Troteras y danzaderas: Novela - 04

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Teófilo permanecía en silencio. Rosina se envalentonó:
--Tengo una idea. Lo mejor es que vayamos a pasar unos días fuera de
Madrid: en Aranjuez, en El Escorial, en Toledo, donde te parezca, y
allí arreglamos todas las cosas y le escribo a Sabas rompiendo con él,
¿qué tal? --y envolvió en mimos a Teófilo; pero Teófilo no desplegaba
los labios.
--¡Qué feliz voy a ser con mi poeta! ¡Y qué feliz voy a hacerle a él!
¡Qué felices, qué felices vamos a ser! --continuó prodigándole blandas,
enervantes caricias; Teófilo permanecía sin hablar.
Y es que Pajares ahora sufría una nueva tortura. En su cerebro había
destacado de pronto y con imperiosa sequedad una idea: «Esta mujer
me desea, y aunque sin atreverse a declararlo con palabras, necesita
la satisfacción de su deseo.» Así interpretaba Pajares las ternezas
y mimosidades con que Rosina pretendía aturdirlo por desviarle la
voluntad de aquella absurda exigencia de romper con don Sabas. Y la
tortura de Pajares era que temía ser despreciado y desconsiderado
virilmente por Rosina. De una parte, no le encendía en aquellos
instantes ningún linaje de torpe concupiscencia; de otra parte, aun
habiéndose sentido inflamado de deseos, no se hubiera dejado tiranizar
por ellos o buscado su saciedad, por que el estado de su ropa interior
era miserable y vergonzoso, y por nada del mundo se hubiera presentado
ante Rosina en tan triste intimidad. Se acordaba de una frase de
no sabía qué autor, oída a no sabía qué amigo: «El dinero es el
afrodisiaco superlativo.»
--¿Qué te ocurre? Habla por la Virgen Santa. ¿No te parece bien lo que
te propongo? Cuatro o cinco días, o más, en El Escorial, por ejemplo;
sí, en El Escorial. ¡Di algo!
--Sí, Rosa; tienes razón.
--¿De veras te parece bien?
--Sí, mujer.
--¡Qué felicidad! ¡Qué felicidad! Me harás versos, ¿verdad?
--Sí, te haré versos --asintió Teófilo sonriendo con amargura.
--Y luego los publicas en _Los Lunes_. Calla; pues resulta que el
viajecito te va a dar dinero... --poniéndose en pie Rosina palmoteaba
como niño rico ante el escaparate de una confitería.
«Dinero...», pensaba Teófilo. Había escrito algunos días antes a su
madre pidiéndole, con mil apremiantes pretextos, un extraordinario,
además de la humilde mensualidad que de ella recibía. Aun cuando se
veía y se deseaba para poder vivir ella misma y sostener la casa de
huéspedes, en donde muchos huían sin pagar y los que pagaban pagaban
poco, la madre hacía el milagro de raer aquí y acullá en su comida y
vestido unos ahorros, hasta sumar de 12 a 15 duros que enviaba cada
mes al hijo, y, aun en ocasiones, cinco o seis más, fuera de cuenta.
«¡Qué canalla soy!», pensó Teófilo recordando a su madre. «Mi vida no
tiene sentido», caviló. El corazón se le redujo a cenizas nuevamente,
y, nuevamente, los ojos se le envolvieron en un tul de sangre anémica
color rosa. Se le eliminó en un punto la voluntad. Imaginaba ver su
propia alma a la manera de esos perros vagabundos que miran de reojo
a todas partes porque saben que el universo está poblado de garrotes,
botas y piedras invisibles, los cuales, repentinamente, se materializan
donde menos se piensa.
Entró Conchita, desvariada, empavorecida.
--¿Qué ocurre? --interrogó Rosina, contagiada del pavor de la
doncella--. ¿Algo de Rosa Fernanda?
Teófilo tuvo el presentimiento de que la bota invisible comenzaba a
materializarse y abrió aleladamente los ojos.
--Que, que --rompió a explicar Conchita temblando--, que... don
Sabas... ha entrado en el portal... y ya debe estar llegando a la
puerta del piso.
--¡Bah! Déjalo que llegue, que entre... ¡Qué susto me habías dado!...
Teófilo se había puesto en pie, demudado el rostro. Le acosaba un
terror irracional, casi zoológico. Echó a correr hacia la puerta; pero
Rosina le detuvo, agarrándole de la chaqueta.
--¿Qué vas a hacer? ¡Por Dios! ¡Tranquilízate! --De los arrestos
bélicos de Teófilo a la llegada de Angelón, de sus posteriores
exigencias de un rompimiento con don Sabas y del actual desconcierto,
Rosina había deducido que le poseía una furia loca de agredir al
ministro.
Sonó el timbre. Conchita interrogaba con los ojos. Teófilo permanecía
en pie silenciosamente, por donde Rosina consideró que se había
tranquilizado. Ordenó a la doncella:
--Vete a abrir y que pase aquí como siempre. --Salió Conchita. Rosina
imploró--: ¡Déjalo! Todo se arreglará en seguida, te lo prometo. Que
venga, y nosotros como si tal cosa; por ahora como si fueras un amigo
que está de visita.
Pero Teófilo no podía oír porque le ofuscaba un espanto absurdo, algo
así como terror atávico.
Sintiéronse los pasos cadenciosos, graves y lentos de don Sabas, y
cuando se acercaban ya al umbral de la puerta, sin que Rosina pudiera
impedirlo, Teófilo huyó a refugiarse detrás de las cortinas del
perchero.


IX
_If music be the food of love, play on._
SHAKESPEARE.
... como la vihuela en el oído
Que la podre atormenta amontonada.
FRAY LUIS DE LEÓN.

Entró don Sabas, acercose a Rosina, le dio dos palmaditas en la
mejilla, con gesto paternal, y saludó con estas palabras:
--¡Hola, Pitusa! Hace frío.
--Siempre con frío metido en los huesos. Pues no eres tan viejo para
ser tan friolero.
--No es cosa de la edad. Desde niño he sido friolero. No puedo vivir
sin calor; necesito toda especie de calor, calor en el cuerpo y calor
de afecto en el alma --su afirmación contrastaba con la frialdad
del tono en que la hacía y con la indiferencia de la sonrisa--. Me
consentirás que no me quite el gabán.
--Claro, hombre. Pues no faltaba otra cosa.
Se sentó y se restregó las manos. Echábase de ver al punto que era
hombre público por la carátula que llevaba puesta, ocultándole la
verdadera y móvil expresión del rostro: esa carátula social de las
personas que han vivido muchos años ante los ojos de la muchedumbre,
carátula que tiene vida propia, pero vida escénica, y tiende a
tipificar con visibles rasgos fisionómicos el ideal y singulares
aspiraciones del individuo, de manera que facilita la labor del
caricaturista, porque la carátula tiene ya bastante de caricatura. Lo
típico en el semblante social de don Sabas era el escepticismo y cierta
afabilidad protectora que él reputaba como la más cabal realización
expresiva del _magnificum cum comitate_ o dignidad benévola de Séneca.
Su voz era más que recia, tonante, e incompatible con el aire de
duda que cuidaba de imprimir a sus dichos. En su perfil dominaba la
vertical, como en el de las cabras, y de hecho, a primera vista, con su
faz alongada y huesuda, sus barbas temblantes, saledizas y demasiado
lóbregas por la virtud del tinte, sus ojos oscuros y distraídos y el
despacioso movimiento de la mandíbula, según daba mesurado curso a
la densidad del vozarrón, hacía pensar en una cabra negra, rumiando
beatíficamente un pasto abundoso y graso.
Rosina estaba sentada de espaldas al perchero; don Sabas, cara a Rosina.
--Estoy cansado, Pitusa.
--¿Has trabajado mucho hoy?
--¿Trabajar? Qué inocentes eres, Pitusa. ¿Tú crees que le hacen a uno
ministro para trabajar? ¿Te figuras de veras que los ministros servimos
para algo, que el Gobierno sirve para algo? ¿Sabes qué papel hace
el Gobierno en una nación? El mismo que hace la corbata en el traje
masculino. ¿Para qué sirve la corbata? ¿Qué fin cumple o qué necesidad
satisface? Y, sin embargo, no nos atrevemos a salir a la calle sin
corbata. ¿Dónde está Platón? --desde que había comenzado a negar la
utilidad del Gobierno había echado de menos a Platón; pero como tenía a
orgullo poner en orden sus ideas y emociones y hacerles guardar cola,
esto es, conservar en todo momento una perfecta y estoica serenidad,
tanto intelectual como afectiva, no había inquirido acerca del pez
hasta que no hubo dado lento y adecuado desarrollo al parangón entre
los ministros y las corbatas.
Rosina refirió concisamente el triste acabamiento del pez de color de
azafrán.
--¡Qué hermosas enseñanzas nos ofrece la realidad a cada paso! Ya ves
de qué manera han concluido los días de Platón, embuchándoselo un
hombre como Angelón Ríos, un libertino que no piensa más que en gozar
mujeres, y mujeres, y más mujeres. Y es que toda filosofía, Pitusa,
tarde o temprano no sirve sino para alimentar el amor carnal.
A Rosina le había parecido siempre que en el tono que don Sabas
imprimía a su charla había un no sé qué implícito que podía traducirse
así: «No prestéis mucha fe a lo que digo, porque lo mismo me da decir
esto que todo lo contrario. La cuestión es pasar el rato.» Y este tono
Rosina lo había juzgado en otras ocasiones como buen tono y sutil
elegancia, aunque en rigor un poco ofensivo. Pero ahora le ofendía
extraordinariamente. En realidad, no sabía si echarle la culpa a don
Sabas o echársela a sí propia y a la impertinente nerviosidad que la
poseía. No lograba concentrar el pensamiento. Presumía la inminencia de
un conflicto.
Teófilo, entretanto, se hallaba sumido entre los pliegues de dos
faldas bajeras. Su irracional pavura se había disipado, y en su vez le
estrujaba los sesos una obsesión no menos irracional. La seda de las
faldas era muy crujiente, y a la más leve moción de Teófilo producía un
ruido crepitante que le transía los dientes. No temía que el ruido le
delatase, sino que le horrorizaba la sensación en la dentadura y que el
tormento se prolongara mucho. Y así, huérfano el cerebro de toda idea y
casi con ahínco de loco, luchaba por conseguir la inmovilidad absoluta.
--Sí, sí, Pitusa, estoy muy cansado. Pero el verte tan rosada, tan
linda, me alivia tanto... El peso de una cartera, Pitusa, es increíble.
Es como si tuviera sobre las espaldas una de las pirámides de Egipto,
con la punta hacia abajo. Me parece que no tardaré en presentar mi
dimisión.
Como la pausa de don Sabas se alargase demasiado, Rosina se vio
obligada a hablar, y como no tenía nada que decir, lo que dijo resultó
a destiempo:
--¿Tan pronto?
--Tan pronto ¿qué?
--La dimisión, digo.
--¿Tan pronto después de ocho días? Hace ocho días que soy Ministro y
te parece poco tiempo. ¿Tú qué sabes de eso, Pitusa? Ocho días tardó
Dios en hacer el mundo; poco fue para tan gran obra, por eso son
disculpables algunos olvidos que tuvo. Pero ocho días para arreglar
un trozo diminuto de una pequeñísima parte de aquella obra es más que
suficiente, y si no se arregla en este tiempo es por una de dos: o que
uno no sirve para el caso o que la cosa no tiene arreglo.
Después de unos minutos, Rosina se vio obligada de nuevo a decir algo.
Por suerte se acordó de la carta de Ríos.
--Se me había olvidado. Ríos ha dejado una carta para ti. Aquí está.
Disponíase a leerla don Sabas cuando echó de ver un par de botas viejas
y empolvadas asomando por debajo de la cortina del perchero. Como ya
había hecho propósito de leer la carta, aplazó toda hipótesis para en
concluyendo de leerla.
--Bien; otra petición. Esto es lo que me cansa, lo que me abruma.
Desde que entré en el ministerio, por todas partes me persigue gente
postulando. Esto no es una nación, es un asilo de mendicantes --y con
mirada distraída examinó las botas--. ¿De quién son aquellas botas?
A tiempo que don Sabas hacía la pregunta, una de las botas desapareció
detrás de la cortina. Teófilo no había podido reprimir el movimiento
instintivo de retirar un pie.
Don Sabas se levantó, se acercó al perchero y descorrió la cortina.
Rosina no se atrevió a mirar.
Don Sabas estuvo algún tiempo perplejo y mudo ante aquel hombre tan
largo y cenceño, de mirar desvariado, que parecía estar sepulto en
posición erecta, a la usanza rabínica.
Teófilo comprendía que el único modo de evitar, o cuando menos anular
lo grotesco del lance, era convertirlo en trágico. Don Sabas, a
quien desagradaba por igual lo trágico que lo grotesco, porque le
interrumpían momentáneamente la fruición de su voluptuosidad rumiada
y quieta, resolvió aceptar el descubrimiento de Teófilo con serena
cortesía, como si fuera uno de los infinitos sucesos nimios que forman
la urdimbre de la rutina social.
--¡Oh! --dijo con graciosa solicitud, tendiéndole la mano--. Cuánto
siento... Siéntese usted. Rosina, preséntame a este caballero.
Rosina levantó la cabeza. Había entrado en posesión de sí misma y
estaba tranquila.
--Es un amigo mío.
--Y yo no deseo otra cosa sino que lo sea mío también.
--El señor Pajares.
--Pajares... ¿Es usted el escritor?
--Servidor de usted --habló Teófilo, esforzándose en parecer altanero.
Sin embargo, ante don Sabas sentíase sugestionado, empequeñecido, como
si aquel hombre pudiera hacer de él lo que le viniera en gana.
--Sí, sí, ya recuerdo; Pajares, novelista.
--No, poeta --corrigió Rosina, con involuntaria hostilidad.
A don Sabas no le gustaba molestar a sabiendas a la gente, ni rodearse
de personas irritables o melancólicas; en general, le molestaba el
sufrimiento ajeno, no por compasión, sino por egoísmo, y así se cuidaba
de huir la presencia de él, mas no de evitarlo.
--Pues yo he leído algún cuento y novelas cortas del señor Pajares --lo
cual era falso.
--Sí, he escrito también cuentos y novelas cortas --corroboró Pajares,
muy lisonjeado.
--Y versos también he leído, ¡ya lo creo! Mi hijo Pascual habla mucho
de usted y con gran admiración. Usted es modernista, y nosotros, los
viejos, no podemos ser modernistas; pero en todos los géneros hay bueno
y malo. Y usted es de lo bueno, sí, señor. --Don Sabas no se proponía
otra cosa que halagar al poeta y reducirlo a una sociabilidad corriente
y moliente, de visita. No había leído un solo verso de Teófilo y le
importaba un ardite la llamada poesía modernista. Tanto a Teófilo como
a Rosina les cosquilleaba una leve zozobra; no sabían si don Sabas
hablaba en serio o irónicamente. Don Sabas preguntó--: Bajo su palabra
de caballero, señor Pajares, ¿me promete usted decirme la verdad?
--Según de lo que se trate.
--¡Bah!, una cosa muy sencilla; ¿promete usted?
--Sí, señor; prometo.
--¿Está usted enfermo?
Teófilo palideció.
--¿Lo está usted? Dígame la verdad.
--No le entiendo a usted...
--De sobra que me entiende...
--Le juro a usted, que no entiendo... ¿Qué puede importar a usted que
yo esté o no esté enfermo?
--¿No ha de importarme? Verá usted; cuando entra a servirme un nuevo
mozo de comedor, lo primero que hago es decirle: «Mira, hijo, aquí está
la botella de vino y aquí un vaso. Este vaso es solamente para ti. Ya
sé que no puedo impedirte que bebas el vino de escondite; por eso, lo
único que te ruego es que no bebas por la botella y nos sirvas luego
a los demás tus babas.» ¿Comprende usted ahora? De todos los crímenes
que conozco, el más grave, para mí, es el de esos hombres atacados de
enfermedades vergonzosas que no tienen reparo en corromper y contagiar
a otros cientos de hombres por intermedio de mujeres que toman y dejan
a la ventura.
--Si no he comprendido mal, para usted lo grave de este crimen no es
que una pobre mujer caiga enferma, sino que, por segundo endoso, otros
hombres, quizás personas respetables, grandes personajes, sufran el
contagio.
Rosina sonrió cordialmente a Pajares, quien en aquel instante se sentía
muy superior a don Sabas.
--No me he explicado claramente. No he hablado de la mujer sino como
vehículo, porque, si usted se para a pensarlo ecuánimamente y aparte la
lástima que nos inspire, no es otra cosa que vehículo. Y si no, compare
usted la proporción numérica del mal, y verá que de un lado hay una
mujer y de otro cientos y cientos de hombres a quienes ella infesta.
--En este caso no veo sino una mujer, y muy en segundo término un solo
hombre.
--Se exalta usted sin motivo. Parece usted echarme en cara que cuando
abomino del mal general no pienso sino en el mío propio. Es decir,
que mis palabras no estaban dictadas por el amor al prójimo, sino por
el temor de un daño que pudiera sobrevenirme; en suma, que he hablado
egoístamente. Sí, señor; así es. Lo reconozco. Y no puede menos de ser
así, porque el egoísmo es la medula espinal del espíritu humano. Cuanto
hacemos, aun las acciones más generosas, no tiene otro móvil que el
egoísmo. Su exaltación de usted hace un momento, y sus nobles palabras
de lástima por las mujeres caídas y enfermas, ¿qué eran sino balbuceos
de un egoísmo inconsciente que le movió a usted a declararse paladín
del sexo por ganar el amor, o acrecentarlo y robustecerlo, de una
mujer que le estaba escuchando? Pues el progreso moral no es otra cosa
que la más clara conciencia de este egoísmo radical y el mayor valor
para declararlo en público; de manera que, contrastándose egoísmo con
egoísmo, cede cada cual en aquello que puede y debe ceder y se alcanza
una paz deleitable, armoniosa y duradera. El progreso moral consiste en
aprender a no engañarse ni engañar. La caballerosidad, el honor no son
sino la moneda admitida en los contratos o chalaneos de buena fe entre
varios egoísmos. Y así, de caballero a caballero, invocando mi egoísmo,
lo cual equivale a darle a usted derecho para que usted me invoque el
suyo cuando lo necesite, le pregunto: ¿está usted enfermo?
Teófilo volvió a sentirse empequeñecido por don Sabas. Pensaba que
no tenía razón el ministro; pero no sabía qué contestarle. Y Rosina
pensaba como Teófilo.
--Pero es que... --atajó Rosina, dirigiéndose a don Sabas--, si te
figuras que ha habido algo entre nosotros...
--Si no te echo nada en cara, Pitusa... Me parece muy natural. Yo soy
viejo y tú eres joven, ¿cómo te voy a exigir fidelidad absoluta? Y
hasta me parece preferible que hayas elegido un artista a uno de esos
señoritos silbantes...
--De caballero a caballero --habló Pajares--, puesto que usted se
obstina en preguntarlo, le respondo, por última vez, que no le va a
usted ni le viene en mis enfermedades. Y no le va ni le viene, porque,
como ha dicho Rosa, nada ha habido entre nosotros, ni puede haberlo,
porque yo no lo aceptaría entretanto que no sepa que Rosa es mía y
solamente mía. Usted parece que no puede comprender esto...
Don Sabas inclinó la cabeza, reflexionando:
--No, no lo puedo comprender. Pero, aun cuando hubiera habido algo, lo
disculpo; es más, lo justifico. Rosa es, por decirlo así, el ornamento
de mi vida, y ella sabe cuán humildes son mis exigencias. ¡Si solo
mirarla me deleita!... No soy tan insensato que me obceque en obligarla
a una fidelidad completa. Lejos de eso, me hace feliz saber que ella lo
es por diferentes caminos. Tampoco puede usted comprender esto.
--No lo puedo comprender.
--Y es que usted piensa que el suyo, por ser desordenado, es mejor
amor. Pues mire usted, yo renunciaría ahora mismo a Rosa si supiera que
mi renuncia le acarreaba verdadera ventura, a pesar de todo mi egoísmo
--por primera vez se le cayó la carátula de afabilidad protectora,
dejando al desnudo un rostro gravemente triste. A seguida superpuso
nuevamente la carátula, y añadió--: Pero, por ahora, Rosa no necesita
mi renuncia, ni con ella piensa ser más venturosa, ¿verdad, Pitusa?
Las emociones de Teófilo se concretaron en una sentencia mental: «Si
yo tuviera unos miles de pesetas en el bolsillo...» Como si Rosina lo
hubiera adivinado, respondió:
--Ya te he dicho, Sabas, que nada hay entre nosotros, y yo no miento.
Por lo tanto, claro está que no necesito esa renuncia.
Teófilo miró con estupor a Rosina, quien aprovechando la distracción
del ministro, guiñó un ojo al poeta, como haciéndole cómplice de su
disimulo.
--A propósito, Pitusa. Me ha escrito don Jovino, por mal nombre
_el Obispo retirado_. Dice que dentro de tres o cuatro días es la
inauguración de la temporada y que aguarda el nombre con que has de
presentarte al público; es urgente, porque necesitan tirar los carteles
con alguna anticipación. ¿Sabía usted, señor Pajares, que la Pitusa nos
ha resultado una gran cupletista y se lanza definitivamente a la escena?
--Sí, señor.
--Bien, bien; pues ayúdenos usted a elegir un nombre para ella...
Convendrá usted conmigo en que del nombre depende la mitad del éxito,
sobre todo en la mujer. Es necesario encontrar uno que, como exige
el código del Manú, cuando se pronuncie sepa dulce en los labios. Yo
he seleccionado unos pocos que someteré al juicio de ustedes. Por lo
pronto siento una invencible inclinación hacia los nombres de mujer
que comienzan por A. Entre otras razones: para producir el sonido de
la A se abre de pleno la boca, porque A es una vocal admirativa, y,
dado que es cosa probada que los movimientos y actitudes musculares
provocan ciertos estados de ánimo, como el hipnotismo ha demostrado,
resulta que al pronunciar un nombre de mujer que empieza por A,
involuntariamente propendemos a la admiración. Todo esto le parecerá a
usted extraordinario, ¿verdad, señor Pajares? En último término puede
que sea una de tantas tonterías como a uno se le ocurren. He aquí los
nombres: Acidalía, que es una de las advocaciones de Afrodita; Actea,
una nereida; Adrastia, hija de Júpiter o Zeus y de la Necesidad;
Antígona, que todo el mundo sabe quién fue --y miró irónicamente a
Teófilo--, y Lotos, una ninfa. Este último nombre no tiene la A por
inicial; pero a mí me suena muy bien. Lotos o Antígona, me parecen dos
buenos nombres de cartel. ¿Qué dices, Pitusa?
--¿Qué te parece a ti? --solicitó de Teófilo Rosina, proporcionándole
con el tuteo, en presencia del Ministro, gran satisfacción.
--Antígona me parece un nombre muy bello. Suena un poco trágico, pero
no importa.
De que era un personaje de la tragedia antigua estaba seguro, y esto
era todo lo que sabía acerca de Antígona; él, Pajares el poeta, que
había decorado siempre sus versos con innúmeras alusiones al arte y a
la mitología helénicos.
--¿Ha oído usted ya cantar a Antígona?
--No, señor.
--¿Quieres cantar algo, Antígona?
--Ya lo creo, con mucho gusto --se levantó de la butaca, y con
gentil alacridad fue hasta el piano. Volviose un punto para decir a
Teófilo--: Te advierto que toco rematadamente mal. Solo lo preciso para
acompañarme.
--¿Qué vas a cantar, Pitusa?
--_Ninon._
--¡Oh, Pitusa; canta cualquiera otra cosa!... ¡Eso es tan
sentimentalmente cursi!...
--A mí me gusta, Sabas.
Rosina cantó:
Ninon, Ninon, qu’as tu fait de la vie?
L’heure s’enfuit, le jour succède au jour.
Rose ce soir, demain flétrie,
Comment vis-tu, toi qui n’a pas d’amour?
Aujourd’hui le printemps, Ninon,
Demain l’hiver...
La voz de Rosina era escasa; pero tenía densa transparencia de óleo y
se insinuaba dentro del espíritu con cariciosa suavidad. Desafinaba a
veces un poco, y era en todo momento insegura, algo temblorosa, como
si diluida dentro de ella palpitase una gran emoción, de la cual se
contagiaba muy presto el oyente. Teófilo no entendía las palabras;
pero la música se le filtraba hasta el más oscuro rincón del alma,
colmándole de ciega felicidad, que al esforzarse en adquirir luz y
conciencia de sí propia producía dolor gustoso.
Don Sabas tenía los párpados caídos, y la carátula también. Con
profunda angustia recibía en el corazón los versos de Musset y el
lamento _sentimentalmente cursi_ de Tosti: «_¿Qué has hecho de tu
vida? Huyen las horas, y las días suceden a los días. La rosa de esta
tarde, mañana estará marchita... Hoy, primavera; invierno, mañana._»
Y luego, _¿cómo se puede vivir sin amor?_ ¡Oh, amor; necio engaño!
Sicilia, de la propia suerte que había teñido de negro la ancianidad
de sus barbas, había blanqueado de filosofía la negrura desolada de su
espíritu escéptico. Pero ahora, bajo el influjo de aquella musiquilla
cándida, quejumbrosa, el postizo embadurnamiento se resquebrajaba, se
derretía, dejando al aire hielo vivo entre sombras. Y con el corazón
aterido, Sicilia abarcaba la desmesurada vacuidad de todo lo creado.
¿De qué le había servido aquel emplasto de estoicismo, epicureísmo y
anacreontismo, a dosis iguales, aplicado al alma por curarla del miedo
a la muerte y darle fuerza y virtudes? Era honesto y virtuoso en el
sentido clásico; no había hecho mal a nadie; pero sus virtudes, ¿qué
eran sino groseros simulacros, prendas de abrigo que no abrigaban?
Mesábase las barbas, engañosamente negras, y la amargura del pecho casi
le rebasaba por los ojos.
Terminada la canción, cuando Teófilo y Rosina miraron de nuevo a don
Sabas, este tenía ya superpuesta la carátula social.
--Muy bien, Pitusa. Tienes una voz muy dulce y mimosa. Pero esa
romancita...
--La romanza es admirable. Nada hay tan penetrativo ni que tan
hondamente remueva el alma como la música --sentenció el poeta.
Como poeta español que era, tenía por característica un sistema
nervioso esencialmente refractario a la música. Nunca había sentido
la música. Oyendo cantar ahora a Rosina había recibido insospechadas
emociones, que no eran sino voluptuosidad sin satisfacer, evaporada
en bruma de anhelo, y que él tomaba por puras emociones musicales.
Encontrábase tan enorgullecido con el reciente don de sensibilidad que
preguntó a don Sabas:
--Pero, ¿de veras no le ha conmovido la romanza?
--¿Qué quiere usted que le diga? A esta música dulzona italiana, y
aun a la alemana, prefiero la española, porque es más instintiva, más
sincera. El español no concibe la música sino como aderezo de la
lujuria o a manera de desfogo físico y bramido carnal; por eso los
músicos españoles no aciertan a componer nada que valga la pena, como
no sean chotis, tangos y jotas. Chotis, tangos, jotas: esa es música, y
buena música, música centrífuga, que le vacía a uno el cerebro a través
de los miembros, derramándolo hacia afuera, en un prurito de danzas,
de cabriolas y otros ejercicios más placenteros. Pero, la otra música,
la centrípeta, cuya acción es a la inversa, de fuera adentro... Si
corrieran tiempos de tiranía y yo fuera tirano, suprimía de un golpe,
así, con un rasgo de la pluma, semejante clase de música. O mejor, y
para mayor seguridad, suprimía la música en absoluto --y sonrió con
afabilidad indiferente.
Rosina, vejada por la frialdad de don Sabas y sin haberle entendido,
habló en tono algo áspero:
--En resolución, que para ti la música, como quien oye llover.
--Psss... Ojalá nunca aprendas, Pitusa, a oír llover.
--Oh, Sabas; a veces me atacas los nervios, porque no pareces una
persona...
--Está por la primera vez que veo enfadada a la Pitusa. No he querido
enojarte, Rosina, y ya te he dicho que tu voz es muy suave y bella.
Harto sabes cuánto me gusta oírte cantar. Te pronostico grandes éxitos
en el teatro.
--Allá veremos --contestó Rosina con mal simulada humildad.
La fuerza atractiva de la gloria la orientó hacia el futuro, de
manera que continuó hablando con voz de lontananza, como si los
seres y cosas en torno de ella hubieran dejado de existir. Dijo que
no cantaba en Madrid sino a guisa de ensayo o prueba por ver si el
público la atemorizaba; que en cantando dos o tres noches rescindiría
el contrato con _el Obispo retirado_, por grande que fuera el éxito
de su presentación; que el foco de sus ambiciones era París, y que
deseaba también conocer los Estados Unidos del Norte de América. Tanto
don Sabas como Teófilo sentían por modo evidente cuán lejos de ellos
estaba aquella mujer, cuán inasible e indomeñable era su corazón. Hubo
un silencio que rompió Antígona, retrotraída al futuro próximo.
--Se me olvidaba decirte, Sabas, que pienso pasar la semana que viene
en El Escorial.
--Es el caso, Pitusa, que como estamos en las tareas preliminares del
Gobierno no podré acompañarte. Te haré alguna visita.
--No, no te molestes. Quiero estar sola, completamente sola, unos días.
--Como gustes --don Sabas había comprendido.
Pajares consideraba los días de El Escorial como la crisis decisiva
de su existencia. Durante ellos, había de apoderarse para siempre de
Rosina o perderla para siempre.
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