Troteras y danzaderas: Novela - 05

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Don Sabas, que había venido a casa de Rosina en la esperanza y aun con
la certidumbre de mitigar un poco el hastío de su vida, exasperado en
las horas de ministerio, hallábase más triste y cansado que nunca. Le
hostigaba la necesidad de sentir sobre el rostro la tersura lenitiva de
la mano de su amante. Le hacían falta mansas caricias físicas, como al
terruño yermo el agua de llovizna.
Lentamente y renqueando, Sesostris avanzaba por la habitación.
--¡Oh, excelente Sesostris! --exclamó don Sabas--. ¡Quién fuera
galápago o tortuga! --como de ordinario, sus interlocutores ignoraban
si lo decía en serio o de chanza--. Todos los males del hombre, ¿no
cree usted, señor Pajares?, se derivan de un mal original; el de
tener epidermis. Parece a primera vista que el mal original es la
inteligencia, entendiendo por inteligencia la manera específica y
necia que el hombre tiene de conocer el universo; pero si en lugar
de epidermis tuviéramos un caparazón, como este animal privilegiado,
o un dermatoesqueleto, como la langosta, nuestra inteligencia
sería de distinto y aun de opuesto linaje. El hombre es el único
animal que tiene epidermis. Tener epidermis equivale a andar con el
alma desnuda, de suerte que de todas partes recibe heridas. Y por
todas partes mendiga halagos. Por eso, cuando Platón dijo que el
hombre era un bípedo sin pluma, sentaba una gran verdad que nunca
ha sido bastantemente desentrañada. Tres son las fuerzas naturales
de toda sociedad animal: la necesidad de alimentarse, la necesidad
de reproducirse y la necesidad de moverse. ¿No se da usted cuenta,
señor Pajares, de las terribles consecuencias que arrastra consigo la
aparición de la epidermis, y cómo aquellas que eran fuerzas naturales
se truecan en fuerzas morales, que es lo peor que pudo haber sucedido?
¡Oh, excelente Sesostris, la más noble de las criaturas, la de sangre
más azul y aristocrática, porque tu abolengo tiene millones y millones
de años de historia cierta! ¡Oh, tú, reptil insigne, cuyos antepasados
reinaron en el aire, en el agua y sobre la tierra, señoreando el mundo
y sus elementos! ¡Maldito el hado que os puso enfrente tan despreciable
y bruto adversario como es el mamífero, y en sus bárbaros designios
determinó que fuerais extirpados casi totalmente!
Sesostris, como cualquier diputado de la mayoría, no prestaba atención
a la elocuencia ministerial, y seguía su pausada y renqueante ruta en
busca de cucarachas.
En esto entró Rosa Fernanda, que había vuelto del paseo, y fue a
agazaparse en el regazo de su madre.
--Ven a darme un beso, Rosa Fernanda --dijo don Sabas--. Ven y te
contaré el cuento del príncipe narigudo.
Rosa Fernanda acudió al requerimiento y se acomodó entre las piernas
del ministro, el cual recibía sutil deleite físico contemplando la
rosada fragilidad de la niña y acariciándole el oro resbaladizo de los
cabellos. Rosa Fernanda levantó la cabeza cuando don Sabas comenzó a
referir el cuento. Escuchaba como los niños acostumbran, con los ojos,
como si las palabras, al desgajarse de los labios, se materializasen
adquiriendo la forma y color de los objetos representados. Veía los
vocablos en su religiosa desnudez originaria.
Entretanto, Rosina y Pajares pudieron hablar a solas y puntualizar la
fecha y sitio de la próxima entrevista.
Rosa Fernanda se fatigó muy pronto de escuchar el cuento. Don Sabas le
era antipático, así como sus caricias. Los niños, en su selección de
amistades y afectos entre personas mayores, tienen el don de rehuir
instintivamente aquellos individuos cuyo contenido ético es antivital,
como la raposa huele y teme la pólvora antes de toda experiencia. No es
raro encontrar este don en las mujeres. Sienten apego por Don Quijote y
Don Juan; Hamlet les es repulsivo.
La niña volvió al regazo de la madre y allí se mantuvo en silencio,
asimilándose la realidad externa con largas, inquisitivas miradas.
Hablaban don Sabas, Pajares y Rosina de cosas de poco momento y en tono
indiferente, porque después de las emociones de la tarde, cada cual se
recogía dentro de sí mismo y laboraba por extraer claras impresiones
críticas.
_Punto de vista de don Sabas._--Tenía conciencia de ser antipático,
instintivamente antipático, a Rosa Fernanda, como se lo era a todos
los niños, aun cuando él los amaba, y esto le acongojaba; de ser a
medias antipático a Rosina y también del origen de este sentimiento
fluctuante; de ser antipático por entero a Teófilo, o, por mejor decir,
odioso, y cómo la causa del odio era el creerse Teófilo muy por debajo
de don Sabas en inteligencia, ingenio y fortuna. Y, sin embargo, don
Sabas sabía que Pajares le era superior; primero, en juventud, y
señaladamente en la posesión de una cualidad divina, el entusiasmo, o
sea aptitud para la adoración o para el odio. Teófilo podía caer en
dolorosos desalientos o subir a la cima del más apasionado rapto; podía
alternativamente pensar, tan pronto que el mundo era malo sin remisión,
como que era divino, el mejor de los mundos posibles. Don Sabas sabía
que el mundo era tonto, comenzando por Teófilo, un tonto, como todos
los tontos, susceptible de felicidad o de infelicidad.
_Punto de vista de Rosina._--Don Sabas le parecía, cuándo
extremadamente sensible, cuándo extremadamente embotado de nervios e
indiferente. La sugestionaba como el vaivén de un péndulo brillante.
Veía que aventajaba a Teófilo, con mucho, en inteligencia y agilidad
para urdir frases que quizás fuesen profundas; pero con todo no se
resolvía a concederle más talento que a Pajares. No podía explicárselo;
pero en Pajares adivinaba la verdad oculta, y sobre todo una fuerza
misteriosa que le hacía atractivo y amable.
_Punto de vista de Pajares._--La presencia y sonrisa de don Sabas le
hacían el efecto de insultos. Era como si después de árida jornada,
cuando creemos andar por lo postrero de ella, encontrásemos otro
caminante que en son de burla nos dijera haber equivocado nuestro
camino y hubiéramos de desandar lo andado. La sonrisa de don Sabas
sugería la posibilidad de que todo aquello que Teófilo tomaba tan a
pecho eran fruslerías y nonadas, como si don Sabas estuviera en el
secreto de la vida y no quisiera descubrirlo; y lo peor es que quizás
don Sabas tuviera razón. Veíase, pues, forzado a reconocer en don Sabas
una superioridad, y, viéndose en su presencia tan empequeñecido, lo
aborrecía.
_Punto de vista de Rosa Fernanda._--Como el de todos los niños, era a
ras de tierra. Podía ver la parte inferior de los muebles, la arpillera
que les forraba la panza, un intestino de estopa saliendo por debajo
del diván, y a Sesostris, debajo del piano. En circunstancias normales,
las personas no existían para ella sino desde los pies a las rodillas.
Teófilo y su indumentaria le parecían más pintorescos que don Sabas. La
parte baja de los pantalones de Teófilo, con flecos y raros matices,
pero sobre todo las botas, la tenían encantada. La afición que los
niños muestran a los mendigos es tan solo gusto de lo pintoresco. En
una de las botas de Teófilo había una larga goma, como un gusanillo
negro, colgando del elástico. Rosa Fernanda hubiera dado cualquiera
cosa por ir a arrancarla y jugar con ella.
Sería interesante conocer el punto de vista de Sesostris.
Teófilo se levantó, dispuesto a irse. Don Sabas se despidió también.
Bajaron juntos las escaleras. En la puerta de la calle, don Sabas
preguntó:
--¿Por dónde va usted?
--¿Y usted?
--Yo, hacia arriba.
--Yo, hacia abajo.
--Ea, pues hasta la vista.
--Hasta la vista.


X

Caminaba Teófilo cuesta abajo, automáticamente; su espíritu descendía
también; se apartaba de la claridad consciente; se diluía en una
especie de niebla letárgica. Así anduvo toda la calle de Cervantes y el
Botánico, cara a la Cibeles. En la plaza de Neptuno dudó si subir hacia
el Ateneo o continuar Prado adelante; resolvió lo último. Su estado
de ánimo se iba definiendo poco a poco, iluminándose de resplandor
intuitivo que manaba de una palabra: _dinero_. Era fuerza que buscase
dinero cuanto antes. Un sentimiento de rebeldía contra la vida moderna
le henchía el pecho. El sentido y trascendencia de esta calificación,
_edad capitalista_, se le hicieron patentes. La actividad motriz de
estos tiempos no era sino la rapiña del capital, como quiera que fuese;
las demás actividades, solo rebabas, añadiduras, ejercicios suntuarios.
En otras épocas, amor y belleza, las dos mitades de la vida, habían
sido _res nullius_, cosas no estancadas, de libre disfrute para todos.
Pero la edad capitalista había constituído el monopolio de la vida a
modo de sociedad anónima por acciones, y escindido el género humano en
dos partes: los que cobran dividendo y los que no lo cobran, los que
tienen derecho a vivir y los que no pueden vivir. ¿Qué es el amor sino
dulce plenitud y exuberancia de energías que por no perderse aspiran
a perpetuarse, a reproducirse? Y ¿cómo pueden hacer amiganza el amor
y la miseria física, el hambre y la fecundidad? De otra parte, ¿es
verosímil enjaretar cuatro versos mediocres sin cuatro malas pesetas en
el bolsillo?
Pero lo apremiante para Teófilo era que necesitaba hallar unos cuantos
duros inmediatamente. Como ocurre en las coyunturas capitales de la
vida, Teófilo esterilizó de toda emoción su pensamiento y se aplicó a
hacer cuentas en frío. Era el último día del mes. Al día siguiente,
o quizás aquel mismo día, tendría la paga que su madre acostumbraba
enviarle cada mes. Teófilo vivía en la misma casa de huéspedes desde
hacía tres años, y si bien no había mes que pagase los quince duros
íntegros del pupilaje, a razón de 2,50 por día, con todo era un pagador
exacto en la medida de sus recursos, de manera que hasta cierto
punto le era lícito dejar de pagar aquel mes y reservarse el dinero
para el viaje a El Escorial. Tal vez su madre le enviase también el
extraordinario. En este caso, la suma total andaría tocando con las
cien pesetas. Pero, era poco. No había otra salida que pedir dinero
prestado a un amigo. ¿A quién? A Díaz de Guzmán; sí, él era el hombre.
Teófilo llegó a su casa, de noche cerrada. Era una misérrima casa de
huéspedes de la calle de Jacometrezo. En el pasillo, apenas esclarecido
por una bombilla exhausta, el vaho de los potajes se fundía con otras
hediondeces. Teófilo cruzó con un huésped, Santonja.
--Hola, poeta. ¿Ha habido convite hoy? Le he echado a usted mucho de
menos, porque no tuve con quién discutir.
Santonja se había repatriado hacía poco tiempo desde la Argentina.
Estaba desviado de la espina dorsal y era cojo; la faz, chata,
simuladamente jocosa. Venía en mangas de camisa (una camisa de color
sangre de toro) y llevaba un libro de la biblioteca Sempere debajo
del brazo. Las discusiones de las horas de comer eran casi siempre
sobre anarquismo. Un día, por dárselas de hombre terrible y espantar
a los comensales --dos burócratas, tres horteras, un alcarreño de
paso y un comandante--, Teófilo había modulado una rapsodia lírica en
loor de Morral y la propaganda por el hecho. Santonja le interrumpió,
calificando sus frases de absurdidades. Acalorado, Teófilo llegó a
sostener que él no tendría inconveniente en tirar una bomba. Santonja
había añadido que ninguna persona con sentido común puede ser
anarquista; pero que, dado que la persona careciera de aquel sentido,
cosa frecuente, para tirar bombas se necesita mucho ombligo. A partir
de entonces, Santonja solicitaba de Teófilo, con evidente ironía,
razones que apoyasen el ideal anarquista. Respondíale Teófilo con
argumentos que él consideraba muy originales y funambulescos; pero el
otro replicaba que todo aquello era una pamplina.
Tales discusiones habían obsesionado a Teófilo en términos que no era
raro oírle jactarse de sus ideas anarquistas en el Ateneo y otras
tertulias literarias.
--¿Viene usted a cenar hoy, señor Pajares?
--Creo que sí; ¿por qué?
--Porque me parece que hoy no trae usted cara de discutir conmigo.
--Le advierto que yo no he discutido nunca con usted.
--No; ya sé que usted me desprecia. Yo soy un hombre sin instrucción y
usted es un literato. Y, a propósito, como me ha dado usted la matraca
con Kropotkin, he comprado este libro escrito por él. ¡Puaf! Macana
pura; pura filfa... ¿Cree usted que el mundo es bueno, señor Pajares?
--Sí, señor.
--¿Cree usted que eso que llaman _amor_ existe?
--Sí, señor.
Una pausa.
--Bien; ¿qué hay con eso? --preguntó Pajares.
--Nada, sino que quizás hice mal en dudar de su sinceridad de usted
como anarquista; pero como usted no compone versos sino sobre la
muerte, la tumba y la podre... como si este mundo fuera el peor de los
mundos imaginables, y esto, mi amigo, creo yo que no se compadece con
ser anarquista...
--Hombre, al contrario.
--Puede; depende del punto de vista. Creer que el mundo es bueno, y que
hay amor en él; pero no tener dinero y no poder tener novia, o si uno
la llega a tener que se la pegue a uno, porque uno no es un Adonis (y
no lo digo por usted), entonces sí que comprendo lo de las bombas, aun
con poco ombligo.
--¡Bah, bah! Valiente anarquismo el que tuviera móviles tan bajos.
--Oiga, mi amigo; me parece que lo mismo que las plantas, los grandes
hechos requieren su abono. La flor o el fruto viene a lo último, y el
abono, que es lo primero, siempre es abono, ¿qué le parece?
--Nada, que tengo prisa. Hasta luego.
--Hasta luego, señor Pajares.
Pajares entró en su cuarto. Sobre la mesilla de noche había una carta,
de su madre. Teófilo la abrió con dedos ágiles y optimista corazón. No
contenía ningún cheque. Decía la carta:
_Amado hijo: No sabes cuánto he sufrido estos últimos ocho días
del mes pensando en ti. Me es imposible enviarte la acostumbrada
mesada, y lo peor es que tampoco podré de aquí en adelante. Sabes
que los Martín, labradores de Zaratán, han tenido en mi casa
todo el curso pasado a su hijo Arístides, que estudia Farmacia.
Me habían prometido pagarme todo junto en comenzando el nuevo
curso, por la cosecha. Pero dicen que la cosecha fue mala, y por
más cartas que les escribo no sueltan prenda. ¿Para qué enviarán
un hijo a los estudios si no cuentan con medios? Solo para vivir
del sudor ajeno. Yo, bien sabe Dios que los perdonaría de buen
grado; pero no puedo menos de pensar que el hijo de ellos ha
estado engordando a costa del mío, que te aseguro que comía más
que un cavador. Para este curso lo han enviado a otra casa, y yo
me alegro, no de que caiga sobre otro la carga, sino por verme
libre de él, porque era además muy calaverón y escandaloso, como
son todos estos zafios cuando vienen a la ciudad. No había querido
decirte antes que don Remigio, el canónigo, se marchó de casa; ya
ves, después de tantos años, y el único huésped formal y seguro.
Fue un gran golpe para mí. Ya hace de ello dos meses, y no me he
podido recobrar del disgusto. Creí que nos tenía algún apego. Decía
que últimamente no se podía comer en casa, y te echaba la culpa a
ti, porque yo te enviaba ahorrillos, cuando él debiera estar tan
interesado como yo, que te conoció desde que eras una criatura y
fue tu primer maestro. Por todo ello he estado tan apurada que
no podía pagar el alquiler, y anduvieron si me desahucian; pero
gracias a Coterón el usurero, que me hizo unos pagarés sobre los
muebles, pude salir del atranco. No estoy muy bien de salud; pero
no te preocupes. Mi mayor pena es si tú pensarás que no te envío el
dinero por propia voluntad. No, hijo mío; tú no puedes pensar eso
de tu madre, que sabes te adora._
_El recorte de periódico que me has enviado me ha hecho derramar
lágrimas de ternura y orgullo. Sí, debían echar flores a tu paso.
Ya desde chiquitín se comprendía que ibas a ser una gran cosa.
Componías coplas mejor que los mayores, y así lo reconocían todos.
Pero ya sabes que por estas pobres tierras de las Castillas los
poetas se han muerto de hambre siempre. No me acuerdo de nombres;
pero así lo he oído asegurar a los viejos. Luego, tus poesías son
demasiado buenas y no las saben apreciar; yo, por ejemplo, que soy
una ignorante, no las entiendo, y a veces temo que digas alguna
herejía contra Nuestra Santa Madre la Iglesia. No; es imposible,
que has sido criado en el temor de Dios. Pero lo principal es,
Teófilo, que como eres tan sencillo y bondadoso crees que los demás
son como tú y te ilusionas con que de un día a otro te van a dar
oros y montones. Dices que si hasta ahora no has ganado las pesetas
por miles es por la envidia que te tienen, y yo lo creo; pero
piensa que la envidia es planta que nadie desarraiga del mundo, y
si te la han tenido, te la seguirán teniendo y siempre estaremos
igual. Gloria, como muy bien me dices, ya has conquistado de sobra,
¿qué más quieres? Tres años hace que no nos vemos, y a mí me han
parecido tres siglos. ¿Por qué no vienes y dejas esa maldita Corte?
Irías a pasar unos días de visita a casa de tus tíos, en Palacios.
Tu prima Lucrecia te quiere como siempre, o, por mejor decir, te
quiere mucho más desde que andas por los papeles. Ya sabes que
tienen un majuelo y no sé cuántas yugadas de buena tierra de pan
llevar, y Lucrecia es hija única, que se perecen por ella los mozos
de los pueblos y los señoritos de Rioseco, y hasta alguno de
Valladolid. ¡Qué vejez tan dichosa, hijo mío, me deparabas si te
decidieras a escucharme! Pero yo nada te digo si crees que debes
seguir tu vocación..._
_Un beso de tu madre que te quiere_,
JUANITA.
Las tres últimas líneas estaban escritas de una manera confusa y
temblorosa. Teófilo leyó toda la carta; la segunda parte, sin clara
noción de lo que leía. Quedó anonadado. Redujo a pequeños trozos la
carta, rasgándola sucesivamente, sin saber que la rasgaba. Salió a la
calle y se dirigió a casa de Angelón Ríos, en donde vivía Alberto Díaz
de Guzmán. Si Alberto no le salvaba estaba perdido.


PARTE II
VERÓNICA y DESDÉMONA
Man sollte alle Tage wenigstens ein kleines Lied hören, ein gutes
Gedicht lesen, ein treffliches Gemälde sehen und, wenn es möglich
zu machen wäre, einige vernünftige Worte sprechen.
GOETHE.


I

Una laringe estentórea y arcana expelió gigantescos baladros: «¡Si no
abren, tiro la puerta!».
¿Será una de las trompas del Apocalipsis?, se preguntó Alberto, entre
sueños. Una sacudida nerviosa le recorrió el espinazo. Despertó.
Restregose con el dorso de las manos los alelados ojos. Encontrábase
de rodillas en mitad de la cama, las asentaderas descansando en los
talones, vestido con un viejo pijama de seda cruda que tenía un gran
desgarrón en la espalda. La fiebre le transía; la expresión de su
rostro era enfermiza.
Las paredes retemblaban. En la puerta de la casa oíanse tenaces
porrazos, como si intentaran forzarla con un ariete.
--¡Si no abren echo abajo la puerta! --aullaron.
--¡Voy! --respondió Alberto, tan alto como pudo.
Saltó a tierra y fue a pisar sobre una copa de vidrio, hecha pedazos,
hiriéndose dolorosamente en un pie, del cual comenzó a manar sangre
en gran copia. Sin parar atención en el accidente, acudió presuroso
a la puerta, y en abriéndola hallose frente a un hombre obeso y
congestionado, víctima, por todas las trazas, de funesta iracundia.
Vestía el hombre un largo blusón de dril, color garbanzo; la estulta
cabeza, al aire; el cerdoso bigotillo, convulso. Al ver a Alberto, el
hombre depuso un tanto la cólera.
--¿Qué deseaba usted?
--Usted dispense, señorito; no era por usted. ¿Está don Ángel de los
Ríos?
--No, no está.
--Esa ya me la tenía yo tragada. Y de mí no se burla nadie --parecía
que iba a enfurecerse otra vez, pero, inopinadamente, se apaciguó--.
Usted dispense... Pero es que esta mañana, porque ya he venido esta
mañana, sonaba la campanilla y ahora no suena. A ver si no iba a llamar
a patadas.
--En suma --atajó Alberto, impaciente--, que don Ángel no está, ¿qué
desea usted?
--Si usted me hace el favor..., le dice de mi parte que dondequiera
que le encuentre le rompo el alma --y como Alberto no respondiera,
continuó--: ¡De mí no se burla nadie! Verá usted, señorito. Yo soy
oficial de zapatería. Yo no conozco, así conocer de _visu_, que se
dice, a ese don Ángel. Pues que esta mañana me manda el principal con
la cuenta de seis pares de botas y zapatos, horma americana, que no hay
Cristo que le haga pagar; y que tiro del cordón de la campanilla, y me
sale a abrir, en calzoncillos, un señor muy grande, moreno, de barba,
y voy le dije, digo: «¿Está don Ángel, etcétera?» Y va y me dice: «No
está, pero a eso de las doce estará de seguro; vuelva usted». Conque,
me dirijo a la zapatería, y que le cuento al maestro la cosa tal como
fue, a lo que el maestro me llama panoli y que era el propio don Ángel
etcétera quien había abierto, y que si el infrascrito don Ángel era
un golfo desorejao y yo un inflapavas, así, y que tal y que cual, y
que cuando volviera no le encontraría en casa, como se ha verificado.
Lo cual que de mí no se burla nadie, y si usted me hace el favor de
decirle que le voy a romper el alma, pues, tantas gracias, señorito.
El hombre, evidentemente satisfecho de su elocuencia, bajó los ojos,
como recibiendo el homenaje del público, y echó de ver entonces que la
sangre encharcaba el piso.
--¡Está usted herido!
--Así parece --Alberto cerró la puerta de golpe, dando por terminada la
entrevista.


II

Alberto Díaz de Guzmán había venido a Madrid con quince mil pesetas
en el bolsillo, todo su caudal, y en la esperanza de que esta suma
diera de sí para tres años por lo menos[2]. Consideraba tal plazo
más que sobrado para crearse un buen nombre en la literatura, y a
la sombra del nombre una posición segura que le permitiera casarse
y vivir en una casa de campo, lejos de los hombres. Antes de que la
tierra completara su revolución anual en torno del sol, se le había
concluido a Alberto el dinero, sin saber cómo. Renombre, si lo tenía,
era escaso, y solo entre literatos. Rendimientos, ninguno, como no
fuera la misérrima remuneración de uno que otro artículo, muy de tarde
en tarde. Su carácter era sedentario, soñador e indiferente; no era el
suyo un espíritu pedestre, porque le faltaban los dos pies con que
el espíritu sale al mundo a emprender y concluir acciones: carecía de
esperanza y de ambición. Alas tampoco las tenía, porque Alberto se las
había cortado. Aspiraba a la _mediocridad_, en el sentido clásico de
moderación y medida. El mucho amor y dolor de su juventud le habían
desgastado el _yo_.
[2] _La pata de la Raposa._ Novela.
Cierto día, sin un céntimo y con algunas deudas ya, Alberto encontrose
en la calle con Angelón. Echaron a andar juntos. Eran paisanos y muy
amigos, con esa amistad en que al afecto se junta la mutua admiración
por cualidades diversas, de manera que no puede haber choque o
rivalidad de conducta. Son por naturaleza estas amistades aptas para
la longevidad, porque en ellas no cabe emulación ni envidia, sino
un orgullo recíproco y reflejo de las cualidades que a cada cual le
faltan y el otro posee, el cual se manifiesta en un a modo de continuo
rendimiento de tácita admiración, atmósfera espiritual la más templada
y a propósito para que dentro de ella el cariño medre y se robustezca.
Tales son, en una esfera más amplia, las amistades de la inteligencia
con la fuerza, el arte con el dinero, la ciencia con la religión, la
filosofía con las armas. Los llamados siglos de oro de la historia
humana no son sino estados sociales provocados por unas cuantas
conspicuas amistades de este género.
Entre Alberto Díaz de Guzmán y Angelón Ríos existía una diferencia
de edad que pasaba de veinte años. Alberto no era fuerte. Ángel,
robusto, enorme; bajo su piel morena, de tierra cocida, presentíase en
circulación un torrente de rica sangre jovial. Alberto era joven en
años y viejo por temperamento. Angelón, aun cuando discurría por el
undécimo lustro de su vida, era entusiasta como un adolescente. Aquel
había perdido prematuramente el don de la risa; este no había adquirido
aún el de la sonrisa. Ríos, gran aficionado por romanticismo a las
artes y de mente, si inculta, muy despierta, admiraba en Alberto la
sensibilidad y la virtud de discurrir con agudeza. Alberto admiraba en
Angelón muchas cualidades: la alegría, que en él era como una secreción
orgánica; su maravillosa constitución física, que le permitía, a
los cincuenta y dos años, amar cotidianamente y aun muchas veces a
una mujer, por fea y corrupta que fuese, cuando no había otra cosa
a mano; su propia incultura y claro discurso, merced a los cuales,
desembarazado de todo prejuicio, atinaba a dar con las más claras
nociones prácticas, por ejemplo acerca de la política, en la cual
militaba activamente; la absoluta ausencia de un sentido interior con
que advertir diferencias entre _moral_ e _inmoral_, ausencia que, por
rara paradoja, le había perjudicado en su carrera, iniciada con gran
éxito; y, señaladamente, su acometividad en coyunturas difíciles,
su carácter de genuino hombre de acción, esto es, fundamentalmente
bueno: amaba el mundo y la vida por ser el uno y la otra fértiles en
obstáculos.
Aquel día, a poco de encontrarse, Alberto refirió sus apuros a
Angelón. Este acudió al instante con el remedio, y sus frases eran tan
optimistas que no parecía sino que había iniciado a su amigo en el
secreto de transmutar los metales.
--Hoy mismo se viene usted a mi casa.
--¿Y arreglado todo? --inquirió Alberto, que conocía la escasez
económica de Angelón.
--Naturalmente.
--¿Cuánto dinero tiene usted?
Angelón echó mano al bolsillo del chaleco y extrajo gran profusión de
monedas, casi todas de cobre. Hizo un balance rápido y expresó la cifra
resultante con alguna consternación:
--Dieciséis pesetas con noventa céntimos.
Alberto sonrió.
--¡Bah! --añadió Ríos, irguiéndose--. Mañana tendremos dinero, y si no,
pasado mañana.
Ríos juzgaba tan absurdo dudar del advenimiento diario del dinero por
caminos postulatorios o aleatorios, como de que el sol debe salir cada
mañana a la hora en que le emplazan los almanaques de pared. Añadió:
--¿Por qué no escribe usted artículos?
--Los escribo; pero me revienta enviarlos sin que me los pidan.
--No tiene usted chicha para nada. Yo los colocaré.
Ríos acompañó a Alberto hasta el hotelucho en donde se hospedaba;
requirieron un mozo de cuerda que trasladase las maletas de Guzmán al
nuevo domicilio, y aquella noche durmió Alberto en casa de Angelón.
Era esta un piso segundo de la calle de Fuencarral, holgado y bien
ventilado. Estaba como cuando Angelón vivía en él con toda su familia,
atalajado a lo burgués; pero con mejor tino y buen gusto de lo que es
uso en las instalaciones domésticas de la clase media española. Había
cuadros y esculturas de algún mérito: porcelanas, muebles y estofas de
valor, de los cuales no había querido desprenderse el dueño ni en los
trances de mayor angustia pecuniaria.
Tenía Angelón mujer, hijos casados y otros casaderos, que vivían en
Pilares. La exuberante naturaleza física de Ríos y su portentosa
lozanía le empujaban al comercio habitual con damas galantes. Esto
no estorbaba a que venerase a su mujer y la amase con amor solícito,
honesto por decirlo así. Los afectos familiares estaban muy arraigados
en él, y gustaba de tratar a sus hijos como hermanos o camaradas. La
mujer le pagaba con cariño casi maternal, le comprendía y por ende le
sobraba indulgencia para disculpar, y en ocasiones hasta celebrar,
aquellas diabluras y calaveradas de que a cada paso venían a darle
sucinta y melodramática cuenta parentela y amigas, a pretexto de
compadecerla. Pero como la fortuna del cabeza de familia viniera muy
a menos y algunos parientes ricos hubieran contraído espontáneamente
el compromiso de auxiliarla, enojados estos con los desórdenes de
Angelón, impusieron una especie de divorcio discreto y privado, de tal
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