Troteras y danzaderas: Novela - 14

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dos edénicos atributos que, siendo humanos, eran casi divinos: no
tener miedo a la muerte ni conocer qué cosa sea trabajo. La mayor parte
de los jugadores pierden, con la conciencia del tiempo, la fruición del
juego, y aquí venía Mármol a despertarles de su letargo e inculcarles,
quieras que no quieras, la sensación del tiempo, y por corolario una
emoción contradictoria e intensísima.
En tanto duraban las maniobras de Mármol, Teófilo había estado
informándose, por medio de Angelón, de ciertos pormenores atañederos al
juego.
--Es decir, que si ahora le sale el pase en contra se tiene que pegar
un tiro...
--Eso no, porque se apresurarían a pegárselo antes de que él se
molestase: en buena parte estamos. Lo que ocurre es que no puede ser
verdad eso que nos ha contado Alberto. No puede ser; se necesitaría
estar loco.
--¿Que no puede ser? Puede ser y es --afirmó Teófilo, con entonación
infalible.
--Pues yo no lo creo.
En aquel punto Mármol recorrió con los ojos la superficie del violón.
El dinero apostado andaba por las cuatro mil pesetas. Teófilo lo contó
mentalmente, tranquilizándose. «Creí que era más. Puede que le quede
otro tanto a él», se dijo abandonando el plural, porque el trance era
harto difícil para asumir su responsabilidad. Al llegar con la mirada
al dinero de don Jovino, los ojos de Mármol se reposaron, dijérase que
a lo burlón. Don Jovino, con ademán vehemente, puso dos mil pesetas más
sobre las dos mil que ya tenía apostadas.
--Banca abierta --musitó Mármol.
--¿Qué? --clamó don Jovino.
Mármol se abstuvo de contestar, como si nada hubiera ocurrido, en lo
cual demostró gran tino, porque antes de poder decir nada ya se le
habían adelantado dos o tres jugadores, los cuales, volviéndose hacia
don Jovino, hablaron al tiempo mismo: «Que banca abierta.» Don Jovino
colocó cuatro mil pesetas más. Mármol comenzó a repartir las cartas
lentamente. Teófilo volvió las espaldas a la mesa.
--No quiero verlo --rezongó, con los pulmones en suspenso.
Había un maravilloso silencio, que se prolongaba, se prolongaba...
Teófilo oyó la cauta, elegante voz de Mármol diciendo _nueve_. Giró
sobre los talones, inflamado de júbilo. Nueve era la mejor carta.
--¡Qué suerte! --exclamó Angelón, ligeramente contrariado.
Un _croupier_ apilaba con la raqueta el dinero diseminado por los
paños; otro lo recogía con el _sable_. Mármol, en medio de los dos, no
se dignaba dar la menor muestra de interés hacia la recolección. Toda
la baraja resultó a favor de Mármol, y como don Jovino había perdido
su sangre fría, las pérdidas de este y ganancias de aquel fueron tales
que los talentos aritméticos de Teófilo se hicieron un embrollo y no
atinaron a calcularlas.
A partir de este momento la lucha perdió todo interés. El _Fraile
motilón_ era derrotado de continuo, ya de banquero, ya de punto, y,
a la sombra de Mármol, el resto de los jugadores se ensañaba en él,
extrayéndole el dinero a chorros. A medida que perdía, don Jovino
recobraba la serenidad.
Ya avanzada la noche sobrevino en la sala de juego don Bernabé Barajas,
el cual, así que vio a Fernando, corrió a su vera, jadeante y con
aliento entrecortado.
--¿Dónde te has metido? ¡Ay! ¡Qué susto me has dado!
Los presentes rieron de manera inequívoca y contemplaban, así a
don Bernabé como a Fernando, con ánimo respectivamente burlón y
despectivo. En un abrir y cerrar de ojos Fernando se había puesto en
pie, lívido sobremanera, y girando sobre la cintura aplicó una enorme
y restallante bofetada sobre el turgente rostro de su dulce amigo.
Algunos se precipitaron a sujetarlo.
--No es necesario --dijo el mozo muy sereno, apartándose de la mesa.
--Pero Fernandito, hijo, ¿qué te he hecho yo? --se lamentó el buen
señor, algo sorprendido.
--Es que todo el mundo se figura..., y yo ya estoy harto.
--Pero, ¿qué es lo que se figura, criatura?
--Diga usted aquí, delante de toda esta gente, si ha conseguido usted
algo de mí.
--¡Ay, qué cosas tienes! Yo, ¿qué iba a conseguir?
--Diga usted la verdad.
--Yo soy un caballero.
Prodújose una gran carcajada que enardeció más al ya enardecido mozo.
--¡Diga usted la verdad, se lo suplico!
En esto llegó el presidente del círculo, un matón con ribetes de
escritor o viceversa, y acercándose a Fernando, sentenció con engolada
austeridad:
--En este círculo no se toleran escándalos y menos de tal índole. Haga
usted el favor de marcharse.
--No sin que antes quede en claro que yo soy tan decente como el que
más.
--Haga usted el favor de marcharse --e iba a asirle de un brazo.
--Cuidado con tocarme ni al pelo de la ropa. Yo hice mal en abofetear a
don Bernabé, lo confieso; pero si lo hice fue porque me pareció ver que
todos estos señores se figuran algo que no es verdad y perdí la cabeza.
Yo no me voy sin que don Bernabé conteste a lo que le he preguntado.
--Don Bernabé puede contestar o dejar de hacerlo, según le salga de la
voluntad. Pero usted no puede continuar aquí.
Mármol, que hasta aquel momento había permanecido como ausente de
todo, se puso en pie, se acercó al presidente, acariciándose la
barbilla color de trigo, y muy fríamente declaró:
--Tiene razón el muchacho y no sé por qué regla de tres ha de marcharse
si no le da la gana. Por lo demás --añadió, mirando a Fernando--,
si en un principio alguien se ha figurado algo, creo que luego han
cambiado todos de parecer. Las apariencias suelen engañar --concluyó,
contemplando con ojos entornadizos y de lástima al presidente.
--Claro que las apariencias suelen engañar --corroboró don Bernabé--.
Yo soy un caballero.
Nuevas risas.
--Muchas gracias --dijo Fernando, sacudiendo virilmente la mano de
Alfonso del Mármol--. Y buenas noches la compañía.
Y el mozo salió de la sala con firme compás de pies.
--Vámonos nosotros también --rogó Teófilo a Angelón, poco después que
el desconocido e iracundo joven se hubo marchado--. Estoy rendido.
--Vámonos si usted lo desea.
Según andaban camino de casa, Teófilo sentía en el alma un malestar
oscuro y de fondo, y en la conciencia impresiones confusas y
pronósticos de ideas. Amenazábanle las silenciosas moles de la ciudad
durmiente, como si fueran a derrumbarse sobre él de un momento a otro,
disgregadas por un agente de diabólica actividad corrosiva.
Las rameras de encrucijada intentaban socaliñarlos, brindándoles con
torpes requiebros placeres complejos y módicos.
Teófilo sentía dos obsesiones que para él eran normas madres de la
vida: la del dinero y la del amor. Según su peculiar manera de concebir
la sociedad, esta se asentaba en dos pilares: el sentido conservador,
del cual nace el principio de propiedad, y el instinto de reproducción,
de perpetuación, turbio subsuelo en donde arraiga el amor, libre
o constituído en familia. Ahora, Teófilo se preguntaba: «Estos dos
principios de la sociedad, ¿son constructivos o son destructores?»
Movíale a formular este interrogante el haber visto al desnudo el
instinto de propiedad y el amoroso: el primero, en el juego; el
segundo, en la prostitución.
--¿En qué pensaba usted? --habló Angelón.
--En nada --respondió en seco Teófilo.
--He tenido mala pata. Siete duros que era todo lo que me podía jugar
me los liquidaron en un periquete. Si aguardo a las barajas últimas
del Obispo me pongo las botas. Ya ve usted aquel mozalbete, el de las
bofetadas a don Bernabé, en dos barajas se cargó unos miles de pesetas,
que yo viera. La Fortuna, mujer al fin, sonríe a los sinvergüenzas y
vuelve la espalda a los hombres honrados.


IX

Teófilo pasó la noche en claro. Meditaba las últimas palabras de
Rosina: «Si no tienes dinero, róbalo», y las muestras de amor que esta
le había hecho. El recuerdo era tan agudo y gustoso que la respiración
se le entorpecía, combatida por apasionadas olas de entusiasmo, y
sollozaba, estrujando las ropas del lecho con dedos engarabitados.
¡Pobre Rosina! ¿No fuera mejor que Rosina no le hubiera amado nunca?
¿Cómo iba él a pagarle aquel su acendrado y rendido amor? Robar
dinero... ¿En dónde? Ya lo había robado, si no para ella, por ella. Se
preguntaba en serio: «¿Por qué no acudirá el diablo en estos tiempos
cuando se le llama, como lo hacía en la Edad Media, para venderle el
alma?»
A las siete de la mañana cayó dormido. Alberto entró al medio día en
su alcoba, pero le dejó dormir. Despertó a las tres de la tarde. En
la casa había alguna comida, que Verónica condimentó para Teófilo.
Así que concluyó de comer salió a la calle. «¡Qué hombre!», había
dicho Verónica. «Parece que vive entre nubes. Tal como yo me lo había
imaginado al leer sus versos. Ni una palabra se dignó decirnos.» Y
Alberto había respondido: «Es que está enamorado.» Lo cual entristeció
a Verónica.
Teófilo se dirigió a casa de Rosina, como tenía por costumbre. Le salió
a abrir la cocinera y le hizo pasar a la salita del piano, en donde
estaban don Sabas y el marinero ciego. El marinero profería palabras
turbias, entre las cuales se derretía un a manera de llanto recio,
ronco; pero los ojos los tenía enjutos e inmóviles. Teófilo fue a dar
la mano al marinero, sospechando de pronto que Rosina estaba enferma de
algún cuidado.
--¿Qué ocurre? --preguntó anheloso.
--¡Ay, señor poeta! --sollozó el ciego, con esa voz varonil quebrada
que enternece aun a los corazones más enteros.
--¿Está enferma de gravedad?
El ciego se desató en un llanto de palabras sin sentido, siempre con
los ojos enjutos. Habló don Sabas.
--Por fortuna, no. Se ha marchado... con la niña... no sabemos adónde
--separaba las palabras para pronunciarlas con firmeza, porque
pretendía aparecer sereno y no lo estaba. Miró a Teófilo, por ver el
efecto que en él hacía la noticia. Teófilo palideció un poco; por
lo demás, no se le descubrió señal alguna de congoja, sorpresa o
desesperación.
--Entendámonos --agregó Teófilo--. ¿No puede ocurrir que haya salido
con la niña y les haya ocurrido algún accidente?
--No; porque en esta carta que me ha dejado escrita declara que huye
con el hombre a quien ama, y nos pide perdón a su padre y a mí.
En este punto, Teófilo no pudo reprimir una sonrisa. Estaba seguro de
que Rosina había huído para irse a vivir con él; quizás a aquellas
horas andaba buscándole. Acaso habría ido a la casa de huéspedes,
porque ella no sabía que la patrona le hubiera despedido. ¡Oh, dulce y
apasionada Rosina!
--Creía yo --prosiguió el ministro--, antes de concluir de leer la
carta, que se había marchado con usted. Pero en la carta, hacia el
final, dice que ha vuelto a dar, milagrosamente, con el padre de Rosa
Fernanda y que es una cosa fatal. De todas suertes, no veo la necesidad
de huir, ni comprendo cómo Rosina, tan bondadosa y de buen sentido, ha
dado tan gran disgusto a este pobre viejo, dejándolo en la calle, como
quien dice.
El dolor de don Sabas era a pesar suyo tan sincero que en un punto
destruía el artificio de sus adobos y cosméticos, dejando al
descubierto una ancianidad herida, dolorosa y claudicante.
El marinero continuaba llorando a su modo. Teófilo sentía los sesos
azotados por un ramalazo de locura.
--¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Yo digo que no puede ser! Si sabré yo
que no puede ser... ¡Monstruoso! ¡Monstruoso! ¡Monstruoso! --gritaba
Teófilo recorriendo de punta a cabo la estancia.
--Serénese usted, señor Pajares.
--¡Absurdo, absurdo! Si lo sabré yo... A ver, que lo diga Conchita.
¡Conchita! ¿Dónde está Conchita?
--Conchita... ¿Pero no sabe usted? --Teófilo se detuvo frente a don
Sabas, sin escuchar--. ¿No ha leído usted los periódicos de esta
mañana? Conchita ha asesinado ayer noche a su seductor y luego se ha
suicidado. Vivió una hora, lo necesario para declarar ante el juez
--aquí la voz de don Sabas temblaba--. Una desgracia nunca viene
sola --don Sabas evitaba mirar al ciego, que había sacado un pequeño
crucifijo del seno y lo besaba con desvarío.
Hubo un largo silencio; al cabo del cual, como si en aquel punto don
Sabas hubiera terminado de hablar, Teófilo, con ojos desmesurados y voz
sombría, interrogó:
--Pero, ¿Conchita?...
--¡Pobre Conchita! --balbució don Sabas.
El ciego continuaba llorando con los ojos secos.


PARTE IV
HERMES TRIMEGISTO y SANTA TERESA
Carpe diem quam minime credula postero.
HORACIO.


I

--¿Qué le han hecho a esa niña? ¿Por qué llora esa niña? ¡Milagritos,
rica, ven acá! --rugió Travesedo, desplegando convulso la servilleta
sobre los muslos. Luego se afianzó las gafas. Estaba sentado a la
cabecera de una mesa redonda dispuesta para la comida, con un mantel
agujereado, cubierto de manchones cárdenos, uno de ellos dilatadísimo,
y de redondeles y trazos de coloraciones diferentes, como mapa
geológico que atestiguase los sucesivos estadios genesíacos de la
hospederil semana culinaria. En torno de la mesa, el resto de los
huéspedes aguardaba el advenimiento de la sopa. Eran estos don Alberto
(Alberto Díaz de Guzmán); don Alfredo, de apellido Mayer, conocido
dentro de la casa por el _teutón_, al cual, en la historia geológica
inscrita en los manteles, correspondía el período diluviano, que no
había semana que no derramase el vino, y para vergüenza le colocaban
delante el manchón cárdeno, testimonio de su ignominia; el señor del
Alfil, a quien se le llamaba por el apellido para evitar confusiones,
porque su nombre era Alberto; Macías a secas, sin añadido honorífico,
no se sabe por qué, cómico a la disposición de las empresas, así como
el señor del Alfil, y, por último, don Teófilo (Teófilo Pajares).
El comedor, pobremente atalajado, tenía un balcón abierto de par en par
sobre un gran patio de vecindad, en cuyas paredes, recién encaladas,
el sol resplandecía. Era prima tarde; un día voluptuoso de primavera.
Entrábanse por el balcón ráfagas de brisa, y en ellas diluido el sol
templadamente. La ropa blanca que de unos cordeles pendía de lado a
lado del patio, danzaba en el aire con movimiento elástico y gracioso
de apacibles banderas. Era, en suma, uno de esos días madrileños de
ambiente enjuto y ardiente, demasiado puro para respirar, de suerte
que provoca una grata emoción de angustia en el pecho: esos días de
tan acendrada vitalidad y belleza que al huirse dejan a la zaga los
más tristes crepúsculos. No había olor de flores ni sugestiones de
renacimiento vegetal, que es por donde la primavera se muestra más
deleitablemente; pero una criada cantaba una cancioncilla del género
chico, y con ser depravada la música y la voz nada melodiosa, dijérase
que acariciaban así el sentido del oído como el del olfato, y que
estaban saturadas una y otra de evocaciones rústicas, de claro rumor de
agua y de bosque.
Oíase también, como contraste doloroso, el llanto de un niño.
--¡Que me traigan esa niña! --volvió a aullar Travesedo, elevando los
brazos.
Entró Antonia la patrona en el comedor, conduciendo de la mano y casi a
rastras a una niña, como de seis años, la cual lloraba como lloran los
niños, con tanta intensidad que parecía que el alma, licuefaciéndose,
se le derramaba por los ojos. Así que Travesedo la tomó en brazos
la niña se tranquilizó. La sentaron en una silla alta que al efecto
estaba apercibida entre Travesedo y Alberto, y por más que preguntaron
no consiguieron conocer la causa de la llantina. Eran todos los que
vivían en aquella casa hombres mayores de treinta años, todos solteros.
Trataban a Milagritos, que era feúcha y enfermiza, con una ternura
casi religiosa. El único que acreditaba absoluta insensibilidad a este
respecto era Macías.
--No puedo oír llorar a un niño --declaró Travesedo, pasando su mórbida
mano sobre la melenilla de Milagritos, de un rubio grisáceo.
--Ni nadie --corroboró Macías, mojando una sopa en vino--. El llanto
del niño y el canto del canario son las dos latas mayores del universo.
Le vuelven loco a cualquiera. Comprendo a Herodes.
--¡Qué bruto! --exclamó Alfil, un hombre desmesurado, rubio maíz y de
ojos incoloros, que comía con el gabán puesto.
Travesedo miró con asombro a Macías, luego a Alberto, con alacridad,
y soltose a reír. A Travesedo, la estulticia y brutalidad ajenas, en
lugar de indignarle le inducían a desordenados extremos de alegría.
--¿Has oído?
--Ya, ya --respondió Alberto, con gesto de lástima.
--Usted llegará muy lejos, Macías; usted será un gran hombre. Acuérdese
de que yo se lo digo --afirmó Travesedo. Puso los codos sobre la mesa,
y continuó con entonación disquisitoria--: Esto del llanto de los niños
es una sensación puramente española.
--Claro --entró a decir el teutón--, yo en Alemania nunca he oído a los
niños llorar.
--Tiene razón Alfredín --Travesedo llamaba siempre así al alemán--. A
mí me ocurrió una cosa semejante; quiero decir, que el primer año que
estuve en Alemania olvidé que los niños lloran. Y si vieran ustedes
cuando volví a dar en ello qué malestar tan grande me entró. Venía a
pasar las vacaciones a España: en tercera, y aun así y todo el dinero
me llegaba ras con ras. En la frontera tomé un tren mixto; de esos
trenes... en fin, un tren mixto español. Durante el día, todos los
viajeros bebían como bárbaros y vociferaban como energúmenos. Al caer
de la tarde el tren se había convertido en tren de mercancías, porque
los hombres eran fardos, no personas. En cada estación, esas pobres
estaciones castellanas en despoblado, el tren, que parecía un convoy
funeral, se paraba veinte minutos. ¡Qué silencio! No era noche aún.
Entre la tierra y el cielo flotaba un estrato de polvo. Veíanse tres,
cuatro álamos, de raro en raro, o un hombre montado en un pollino,
sobre la línea del horizonte, que producían la ilusión óptica de ser
gigantescos. Luego he tenido ocasión de observar muchas veces y en
diferentes órdenes de cosas el mismo fenómeno; en España un pollino
visto contra luz se agiganta sobremanera. Pues, a lo que iba; en una
estación, Palanquinos, nunca se me olvidará, después de una parada
eterna y en medio de un silencio abrumador, oigo llorar a un niño...
Vamos, renuncio a expresar lo que en aquellos momentos sentí.
--Ja, ja, ja --Macías produjo una carcajada teatral--. Eso quiere decir
que en Alemania los niños no lloran.
--Por lo menos yo nunca les oí llorar, sino reír y cantar --extrajo
el reloj del bolsillo, y en mirándolo se desató en grandes
exclamaciones--: Pero, ¡Antonia!, ¡mujer!... Las dos y cuarto y aún no
ha traído la sopa... Esto es un escándalo. Esta casa es un pandemonium.
Oyose la voz de Antonia, respondiendo:
--Cállese, condenado, que no hace más que gruñir.
Travesedo se levantó, salió, y volvió al punto trayendo él mismo la
sopera. Detrás venía Antonia; su sonrisa era triste e indulgente.
--¿Dónde está Amparito? --inquirió Alfil.
--Yo qué sé; quizás en el cuarto de Lolita.
--¡Qué escándalo! Pero, mujer, ¿le parece a usted bien eso? ¿No es
un abuso, una locura, y sobre todo un caso de imprudencia temeraria?
--sermoneó Travesedo--. ¿Le parece a usted bien que una niña como
Amparito, que ha tenido la suerte increíble de pillar un novio decente,
nada menos que un ingeniero, y que está para casarse de un día a otro,
frecuente la sociedad de una prostituta, de la cual no puede aprender
nada bueno?
El teutón y Alfil asegundaron las amonestaciones de Travesedo.
--No me muelan el alma. Lolita es una infeliz...
--Sí que lo es --admitió Travesedo.
--Y en cuanto a Amparito, ella sabrá lo que le conviene --por
acaso, Antonia echó la vista sobre la mesa y vio que el pan había
desaparecido--. ¡Condenados! Pero, ¿se han comido todo el pan? Jesús,
Jesús, qué ruina. Si no hay dinero que baste para darles de comer. Si
no es posible: ocho francesillas... De seguro fue el señor de Alfil.
--Como ha tardado usted tanto en traer la sopa... --respondió Alfil muy
ruboroso. Llevaba cinco meses en la casa y aún no había podido pagar ni
un céntimo: todo el invierno sin contrata. No se despojaba del gabán
porque los pantalones estaban rotos por la culera y le descubrían las
carnes. Continuó--: Hablando, hablando, querida Antonia, sin que uno se
dé cuenta se va engullendo el pan --y por disimular su turbación, con
digno continente hacía y deshacía el nudo de la flotante chalina, azul
cobalto.
--Está en lo cierto Albertón --dictaminó Travesedo, que se arrogaba
dentro de la casa funciones de tribunal en última instancia. Solía
poner en aumentativo o diminutivo los nombres, según la estructura
física de las personas y el afecto que a ellas le unía--. En esta casa
todo va manga por hombro. Miren que mantel: si quita las ganas de
comer...
--¡Qué más quisiera yo! Y, sobre todo, ¿quién tiene la culpa, sino
ustedes, que son unos marranos? --decía Antonia en un tono más de
observación crítica que de reproche, y al mismo tiempo repartía la sopa.
--Ya le he dicho mil veces que no quiero que usted sirva. ¿Para qué
está Amparito? ¡Amparito!...
«Don Eduardo...» Oyose una voz lejana, inocente y mimosa. Travesedo
añadió:
--Venga usted ahora mismo, so holgazana.
--Basta, Antonia: no eche usted más sopa.
--¿Es que no le gusta a usted, don Teófilo?
--Es que no tengo gana.
--Nunca tienes ganas, y eso no puede ser. Hay que hacer un esfuerzo,
querido Pajares-- impuso Travesedo.
--Si no puedo, Eduardo --murmuró Teófilo, con doliente sonrisa.
En esto llegó corriendo Amparito, hija natural, como Milagritos, de
Antonia, cada cual de padre diferente. Era Amparito una muchacha de
dieciocho años, en extremo agraciada, aun cuando la nariz propendiese
a pico de loro; apenas púber por las trazas de su desarrollo, y tan
candorosa que cautivaba. Acaso su mayor encanto era la voz, una voz
blanca, de terciopelo.
--¡Puaf! ¿No se le cae a usted la cara de vergüenza? Consentir que su
madre lo haga todo, todo, que la pobre no sé cómo puede con tanto, y
usted, en el ínterin, holgazaneando, y ¿cómo? Que no vuelva yo a saber
que entra usted en el cuarto de Lolita --la reprimenda de Travesedo
tenía un aire afable de contrahecha severidad paternal.
--Pero, don Eduardo..., es que ella me llamó --Amparito inclinó la
cabeza ruborosa.
Todos contemplaban a Amparito con expresión de solicitud protectora,
menos Macías, que solía mirarla como miran los hombres lúbricos a
las doncellas ternecicas. Amparito estaba para casarse con un joven
ingeniero de muy buena familia. Los huéspedes de la casa tenían puesta
el alma en que tan singular fortuna no se malograse y en que aquel
divino candor de la niña llegase al matrimonio sin ningún menoscabo,
empresa muy delicada, si se tiene en cuenta que en la casa siempre
se alojaba alguna prostituta de alto copete, de la cual Antonia
obtenía los mayores subsidios y casi los únicos con que mantener
su negocio, porque los otros huéspedes o no pagaban o pagaban mal
y con intermitencias. Por el bien parecer no se consentía que la
dama cortesana se holgase en la casa con sus eventuales amantes, y
así se alojaba en calidad de señorita particular. Sobre Amparito,
los huéspedes ejercían estrecha vigilancia. Así que la perdían de
vista: «¿Dónde está Amparito?» Si había acaso salido: «¿Adónde ha
ido? ¿Está usted loca, mujer, para dejarle salir sola?» Y un día
que había dado un paseo en coche con Lolita, a la noche hubo en la
casa un disgusto serio, a tal punto que Antonia se encrespó y dijo
que en sus particulares asuntos nadie tenía que meterse, a lo cual
Travesedo replicó determinadamente: «Cuando la madre es irresponsable,
nosotros, en representación de la justicia y obrando por dictados de la
conciencia, nos encargamos de la curatela de la hija.»
--¿Es que tienes a menos, niña, servir a la mesa porque te vas a casar
con un señorito? Pues yo que conozco a tu novio desde que éramos así
--en efecto, habían sido compañeros en el instituto--, y que le conozco
bien, te digo que lo que él prefiere es que seas mujer de tu casa,
sencilla y trabajadora. Y a propósito, ¿has tenido carta de él?
--Sí, señor.
--¿Cuándo viene?
--Dice que está ahora muy ocupado; pero para la semana entrante vendrá
uno o dos días.
--Dime, Amparito, ¿cómo está hoy el San Antonio de Lolita? --preguntó
Alfil, ingurgitando la última cucharada de sopa.
--Cabeza abajo, en la rinconera.
--¡Vaya por Dios! --exclamó consternado Travesedo--. Hoy andaremos
escasos de principio y de postre.
Lolita era una mujer muy piadosa. No se sabe por dónde, había dado en
la creencia de que San Antonio de Padua es el patrono de las rameras.
En opinión de Lolita, aquel santo no suplía en el cielo a otro menester
que el de velar por las prostitutas y favorecer a aquellas que fuesen
sus devotas, otorgándoles gran número de amantes, y estos buenos
pagadores. Por propiciarse y atraerse la protección de este simpático
santo, Lolita tenía en una rinconera una imagen de él, en cartón
piedra, con un niño Jesús de quita y pon, que encajaba en el brazo del
bienaventurado por medio de una espiga metálica a manera de punta de
París, la cual entraba dentro del traserito del divino infante. Delante
de la imagen había unas flores rojas de trapo. Si acontecía que un día
no se presentaba ningún amante, Lolita se enojaba con San Antonio, y
en lugar de rezarle y besarle como tenía por costumbre, en actitud
ofendida se acercaba a él y le quitaba las flores, murmurando: «Para
que aprendas.» Si sobre el primero sucedíase el segundo día de vacío,
el enojo de Lolita crecía de punto, y entonces arrebataba el niño Jesús
de los brazos del Santo: «te has meresío esto y mucho má, porque ere
un sinvergüensa», decía, mientras verificaba el despojo. Al tercer
día de privaciones amorosas ponía al santo cabeza abajo en la misma
rinconera. Al cuarto, lo trasladaba a un rincón de la alcoba, cabeza
abajo siempre. Al quinto, lo golpeaba, lo llamaba _cabronaso_ y otras
palabras malsonantes, y lo metía en el cubo del lavabo. Cuando Lolita
llegaba a tan sacrílegos extremos, el resto de los huéspedes, sin
duda por contener la cólera divina y desagraviar a San Antonio, solía
incurrir en ásperas abstinencias.
Presentose Lolita en el comedor con una bata sucia y la pelambrera
aborrascada en hopos y greñas. Traía en la mano un paquete de barajas.
Era una cuitada, muy afectuosa y no menos fea, de una simplicidad y
falta de seso increíbles. Llamaba a todos de don, si bien todos la
tuteaban. Tenía la piel de un moreno terroso y ajado, la boca risible
por lo pequeña, los ojos negros y lindos, la nariz como el mango de un
formón. Saludó a todos con mucha efusión y comenzó a quejarse de su
mala pata. La culpa la tenía un jorobado que había visto en la Elipa
hacía cuatro noches. Sin preocuparse por la comida, comenzó a echar las
cartas.
--Corte usté, don Alfredo.
--¡Uf!, supersticiones, me dan susto --respondió el teutón, sacudiendo
la mano en el aire.
--Yo cortaré, Lolita, ¿sirvo yo? --intervino Macías.
--Tres montonsitos, así. A ve --colocó sobre la mesa la sota de bastos.
--Zorras a principio de cazadero mal agüero --sentenció Alfil que
andaba rebañando el pan de los demás, a favor del interés que tenían
puesto en las manipulaciones de Lolita.
Lolita había torcido el morro al ver la sota de bastos.
--¡Jesú, Jesú! Si e la mala pata. Esta sota quié desí mujé o viuda
morena, ardiente, imperiosa, poniendo trabas a todo --y sacó ahora el
siete de espadas. Tan pronto como lo vio, se llevó las manos a las
greñas, aborrascándolas más de lo que estaban.
--Algo gordo --habló Alberto.
--¿Gordo? ¡Uy!, no lo sabe usté bien. Este siete quié desir preñés.
Vamos, que no pué sé y que no pué sé.
Esta vez salió el caballo de espadas. Lolita arrojó colérica las cartas
y comenzó a lloriquear.
--¡Ea, Lolita!, no hagas caso de esas tonterías --aconsejó Travesedo.
--¡Ay, don Eduardo de mi arma! ¡Ay, si usté supiera!...
--¿Qué es, criatura?
--Joven de malas costumbres, mal sujeto, traidó; ataque a la vuerta de
una esquina.
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