medianeros con los
huertos de las casas vecinas, y completando el rectángulo, una verja
de hierro pintado de verde claro, que caía sobre el mar, porque casa y
huerto estaban asentados en peña viva del acantilado de la costa, como
todas las casas del pueblo, llamado Celorio. Desde el huerto se salía
al mar por una escalerilla de piedra, adonde podían atracar lanchas
estando alta la marea, y estando baja proporcionaba excelente baño para
quienes no supieran nadar.
Prosiguió Verónica:
--Esta mal educada de doña Baldomera no deja vivir a las demás, como si
no fueran hijas de Dios. Se están quedando en los huesos y se me van a
morir tísicas. Yo creo que lo mejor es venderla.
--O comérnosla.
--Eso no. ¿Tendrías valor para comerte ese animalito que primero has
visto vivo? A todo esto no te dejo trabajar; perdona, hijo, y continúa
con tus papelorios. Procuraré estarme callada, y eso que, al menos para
mí, es punto menos que imposible hacer un nudo en la lengua. Mira que
he cambiado desde que tú me has conocido hasta ahora: en todo, menos en
hablar por los codos. Bueno, he dicho.
Alberto se aplicó a corregir las pruebas de la primera parte de una
novela que estaba escribiendo. Verónica, encarnando momentáneamente la
personalidad de la diosa Temis, se esforzaba en poner algún orden en
aquel pequeño mundo gallináceo que ella regía, y en distribuir bienes
y satisfacer necesidades conforme a las puras normas de la justicia
distributiva. Hastiose muy pronto de asumir tan alta misión y vino a
donde Alberto escribía.
--Por hoy tienes que aguantarme y mandar al cuerno el trabajo. Quiero
hablar contigo y no tengo asadura para que se me pudran dentro del
cuerpo ciertas cosillas que me andan escarbando hace ya muchos días.
--Veamos qué es lo que te escarba. Renuncio a trabajar y te escucho.
--No, aquí no. Esos tienen cerradas las maderas, pero a lo mejor están
despiertos ya y nos oyen. Vamos de paseo hasta el Cabo de la Muerte;
por las peñas, si te parece, y de paso cogemos cangrejos, lapas y
bígaros. Y eso que lo que te voy a decir es muy serio y no tendré humor
para tales pequeñeces.
--Andando.
Salieron a la calle, llegaron hasta la iglesia, que era el último
edificio del pueblo, y siguieron en despoblado, orillando el mar por
encima de quebrados peñascos brunos.
--¿A ti no te parece que Rosina está enamorada de Fernando? --habló
Verónica, mirando al suelo como si buscase lugar seguro donde colocar
la planta.
--Sin duda.
--A pesar de que ella dice que lo aborrece. ¿Qué dices?
--Ya te he dicho que para mí está enamorada de Fernando.
--Entonces, ¿por qué engaña a este pobre Teófilo? Habla, di algo,
hombre.
--Engañar... Explícate mejor.
--Que Teófilo no le importa un comino, que se ríe de él, que lo tiene
como un pito para entretenerse y burlarse, que todas las zalemas y
mimos que le hace son fingidos, que es una mala mujer.
--No te acalores.
--No lo puedo remediar. Dime qué piensas tú, si es que te merezco
confianza.
--Creo que te equivocas.
--¿Que me equivoco? ¿Pretendes darme a entender que Rosina quiere a
Teófilo?
--Tal creo.
--¿Y al otro también?
--También. De distinta manera.
--¿Estás de guasa? ¿Qué, se puede querer a dos personas a un tiempo: lo
que se dice querer? Vamos. No sabes lo que te dices. Se quiere a una, a
una sola. Y si dices lo contrario es porque no sabes lo que es cariño.
¿Qué digo a un tiempo? En toda la vida, me oyes, en toda la vida no se
quiere sino a una sola persona. Y hasta sospecho que la mayor parte de
la gente no quiere a ninguna.
Se sentaron en la coyuntura de un alto peñascal, poblada de sombra
húmeda, verdiclara y sonora. Alberto miró atentamente a Verónica y dijo:
--¿Es eso todo lo que tenías que decirme?
--¿Por qué me miras así, Alberto? ¿Qué es lo que te figuras?
--En último término son cosas de ellos y a los demás ni nos va ni nos
viene.
--Tú no puedes sentir eso que dices. Teófilo es tu amigo. En ocasiones
me parecéis hermanos. ¿Crees que Teófilo es feliz?
--Teófilo no puede ser nunca feliz.
--Calla, calla.
--Y ahora está siendo todo lo feliz que puede ser.
--No sabes lo que dices, ¿me oyes? Con todos tus libros y tu ciencia,
yo, una mujer ignorante, te digo que no sabes lo que dices. Además, ¿no
te has dado cuenta de que esa mujer está matando a Teófilo? ¿No ves que
está enfermo, aun cuando él no lo note o lo disimule, y que empeora día
por día?
--Sí. Por eso digo que es todo lo feliz que puede ser.
--¿Te has vuelto loco?
Tomaron la vuelta de la casa en silencio.


II

No bien hubieron reanudado sus relaciones, después de aquella juerga en
la Bombilla, Teófilo había dicho a Rosina:
--Antes de continuar adelante es preciso que sepamos lo que vamos a
hacer. Separarme de ti me costaría la vida, estoy seguro; pero no
vacilo en renunciar a la vida antes que doblegarme a ser amante tuyo
a medias. De la primera vez a ahora las circunstancias han cambiado.
Tengo dinero; podremos vivir de mi trabajo. ¿Renuncias a todo, a todo
y a todos por mí? De lo contrario te juro que no volverás a verme,
costare lo que costare.
Rosina se había resistido a dar una respuesta categórica, evadiéndose
por la puerta falsa de las zalamerías y ambiguas frases apasionadas que
a nada comprometían; pero Teófilo se había mantenido en la cuestión
concreta, y a la postre ella hubo de prometer cuanto él quiso,
aunque sin ningún ánimo de cumplirlo y solo por el placer de guardar
prisionero aquel peregrino amador el mayor tiempo posible.
Rosina, con esa fecunda aptitud femenina para la ficción, que a veces
llega a convertirse en autosugestión, había presentado a Teófilo como
empresa punto menos que irrealizable la ruptura con Fernando. «Odio
a Fernando --aseguraba Rosina, justificando ante su conciencia la
magnitud de esta falsedad con el gozo resplandeciente que a Teófilo
causaba el oírla--, lo odio porque es un tirano y un explotador. De
aquí vienen todas las dificultades para romper de sopetón con él,
porque él ha sido siempre quien arregló y firmó mis contratos, quien
cobró mis nóminas y quien administró mi dinero. Cuanto he ganado en el
último invierno, que no es poco, está a nombre de él. Si yo ahora le
dijese, _se acabó todo_, no te quepa duda que se quedaba, y tan fresco,
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