Troteras y danzaderas: Novela - 02

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--Te quiero como amigo, Conchita; nada más que como amigo. Sabes que
las aguas van por otro lado; aparte de que tú ya tienes novio.
--Eso es lo que a usté menos le importa --dijo Conchita con sequedad
que no era hostil.
--Claro que no me importa, si tú te empeñas. Bien; ahora llévame al
comedor.
--¡Y dale! ¡Qué pelmazo es usté, señor Pajares!
Conchita tomó de la mano al poeta, y corriendo de suerte que Teófilo
iba a remolque, le condujo al comedor.
--¿Lo ve usté? --preguntó la muchacha, mostrando el desorden de la
habitación.
Las sillas estaban unas encima de otras y algunas sobre la mesa; los
cortinajes, recogidos en los batientes de las puertas. Una vieja criada
barría.
--¿Se quiere usté quedar aquí, don Teófilo?
--Ya veo que tenías razón; pero es que el tal gabinetito me es
antipático.
--Anda, que si le oye a usted la señorita; está loca con él.
--¡Concha!... --gritó una voz tumultuosa, masculina, desde el interior
de un aposento.
--¿Qué hay? --respondió Conchita.
--¿Quién está ahí? --preguntó la voz.
Y Conchita:
--Un amigo de la señorita.
Y la voz:
--¿Es el señor Menistro? --por el tono se comprendía que lo pronunciaba
con letra mayúscula.
Y Conchita:
--No, señor.
Y la voz:
--Pero, será amigo del señor Menistro...
Y Conchita:
--No lo sé. Es un señor poeta.
Y la voz:
--Qué cosa ye más: ¿Menistro o poeta?
Y Conchita:
--Luego se lo diré, en cuanto lo averigüe --volvió a tomar de la mano a
Teófilo y salieron del comedor.
--¿Quién era? --interrogó Teófilo muy sorprendido.
--El padre de la señorita. Era marinero, al parecer, allá por el Norte,
no sé en dónde. Ahora está ciego.
--Y, desde luego, como si lo viera: al padre le parecerá muy bien la
vida que lleva su hija.
--Mía tú este; como al mío, si yo tuviera la suerte de ella. Vaya,
entre en el gabinete, que yo tengo que vestir a la señorita.


IV

Conchita penetró en la estancia y, sumiéndose entre tinieblas, con
gran desenvoltura y tino fue derechamente a abrir las contraventanas.
A través de las cortinas de delgado lino blanco, lisas y casi
conventuales, fluyó la luz, fría, pulcra. La habitación era amplia y
rectangular, de una blancura mate, nítida, que en los ángulos menos
luminosos degradábase en velaturas azulinas y marfileñas. Hubiérase
creído vivienda amasada con sustancia de nubes a no ser por el estilo
tallado, perpendicular, de los muebles, de laca blanca. Las puertas
estaban aforradas con una cuadrícula de sutiles listones, encerrando
espejillos biselados. La alfombra era espesa y muelle. Había pocos
muebles, y estos ingrávidos, sin domesticidad. De las paredes colgaban
tan solo tres cuadros, un aguafuerte y dos grabados en sepia, con mucho
margen, y por marco un fino trazo de roble color ceniza.
Daban las únicas notas de color una butaquilla baja, de respaldar
sinuoso y con orejeras a entrambos lados del respaldar, tapizada de
pana gris perla, y dos lechos, uno matrimonial y el otro infantil,
los dos de hierro dorado y diseño muy simple; a la cabecera, sendas
cabecitas rojiáureas, y a los pies, edredones de seda oro viejo.
En aquel fondo inmaculado, el cuerpo menudo y ágil, vestido de negro,
de Conchita, destacaba como un ratoncillo caído en un cuenco de leche.
Las dos cabezas, encendidas por el sueño y sumergidas en una masa de
cabellos de miel, yacían profundamente, ajenas al advenimiento de
Conchita y de la luz.
La doncella se acercó a la cama de la señorita y la zarandeó con
suavidad.
--¿Qué hora es? --preguntó Rosina, con voz algo ronca.
--Las diez y media, sobre poco más o menos.
--¿Por qué me despiertas tan temprano?
--El señor Pajares está ya en el gabinete, esperándola a usté.
--Es verdad. Ya no me acordaba.
Sacó los desnudos brazos de entre las sábanas y los elevó al aire,
desperezándose. Eran bien repartidos de carne, gordezuelos quizás,
dúctiles, femeninos porque aparentaban carecer de coyuntura y músculos,
cual si ondulasen, y tenían, así como el cuello y los hombros, una
suave floración de vello entre rubio y nevado, a través del cual se
metía la claridad de manera que trazaba en torno a los miembros un
doble perfil, como si estuvieran vestidos de luz.
--Que no se despierte la niña --bisbiseó Rosina, incorporándose y
haciendo emanar del interior del lecho una fragancia cálida, semihumana
y semivegetal.
El tibio olor llegaba hasta Conchita, sugiriéndole ideas de
voluptuosidad. Se dijo: «No me extraña que los hombres, cuando
tropiezan con una gachí como esta, se entreguen hasta dar la pez.»
--¿Dónde está Celipe? --preguntó una clara voz infantil.
Rosina y Conchita volviéronse a mirar hacia la cama de Rosa Fernanda.
La niña se había puesto de rodillas en el lecho y sentado sobre los
talones, escondidos entre rebujos del luengo camisón de dormir.
--¡Tesoro! ¡Gloria! ¡Picarona! ¿Quién la quiere a ella? Ven aquí,
que te coma un poco de esa carina de rosa, que la mamita tiene mucha
hambre. Ven, ven.
Y Rosina tendía los brazos a su hija, a tiempo que murmuraba más y más
ternezas y amorosos dislates.
Rosa Fernanda, que restregaba desesperadamente los ojos con los puños,
repitió:
--¿Dónde está Celipe?
--¡Ah, malvada! Quieres más a Celipe que a tu mamita. Ahora voy a
llorar.
Y comenzó a simular afligido llanto.
Rosa Fernanda arrugó el entrecejo e hizo un pucherito, en los barruntos
de una llantina. Rompió entonces la madre a reír, y la niña, dando con
los ojos patentes muestras de que no le había hecho gracia la burla,
repitió indignada:
--¿Dónde está Celipe?
Oyose cauto rumor a la puerta, como de alguien que la arañase.
--¡Ahí tienes a Celipe, pícara, más que pícara! --refunfuñó Rosina,
fingiéndose enojada.
Rosa Fernanda saltó del lecho a tierra, a punto que el llamado Celipe
forzaba la entrada, y corrieron el uno al encuentro del otro. Pero
Rosa Fernanda, cuyo camisón era dos palmos más largo que su diminuta
persona, se enredó y dio en el suelo, al aire las rosadas piernecillas
y los desnudos pies, de planta y talón ambarinos. Entonces Celipe, que
era un perro faldero tan velludo que parecía una pelota de lana sin
cardar, llegose a la niña, comenzó a botar en torno a ella, a gruñir,
con acento ridículo y amistoso, y a toparla con su cabezota cubierta de
tupidas cerdas cenicientas, informe y sin ninguna apariencia orgánica,
como no fueran dos ojos brutales, duros, de azabache. Desternillábase a
reír la niña; contagiose de la risa la madre, y, a la postre, también
Conchita, de suerte que entre las tres, con su alegre concierto,
enardecían a Celipe y le inducían a cometer mayores incoherencias.
--Señorita --atreviose a sugerir la doncella--, que el pobre señor de
Pajares está esperando.
--Sí, tienes razón; dame acá el kimono.
Rosina vistiose el kimono que Conchita le presentaba; una a manera de
holgada vestidura de seda carmesí, bordada de dragones verde malva,
glicinias violeta y plateadas zancudas volantes. El kimono estaba
guateado por dentro, y así Rosina gustaba de arrebujarse en él y sentir
cómo le abrazaba el cuerpo aquella levedad mimosa y tibia.
Rosina tomó en el aire a Rosa Fernanda y la besó con apasionada
efusión, sin cuidarse de las protestas y pataleos de la niña, ni de
los ladridos del informe Celipe, el cual se había alongado como cosa
de una cuarta, verticalmente, en el espacio, demostrando con esto y
la incertidumbre del equilibrio que se había puesto en dos pies. La
madre depositó de nuevo a la pequeña sobre la alfombra, y dejándola a
su placer en la amiganza del jocoso Celipe, salió al cuarto de baño,
seguida de la doncella.
En el cuarto de baño sentose a esperar que la pila se llenase. En
tanto Conchita azacaneaba el agua con el termómetro, previniendo la
temperatura adecuada, Rosina permanecía con los ojos perdidos en el
vaho caliente que del baño subía. Como Conchita espiase de soslayo la
distracción de su ama, por entretenerla le refirió el lance que había
acaecido entre Teófilo y la señá Donisia.
--Pero, ¡qué bestia es esa mujer! --comentó Rosina nerviosamente--. Y
él ¿no le dijo alguna frase oportuna?
--Arpía; fue lo único que yo le he oído.
--¡Pobre Pajares!
--Quite usté, señorita, si tié la sangre más gorda...
Rosina y su doncella mantenían entre sí un trato de familiar llaneza,
si bien Conchita, por mucho que le aguijase la curiosidad, absteníase
de preguntar: tarde o temprano, Rosina se lo contaba todo.
--¿Cómo viene vestido hoy?
--¿Cómo? Anda, pues de príncipe ruso. Ya conoce usté la _mise en
escène_: pantalones con fondillos y sus flecos, calzao americano, que
es la moda (quiero decir, calzao que proviene de las Américas del
Rastro), y la chaqueta que puede pasar... que puede pasar al carro de
la basura. Pues no le ha visto usté en calcetines.
--Claro que no. ¿Es que le has visto tú?
--Natural que le he visto. Pero ¿no le he dicho a usté que la señá
Donisia le había sacao una bota?
--¡Qué bestia de mujer!
--Pues nada, que había que ver la tontería de calcetín.
--Bueno, basta Conchita. Parece que no te has enterado de que no me
gusta oír hablar mal de Pajares.
--Si es que le tengo lástima.
--¿Lástima de qué? ¿De su pobreza? Eso le honra. Has de saber que es
un hombre de gran talento; que podía ganar lo que quisiera escribiendo
en los periódicos; pero como ocurre que su carácter noble y rebelde
no le deja doblarse ante nadie... eso es todo. Además, que le tienen
envidia...
Rosina exteriorizó con gran vehemencia sus opiniones; opiniones que
había contraído directamente del propio Teófilo.
--No lo dudo, porque mire usté que en el mundo hay envidiosos y
envidiosas... Ya está el baño.
Rosina sumergió el desnudo cuerpo en el agua, templada y olorosa. Era
una de esas bellezas áureas de los climas húmedos, productos de jugosa
madurez, que afectan, con ligadura de fruición deleitable, tanto los
ojos como el paladar de quien las mira, sugieren nebulosamente una
sensación de melocotones en espaldera, ya sazonados, y hacen la boca
agua. A causa del sedoso vello, la piel de Rosina, como la de las
frutas frescas, dentro del líquido semejaba estar cubierta con polvo
de plata cristalina. Rebullíase la mujer con molicie y entornaba los
ojos. Estaba pensativa.
--Oye, Concha, ¿no te parece que Pajares no se puede decir que sea feo?
--No es un bibeló; pero no se puede decir que sea feo.
--Tiene así un no sé qué de distinguido, ¿no te parece? Algo en el
aire. Una cosa de orgullo, a veces de desprecio, que está bien. Bueno;
tú no te paras a mirar esas cosas. Si me lo vistes como los niños de la
Peña, pongo al caso...
--Mire usté, señorita; pa mí que el hábito no hace al monje. Yo me
pongo los vestidos de la señorita, y sigo siendo la Concha.
--No estoy conforme contigo; habías de verme a mí cuando no era más que
una pobre rapazuca de pueblo, una sardinera, hija de un pescador. No
debía de haber por dónde cogerme.
--Ya, ya; dejaría usté, cuando se quedaba en cueros, como ahora, y se
metía en el agua, como ahora, digo que si dejaría usté de ser, como es
ahora: una alhaja, que toda usté parece plata, oro y brillantes.
Rosina sonrió a las lisonjas de su doncella.
--Pues digo más, y esto para el señor Pajares --prosiguió Conchita--.
Y digo que no sé por qué se me figura que todo el aquel que usté le
encuentra, en cuanto que se vistiera como un niño litri, no quedaba
pero que ni esto.
--Es decir, que según tú, el hábito hace al monje. Pues yo te digo que
Teófilo tiene una gran figura.
Rosina salía del baño. Conchita la arropó en la sábana, y se dijo para
sus adentros: «Está chalá por el poeta.»
Volvieron a la alcoba. Rosa Fernanda y Celipe se habían marchado. En
tanto la muchacha peinó, le acicaló las manos y vistió a Rosina no
volvieron a cambiar una palabra.


V

Teófilo hubo de resignarse a esperar en el gabinete que, en efecto, le
era muy antipático, le exasperaba los nervios. Pajares había definido
este sentimiento enemigo sirviéndose de una imagen: «lo odio como un
ruiseñor odiaría un solo de cornetín».
El gabinete había sido planeado por don Sabas Sicilia, ministro de
Gracia y Justicia y amante de Rosina. Era una pieza amueblada y
decorada al estilo Imperio, y, mal que pese a todas las antipatías,
a Teófilo le había servido para hacer las siguientes anotaciones
literarias: «La gama completa de los rojos se fusiona en un conjunto
de incandescencia aguda y cesáreo esplendor. Los muros tapizados con
seda rojo mate, como ladrillo romano, y en ella esparcidas coronas de
laurel, de color vermellón anaranjado. La caoba bruñida de los muebles,
trasunto del rubí traslúcido de los vinos de la Campania. La alfombra,
de un carmín intenso, casi violáceo, como púrpura antigua.»
Dentro de aquella habitación, los pobres atavíos de Pajares se
trasmutaban en andrajosidad. Cierta hidalguía misteriosa que corregía
la fealdad y desgarbo del poeta era devorada por el fuego purpúreo del
aposento.
El insolente imperialismo de la estancia determinó que Teófilo,
reaccionando por instinto, se sintiese traspasado de mística humildad.
Dejose caer sentado en una butaca, cuyas patas terminaban en garras de
esfinge, cinceladas en cobre; hincó los codos en las piernas y hundió
el rostro en el hueco de las manos. «¡Dios mío, Dios mío!», murmuró,
considerándose horriblemente desgraciado, sin saber por qué.
Un aullido alfeñicado y a la vez furioso le obligó a levantar los ojos,
y vio en la abertura de la puerta dos ojos de azabache que le miraban
con dura frialdad, entre vedijas de lana cenizosa.
--¡Celipe! ¡Celipe!
Gritó de fuera una voz aniñada, y Teófilo volvió a quedar a solas y a
murmurar: «¡Dios mío!» Veíase objeto de escarnio y odio universales:
los hombres se burlaban de él; las bestias lo odiaban; hasta las cosas
se le mostraban hoscas, con una hosquedad doblemente irritante por
ser arcana, indefinible. No encontraba dentro de sí propio escondrijo
adonde acogerse, ni fuerza con qué valerse y luchar. En estos desmayos
y trances de humildad llegaba a confesarse que su espíritu era tan seco
y flojo como su cuerpo, y las galas de sus versos no menos desastradas
que sus calzones, calcetines y botas. Reconocía no ser poeta, sino
gárrulo urdidor de palabras inertes, y desesperaba de llegar a serlo
nunca. Pero había algo en el propio tuétano de su alma que él no
lograba desentrañar; algo a modo de angustia perdurable, un ansia de
luz, y un creerse a punto de verla, un desasosiego perenne, el cual, en
la vida de relación, se manifestaba ya como hermética timidez, ya por
exabruptos de energúmeno.
Según estaba con el rostro escondido entre las manos en el gabinete
Imperio, aquella angustia de todo momento le señoreó con no
acostumbrado poderío, imbuyéndole la ilusión de la omnipresencia. Veía
plásticamente, en la memoria, toda su vida pasada como un momento
actual. En su historia, tal como él la veía, no se engendraba la vida a
costa de la muerte, no había la función materna de un hecho para con el
que le sigue, de una nota para con la nota que va detrás, como acontece
con la poesía y con la música, sino que todos sus pasos y estados de
ánimo, aun los remotos de la infancia, destacaban sobre un mismo plano
en estado de presencia, guardando entre sí la coordinación de valores
y armonía estática de las figuras en una pieza pictórica. Esto es:
no _sentía_ el pasado lírica ni musicalmente, a modo de nostalgia o
de melancolía, sino que lo _contemplaba_ como lienzo a medio pintar.
Tal era su manera de comprender el libre albedrío; cada momento en su
existencia no era obra fatal del momento precedente, sino la nueva
figura del cuadro, hija de la voluntad ágil del pintor. Y amando
locamente a Rosina, no se juzgaba constreñido a ello por la fuerza de
unos hechos necesariamente concatenados, sino por propia elección y
apasionada voluntad de coronar el fondo tenebroso del cuadro de su vida
con aquel vivo oro de aurora a guisa de firmamento. De esta cualidad
materialista de su imaginación provenía que Teófilo no comprendiera el
arte de la pintura, si bien gustaba mucho de perorar acerca de ella,
con entonaciones críticas.
Pero si la voluntad era libre, el arte era escaso. ¡Cuántas veces no
había hallado Teófilo que, tras mucho trabajar, todo lo que conseguía
era una mala caricatura de su propósito primero!
Era Teófilo hijo único de una mesonera de Valladolid. Cuando Teófilo
era muy niño, sus padres habían gozado más holgada fortuna: la casa
de huéspedes de ahora había sido fonda en otro tiempo. Recordaba
Teófilo la larga mesa redonda, cubierta con un tul color de rosa, y
las moscas luchando encarnizadamente por quebrantarlo y llegar hasta
los frutos y galletas, más incitativos y codiciables por estar detrás
de un imposible falaz, sonrosado y transparente. Teófilo acostumbraba
descifrar en esta imagen del tul el símbolo de su vida entera. Él era
la mosca; entre él y los bienes del mundo se extendía no sé qué velo
de ilusión que lo exaltaba todo, y, en acercándose, el velo era muralla.
Oyéronse carcajadas de Rosa Fernanda. Teófilo levantó la cabeza y se
llevó las manos al pecho. Murmuró por vez tercera: «¡Dios mío! ¡Dios
mío!»


VI

--Ea, ya estoy vestida. Cuando usted quiera... --dijo Rosina,
sonriente, apareciendo en la puerta del gabinete--. Vestía un traje,
hechura sastre, de _homespun_: áspera estofa de un medio color
parduzco, moteada de acres colorines, en velloncitos sin hilar. Avanzó
hacia un espejo, con los brazos en alto, prendiendo los alfileres del
sombrero, de manera que su busto destacaba sobre el fondo carmesí
desembarazadamente, como el de las Venus mutiladas.
Teófilo se puso en pie, haciendo cloquear las choquezuelas. Dio dos
patadas nerviosas, por estirar los pantalones y corregirlos de sus
pliegues inveterados, los cuales se habían recrudecido en la postura
sedente.
--Andando --indicó Rosina.
Pero Teófilo no se movió; deseaba examinar los pantalones al espejo y
no quería que Rosina se diera cuenta de ello. Rosina le aguardaba a que
saliese.
--Andando, sí; ¿qué espera usted ahí mirándome? ¿Teme usted que me
lleve algo del gabinete? --murmuró Teófilo con esa voz áspera y ruin
que a pesar suyo emite el hombre cuando por hallarse irritado consigo
mismo se esfuerza en hallar ocasión al enojo en la conducta ajena.
Rosina sonrió con benignidad, y a tiempo que giraba sobre los talones y
partía, murmuró llanamente:
--Por mí se puede usted llevar la consola en el bolsillo del chaleco,
señor Erizo. Voy andando delante. --No le desplacía la hosquedad de
Teófilo, presumiendo todo el amor que tras de ella se ocultaba.
En el minuto que Teófilo estuvo a solas, contemplose de perfil en
el espejo. Los pantalones eran realmente execrables. Tenían tales
depresiones y abombamientos que era casi imposible suponer que dentro
de ellos se albergaban miembros humanos. El color de pizarra había
degenerado en lila, y en la parte superior externa de los muslos
estaban negros.
«¿Cómo voy a salir a la calle con esta mujer?», se dijo Teófilo, y la
angustia le detenía la respiración. Como por arte sobrenatural, sintió
algo así como si su espina dorsal se hiciera de acero, inopinadamente;
algo como frenética necesidad de erguirse con desesperado orgullo y
desafiar al mundo. Salió del gabinete cesáreo como un César de verdad.
Rosina y Conchita, que estaban en la antesala, viéronle venir con aquel
aire de realeza, y la primera le admiraba, mientras la otra luchaba
por contener la risa, que a la postre dejó en libertad como Teófilo
tropezase con un galápago que a la sazón tranquilamente cruzaba por
aquella parte, y diese un traspiés, y luego un formidable puntapié al
estorbo, enviándolo largo trecho por el aire.
--¡Pobre Sesostris! --exclamó Conchita.
Sesostris era un galápago que la cocinera había comprado para que
devorase las cucarachas. La imposición del nombre había sido cosa del
ministro.
Riéndose, Conchita acudió a socorrer a Sesostris, que había caído
en mala postura, y al inclinarse a tierra la muchacha descubría sus
delicados tobillos. Tenía Conchita la frágil finura de cabos y el
voltaje latente de las razas inútiles y de excepción, como los caballos
de carrera, que ganan un Derby o hacen un Dos de Mayo, pero no pueden
arrastrar un camión o el peso de la vida normal civilizada.
Teófilo, aunque a ello le incitase Conchita con sus risas y vayas,
no conseguía enfadarse con ella. Contemplándola ahora, par a par de
Rosina, se le aparecían, si bien muy por lo turbio y lejano, como
encarnaciones, Conchita, de la pasión, y Rosina, de la voluptuosidad,
los dos polos del amor ilícito.
--¿Listos? --preguntó Rosina.
--Cuando usted ordene --respondió Pajares, que se había dulcificado por
extraño modo.
Al bajar las escaleras, dijo Rosina:
--¿No me ofrece usted el brazo?
--El brazo y el corazón. --En habiéndolo dicho, se arrepintió,
reputándolo impertinente y temiendo una respuesta desdeñosa. Pero
Rosina volviose hacia él, con mimosa incertidumbre, como suplicando no
ser engañada, y murmuró:
--A ustedes los poetas no les cuesta trabajo ofrecer el corazón; pero
desgraciada la que se lo crea. Porque la poesía no es más que eso,
¿verdad? Una mentira bonita. En medio de todo, la verdad suele ser
siempre tan sosa y desairada que todos prefieren las mentiras bonitas.
--No, Rosa; la poesía es la única verdad --Pajares asumió un continente
sacerdotal por que la sentencia adquiriera cierto valor religioso.
--No, no. Si es verdad, ya no es poesía.
--¿Cómo, Rosa? ¿Es usted verdad?
--¿Que si soy verdad? No entiendo.
--¿Existe usted? ¿No es usted una cosa real y verdadera?
--Claro que lo soy.
--Y dice usted que la poesía es una mentira bonita... Poesía es una
verdad bella, la única verdad. Ya lo dijo nuestro gran poeta: «¿Qué es
poesía? ¿Y tú me lo preguntas? Poesía eres tú.»
Rosina no sabía qué decir. Experimentaba una fruición nueva; la sangre
afluía a sus mejillas. Esa satisfacción inocente de complicar el
propio instinto con la vida del Universo y encubrir la venustidad
con las ropas hechas del bazar del Arte, satisfacción que ha gustado
cualquiera criada de servir cuyo novio sea un hortera sentimental,
era absolutamente desconocida para Rosina. Era la primera vez que le
hablaban de esta suerte. Las proposiciones de amor que de los últimos
tiempos recordaba tenían un carácter espartano, a propósito, por la
sobriedad, para la epigrafía: «Cuándo y qué precio.» No podía darse
más laconismo. Pajares, ahora y por contraste, le pareció adorable
diciendo aquellas cosas tan sencillas y tiernas con gran ternura y
sencillez, porque, en efecto, para decirlas Pajares se había despojado
del artificio e infatuación que en él eran frecuentes.
Llegaron al portal en ocasión que salía don Alberto del Monte-Valdés
componiendo un ritmo trocaico con la pierna de palo sobre el pavimento,
el haldudo gabán flotando a la espalda.
Teófilo quiso satisfacer una doble vanidad, la de mostrarse ante
Monte-Valdés en compañía de tan hermosa hembra y la de alardear ante
Rosina de la confianza con que trataba al renombrado escritor.
--¿Adónde vamos tan de prisa, Monte? --interrogó Teófilo, procurando
traducir con el acento la estrecheza de su amistad con Monte-Valdés.
El cojo volvió la cabeza, aborrascó el entrecejo y siguió andando, sin
dignarse contestar. Para Teófilo la vejación fue muy dolorosa, porque
iba acompañada de un oscuro sentimiento de haberla merecido. Rosina,
replegada aún en sus emociones, no concedió mucha importancia al
incidente.
--No le ha reconocido a usted, sin duda --explicó al observar el
mutismo de Teófilo.
--¿No me había de reconocer? De sobra. Qué sé yo; le habrán ido con
algún chisme...
--He oído decir que escribe muy bien.
--Psss...
--¿Puede usted prestarme algún libro que él haya escrito?
--No vale la pena. Es todo falso y afectado.
Continuaron en silencio. Teófilo, después de aquellos momentos
espontáneos que había vivido según bajaba las escaleras del brazo con
Rosina, después del tropiezo con Monte-Valdés había vuelto a perder el
equilibrio interior, como si le hubieran revuelto el espíritu y las
entrañas. Irritábase, y luego desalentábase creyéndose víctima de un
extraño fatalismo, el cual le espiaba de continuo y, en viéndole ligero
de corazón y a punto de ser feliz, le ponía por delante un lazo en
que se enredase, dando de narices en tierra. Teófilo lo expresaba así
dentro de su pensamiento: «Es ya mucho moler, que en cuanto me entrego
al entusiasmo ocurre algo ridículo para darme en la cresta.» Era la
voz de esa conciencia inferior en donde se reflejan los fallos de la
justicia mecánica del mundo; la conciencia de los jactanciosos y de los
pedantes.
Rosina, engolosinada con el exordio lírico de Teófilo, hacía los
imposibles por que hablase, y todo era en vano. A las observaciones que
la mujer le ofrecía contestaba él con réplicas cortadas, y siempre en
un sentido pueril de contradicción.
Iban paseando por la avenida del Botánico, rostro al Museo del Prado.
--Parece que está usted de mal humor hoy, Pajares. Yo le había rogado
que me acompañase al Museo porque soy una ignorante y usted sería para
mí el mejor guía. Pero si le molesta, como parece, y no tiene ganas
de hablar, yo renuncio al capricho, aunque lo siento mucho, porque la
pintura me gusta tanto...
--Sí, sí, lo creo. Arte de mujeres. Arte materialista, sensual, burdo,
inferior...
--Sin embargo, creo que alguna vez me ha dicho usted...
--¿Qué? ¿Lo contrario? --Teófilo eyaculó una risita antinatural--. Es
posible. No le pida usted a una mariposa que vuele en línea recta. En
línea recta vuelan los escarabajos peloteros --y acabando de sentar
la sentencia, pensó: «Apuesto a que he dicho una sandez... y una
grosería.» Con lo cual su irritación y desasosiego subió de punto.
Rosina se encontraba como se había encontrado en otras ocasiones, que
habiéndole caído una mancha en un vestido sin estrenar, la mancha
parecía haber herido la retina y adondequiera que volvía los ojos
la mancha flotaba en el aire, oscureciendo la realidad. Ahora todas
las cosas las veía feas; el cielo, los árboles, particularmente los
mendigos y los campesinos manchegos que pasaban a la vera de sus mulas
en reata. La poseía ese pesimismo placentero, a flor de piel, de las
personas ociosas, el cual constituye una buena preparación espiritual
para el esteticismo.
Entraron en el Museo.
--¿Qué es lo que vamos a ver primeramente? --consultó Rosina.
--Pues, primeramente, Velázquez, que es el pintor más pintor; es decir,
el que veía la materia más material --respondió Teófilo con intención
agresiva.
No sentía la pintura, achaque antiguo en los poetas de su tierra,
pero hablaba y discutía a menudo de ella. En lo íntimo no estimaba el
arte pictórico sino como arte ancilario, siervo del arte retórico, y
aun más por bajo, como pretexto para abrillantar la prosa o el verso
con ciertas alusiones, ora al rojo ticianesco, ora a las diafanidades
de Patinir, cuándo a la doncellez de los primitivos, cuándo a la
perversidad de las marquesitas de Watteau; no de otra suerte que el
petimetre, por ejemplo, opina que la cabeza humana ha sido creada como
los boliches de una percha, para colocar sobre ella un sombrero de copa.
Pasaron de largo por la rotonda de entrada, y enfilaron el pasillo
central, hasta la sala de Velázquez, en la cual penetraron. Antes que
nada fueron a la saleta de las Meninas.
A Rosina lo primero que hubo de sorprenderle en el cuadro fue la
acabada simulación de ambiente, y cómo los seres, a pesar de yacer
aplastados en un lienzo, se presentaban aparentemente sólidos,
sumergidos en un caudal de aire, y con distancias entre sí que a ojo
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