Troteras y danzaderas: Novela - 15

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--¿Todo eso decía aquella carta?
--Toíto eso y mucho más. Es er jorobao, es er jorobao que me anda
persiguiendo. Yo no sargo hoy de casa, no sargo hoy de casa.
--¿Por qué, inocente? No seas imbécil --dijo Alfil, que era el de mejor
apetito de todos.
--¿Cómo quié usté que sarga hoy a la caye? Pero, ¿no ha visto usté,
como la lu, que las cartas me han salío ataque a la vuerta de una
esquina y sujeto traidó?
--No seas niña, ¿qué saben las cartas? De seguro hoy tienes mucha
suerte, con el día que hace, que convida al amor --añadió Alfil.
--Que no sargo, señor Alfil, que no sargo a que me asesinen.
--¡Qué ignorancia! --exclamó Alfil, enarcando las cejas.
Amparito presentó a Lolita un plato de sopa.
--No quiero sopa. Oiga usté, Antonia, no voy a comé na má que una
fransesiya con manteca. Me la pone usté al horno y que esté bien rehogá.
--¿Una francesilla? --habló Antonia, con sonrisa triste y cansada--.
Como no se la saquemos al señor Alfil del papo...
--Pero, ¿es que no hay pan?
--A ver --añadió Antonia--. ¿Cuántos días hace que usted no paga?
Lolita pagaba al día por varias razones: primero, porque era tan de
mano abierta que el dinero se le iba sin saber cómo y era imposible
hacerle pagar grandes cantidades de una vez; segundo, porque su aparato
intelectual era refractario a las operaciones aritméticas y no sabía
contar sino por los dedos de una sola mano, de suerte que cuando las
cuentas subían no había modo de hacérselas entender, y ella presumía
que se aprovechaban de su ignorancia cobrándole más de lo justo. Con
la planchadora tenía siempre grandes altercados y disputas. Se había
olvidado de los años que tenía, aun cuando guiándose por la fecha
más importante en su vida (la pérdida de la doncellez), que había
acaecido a los quince, calculaba ella que su edad se aproximaba a
los diecinueve, si bien lo probable era que andaba lindando por los
treinta. Dada esta incapacidad nativa para las matemáticas, pagaba cada
día dos duros a Antonia, y cuentas claras, con los cuales la patrona,
con esa virtud evangélica de las patronas españolas que para sí
quisieran los ministros de Hacienda, hacía milagrosas multiplicaciones
en el mercado.
--Vamos, no seas remilgada y come lo que haya.
Lolita, que era muy dócil y bondadosa, se resignó. En este punto
Travesedo inició un tema de conversación a que era muy aficionado:
cuestiones financieras. El talento que Dios había negado a Lolita se lo
había concedido en gran medida a Travesedo. Hacía de memoria los más
intrincados cálculos. Su cabeza era un archivo de vastos y miríficos
proyectos económicos. Tenía proyectos para todo: un presupuesto del
Estado, un banco hipotecario, un ferrocarril eléctrico en el puerto
de los Pinares, casas para obreros, colonización económica en el
norte de África. Había escrito sinnúmero de memorias, perfectamente
concienzudas, en donde se demostraba la suma de beneficios sociales que
los proyectos acarrearían, y el lucro pingüe que el capital en ellos
invertido había de obtener necesariamente. Lo curioso es que tales
proyectos eran, por lo general, muy razonables y serios; pero el autor
no conseguía que nadie les prestase atención. Por lo cual tenía que
dedicarse a negocios sucedáneos y mezquinos que le fracasaban siempre,
como aquel del circo, iniciado bajo excelentes auspicios y apuntillado
por orden de la autoridad la misma noche de ponerse en marcha.
A los postres se presentó Verónica. Era visitante asidua de la casa y
todos la veían con buenos ojos. A partir de aquella noche de su gran
éxito había abandonado la carrera azarosa del vicio mercenario para
hacer vida humilde y honesta. La habían contratado en un teatro de
variedades, con diez duros por noche, y era la bailarina predilecta del
público. Con su sueldo ayudaba a vivir a la familia y ahorraba para
lo porvenir. Había conseguido que contratasen a su hermana Pilarcita,
la cual era por entonces de conducta tan relajada como Verónica lo
había sido en otro tiempo. Toda la existencia de Verónica se reducía
a ir de su casa al teatro, del teatro a casa, y algunas veces a casa
de Antonia a pasar la tarde. Deseaba irse a vivir con la Antonia,
pero nunca se atrevió a manifestarlo. Nadie se explicaba este cambio
de Verónica, y menos que nadie Angelón, quien dio en la manía de
enamoricarse de Verónica cuando esta dio en la manía de ser honrada.
La perseguía de continuo, intentaba conmoverla con escenas dramáticas
y de desesperación, y, en suma, le hacía pasar muy malos ratos, porque
la mujer le tenía lástima. A pesar del entusiasmo del público por ella,
que aumentaba con los días, y de la popularidad que había adquirido,
Verónica conservaba su muchachil sencillez.
--El público está mochales --acostumbraba decir--. Porque, vamos,
que me digan a mí que si bailo así y asao, como los gipcios y las
bañaderas... Si yo no he sabido nunca bailar... Bailo lo que me sale, y
acabao.
Algunos artistas, literatos y pintores habían pretendido cultivar su
amistad; pero se habían cansado pronto, porque, como ellos decían:
«Baila como un ángel; pero es una mala bestia y no se puede hablar de
nada con ella».
Existían vehementes indicios de que Travesedo gustaba mucho de
Verónica. La muchacha, que lo había echado de ver, trataba al hombre de
las barbas lóbregas con un bien mesurado compás de afecto, equidistante
del amor y del desdén.
--Siéntate aquí, neñina --habló Travesedo con ojos bailarines,
poniéndose en pie y ofreciendo una silla a Verónica--. Nunca vienes por
aquí.
--Anda, pues si he estao na más que dos veces en esta semana.
--Sería cuando no estábamos nosotros en casa.
--Sería. Y ustedes tampoco van nunca por el teatro.
--Neñina, desde aquella fementida noche del circo no puedo entrar en un
teatro. Me da una cosa aquí, ¿sabes?, como si me revolviesen las tripas
con un garabato.
--¿Trabaja usted mucho, don Teófilo?
--Sí. ¿Por qué lo dices?
--Porque tiene usted mala cara.
--Pues no suelo trabajar con la cara --dijo Teófilo secamente.
--Usté perdone si le he molestao --suplicó Verónica, con humildad.
--Cuánto siento, neñina, no poder quedarme contigo. Pero precisamente
a las tres y media tengo una cita, y ya son las tres; de manera que
perdóname y adiós.
--Adiós, señor Travesedo.
--Cada día estás más guapa. ¿No tienes novio aún, neñina?
--Novio... ¡Bah! A mí quién me va a querer.
--Cualquiera que no sea idiota.
Travesedo, Alberto y Teófilo salieron juntos. En las mismas escaleras
Travesedo reanudó su palique económico.
--Voy a ver si convenzo a Jovino --decía--, y eso que después de lo del
circo y el otro negocio de los mármoles está muy reacio en acceder. No
es que él dude de la bondad de mi proyecto; es que yo, como sabes, soy
muy pesimista, y con razón, y él se ha contagiado ya de mi pesimismo.
Pero este negocio de ahora es de los que no tienen riesgo ninguno.
Comenzará a producir así que se implante. Cierto que se necesitan cinco
millones de pesetas, por lo menos, para empezar; pero figúrate si entre
Jovino y sus amigos no pueden reunir el capital en media hora... Ahora
bien, préstame atención.
Y Travesedo comenzó a exponer el negocio: un negocio en grande.
Tratábase de la explotación de unas minas de cobre en Asturias, cuya
opción por un año para la venta le habían dado los dueños de las minas
a Travesedo. Este exponía por lo menudo los datos; cubicación de las
minas, gastos de explotación por toneladas, gastos de acarreo por
tonelada y kilómetro, fletes, precio del cobre en todos los mercados
del mundo y así sucesivamente. Habían llegado a la puerta de un
estanquillo. Travesedo se detuvo y continuó hablando:
--¿Te has fijado bien en los números? Resulta, por lo tanto, una
ganancia anual segura de dos millones de pesetas; es decir, que el
capital rendirá un cuarenta por ciento de utilidades. Como yo tengo
la opción, he de ganarme en la venta de las minas por poco doscientas
mil pesetas. Ahora, mis proposiciones son: un veinticinco por ciento
de las utilidades y la dirección de las minas. ¿Qué te parece? --hizo
una transición--. Cómprame un cigarro de quince céntimos que no tengo
dinero. ¡Ah! Y un timbre móvil de diez.
Cuando Alberto salió con el cigarro y el sello, Travesedo prosiguió:
--Si hacemos el negocio te vienes conmigo a las minas. Ya verás qué
bien nos arreglamos allí. Aquello es precioso y nadie te molestará para
escribir tus libros. También tú, Pajares, si quieres, puedes venir con
nosotros. Ya verás cómo por aquellas montañas la inspiración acude sin
que se la llame. Vosotros, ¿adónde vais?
--¿Adónde vas, Teófilo? Yo al Ateneo.
--¿Con esta tarde? --exclamó asombrado Travesedo.
--Cierto, ¡qué tarde! Da gusto vivir. Días como el de hoy no se ven
sino en Madrid. Hoy se comprende que la holganza es la única ocupación
digna del hombre, y que la pereza, según dijo Pascal, es algo que nos
hace recordar que somos dioses venidos a menos. Sin embargo, voy al
Ateneo a oír la conferencia de Mazorral.
--Ya no me acordaba. Yo también iré. Tengo mucho interés en oírle. ¿Qué
tal habla? --indagó Travesedo.
--No sé.
--De seguro no lo hará tan bien como Tejero. ¿Te acuerdas de aquel
mitin? ¡Qué presencia, qué aplomo, qué fuerza! Me parece que le estoy
viendo junto a las candilejas, al sesgo y adelantando el hombro
izquierdo hacia el público. Parecía un hondero y cada sentencia una
pedrada. Ya ves si iban bien dirigidas que derribó a don Sabas Sicilia
del ministerio... ¿A qué hora es la conferencia?
--A las cuatro.
--Pues iré. Y eso que desconfío de Mazorral. Es tan pedante...
Travesedo se despidió de Teófilo y Alberto.


II

--¿Quieres que vayamos a dar una vuelta por el Prado, al sol, antes de
meternos en esa catacumba del Ateneo? --rogó Teófilo.
--Sí, hombre. Hoy se apetece derretirse en el sol, no pensar,
volatilizarse, ser una cosa gaseosa y tibia...
--No pensar... derretirse... Hoy y siempre.
--¿Te vas a poner trágico?
--Yo, ¿para qué? --Teófilo hizo una mueca grotesco-trágica que movió
a risa a su compañero--. Sí, hombre, ríete. No sé si compadecerte o
envidiarte; no comprendes nada del sentimiento.
--¿Quién te lo ha dicho? Pudiera ser que lo comprendiese, y algunas
cosas más. Por ejemplo: entre bastidores los efectismos teatrales
quedan destruidos.
--¡Bah!, resulta que yo estoy haciendo el papel del hombre cansado de
la vida.
--No es eso; aparte de que hay actores que entran en situación con toda
su alma y lloran de veras, pero el público se ríe de ellos, porque les
falta la expresión emotiva.
--Y a mí me falta, ¿eh? ¿Qué le voy a hacer yo?
--Tampoco es eso. Lo que yo te quería decir al hablarte de que
entre bastidores se matan los efectismos teatrales es que todos los
sentimientos, por tristes que sean, llevan en sí su medicina.
--Caramba, qué expeditivo estás. A ver.
--Todo consiste en meterse entre los bastidores de uno mismo,
introspeccionarse, convertirse de actor en espectador y mirar del revés
la liviandad y burda estofa de todos esos bastidores, bambalinas y
tramoya del sentimiento humano.
--Eso es, y aun suponiendo que uno pueda desdoblarse en dos partes tan
fácilmente como tú dices, el ver con la una la liviandad y burda estofa
de la otra es un espectáculo consolador, ¿verdad?
--A la larga sí.
--¿Qué llamas tú a la larga? Porque yo ya va para seis meses que
intento una cosa semejante, y como si no. Lo que ocurre es que cuando
la gangrena está dentro no hay morfina que valga. Si fuera tan fácil
inyectar filosofía como cacodilato de sosa... Pensarás que me hago el
interesante, pero es que tú no sabes... --Teófilo creía mantener el
secreto de sus congojas; pero eran varios los que conocían su origen,
entre ellos Alberto.
Continuaron paseando en silencio. Alberto introdujo las manos en los
bolsillos de la chaqueta y se encontró con un papel que resultó ser
una carta cerrada. Había recibido tantas cartas tristes en su vida,
que cada nuevo sobre que a sus manos llegaba le infundía terror. Solía
guardar las cartas sin abrirlas, y después de algún tiempo las leía
o las quemaba, según el humor. Contempló esta carta, rugosa y sucia
ya; era letra conocida, pero no podía decir de quién. Estuvo dándole
vueltas entre las manos, dudando si leerla o arrojarla por una boca de
alcantarilla. Por fin la abrió.
--Hombre, de Bériz.
--¿El qué?
--Esta carta.
--¿Qué es de él?
--No sé aún. Ahora veremos --leyó--: «Querido Guzmán: Dirá usted y
los amigachos de Madrid (no es que le llame amigacho. Ya sabe que
siempre le he tenido gran afecto y consideración) ¿qué será de aquel
sinvergüencilla de Bériz? Y la verdad es que yo fui un sinvergüencilla
en vísperas de pasar a mayores, como ahora comprendo que se hubiera
verificado si me quedo en Madrid. Pero ¿se acuerda usted de una célebre
noche en el circo, ¡qué nochecita aquella, ché!, y lo que usted me
dijo: «vete a tu pueblo, Arsenio, vete a tu pueblo», ni más ni menos
que como Hamlet aconsejaba a Ofelia que se fuese a un convento? Y ahora
caigo en la cuenta que nos tratábamos de tú. En Madrid se pierden las
distancias: todos somos unos... unos golfos, y no lo digo por usted,
o por ti, que ya no me acordaba. Luego, cuando uno se aparta de ese
guirigay, vuelven a establecerse las jerarquías. A lo mío. Aquel
consejo me estaba siempre sonando dentro de la cabeza, y un buen día
(esto es un galicismo, ché; pero ¿qué importa?) me dije: si no es hoy
no es nunca. Y sin decir oste ni moste lié las maletas, y Arsenio
volvió a su pueblo a casarse con su novia; pero, sobre todo... a hacer
gran arte. ¡Una tontería de quimeras y ambiciones! Pero a medida que
el eco de Madrid se iba apagando dentro de mí, y aquellas famosas
jerarquías restableciéndose, me empezó a nacer el sentido común. ¿Gran
arte yo? Vaya, que no es por ahí. Comprendí que son contados los que
pueden permitirse ese lujo, y que Dios no me llamaba por ese camino,
sino por el del honesto matrimonio burgués, y venga hacer hijos y más
hijos, sanos, robustos y alborotadores como yo, y como yo un poquitín,
nada más que un poquitín, sinvergüencillas. Pues nada, que la semana
que viene me caso, así, a los veintidós años, y el mes que viene me
tendrás despachando abanicos para enviar con viento fresco al mundo
entero. No te doy parte de mi boda con la perspectiva de un regalo.
No lo admitiría, aparte de que ya sé que la literatura se parece a
los abanicos en que da aire, pero se diferencia en que no da dinero
además. Iré de viaje de novios a Francia, pero embarcado. No paso por
Madrid así me aspen. Soy feliz y espero que te alegrarás de saberlo.
Si tienes un minuto libre y quieres enviarme un epitalamio, y mejor, si
quieres escribirme una carta, te lo agradeceré. ¿Cómo van tus cosas? ¿Y
aquella Pilarcita? No sé si te dije que cayó antes de mi huida, y la
verdad es que estaba bien, diantre. Un abrazo, Arsenio.»
--¡Qué suerte de muchacho! Si yo hubiera hecho lo mismo, no hace
más que seis meses, cierto día que recibí una carta de mi madre...
--murmuró Teófilo, y su voz era un hacinamiento de sombras.
--Tu caso no es el mismo. Tú tienes ya un nombre y, por lo tanto, un
deber adscrito a ese nombre.
--Sin embargo, recuerdo que también a mí me aconsejaste en una
ocasión...
--Cierto, porque creí que lo que te apuraba era la situación económica.
Pero ahora... tienes ese destinillo que te dio don Sabas en su
testamento ministerial; la Roldán te va a estrenar un drama y será un
éxito.
--Pero tú dices que es muy malo.
--Por eso será gran éxito.
--Entonces, ¿cuál es mi deber?
--Hacerlos buenos.
--¿Y si entonces no gustan y me muero de hambre?
--No importa.
--Tienes razón. Nada hay que importe, nada hay que importe.
Paseaban a lo largo del Botánico, acercándose a una de sus fuentes.
Teófilo sintió, captándole las potencias, la reviviscencia del pasado,
como si aún gravitase sobre su costado la dulce pesadumbre de Rosina en
aquella mañana de otoño, cuando se habían detenido ante la alborozada
hoguera cuyo canto se abrazaba al runrún del agua, y él había dicho:
«Lo más hermoso del mundo es la mujer, porque participa de la
naturaleza del agua y de la del fuego.» La abundancia de emoción le
forzó ahora a hablar.
--¿Querrás creer que desde que el ciego se marchó a Asturias me falta
algo? Estos últimos veinte días me han parecido veinte siglos. Los
ratos que con él pasaba todas las tardes eran para mí divinos. Yo que
no he visto nunca el mar lo he sentido al través de las palabras de
aquel hombre. Mi drama a él se lo debo. Yo había imaginado siempre el
mar como algo monstruoso y rugiente. Pero el ciego me hizo sentir el
encanto del mar, que es de naturaleza femenina, captante, fascinadora,
suave, suave... Los enamorados del mar parecen enamorados de una mujer,
y parece que todos los que han vivido cerca del mar se enamoran. Es
una mujer y una mala mujer. El ciego decía: «Yo siempre tuve miedo al
mar, mucho miedo; pero no puedo vivir sin él. Vivo aquí porque estoy
ciego, y ya, para el caso, lo mismo da estar en una parte que en otra,
porque lo llevo dentro de mí.» A veces, cuando habían regado las calles
asfaltadas, el ciego decía: «Huele un _poquiñín_ a mar». Él decía un
poquiñín. Y cuando pasábamos cerca de una de esas señoras elegantes
que llevan un perfume sin perfume, una cosa que huele a mañana, ¿me
entiendes?, entonces el ciego decía: «Huele a mar.» ¡Cosa más rara! Yo
creía, o me figuraba, que el ruido del mar era un ruido enorme, y así,
un día, estando en los andenes del paseo de coches, le dije: «¿Es este
el ruido del mar?» Él se enfadó y contestó: «El mar no hace ruido, el
mar tiene voz. Este es un ruido que se coge con las manos.» Y en cierta
ocasión, estando sentados en Recoletos, pasó junto a nosotros un niño
que arrastraba sobre la arena, a golpes, un cajoncito de madera. Dijo
el ciego: «Esa es la voz del mar. Son las últimas olas pequeñinas de
la playa.» Yo no caía al principio en la cuenta, porque apenas si se
oía el ruido del cajoncito. Y como yo me asombrase, el ciego añadió:
«Siempre es esto, pero en grande.»
Hubo una pausa.
--¿Qué sabes de Rosina? --preguntó Alberto sin subrayar las palabras.
--Pss. Lo que todo el mundo sabe. Lo que dicen los periódicos. Que es
una estrella de los _music-halls_ y que hace furor en París --respondió
Teófilo, afectando excesiva indiferencia.
--Eso ya lo sabía yo. El padre, ¿no te decía más?
--Lo que te he contado. Al principio don Sabas, a pesar de la fama
de avaro que tiene, mantenía al ciego y lo mantenía bien. Luego la
hija comenzó a mandarle dinero. A lo último le ordenó que se fuera a
Asturias, adonde llevarían también a la pequeña Rosa Fernanda.
--Y Rosina, ¿no te ha escrito nunca?
--¡Escribirme!... --exclamó Teófilo con amargura. Recobrose en seguida
y añadió--. ¿A qué santo me iba a escribir? He hablado con ella media
docena de palabras en toda mi vida.
--¿Y aquel otro amigacho tuyo? ¿No se llamaba Santonja?
--Hace días que no le veo. Me entristecía demasiado. ¡Pobre Santonja!
También a ese le debo el haber comprendido hondamente algunas cosas;
por ejemplo, que en la vida lo de más monta es ser sano, fuerte,
robusto. Me parece haberte dicho que Santonja está desviado de la
espina dorsal; es un ser monstruoso e infeliz. Si a esto añades
que siente por la vida y por el amor de las mujeres un verdadero
frenesí, como por cosas que le están vedadas, te darás cuenta de sus
sufrimientos. Con todo, es un hombre extraordinariamente dulce y
bondadoso. Yo me explico muchas veces que la mayoría de los españoles
maldigan de sus padres. De pequeños nos enseñan la doctrina y a temer
a Dios, y a este pobre cuerpo mortal, a este guiñapo mortal, que
lo parta un rayo. A los veinticinco años somos viejos y la menor
contrariedad nos aniquila. Somos hombres sin niñez y sin juventud,
espectros de hombres. ¿No has observado cuando hay un gran público de
españoles la extrema delgadez de la mayoría? Se dirá que es porque
comemos poco y mal. En parte es verdad, pero sobre todo es porque no se
han cuidado de hacernos hombres cuando éramos niños.
--Ya es cosa vieja. La delgadez es el ideal estético de la belleza
masculina en España. Recuerdo que la Lozana andaluza no encuentra mejor
cosa que decir en elogio de un mancebo sino «¡qué pierna tan seca y
enxuta!»
--Nuestros padres nos han condenado desde niños a ser desgraciados.
Y no hablemos de los que nacen contrahechos, como ese Santonja. ¿Hay
derecho a dejar vivir a un ser que nace deforme? No, no y no. ¿No hubo
un filósofo griego que aconsejaba matar a las criaturas enfermizas o
monstruosas?
--Sí, Platón.
--Dirán que era un bárbaro. Los bárbaros son los que permiten que vivan.
Caminaron en silencio. Acercábanse al Ateneo.
--Es curioso --observó Teófilo, como hablando consigo mismo--. Me he
pasado unos cuantos años con la pretensión de ser un gran poeta y
consagrado exclusivamente a la poesía, y en todo ese tiempo produje,
sobre poco más o menos, dos docenas de versos al año. Descubro un día
que el arte es un engaño ridículo, que es una cosa inútil y hueca,
como lo son todas las cosas en la vida, y en seis meses mal contados
produzco más que en los varios años anteriores y mejor, aunque tú digas
lo contrario.
--No digo yo tal.
--Porque, en efecto, Alberto, ¿para qué molestarse por nada? Todo es
inútil, todo es inútil.
Subían las escaleras del Ateneo. Cierta expresión del rostro de
Teófilo, que en otro tiempo era circunstancial, se había constituído
en habitual desde hacía seis meses. Era un gesto pueril y simpático, y
podía traducirse así: «Yo os perdono que seáis como sois. Perdonadme
que sea como soy, porque la verdad es que yo no tengo la culpa.»


III
No es menor la disensión de los filósofos en las escuelas que de
las ondas en el mar.
LA CELESTINA.

Pasando del aire azul y asoleado a los lóbregos pasillos del Ateneo,
esclarecidos en pleno día con luz artificial, Teófilo no pudo por menos
de exclamar:
--Da grima sumirse en este antro, con un sol como el que hoy hace. ¡Qué
indecente oscuridad!
Acercóseles Luis Muro a tiempo para oír la exclamación.
--Señor --acudió Muro en seguida--, que estamos en el país de los
viceversas. ¿No es el Ateneo el foco más radiante de la intelectualidad
española? Pues, según nuestra lógica, ha de estar a oscuras o iluminado
con luz artificial. En último término, ¿qué importa todo? La cuestión
es pasar el rato. Toros, política y mujeres, esta es nuestra santísima
trinidad. Ahora que parece que para los toros se requiere virilidad,
para la política entusiasmo y para el amor el incentivo de la juventud,
y aquí viene nuestra afición a lo paradójico, los toreros son estetas,
los políticos, viejos chochos, y las prostitutas, viceversa de los
políticos, como dijo Cánovas. Pero en último término, la cuestión es
pasar el rato --hablaba en un tono sarcástico, de agrura y desesperanza.
Muro era afamado por sus versos satíricos, versos nerviosos y
garbosos, de picante venustidad en la forma y austero contenido ideal,
como maja del Avapiés que estuviera encinta de un hidalgo manchego.
Muro había nacido en el propio Madrid y su traza corporal lo declaraba
paladinamente. Aun cuando propendía a inclinar el torso hacia adelante,
había en las líneas maestras de su cuerpo, y lo mismo en las de su
arte, esa aspiración a ponerse de vez en cuando en jarras que se
observa en las figuras de Goya; esto es, la aptitud para la braveza.
Hablaba con quevedesca fluencia y dicacidad y componía retruécanos sin
cuento. Su charla y sus versos eran de ordinario tonificantes, como
una ducha. Comenzaron a pasear a lo largo del pasillo de retratos,
Muro, Teófilo y Alberto. Llevaba Muro la conversación, haciendo chascar
de continuo ese látigo simbólico que se supone siempre en manos de
la sátira, falaz instrumento que suena a beso y levanta ronchas. El
pasillo estaba colmado de un ir y venir de gente bien trajeada, de
aspecto indulgente y fatuo, por donde se entendía que eran políticos
profesionales. Poblaba el aire ese vasto moscardoneo compacto, cuya
correspondencia dentro de las sensaciones visuales es el gris cenizoso;
rumor mantenido maravillosamente en el mismo tono siempre; ruido
sordo, impersonal y yerto, no nacido de las diferentes pasiones e
ideas individuales, antes movido por una causa exterior a manera de
viento entre abedules. Este es el rumor específico de los pasillos
del Congreso. Quien una vez lo haya oído y comparado con el rumor que
anima un gran concurso humano, en un mitin o en un espectáculo público,
por ejemplo, habrá echado de ver que es este un murmurio orgánico,
caliente, en tanto aquel es simplemente un ruido.
Afluían por momentos nuevas gentes a oír la palabra de Raniero
Mazorral, entre ellas Travesedo, que buscó con la mirada a Alberto, y
en cuanto dio con él le llamó aparte.
--No me digas nada --se adelantó a decir Guzmán, observando la
satisfacción que Travesedo traía pintada en el semblante--, el negocio
va a las mil maravillas.
--Eres un lince, Bertuco. ¡Oh, la inteligencia! Con la inteligencia se
va a todas partes y no hay cosa que se esconda ante su mirada sagaz.
Tú, que eres inteligente, de primeras has adivinado que el negocio va a
las mil maravillas; pero ocurre que te has equivocado de medio a medio.
No hay negocio.
--¿Y eso?
--Jovino me ha dicho en seco y para siempre que no puede ayudarme ni
quiere buscar quien me ayude a explotar las minas. De manera, que punto
en boca.
--¿Y por eso venías tan contento?
--Por eso, ya ves. Precisamente cuando os dejé iba yo pensando a este
tenor: «Supongamos que encuentro de repente el capital que necesito.
Mañana mismo he de ponerme en camino para las minas, y venga trabajar
y más trabajar, ¿para qué? Para ganar dinero. Dinero, ¿para qué?
Luego, aquel clima del Norte: lluvias, orvallos, nieblas... Y aquí,
este sol...» Cuando me acerqué a Jovino iba temblando, sí, temblando;
pero de miedo que él me dijese que todo se iba a arreglar. Se frustró
todo, pues, ¡viva la Pepa! He tenido una de las mayores alegrías de mi
vida. Además, chico, las responsabilidades consiguientes al manejo de
tan gran capital ajeno... Hubiera sido terrible. Pero, sobre todo, ¿me
quieres decir qué utilidad tienen los esfuerzos del hombre? ¿Podemos
hacer salir el sol cuando está nublado? ¿Podemos prolongar la juventud?
¿Podemos dar largas a la muerte como se las damos al sastre o al
zapatero? Pues entonces...
--Entonces, ¿a qué vienes a oír una conferencia política?
--Porque padezco de esa enfermedad hedionda del pensar, porque aun
cuando me esfuerce en conseguirlo no puedo dejar de ser una persona
inteligente. El borracho sabe que la bebida le mata y bebe. Ea,
adentro, a pasar este mal trago.
Sonaba el último repique del timbre llamando a la conferencia. Los
que aún estaban en los pasillos se precipitaban a entrar, apurando
la colilla del cigarro o del cigarrillo, que dejaban a la puerta,
como los árabes sus babuchas antes de penetrar en la mezquita. Ya
dentro observábase la singular fecundidad de arbitrios que muchos
caballeros desarrollaban por colocar el sombrero de copa de manera que
no sufriera deterioro o menoscabo en su lustre, y en resolviendo tan
peliagudo problema adoptaban una postura estudiada, de acuerdo con la
consideración social que imaginaban gozar. Casi todas las posturas
afectadas se reducían a una: la del que, juzgándose a sí propio hombre
célebre, se considera objeto de la curiosidad universal por dondequiera
que vaya, y procura hacer ver que su modestia padece con tan asiduos
homenajes. Esta era la actitud de los personajes políticos, ministros,
ex ministros y presuntos ministros, que de ellos había gran copia en el
salón. Parecían los tales, a juzgar por el gesto que ponían, mujeres
púdicas a quienes con violencia desnudasen en público. Los toreros y
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