Troteras y danzaderas: Novela - 13

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--O si no --Verónica comenzó a dar saltitos--, si a estos señores no
les parece mal, puede usté venir conmigo al escenario y sigue usté
hablando, y al mismo tiempo entre bastidores lo ve usté todo.
--Eso es imposible, Verónica --atajó Alberto.
--¿Por qué? Tú también te vienes con nosotros. Si es muy divertido
estar entre bastidores. A estos señores no les digo nada porque no sé
si consentirán tanta gente.
Verónica condujo a Monte-Valdés y Alberto a la segunda caja del
escenario, precisamente donde estaba la Íñigo aguardando la salida de
un momento a otro. Monte-Valdés, con ampuloso desdén, fingió ignorar
la presencia de su enemiga, la cual comenzó a agitarse nerviosa, a
lanzar miradas aviesas al escritor y a sonreírse malignamente. Alberto
estaba tranquilo, porque en sitio y ocasión tales no era verosímil una
conflagración. Llegole a la Íñigo el turno para salir a escena. La
música atacó un pasacalle jacarandoso. La cupletista, que lucía capa y
montera de torero, encendió un pitillo, se ciñó la capa a las caderas
y al vientre, sobradamente abultado, e hizo un breve, obsceno y raudo
cadereo, como tanteando sus facultades; propedéutica o introducción
del arte coreográfico, semejante al del cantador que carraspea y se
escamonda el gañote antes de salir por peteneras. La Íñigo dio dos
pasos hacia la escena, y ya en el borde de los bastidores, escorzó
el torso en actitud desgarrada y hostil, miró de través y de arriba
abajo al escritor, vomitole en el rostro un agravio indecoroso y huyó
a presentarse ante el público, moviendo desordenadamente el trasero,
según andaba. Monte-Valdés, con perfecta naturalidad, salió también
a escena en pos de la Íñigo, y cuando la tuvo cerca, sustentándose
sobre la pierna de palo por un milagro de equilibrio, le aplicó con
la pierna íntegra tan desaforado puntapié en las asentaderas que la
mujer dio de bruces sobre las tablas. Hubo unos minutos de estupor
general y de silencio hondo. A seguida estalló el escándalo con
caracteres pavorosos, y la confusión de baladros, bramidos, pataleos,
imprecaciones, carcajadas, ir y venir y correr de gente amenazaba dar
al traste con el circo. Por encima del estruendo general nadaba la
exasperada voz de Monte-Valdés.
--¡Como yo tengo tanto pudor para las broncas!...
Calmose la marejada antes de lo que fuera de esperar, y el público, muy
regocijado después de aquel número fuera de programa, exigía ahora la
continuación del espectáculo. Por fortuna, la princesa Tamará estaba
dispuesta y en su punto, y salió a bailar unas danzas orientales,
después que un criado anunció al respetable que a la señorita Íñigo le
era imposible continuar su trabajo por haberle acometido inopinadamente
una ligera indisposición.
La indisposición consistía en un turbulento patatús. Entre seis hombres
la habían llevado pataleando y echando espuma por la boca al cuarto de
la dirección.
Algunos amigos de Monte-Valdés y algunos que no lo eran, entre
ellos el comisario de policía, habían acudido al escenario. De los
primeros en subir fue don Bernabé Barajas, acompañado de su agraciado
amigo, al cual no perdía de vista un momento, por temor a que se le
extraviase. Iba don Bernabé de aquí acullá, escudriñando los orígenes
del conflicto con femenina curiosidad, por ver en qué paraba el jaleo,
cuando en una de estas echó de menos al joven amigo, y entonces,
perdiendo todo interés por el resto de las cosas humanas, se consagró a
recuperar a su compañero.
--¿Han visto ustedes a Fernandito? --inquiría por todas partes con
desolado lamento.
Pero nadie le hacía caso. Fernando había subido las escaleras que
conducen a los cuartos de las artistas y husmeaba en busca de alguna
mujer bonita a quien requebrar. A la puerta de la dirección había un
remolino de curiosos; el resto del pasillo estaba solitario. Veíase una
puertecilla abierta y sobre el cuadrado de luz destacaba, al sesgo,
gallarda figura de mujer.
Era Rosina, que aguardaba a Conchita con nuevas de lo sucedido.
Fernando se acercó a la mujer con disimulo y como si pasease, por
verla más de cerca. «Debe de ser una gachí de órdago», pensaba, e
iba aproximándose al desgaire. No podía distinguirle bien el rostro,
porque estaba entre dos luces encontradas, pero observó con sorpresa
que se llevaba entrambas manos al corazón, que se reclinaba en uno de
los quicios, que se enderezaba nuevamente, y oyó que decía con voz
desfalleciente:
--¡Fernando!
Fernando salvó de un salto los tres metros que le separaban de la
mujer, la cual, en teniéndole cerca de sí, le tomó de la mano y le hizo
entrar en la estancia, entornando después la puerta.
--¡Fernando! --suspiró de nuevo la mujer. Estaba mortalmente pálida--.
¿No me conoces ya?
El mozo se había contagiado de la palidez y emoción de su incógnita
compañera. Sentía la angustia dolorosa de un recuerdo, del cual estaba
por entero saturado y con cuya expresión no acertaba. Era como si le
estuvieran revolviendo las entrañas y arrancando aquello que estaba
más hondo y lejano para ponerlo en la superficie y a la luz. De pronto
abrazó a la mujer con varonil reciedumbre y rugió más que dijo:
--¡Rosina!
Rosina, estrujada sobre el poderoso tórax de Fernando y sin poder
respirar, en parte por la presión del hombre y en parte por el arrebato
confuso que le atormentaba el pecho, elevando los ojos, como si con
ellos bebiese los de él, alentó con delgado soplo y acento entre tierno
y orgulloso:
--Tenemos una hija: Rosa Fernanda.
De pronto sacudiose por desasirse de Fernando y dijo atropelladamente:
--¿Cuándo nos vemos? Hay que arreglarlo todo en seguida. Ya no te
separas de mí. Vete inmediatamente a la esquina de la calle del
Barquillo y Alcalá. Pasaré yo en dos minutos y te meterás en mi coche.
En seguida, en seguida. Vete ya, que alguien llega.
Besáronse y Fernando partió. Rosina no tuvo fuerzas para sustentarse en
pie y cayó desmadejada sobre el pequeño diván. Conchita se alarmó al
entrar.
--¿Qué le ocurre a usté?
--Nada, Conchita. Dame el abrigo. Me siento muy mal y voy a casa.
--¿Y el debut?
--¿No te digo que estoy muy mal? Acompáñame hasta el coche, nada más
que hasta el coche; después ya no te necesito. Puedes pasar la noche
con Apolinar, si quieres. Dile a Travesedo que me he puesto muy mala,
muy mala y que no puedo cantar.
A favor del desorden y aturdimiento que aún duraban, a consecuencia del
incidente movido por Monte-Valdés, Rosina y su doncella pudieron salir
del teatro sin que nadie parase mientes en ello. Conchita iba pensando:
«Nuevo lío. Y ahora es gordo. ¡Qué asco de vida esta! ¡Dios nos
ampare, Dios nos ampare! ¡Virgen de la Paloma!» Le entró un arrechucho
de ternura, y antes de que Rosina subiera al coche, se abalanzó a
besarla, llorando.
--Si supieras, Conchita... Ea, adiós.
--Adiós, señorita, adiós, adiós, adiós.
Conchita volvió a la dirección, en donde la Íñigo, rodeada de gentes
solícitas que le daban masajes precordiales en el desnudo seno,
comenzaba a recobrar el sentido. Travesedo y Alberto observaban la
operación. Conchita refirió a Travesedo lo que ocurría. Alberto vio
que el rostro de Travesedo, ebúrneo y linfático de ordinario, se
congestionaba y que sus ojos se inyectaron de sangre.
--¿Qué te ocurre? --preguntó solícito.
--Nada, Bertuco; una friolera. Que Rosina se ha ido a su casa, muy
enferma de un mal que le dio de repente. Y ahora, ¿quién se lo dice al
público, después del escandalazo de Monte-Valdés? ¿No te lo decía yo?
Mi sino es más negro que mis barbas --y se las mesó con ensañamiento.
La omisión del número Antígona acarreó tan airada protesta que la
policía hubo de intervenir y obligar a la Empresa a devolver el importe
de los billetes, con lo cual la desesperación de Travesedo llegó a
términos que anduvo a punto de pelarse las barbas, y si no lo consiguió
fue porque las tenía tan arraigadas como su mala suerte.
Y aún faltaba el rabo por desollar. Y fue, que cuando Travesedo subía a
la dirección, curvado bajo la pesadumbre de su infortunio, descendía la
condesa Beniamina, somera pero lindamente ataviada con un casaquín, no
más abajo de medio muslo ni más arriba de medio seno; aquellas flores
funerarias que tanto enojo le habían producido, cogidas en un brazado;
el mico sobre un hombro y una sonrisa seráfica en los labios. Su número
debía ser el último; número de gran espectáculo. Consistía en un globo
luminoso en cuya barquilla iba la condesa cantando y arrojando flores y
que a través de los ámbitos del teatro, apagadas las luces, avanzaba y
hacía extrañas evoluciones por medio de ingenioso artificio.
--¿Adónde vas? --inquirió Travesedo ásperamente.
--¿Adónde? Al palco escénico.
--Pues mejor te vas a otra parte --Travesedo añadió una frase poco
gentil.
--¿Cosa?
--Lo que has oído. Que se terminó la función.
--¿Y el pallone?
--¿El pallone? --esta vez su frase fue menos gentil aún.
Cuando después de media hora Travesedo salía del malhadado circo, su
lóbrego sino se había complicado con otro sino sangriento, porque
desde la raíz de las barbas hasta muy cerca de los ojos le labraba las
mejillas una red de purpurinos arañazos, obra de la inofensiva condesa;
aquella que, al decir del propio Travesedo, era escandalosa solo de
boquilla.


VII

Así que Fernando llegó a la esquina de las calles de Alcalá y
Barquillo, un coche se detuvo junto a la acera. Abriose la puertecilla.
El mozo entró en el carruaje. Rosina dio las señas de su casa. El
cochero guió a través de la calle de Alcalá, luego a lo largo de la del
Turco, hasta la del Prado. Rosina y Fernando no se habían dicho aún una
palabra. La mujer, asomándose por una ventanilla, gritó al cochero:
«A la Castellana.» Subió el vidrio y se dejó caer sobre el hombro de
Fernando.
--Me siento mal.
Fernando la acariciaba con lento manoseo y no sabía qué decir.
--Ya no soy nada para ti --murmuró muy arisca, irguiéndose--. Mejor
dicho, nunca he sido nada para ti. La mujer de una noche: una de
tantas. ¿Con cuántas has hecho lo que conmigo, yendo de pueblo en
pueblo? Si hasta me asombra que te acordases del santo de mi nombre. Lo
mejor es que hagamos por no volver a vernos. Bájate del coche y adiós
--su voz era árida y conminatoria.
Fernando la agarró con bárbara violencia, la levantó en vilo y la sentó
de golpe sobre sus piernas.
--Cállate y no digas estupideces --masculló, triturándola casi, de lo
cual recibía la mujer una alegría dolorosa.
Rosina apoyó la cabeza sobre el hombro derecho de Fernando y le adhirió
determinadamente los labios en la coyuntura del cuello y la mandíbula,
como si quisiera succionarle la sangre. Sentía en sus encías el recio
batido de la yugular y le embestía un ansia furiosa de morder.
Después de largo silencio, Rosina bisbiseó:
--Vamos a mi casa.
--No puede ser.
--¿No puede ser? ¿No puede ser? ¿Has dicho que no puede ser?
--No puede ser.
Rosina intentó desgajarse de Fernando. Fernando la retuvo, apresándola
con brutal ahinco.
--Suéltame, suéltame o te escupo. ¿No ves que me das asco?
Fernando la dejó en libertad. Rosina fue a sentarse en el asiento. La
luz de un farol público, entrándose por la ventanilla con movimiento de
guadaña, segó por un instante las sombras del coche. Rosina pudo ver
que Fernando tenía la cabeza caída sobre el pecho.
--Tienes una querida. ¡Niégalo! Una querida rica que te sostiene.
¡Niégalo! Eres un chulo, eso, un chulo. No hay más que verte.
¡Niégalo!... ¿Vamos a casa?
--No puede ser.
--Claro. Si la otra lo sabe, adiós pitanza, y trajes de señorito, y la
vida holgona. ¡Ten al menos el valor de confesar! ¿Tienes una querida?
Fernando no respondió.
--Di sí o no.
--No.
--¿No?
--No.
--Pues vamos a casa.
--No puede ser.
--¡Qué canalla! ¡Qué bandido! ¡Qué embustero!... Y qué cobarde, que lo
oyes todo sin rechistar. ¿Cómo era posible que a la vuelta de unos años
te encontrase hecho un señorito, si no es a fuerza de las indecencias
que habrás cometido?
--¿Y cómo te encuentro yo?
Rosina, con voz estrangulada por la ira, bramó:
--Pero, ¿te atreves?...
--¡Perdón! --y su acento estaba empañado--. ¡Tenme lástima!
Rosina no pudo oír la última frase de Fernando. Se había llevado
las manos al pecho, y al tropezar con la rosa de Teófilo, ajada y
media deshecha por otro hombre, sintió su conciencia traspasada de
remordimiento. Vio que la conducta de Fernando para con ella era la
misma de ella para con Teófilo. Teófilo la quería para sí, por entero;
pero ella no se atrevía a renunciar a los beneficios que de don Sabas
recibía. Fernando tampoco se resolvía a despreciar las dádivas de
aquella desconocida amante. Rosina era supersticiosa. Pensó: «Castigo
de Dios. Me lo he merecido. El que a hierro mata, a hierro muere.» Y la
imagen de Teófilo se agigantó en su recuerdo.
Rosina oprimió el llamador del coche. El cochero detuvo los caballos.
--Haz el favor de bajar.
--¿Me echas?
--Haz el favor de bajar.
--Has sido como un sueño. Para mí siempre has sido un sueño... --se
detuvo, esperando que Rosina dijera nuevamente: «Vamos a casa.» Pero
Rosina permaneció en silencio--. Mi corazón --habló a tiempo que echaba
pie al estribo-- ha estado siempre lleno de sueños. Un sueño, la
primera vez que te vi. La segunda vez, una pesadilla --y cerró de golpe
la portezuela, como si quisiera despertarse a la realidad.
Y entonces fue Rosina la que se quedó como soñando. Poco después abrió
la ventanilla, asomó por ella todo el torso, y gritó, como loca:
--¡Fernando! ¡Fernando!
--¿Adónde vamos, señorita? --preguntó el cochero.
--A casa.
Rosina se retrepó en el respaldar del asiento y murmuró en voz baja:
«Pero, ¿no estoy de veras soñando?»


VIII

Salieron juntos del circo Angelón, Teófilo y Alberto, con Verónica.
Alberto le tenía ya dicho a Angelón que Teófilo, no sabiendo dónde
dormir aquella noche, solicitaba de él hospitalidad, a lo cual Angelón
había accedido de buen grado. Subían por la calle del Caballero de
Gracia, comentando festivamente los varios sucesos trágicos y bufos de
la jornada.
--Neña, tú has sido la heroína. Ya puedes estar contenta --dijo
Angelón, que llevaba a Verónica del brazo--. ¿Cómo te sientes?
--Muy cansada.
--Entonces cenaremos en el Liceo Artístico, y así te repones.
--A la otra puerta. Lo que es yo me voy ahorita a la cama.
--Estás loca. No sabes la diversión que se nos prepara en el Liceo con
_el Obispo retirado_.
--Chico, pa mí, como si me dijeras que, no ya el obispo, el Papa en
persona va a bailar un zapateao en camisón.
--Mejor que eso, neñina.
--¿Qué es ello?--Preguntó Teófilo.
--¿Conoce usté a Mármol?
--Alberto me lo ha presentado.
--El jugador más fresco. No hay nada que le haga perder su
impasibilidad. Me ha dicho que va esta noche al Liceo, porque ha sabido
que don Jovino, _el Obispo retirado_, tu empresario, neña...
--Ya, ya me he enterado...
--Digo que _el Fraile motilón_, que tiene más dinero que pesa, y que se
lo juega con tanta frescura como Mármol, va al Liceo todas las noches.
De manera que vamos a presenciar la lucha más descomunal e interesante
que han visto los siglos.
--Pues, memoria a la familia del _Obispo_. Estoy muerta, Angelón, y
necesito dormir.
--Hijita, yo no voy a casa todavía: que te acompañe Alberto.
--Yo también me voy a dormir, si usted me lo consiente --habló
tímidamente Teófilo.
--Usted se viene conmigo, porque nadie sabe en dónde está la ropa
blanca y no se puede hacer la cama hasta que yo vuelva.
--Eso no importa. Duermo vestido.
--¡No faltaba más! Usté se viene conmigo. ¿No ha estado usted aún en el
Liceo?
--Todavía no.
--La golferancia en pleno de Madrid cae por allí todas las noches.
--Sin embargo, estoy cansado. Si usted no lo tomase a mal, yo me iría a
dormir.
--Ya lo creo que lo tomo a mal.
--No sea usted impertinente --intervino Alberto--. Deje usted a la
gente dormir cuando tiene sueño. Por otra parte ese desafío no será tan
formidable como usted supone, porque yo he estado hablando con Alfonso
del Mármol y sé que no se jugará arriba de tres mil duros, por la
sencilla razón de que es todo lo que le queda en el bolsillo después de
la paliza que ayer le han dado en el casino.
--¿Está usted seguro?
--Y tan seguro.
--De todas maneras a Pajares no le importa acostarse dos horas más
tarde o más temprano. Los poetas modernistas son noctámbulos --abandonó
el brazo de Verónica y aseguró el de Teófilo--. Bueno, adiós. Usted,
¿vuelve también, después de dejar a Verónica?
--No. Yo voy a dormir, que me he de levantar mañana temprano. ¿No
recuerda usted que mañana es el día del mitin? Y no me parece que sea
la mejor preparación espiritual un garito. Verdad que Cristo andaba
siempre entre publicanos y prostitutas; pero...
--Mítines... ¡Qué gansada! Cuándo sentará usted la cabeza...
--manifestó Angelón en tono afectuoso.
Las dos parejas se separaron.
Apenas Angelón y Teófilo habían traspuesto la mampara de bayeta verde
del garito, cuando don Bernabé Barajas acudió hacia ellos, con abiertos
brazos, acongojadas pupilas y temblequeante abdomen.
--¿No han visto ustedes a Fernandito?
Angelón no sabía quién fuese Fernandito, aunque lo presumía, y acudió
al punto a responder.
--Ahora mismo nos hemos cruzado con él.
--¿En dónde?
--En la calle de Carretas. Iba con _la Dientes_.
--¿Con esa piculina desorejada?
--Con la misma. Hacia la Central.
--¡Desdichado! --gimió don Bernabé, y tomando el sombrero de la percha
huyó desolado.
Las varias estancias y gabinetes del Liceo Artístico tenían aspecto
sórdido y de gusto depravado. Las paredes estaban revestidas con papel
descolorido, estampado de floripondios como coles; de trecho en trecho,
un pegote de papel diferente, o un rectángulo donde el papel conservaba
su color original por haberle defendido de la corrosión de la luz un
cuadro que allí había estado colgado en otro tiempo. También había en
los muros uno que otro espejo, saldo de un café o casino quebrado,
con espigas y amapolas pintadas al óleo en una esquina, y el mercurio
de la luna amortiguado y ensombrecido por unos a manera de vapores
de incierta amarillez. Teófilo esquivaba mirarse en tales espejos,
porque de primera intención, y habiéndose contemplado sin querer,
había advertido que derretían la materialidad de los cuerpos en ellos
retratados y les daban vagorosa turbiedad de fantasmas.
Recortándose duramente sobre aquel fondo precario, bullían las figuras;
las femeninas, todas ellas damas cortesanas o entretenidas, vestidas,
como criadas de casa grande en carnaval, con heterogénea y recargada
mescolanza de atavíos señoriles ya usados y envueltas en una atmósfera
de hedores que ofendía el olfato: que el olfato repugna la mucha
fragancia, así como los ojos se duelen de la mucha luz. Estas damas,
la mayor parte feas y gordas, que eran la espuma de la prostitución
madrileña, satisfacían su añeja y exacerbada hambre de lujo hartándose
de él en tanta medida que hacían pensar en las orgías deglutivas de los
salvajes de Nueva Zelandia cuando dan por ventura, y después de largas
privaciones, con una ballena putrefacta, que devoran en delirio, sin
saciarse nunca, hasta reventar.
Las figuras masculinas eran heterogéneas; junto con el hombre correcto
y de buena sangre, personaje episódico y de paso, víctima por lo
regular de las malas artes de la tafurería, podían verse el señorito
achulado, el chulo aseñoritado, el comiquillo epiceno y el chulo sin
bastardear, con todos los caracteres específicos de la casta.
Había por dondequiera mesas octogonales para _poker_ y en torno de
ellas aquellas damas tan suntuariamente vestidas regateaban a gritos
una peseta y aun menos, como cocineras que ajustan un pollo en el
mercado.
Angelón guió a Teófilo hasta la sala de juego. Estaba la gente
acomodándose en derredor del gran violón verde, en cuyo centro, junto
al tazón de níquel para las cartas jugadas, había cuatro paquetes
deshechos de barajas francesas. Entre los concurrentes estaban Alfonso
del Mármol y don Jovino, _el Obispo retirado_. Iba a comenzar la
partida. Un criado con galones subastaba la baraja.
--Talla para el _baccara_, señores --canturreó el mozo con sonsonete
sacristanesco.
--Mil pesetas --dijo Mármol entre dientes.
--Dos mil --añadió don Jovino con los ojos clavados en el cielo raso,
como si postulase la intervención divina.
--Dos mil --hizo eco el mozo--. Dos mil, una... Dos mil, dos...
--Tres mil --atajó Mármol. Tomó el largo cigarro con dos dedos y
comenzó a darle vueltas entre los labios para alisar la capa; luego lo
contempló, vio que estaba bien, se lo llevó a la boca, y las manos a la
espalda. Parecía que estaba a solas en su casa, aburriéndose.
--Cuatro mil --se apresuró a decir _el Obispo retirado_, como si
hubiera recibido una intuición celestial.
--Cuatro mil, señores. Cuatro mil, una... Cuatro mil, dos... Cuatro
mil...
Mármol retiró una mano de debajo de la chaqueta, que en él era actitud
habitual cuando estaba en pie o paseaba llevar las manos enlazadas
sobre los riñones y debajo de la chaqueta. Alargó el brazo hacia
el mozo con no menos solemnidad que Josué hacia el sol, le ordenó
tácitamente que se detuviera, sacudió la ceniza del cigarro con el dedo
meñique, y dijo con aire de indiferencia:
--Cinco mil.
--Cinco mil, señores. Cinco mil, una... Cinco mil, dos... Cinco mil...,
tres --el mozo dio con los nudillos sobre el violón y declaró al mismo
tiempo--: Don Alfonso del Mármol talla.
--Banco --agregó al punto _el Obispo retirado_.
--Bueno; yo no entiendo una palabra de todos estos ritos --murmuró
Teófilo al oído de Angelón.
--Pues es más fácil que hacer un soneto, aunque el soneto sea
modernista. El que más alto puja, ese talla. Banco quiere decir que don
Jovino juega todo lo que se talla, contra el banquero, al primer pase,
mano a mano; de manera que a los otros no les toca sino mirar. ¿Que
gana Mármol? Ya tiene diez mil pesetas en lugar de cinco mil. ¿Que las
cartas favorecen al _motilón_? Pues Mármol se queda sin las cinco mil
del ala, y a otra cosa, es decir, a otra baraja, a no ser que reponga
la banca.
--¡Es curioso! --exclamó Teófilo, que era ya víctima de la capciosidad
del juego.
--¿Curioso? No veo la curiosidad... --murmuró Angelón, con desdén hacia
la inexperiencia del poeta.
Teófilo se había interesado al punto en aquel raro combate, y con el
corazón se había puesto del lado de uno de los combatientes, del lado
de Mármol, cuyo éxito consideraba como cosa propia; a don Jovino
le aborrecía como a un adversario con el cual tuviera antiguos y
enconados motivos de resentimiento. Aplicábase a seguir las peripecias
del juego, conteniendo la respiración y con pulso agitado. Don Jovino
ganó el banco. Alfonso del Mármol colocó otras cinco mil pesetas sobre
la mesa y continuó tallando. La baraja se deslizó con alternativas y
altibajos, al fin de los cuales, Teófilo, que no perdía de vista las
manos de Mármol, estaba seguro que su aliado mental había ganado unas
seis mil pesetas. «Ahora tiene dieciséis mil pesetas», pensó. Durante
esta baraja Fernando había llegado a la mesa de juego y jugado algunos
duros, con gran circunspección y ensimismamiento. La partida estaba
muy animada. Corría en abundancia el dinero. Pero las posturas más
considerables eran siempre las del _Fraile motilón_, de suerte que se
mantenía en todo momento un antagonismo personal entre él y el banquero.
--¿Y será cierto lo que ha dicho Alberto? --inquirió Teófilo, muy
hostigado de la curiosidad.
--¿Qué es lo que ha dicho Alberto?
--Que Mármol no tiene más que quince mil pesetas en el bolsillo.
--Cuando él lo ha dicho. Son muy amigos, y Mármol no le iba a decir una
mentira.
--¿Está casado?
--Y con ocho hijos.
--Tan joven... Y se juega así el dinero... Debe de ser muy rico.
--No sé. Él siempre se juega el dinero por lo grande.
Subastaron la segunda baraja, que Mármol volvió a rematar en cinco
mil pesetas, y don Jovino a hacerle banco, que esta vez ganó Mármol.
Al final de esta baraja, según los cálculos de Teófilo, que eran muy
concienzudos, Mármol había llegado a las veintidós mil pesetas. En la
baraja siguiente, que también remató Mármol, la suma total adquirió un
valor de treinta y dos o treinta y cinco mil, que en estas alturas el
cómputo exacto era muy difícil; pero Teófilo sabía que no era menos de
lo uno ni más de lo otro.
En la subasta de la baraja inmediata las hostilidades se avivaron por
parte del _Obispo_. Subían uno y otro y nunca se daban por satisfechos.
Al llegar a las treinta y tres mil, Mármol se abstuvo de pujar y quedó
la baraja por cuenta de don Jovino. «Es que no hay más de treinta y
dos mil. Mi cálculo era correcto», pensó Teófilo. Se sentía tan en la
pelleja de Mármol, que sus pensamientos se enunciaban espontáneamente
en la primera persona del plural; así: «diez millones que tuviéramos,
diez millones que hubiéramos tallado, si ese cerdo cebado se obstinara
en seguirnos a los alcances. Pero no podemos pasar de las treinta y
dos mil.» El corazón de Teófilo comenzó a apretarse al pasar Mármol
desde el sitial del banquero al democrático escaño de _punto_; la buena
suerte de Mármol se anubló de tal manera, que en muy pocos pases perdió
treinta mil pesetas; lo que no perdió fue el gesto cansado y tedioso de
hombre que está a solas aburriéndose.
--¡Nos ha reventado ese puerco! --eyaculó Teófilo, malhumorado, sin
poder contenerse.
--¿El qué? --interrogó Angelón.
--Nada. Digo que _el Obispo_ le ha ganado a Mármol todo lo que tenía.
Solo le quedan dos mil pesetas.
--Bastante es para desquitarse. Tiene una suerte loca.
--Por mucha que tenga. ¿Qué se puede hacer con dos mil pesetas?
--¿Qué dice usted? ¿Usted sabe lo que son dos mil pesetas?
El rostro de Teófilo se empurpuró. Hubo de colocarse por un momento en
su propio presente histórico; pero se desplazó a seguida que oyó decir
a don Jovino:
--Hay una continuación.
--¿Qué quiere decir eso? --preguntó Teófilo.
--Que no talla ya más. Otro, si quiere, puede continuar tallando la
misma baraja.
--Sí, sí; a buena hora. Después que esa bestia se lo ha llevado todo.
--Yo la continúo --tartajeó Mármol, con el cigarro entre los dientes,
y con el mismo tono con que le hubiera pedido una cerilla al mozo. Se
levantó, parsimonioso, y fue a sentarse en el sitial del banquero. Dio
dos chupadas sonoras al cigarro; estaba apagado. Extrajo del bolsillo
una cerillera de oro y se las arregló de suerte que hubo de encender
seis o siete antes de que ardiese una, y entonces chupó con ahinco
hasta esfumarse detrás de una nube de humo. Cuando reapareció se le
vio que estaba sacándose los puños con aire sosegado y poniendo los
brazos en arco, como si ensayase un paso de garrotín. El resto de los
jugadores, comidos de impaciencia y de angustia, le asaetaban con los
ojos. Le hubieran dado de golpes, pero no se atrevían a hablar por no
descubrir su desazón.
Don Jovino estaba visiblemente nervioso y pálido de cólera. Con la
mano, pequeñuela y canónica, arañaba la mesa.
--¡Qué hombre admirable! --bisbiseó Teófilo en elogio de Mármol.
En efecto, Mármol era un genio en las artes aleatorias. Sabía que
la fascinación del juego está en que bajo su acción se desvanece el
sentido del tiempo, y de aquí nacen sus consecuencias, así placenteras
como funestas, porque sin el sentido del tiempo no cabe noción del
trabajo, y sin esta no existe el concepto del valor, por donde en torno
de una mesa de juego se congrega una humanidad que momentáneamente se
exime de la maldición paradisiaca, y goza, por lo tanto, de aquellos
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