Troteras y danzaderas: Novela - 09

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media vida porque Teófilo le otorgara el honor, que ella no merecía, de
hablarle con simpatía y afecto. En suma, estaba tan absorta en el culto
de Teófilo, que no paraba atención alguna en lo que hablaban los otros
dos hombres, en el comedor.
Por incógnitas razones, una palabra de Tejero vino a herir el oído de
Teófilo y a sacarle de sus meditaciones. Enderezó el torso, y, a pesar
suyo, fue siguiendo el curso de la conversación entre Antón y Alberto.
La voz de Tejero:
--Sí, un mitin. Los jóvenes tenemos el deber moral de hacer política
activa, Alberto, de pensar en los destinos de la patria. Toda otra
labor es estéril si no se ataca lo primero el problema de la ética
política. La última crisis ha sido bochornosamente anticonstitucional
y avergüenza pertenecer a una nación que tales farsas consiente. Y
luego, ¡qué Gabinete el nuevo! Las heces de la inmoralidad pública.
Ese don Sabas Sicilia, un viejo cínico y corrupto, como todos saben,
acusado de negocios impuros en connivencia con el erario del Estado...
La podre de la podre. Y los demás del mismo jaez. Quiero que celebremos
un mitin los jóvenes. Usted tiene que hablar. Buscaremos algunos más;
por supuesto, sin tacha en la conducta. ¿No le parece bien que haya
un orador para representar cada orden de actividad intelectual? Un
novelista, por ejemplo, un poeta, un crítico..., etcétera, etc. Que
vean que la juventud es antidinástica, limpia y peligrosa.
Teófilo pensó: «¿Cómo he podido ser tan miserable y flaquear ante la
tentación de tan ruin delito? Una ratería... ¡Si mi madre pudiera
adivinar!...» El corazón se le dilató, colmado de un vapor tibio y
ascendente, carne ingrávida y efímera de una nueva quimera. «Un joven
español no tiene porvenir como no sea en la política.» Y Teófilo
imaginábase ya conduciendo, por la virtud de su elocuencia, vastas
muchedumbres, con la misteriosa agilidad con que el viento conduce
rebaños de nubes. Se acercó a la mesa, y en un trozo de papel escribió
con lápiz:
«_Querido Alberto: He oído lo del mitin. Me parece una bella idea.
Es hora que la juventud tenga un gesto bello. ¿Queréis aceptarme
como orador-poeta? Espero que sí. Me prepararé lo mejor que pueda.
Avísame el día. Ocurre también que por razones privadas_ (como no
estaba seguro de la ortografía de _privado_ trazó a mitad de la
palabra un tipo mixto entre _b_ y _v_) _aborrezco al viejo cipote
teñido: aludo a don Sabas Sicilia. Te dejo esta nota porque llevo
mucha prisa y no puedo detenerme. Un abrazo,_
TEÓFILO.»
Salió sin despedirse de Verónica. Llegó al vestíbulo; quedose mirando
un momento la sombra negra que el gabán de Tejero hacía; se apoderó
de las doscientas pesetas; abrió con sigilo la puerta y la cerró
sin mover ruido; huyó escaleras abajo, y cuando llegó al portal se
preguntó: «¿Qué he hecho?» Giró sobre los talones y comenzó a subir
las escaleras con propósito de restituir lo robado. Pero, ¿cómo iba a
hacerlo sin que lo echaran de ver? Salió a la calle. Metió las manos en
los bolsillos de la chaqueta y tropezó con los rollos de dinero, que
le escaldaron los dedos. Anduvo a pique de arrojar lo robado por una
boca de alcantarilla, pero se arrepintió al instante. «¡Qué estupidez!»
Murmuró: «Soy un cobarde que no merece vivir.» Comenzó a considerar
lo que acontecería en casa de Alberto. Quizás habían descubierto ya
el robo y dado necesariamente con el autor. Tendría que escaparse de
Madrid y acaso de España. Era lo mejor; emigraría con Rosa a un país
en donde el costo de la vida no fuera en detrimento de la dignidad.
¡Adiós, maldita España, para siempre! Se iría a América, y con el
primer dinero que ganase indemnizaría lo robado. Por lo pronto fue a
casa del camisero, y después de presentar la carta de Alberto, apartó
dos docenas de calcetines y varias corbatas, y encargó una docena
de calzoncillos y docena y media de camisas. Después fue a casa del
sastre; anduvo irresoluto gran tiempo ante las piezas de paño, sin
saber por cuales decidirse, y a la postre seleccionó tres trajes y un
gabán. Tomole el sastre las medidas y disponíase Teófilo a salir del
establecimiento cuando el sastre le detuvo.
--Usted perdone, señor Pajares; pero estamos tan escamados en fuerza de
micos, que aquí tenemos por costumbre no hacer ropa, como no sea a un
parroquiano antiguo, si no se paga por anticipado la mitad del importe
de la factura.
--Pero, el señor Díaz de Guzmán responde por mí.
--No, señor, no responde.
--¿Cómo que no? Él me ha dicho que sí.
--En efecto, en esta carta me dice que responde por usted. Pero esto no
me basta. Puesto que el señor Díaz de Guzmán está dispuesto a responder
de veras, dígale que me firme un pagaré por quinientas pesetas, que es
el importe de su factura. A no ser que usted quiera, que se me figura
que no querrá --el sastre sonrió de manera ofensiva--, hacerme el
anticipo de doscientas cincuenta.
Teófilo se engrifó, herido en su altivez.
--No llevo conmigo doscientas cincuenta. ¿Le bastan a usted doscientas
por ahora?
--Perfectamente, no hago hincapié en las cincuenta.
El sastre no creía lo que veía, y esto era cuarenta contantes y
sonantes duros en plata. Empleó veinte minutos en examinar uno por uno
los duros, porque le había entrado la sospecha de que Teófilo era un
monedero falso, y en cerciorándose de que todos poseían la apetecida
legitimidad, como salidos de las arcas del fisco, sonrió graciosamente
a Teófilo y dijo así:
--Usted perdone que los haya mirado tan despacio; he recibido tanto
chasco... La ropa estará lista en ocho días.
--Tiene que ser en cinco, a más tardar.
--Haremos lo posible. Se me olvidaba decirle que, como de los
escarmentados, y tal, y el gato escaldado, y tal, en este
establecimiento tenemos por costumbre no entregar los encargos hasta
tanto que no nos hayamos reintegrado del importe total, como no sea
cuando se trata de algún parroquiano antiguo.
--Muy bien. Me parece que será la última ropa que me haga aquí. Buenas
noches.
Teófilo salió de la sastrería con un temor más que vago de que las
por él mal adquiridas doscientas pesetas le iban a valer al sastre
cien años de perdón. Casi se alegraba, y sentía que la conciencia se
le aligeraba, como si el espectáculo de la picardía ajena mermase la
vergüenza de la suya propia. «Me está bien empleado», discurría. «Sin
duda existe una justicia natural; pero esta justicia natural no es
menos venal que la justicia social: dura para los hambrientos; untuosa
para los hartos. Unos medran con latrocinios, sin duda porque son
ladrones de ladrones, que roban en junto y sin esfuerzo lo que a los
ladronzuelos les costó trabajo y remordimientos añascar; otros, en
cuanto les apunta la uña, viene la justicia a cercenarles la mano. Dios
es tan cohechable como el mísero juez que un cacique crea a su medida.»
En estas consideraciones acertó a pasar frente a la _Maison Dorée_.
Un grupo de amigos le saludó. Entre ellos se hallaba un pintor llamado
Quijano. Teófilo le llamó aparte; había tenido una idea feliz.
--Tengo que pedirte un favor, Quijano.
--Por de contado.
--Tú tienes una casa en El Escorial, ¿verdad?
--Sí.
--¿Puedes prestármela unos días?
--¿Cómo prestártela?
--Cedérmela.
--Claro que sí.
--¿Hay muebles?
--Ya lo creo, los necesarios.
--Te advierto que es para ir con una mujer.
--Eso, allá tú. Te enviaré la llave.
--Yo vendré aquí mañana a recogerla.
Se despidieron. «Menos mal», pensó Teófilo. Y con aquel su ánimo
tornadizo, que así se entenebrecía como se iluminaba, dio por sentado
ahora que todo le iba a salir a pedir de boca. Sin embargo, sentía
recóndita desazón o reconcomio que no llegaba a malestar definido,
igual que una persona a quien se le ha olvidado que le duele un callo.
El dolor de callos de Teófilo estaba en la conciencia: era el primer
callo, tierno aún y en formación.
A la hora de cenar no discutió con Santonja, por más que este le
azuzaba, ni realizó aquellas proezas deglutivas que a todos los
huéspedes admiraban y a la patrona le metían el corazón en un puño.
Retirose a su aposento, y allí, ante la vista de la carta de su madre,
hecha pedazos, la desazón y reconcomio de antes se hicieron vergüenza
y miedo. Paseó un gran rato dentro de la angosta estancia; pero
haciéndosele insoportable la pesadumbre de sus cavilaciones, salió
a la calle, y, así como, a lo que se dice, el criminal, por impulso
irresistible, acostumbra volver varias veces al lugar del crimen,
Teófilo fue a casa de Alberto, decidido a enterarse de lo que había
pasado y a afrontar sus consecuencias.


IX

Antón Tejero era un joven filósofo con ciertas manifestaciones
tentaculares de carácter político, que había arrastrado a la zaga de su
persona y doctrina una pequeña mesnada de secuaces. Aunque sus obras
completas filosóficas apenas si llegaban a dos docenas mal contadas
de artículos, habíale bastado tan flojo bagaje para granjearse la
admiración de muchos, la envidia de no pocos y el respeto de todos,
sentimiento este último de mejor ley y más difícil de inspirar que
la admiración. Filósofo, al fin, era demasiadamente inclinado a
las frases genéricas y vanas. Era también muy entusiasta, y como
toda persona entusiasta, carecía de la aptitud para emocionarse. De
talentos retóricos nada comunes, propendía a formular sus pensamientos
en términos donosos, paradójicos y epigramáticos, por lo cual se le
acusaba en ocasiones del defecto de oscuridad. Por ejemplo, había
anticipado el remedio de los males que acosan a España, con estas
palabras: «España se salvará, alzándose a la dignidad de nación
civilizada, el día que haya nueve españoles capaces de leer el Simposio
o banquete platónico en su original griego.» A esto, Luis Muro, el
poeta cómico, había respondido en la sección «Grajeas» del diario _La
Patria_:
Dan gusto nueve al garguero
en el festín de Platón;
mas, diga el señor Tejero,
¿y el piri, coci o puchero
del resto de la nación?
Sancho Panza, que no andaba mal de filosofía parda, y Juan Ruiz habían
asomado en el tintero del poeta jocoso.
La admirable pureza intelectual de Tejero trasparecía en sus ojos,
de asombrosa doncellez y pureza, sobre los cuales las imágenes de la
realidad resbalaban sin herirlos. Contrastaba con la doncellez de
los ojos una calvicie prematura. La forma y tamaño del cráneo, entre
teutónicos y socráticos; la armazón del cuerpo, chata y ancha; los pies
producían la ilusión de estar abiertos en un ángulo mayor de noventa
grados, de tal suerte que la figura parecía descansar sobre recia
peana. Trataba a todo el mundo con magistral benevolencia, y la risa
con que a menudo irrigaba sus frases era cordial y translúcida.
Hablaba ahora con Alberto, acerca de la última crisis política y le
proponía celebrar un mitin de protesta.
--Tenemos que hacer muchas cosas, Alberto --decía, y su corazón
rezumaba caricioso óleo de esperanza--. Este mitin dará mucho qué
hablar. ¿Qué dice usted de la idea del mitin?
--Hombre, la verdad, yo no sirvo para orador. De seguro haré un triste
papel.
--¡Qué disparate! Yo le aseguro que tiene usted grandes condiciones, y
si no, al tiempo.
--Aparte de las condiciones, es que lo considero tiempo perdido; me
falta el entusiasmo, la vehemencia del que se propone algo asequible.
Porque, ¿qué nos proponemos nosotros?
--¿Qué? Muchas, muchas cosas; enormidades. Despertar la conciencia del
país; inculcar el sentimiento de la responsabilidad política; purificar
la ética política...
--Está muy bien; pero no veo la necesidad de un mitin. Todo eso hay que
hacerlo, pero en otras partes y de manera más eficaz. ¡Discursos!...
Ese pobre D’Annunzio, de quien se dicen tantas y tan necias perrerías,
me parece a mí que ha dado en el clavo cuando asegura que la palabra
oral, dirigida directamente a la muchedumbre, no debe tener como fin
sino la acción, y ella a su vez ha de ser acción violenta. Solo, añade,
con esta condición, un espíritu algo seguro de sí propio es capaz, sin
disminuirse, de comunicarse con la plebe por medio de la virtud sensual
de la voz y del gesto. En cualquiera otro caso, concluye, la oratoria
es un juego de naturaleza histriónica. No perdamos el tiempo, querido
Antón, en romanzas de tablado. ¿A qué esforzarnos en dar a España una
educación política que no necesita aún, ni le sería de provecho? Lo
que hace falta es una educación estética que nadie se curó de darle
hasta la fecha. Mire por una vez siquiera, querido Antón, alrededor
suyo y hacia atrás en nuestra literatura, y verá una raza triste y
ciega, que ni siquiera puede andar a tientas, porque le falta el resto
de los sentidos. Labor y empresa nobilísimas se nos ofrece, y es la
de infundir en este cuerpo acecinado una sensibilidad; despertarle
los sentidos y dotarlo de aptitud para la simpatía hacia el mundo
externo. Hay un fenómeno rudimentario en psicología, y es que, cuando
por cualesquiera circunstancias los sentidos nos han informado mal o
a medias de una cosa, creemos conocerla más profundamente y hallarnos
en vísperas de algún descubrimiento genial, porque aquel esfuerzo
nebuloso que el intelecto hace por desentrañar el sentido de los datos
insuficientes y la desazón que en consecuencia sentimos nos provocan
una a manera de misteriosa emoción, como si alguna inteligencia
trascendental obrase en aquellos momentos a través de nosotros,
otorgándonos un don divino de presunta adivinación. Esto y no otra cosa
es el misticismo: _el parto de los montes_. Somos una raza con los
sentidos romos, a través de los cuales la realidad apenas si se filtra
a intervalos y deformada, por donde la inteligencia está de continuo
en aquel punto de esfuerzo nebuloso y _desazón gustosa_, como decían
los místicos, como si Dios en persona estuviera para revelársele en su
interior morada. Todo español es un místico en este sentido: un hombre
en vísperas de la omnisciencia, y esta adquirida por vías infusas. El
idioma que hemos de usar los escritores es un idioma elaborado, batido
y ennoblecido por los místicos, un idioma a propósito para expresar
aquel _esfuerzo y desazón gustosos_, para expresar lo _inefable_;
es decir, para decir que no se tiene nada que decir, y si acontece
que se tiene algo que decir, cuesta Dios y ayuda dar con la forma
sobria, exacta y sugestiva. Un pueblo que no tiene sentidos no puede
tener imaginación; por eso, con solo una ojeada a través de nuestras
antologías líricas, se viene a dar en la cuenta de que imágenes y
tropos, siempre los mismos, en nuestros poetas no nacen directamente
de la contemplación de las cosas o confundidas con las emociones del
cantor, sino que son prendas de vestir o botargas que ya existían de
antemano y que el poeta toma al azar o después de precipitada elección,
porque sus ideas y sentimientos no salgan desnudos y en vergonzosa
entequez; son, en resolución, como calzado de bazar que cría callos, y
así anda la poesía de encallecida y coja. Y para concluir, sin sentidos
y sin imaginación, la simpatía falta; y sin pasar por la simpatía no
se llega al amor; sin amor no puede haber comprensión moral; y sin
comprensión moral no hay tolerancia. En España todos somos absolutistas.
Tejero sonreía, condescendiente:
--No le falta razón en muchas de las cosas que dice; pero son algo
desordenadas, necesitan mayor objetividad --a Tejero le mareaba el que
su interlocutor discurriese con ímpetu. En tales casos, el reproche que
acostumbraba hacer era la falta de objetividad, de cientificismo, como
un aviador que definiera los pájaros: «Aficionados a la aviación»--.
Pss... no está mal. Sí; es necesario colocar bien el problema de la
estética. En Alemania se preocupan mucho de estética. ¿De dónde hace
usted arrancar la estética?
--He pensado bastante acerca de ello; pero no lo he ordenado aún, como
usted dice. Para mí, el hecho primario en la actividad estética, el
hecho estético esencial es, yo diría, la confusión (fundirse con) o
transfusión (fundirse en) de uno mismo en los demás, y aun en los seres
inanimados, y aun en los fenómenos físicos, y aun en los más simples
esquemas o figuras geométricas: vivir por entero en la medida de lo
posible las emociones ajenas; y a los seres inanimados henchirlos y
saturarlos de emoción, _personificarlos_.
--Hay sus más y sus menos; pero, en fin, ese es el concepto que domina
hoy toda la especulación de la estética alemana, el _einfühlung_. Se ve
que ha leído usted algo acerca de ello.
--No he leído nada.
--¿Que no? Pues, ¿quién se lo ha enseñado a usted?
--Hombre, la cosa es tan clara que hace tiempo que yo mismo lo había
descubierto; pero quien me lo ha hecho penetrar más cabalmente ha
sido... una prostituta.
Tejero se puso serio.
--¡Cuándo se dejará usted de hacer humorismo!
Alberto se encogió de hombros.
--Se hace tarde y yo tengo que irme. Quedamos en que usted será uno de
los oradores del mitin.
--Ya le he dicho lo que pienso; pero, en último término, si usted se
empeña...
--Sí, sí, me empeño; y lo hará usted muy bien.
En esto entró Angelón. Alberto presentó a los dos hombres, que no
se conocían, y Angelón, así que cambió las acostumbradas fórmulas
corteses, se retiró, mirando de través a Tejero y Alberto, y por las
trazas muy malhumorado. Volvió a los dos minutos con un papel, que
entregó a Alberto: era la carta de Teófilo. Alberto la leyó en voz alta:
--¿Qué dice usted?
--Hombre, bien. Pajares dará la nota pintoresca. Ea, adiós, querido
Alberto.
Salieron al vestíbulo. Alberto tomó el gabán de Tejero y le ayudó a
vestírselo.
--Hay que centrarse, Alberto --aconsejó Tejero, en tanto realizaba una
flexión de riñones, a fin de acertar con el agujero de la manga derecha.
--¿Centrarme? Diga usted que lo que necesito, como todos los españoles
necesitan, es descentrarme. ¿Conoce usted aquellos versos de Walt
Whitman: _I am an acme of things accomplished?_
Tejero respondió:
--No.
--«Soy, dice, la cima de todas las cosas realizadas y el compendio de
cuantas se han de realizar... A cada paso que doy piso haces de siglos;
y entre paso y paso, más nutridos haces... Allá lejos, en lo pretérito,
entre la enorme primera Nada, ya estaba yo allí... Inmensas han sido
las preparaciones para mí... Centurias y centurias condujeron mi cuna a
través del tiempo, remando y remando como alegres boteros... Todas las
fuerzas han sido empleadas abundosamente para completarme y placerme,
y heme aquí, en el centro del mundo con mi alma robusta.» Estos versos
debieran titularse: _Nací en la Mancha._
--Es usted tremendo --Tejero dio dos cariñosas palmaditas en el hombro
de Alberto, y después de despedirse salió escaleras abajo y luego a la
calle.
Sentía una rara impresión de ligereza e ingravidad. Iba pensando:
«Ello es un sentimiento espiritual, sin duda; pero tan neto y
determinado que casi parece una sensación física.» Las fuerzas
expansivas de un entusiasmo sordo le acariciaban el espíritu, pero
volvía insistentemente a requerirle la atención aquel sentimiento
de ingravidad que era muy aplaciente e intenso. Se acordó de San
Ignacio de Loyola, el cual acostumbraba conocer si sus visiones y
pensamientos venían de Dios o del diablo, según el estado consecutivo
que determinasen; si le traían serenidad y sosiego, es que habían sido
inspiradas por Dios; de lo contrario, su origen era satánico. Y también
de Epicuro, que decía: «¿Cómo conoceréis si es natural una necesidad y
habéis de satisfacerla, o es contra naturaleza y habéis de extirparla?
Por la sensación recibida: si a la satisfacción de lo que se juzga
necesidad se le sigue placer, quiere decir que era necesidad conforme
a naturaleza; si sufrimiento, es porque no era necesidad natural.» Y
Tejero, sonriéndose, se preguntaba: «¿Qué divina inspiración, o qué
acto meritorio, o qué necesidad natural he recibido, hecho o satisfecho
sin haberme dado cuenta?» Hasta que al pasar por delante de un librero
a quien debía una cuenta de libros dio con la causa de su ingravidad.
«¡Caracoles! --exclamó a media voz, con la sangre helada--. ¡Ya lo
creo que era sensación física!...» Recobrose en seguida, y pensó: «No
me venían mal a mí; pero al que se las ha llevado de seguro le hacían
mucha más falta. ¡Que le hagan buen provecho!» Y siguió adelante, con
el mismo sentimiento de ligereza alada en el corazón, pero ahora más
intenso y aplaciente aún.


X

De las miradas de través que Angelón había dirigido así a Tejero como
al propio Guzmán, y de su manera de vagar inquietamente con la cerviz
algo inclinada, muy mal síntoma en él, Alberto había deducido que algo
difícil de digerir tenía en el buche su gran y grande amigo. Apenas
marchó Tejero, Guzmán acudió adonde Ríos estaba, por averiguar las
razones de su irritación, bien que no fuera difícil de presumir que la
escasez de dinero tenía la culpa de todo.
En el gabinete había, además de Angelón y Verónica, un mozo como de
veinte a veinticinco años, de cara muy abierta y maliciosa, ojos
socarrones y un cauto sonreir como de burla. Vestía a lo menestral,
tirando a lo señorito.
--Buenas noches --habló el mozo.
--Hola, Apolinar.
Que tal era su nombre, Apolinar Murillo, de oficio encuadernador,
nacido en la calle de Embajadores, madrileño castizo y doctor graduado,
si los hay, en cuantos rentoys, máculas, socaliñas y artificios tiene
la picaresca de hogaño. Profesaba por Angelón Ríos la entusiasta
asiduidad del jabato al jabalí colmilludo. Venía con frecuencia por
casa de Angelón: este le decía: «Dame acá la panoplia», y Apolinar le
presentaba recado de escribir. Angelón escribía algunas cartas que eran
otros tantos _sablazos_ o peticiones de dinero, y Apolinar después las
traspasaba de la diestra del esgrimidor al corazón de sus víctimas.
Pero Apolinar tenía ya aspiraciones personales, y pareciéndole España
país harto esquilmado y poco a propósito para lograr en él nada de
sustancia, había rogado a su protector que viera de buscarle un pasaje
para América, el cual Angelón obtuvo gratis, y no solo esto, sino
también un pase de ferrocarril de Madrid a Barcelona, en donde había de
embarcar. Le faltaban ya muy pocos días para salir de España.
Aquella mañana había repartido Apolinar catorce cartas de Angelón; pero
las víctimas eran víctimas acorazadas y no soltaron un céntimo. Volvió
con tan desconsoladores informes a un café en donde Ríos le esperaba,
y por la manera que este tuvo de recibirle comprendió el mozo que su
protector estaba con el agua al cuello.
--¿Puedes venir por la tarde a eso de las cinco a este mismo café?
--Natural.
--Tendrás que llevar otras dos o cuatro cartas. Estas son seguras.
Contra cálculos y deseos de Angelón, el resultado de las cartas de
la tarde fue como el de las otras de la mañana, nulo. Retornaba al
café Apolinar muy amurriado y diciéndose para su sayo: «¡Concho con
don Ángel! Debe de estar pasando pero que las morás. Y él será lo
que se quiera, pero pa los afeztos le va el nombre que lleva como
las propias rosas. Y na, que a lo mejor, hoy, no ha catao entavía
el piri.» Iba discurriendo a este tenor, según se dirigía al café y
aguzando el ingenio por hallar un medio con que acudir en ayuda de
Angelón, y de esta suerte demostrarle agradecimiento por los favores
recibidos, cuando acertó a pasar por delante de una pescadería. Sobre
unos caballetes, a la entrada del tenducho, yacían diferentes peces y
crustáceos, y en lo más conspicuo del tinglado hasta media docena de
merluzas gigantescas.
La calle estaba oscura y despoblada en aquella sazón. Entre el
pescadero y la puerta había un grupo de cocineras, de espaldas a la
entrada. Apolinar agarró una merluza por la cola, tiró con tiento y se
apoderó de ella; siguió calle adelante sin apresurarse, luego se perdió
en las sombras de un callejón, buscó más tarde un puesto de periódicos
y allí envolvió la merluza, y en llegando al café se detuvo en la
puerta e hizo señas a Angelón que saliera.
--Pues na, don Ángel, que las epístolas misivas de la tarde han tenido
las mismas vecisitudes que por la mañana. Ni esto. Pero que como me
caía al paso, voy y me detengo en mi casa. Pues na, que mi madre que
le está a ustez muy agradecía por lo del pasaje y demás, pues le había
comprao una merluza pa ustez. Yo le digo: «madre, vaya un regalo. Ya
pudo ocurrírsele a ustez comprar una caja de puros.» Verdaz que como
ustez no fuma. Es una nimiedaz.
--Gracias, Apolinar. Dale las gracias a tu madre --rezongó Angelón y
echó a andar seguido del joven con la merluza, y así llegaron a casa.
Cuando entró al gabinete Alberto, el envoltorio de la merluza estaba
sobre una mesa de peluche rojo.
--¿Qué es eso? --inquirió Alberto.
--A usted ¿qué le importa? --dijo Angelón.
--Pero vamos a ver, ¿qué le ocurre a usted hoy?
--¿Qué le ha dicho usted a Verónica? Yo trabajando por usted, y usted
entretanto...
--Pero, ¿qué he dicho?
--A ver si vais a reñir por una tontería --interrumpió Verónica--. Se
refiere a lo de no tener dinero, que tú me has descubierto. No seas
tonto, Ángel; si a mí me hace una gracia atroz...
--¡Bah! ¿Eso era todo? No sea usted niño --y volviéndose a mirar la
merluza--: Pero ¿qué es eso tan rezumante y tan mal oliente?
--Una merluza que me regala la madre de Apolinar. Una merluza... ¿Qué
hacemos con una merluza? --Angelón habló con visible malhumor.
--Comérnosla --acudió Verónica.
--O empeñarla --intervino Apolinar con zumba.
--¿Eh? --Angelón apretó las cejas, permaneció meditabundo unos
instantes, y al cabo soltó el trapo a reír, con enorme jocundidad--. Tú
lo has dicho. A empeñarla. Una merluza no es un bien pignorable; pero,
¿para qué me dio Dios labia y trastienda? ¡A empeñarla! ¿Cuánto pesará?
--la sompesó--. Lo menos ocho kilos. ¿Cómo está el kilo de merluza,
Verónica?
--Chico, no sé ahora. Solía costar de cinco a seis pesetas...
--Cinco por ocho cuarenta. ¿Que nos dan la mitad del precio? Veinte
pesetas. Sea como sea, en menos de veinte no la dejamos.
--¿Por qué no la vendéis en una pescadería? Es lo mejor --aconsejó
Verónica.
--Quita tú allá --atajó Apolinar--. Lo primero que ahora estarán
cerradas.
--¡A empeñarla! --gritó Angelón, y se rio otra vez a carcajadas.
Apolinar y Verónica le hacían el acompañamiento.
Antes de media hora estaban de vuelta Angelón y Apolinar. Traían
diferentes comestibles fiambres, pan y vino, y daban señales de mucho
alborozo.
Sentáronse todos cuatro a la mesa, y entre comida Ríos refirió,
entreverándolo con risotadas, el famoso lance de la pignoración y cómo
había tenido una polémica con el prestamista acerca de los bienes
fungibles y no fungibles y la naturaleza jurídica del préstamo con
prenda. En suma, que la merluza había dado de sí dieciséis pesetas.
Verónica mostraba gran regocijo.
--Pues si te vas a América, Apolinar, con la esperanza de encontrar
cosas extraordinarias, buena desilusión te espera, hijo --observó
Angelón--. De seguro en América no se empeñan merluzas.
--¿Cuándo marchas? --preguntó Alberto.
--La salida del barco es p’al dieciocho. Pero, es el caso... --Apolinar
sonrió apicaradamente--. Es el caso que ya va para dos años que una
gachí, que es talmente una fototipia sin ezsageración, me tiene
arrebatao y si cae o no cae; pero, ¡miau!, dice que no hay de qué como
no la conduzca al tálamo. Y yo, la verdá, marcharme sin conseguir
el fruto de mi trabajo de dos años, me paece feo. Conque estamos en
estas, y el tiempo corre y hay que despachar. Se llama la Concha y está
sirviendo con una que la dicen la Rosina. Y como digo, la niña se
merece cualquiera cosa. Si ustedes la vieran...
--Yo la conozco, y digo como tú que se merece cualquiera cosa. No seas
pazguato y aprovéchate antes de marchar --amonestó Ríos.
--¿No te da vergüenza decir esas cosas? --habló Verónica.
--¡Bah! --exclamó Angelón, enarcando las cejas en extremo--. Y ella,
¿sabe que te marchas?
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