Troteras y danzaderas: Novela - 16

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las prostitutas saben llevar el halo de la popularidad con más decoro y
mejor aire que los políticos.
Había gran curiosidad por oír a Raniero Mazorral. Era este un
periodista, con puntas y collares de pensador, que había pasado varios
años en el extranjero, esbozando desde allí diversos diagnósticos
acerca de España y sus dolencias. Volvía ahora a la metrópoli, a lo que
se presumía, con el remedio de aquellas dolencias.
La mesa presidencial estaba vacía. Detrás de ella, en el fondo de una
gran hornacina roja rematada en un dosel, había una puertecilla que
se abrió y cerró en un abrir y cerrar de ojos; pero cuando se cerró
ya había dejado fuera un hombre. Fue una aparición un tanto milagrosa
y un tanto cómica, como la de esos muñecos de sorpresa que saltan
fuera de una caja al abrirse la tapa. Aquel muñeco humano era Raniero
Mazorral. Fue saludado con grandes aplausos, a los cuales respondió
él inclinándose con mucha dignidad. Era un hombre corpulento, bien
construido, guapo. Vestía con sobria elegancia britana y estaba un
poco pálido. Sentose detrás de la mesa, tomó una cuartilla en la mano
y comenzó a leer con voz temblorosa, virilmente bella. El encanto
de aquella voz se apoderó muy presto del público. Era una voz de
altura, cilíndrica y melodiosa, como el agua que cae de una gárgola.
Mazorral decía que España no había entrado aún en la comunidad de las
naciones civilizadas; que civilización era sinónimo de cultura, de
objetividad científica, y tanto valía decir cultura y ciencia como
Europa, por donde si España pretendía salvarse debía incorporarse a
la cultura, europeizarse, y para lograrlo, Mazorral aconsejaba, con
amplios ademanes apostólicos, dos virtudes: bondad y trabajo. «¡Sed
buenos, trabajad!» Clamaba con voz estrangulada y angustiosa. Sus ojos
tenían la facultad de extraviarse a capricho, de suerte que la pupila,
gris azulada, parecía diluirse por la córnea, como los ojos de un
vidente en el trance. Fervorosos aplausos interrumpían la lectura con
frecuencia. Las ideas no eran nuevas para el público; las mismas quejas
de Raniero Mazorral, aunque con diferentes palabras, habían sonado en
oídos españoles desde hacía siglos; los remedios que el orador ofrecía
eran vagos y de dudosa eficacia. Todo ello era una canción vieja, y,
sin embargo, dijérase que se oía por vez primera, y es porque por vez
primera se había infiltrado en la canción vieja lo patético de ciertas
modulaciones que le daban emoción estética.
De esta suerte discurría Guzmán, que estaba sentado junto a Tejero.
Miró de reojo al joven filósofo, con su grande y apacible cabeza
socrática, prematuramente calva, la desnuda doncellez de sus ojos e
imperturbable aplomo de figura con recia peana. Tejero era quien había
infundido emoción estética y comunicativa a aquella vieja lamentación
española que ahora hacía eco en el cráneo de Mazorral. Las ideas
y emociones de esta conferencia eran obra de Tejero, a las cuales
daba virtualidad escénica Mazorral, hombre apto para la exhibiciones
histriónicas. Explícitamente lo reconoció así el propio Mazorral desde
la tribuna, proclamando a Tejero jefe e inspirador de la juventud
culta, gran español, a cuyo celo y diligencia el _problema España_
debía su enunciación exacta y metódica, y ángel exterminador de la
política arcaica, aludiendo con esto último a que Tejero, con un simple
discurso en un mitin, había derribado del ministerio a don Sabas
Sicilia, el cual ocurrió que se encontraba entre los oyentes y hubo de
recibir en tal punto muchas miradas de través.
Al terminar la conferencia el público aclamó a Mazorral. Cuando la
gente salió a los pasillos, calzándose nuevamente a la puerta las
babuchas de la maledicencia social, apercibiose el que más y el que
menos a arrancar túrdigas de pellejo al conferenciante.
Díaz de Guzmán se encontró par a par de don Sabas Sicilia, cuando
abandonaban entrambos el salón.
--¿Qué hay Guzmancito? ¿Qué se hace? Ya sabe usted que siempre se le
estima.
Don Sabas Sicilia, en los últimos tiempos, había simplificado
grandemente la práctica de las artes cosméticas. Ya no se teñía las
barbas: ahora eran de un blanco sucio y más crecidas que antes. No
usaba mixturas ni linimentos para encubrir las arrugas atirantando
la piel y atusar los mezquinos pelos del cogote. De viejo verde
se había convertido, a la vuelta de unos meses, en anciano, y, en
consecuencia, ascendido no poco en nobleza corporal. Mas para ser
por entero noble y venerable le estorbaban dos cosas: el trasunto
caprino del perfil y aquella sonrisa sarcástica de hombre que está
en el secreto, un secreto que por las señales que antaño de él
trascendían debía de ser humorístico y era al presente palmariamente
triste y agrio. La descoloración de las barbas de don Sabas había
coincidido con el decaimiento y fracaso de todas sus ilusiones. Sus
dos hijos, Pascualito y Angelín, a quienes había educado de una manera
filosófica, según decía él, y para hombres perfectos, guiándoles
desde la niñez según los dictados de la razón humana, defendiéndolos
contra el ataque embozado de los prejuicios religiosos e inculcándoles
el culto a la vida como supremo ideal, le habían salido dos hombres
frustrados. Angelín, ni siquiera hombre. Durante el último invierno
don Sabas se había visto obligado a librar varias veces a su hijo de
las garras judiciales, después que le habían sorprendido en aventuras
de sodomítico libertinaje. Pero lo peor para don Sabas era lo de
Pascualito, el predilecto de su corazón. Lo de Angelín lo reputaba
doloroso infortunio; lo de Pascualito era una bajeza. Ello consistía
en que el primogénito había entablado relaciones amorosas y estaba ya
para casarse con una infeliz criatura canija, fea y nada inteligente,
de la cual no gustaba ni poco ni mucho, como lo patentizaba el hecho de
andar, en vísperas de boda, refocilándose con otras mujeres alegres,
e iba al matrimonio con grosero impudor por apoderarse de los muchos
millones que la niña, hija única, atesoraba. Para don Sabas la virtud
era el buen tono o elegancia del espíritu, así como el talento era
la elegancia de la inteligencia, no otra cosa. Cuando se informó,
con todas las circunstancias, de aquel matrimonio que Pascualito
quería contraer, don Sabas se resistía a creerlo. Sostuvo una larga
conversación con su hijo, al cabo de la cual averiguó, con flagrante
evidencia, que Pascualito no tenía elegancia moral ninguna. Y como el
padre le declarase que el hecho que iba a consumar no solo era una
acción soez, fea y de mal gusto, sino también un crimen contra la
sociedad y la especie, el hijo rechazó tales imputaciones con gran
descaro y firmeza, justificando su conducta con sentencias y máximas
que desde niño había oído de labios de su padre. Don Sabas no había
querido oponerse a la boda, porque Pascualito era ya mayor de edad
y nada se remediaba con la oposición, que hubiera sido subrayar la
vergüenza y oprobio de su hijo. No lograba entender cómo aquellos
saludables principios encaminados hacia la felicidad y el sumo bien,
que desde que eran niños había procurado infundir en el corazón de
sus hijos, andando el tiempo pudieran sufrir tanta mudanza y servir
de alcahuetes a las más ruines flaquezas. Él se había esforzado en
enseñar a Pascualito a ser un hombre digno, y Pascualito cimentaba
su indignidad precisamente en las enseñanzas paternales. Con ser muy
graves los disgustos familiares, lo que en puridad había destrozado a
don Sabas era la pérdida de Rosina.
--¿No ha venido Pascual a la conferencia? --preguntó Guzmán a don
Sabas, por preguntar algo.
--No sé. Anda tan atareado estos días...
--¿Con la boda?
--Sí, creo que sí.
--¿Cuándo se casa?
--No lo sé exactamente. Entonces, ¿qué le ha parecido a usted la
conferencia, querido Guzmán?
--Muy bien, ¿y a usted?
--A mí me ha divertido mucho. No recuerdo qué político inglés decía que
la vida sería tolerable sin sus diversiones. Sin lo que de ordinario
se entiende por diversiones, claro está. Yo digo que la vida sería
inaguantable si todos los hombres fuesen razonables. ¿Hay nada más
tedioso que una conversación razonable, que un libro razonable o un
discurso razonable? Para mí, decir que estas cosas son razonables y
decir que no había ninguna necesidad de haberlas hecho, puesto que
son razonables, es la misma cosa. Se dice que aquello que diferencia
al hombre del resto del universo es la razón. ¿De dónde han sacado
semejante desatino? Lo que le diferencia es la sinrazón. En la
naturaleza todo es razonable, no hay sorpresas, todo es aburrido; pero
salta este animalejo en dos pies que llaman hombre, y con él aparece
la sinrazón, lo absurdo, lo arbitrario, la sorpresa, lo cómico, lo
solazante y ameno. Si un hombre discurriera con la exactitud mecánica
de la naturaleza, de manera que sus palabras tuviesen la coherencia
fatal de los fenómenos naturales, ¿habría nada más aburrido? No, no;
lo bueno es lo inesperado del desatino, lo insólito de la sandez, lo
imprevisto del disparate. Por eso me ha divertido tanto la conferencia
de Mazorral. Bondad y trabajo; aconsejar bondad y trabajo... Vamos,
que no se le ocurre al que asó la manteca. Aconsejar «sed buenos»
es lo mismo que aconsejar «sed albinos» o «sed velludos.» Digo
mal --rectificó don Sabas, acercándose a calentar las manos en un
calorífero--, es lo mismo que aconsejar «sed inteligentes». Todos
somos más o menos inteligentes, porque el pensamiento es una secreción
del cerebro, como la bondad es, por decirlo así, una secreción del
corazón. Pudiéramos comparar el corazón humano a las vacas. Las hay de
diferentes razas; todas dan leche; pero hay razas que dan mucha más.
Es un hecho que vaca muy lechera o poco lechera, la vaca da más leche
cuando está mejor alimentada. De la propia suerte el hombre harto
propende a la bondad, así como el famélico a la malignidad; tan es
así, que yo a veces dudo si la residencia de los afectos es el corazón
o el vientre. También hay procedimientos artificiosos para aumentar la
secreción de la leche y de la bondad. Para lo primero se acostumbra
dar sal a las vacas; pero en este caso la leche es agüedinosa y sin
sustancia. Como ejemplo de lo segundo podemos poner el del partido
conservador concediendo al pueblo cierta mesurada dosis de ilusoria
libertad; pero los frutos que con ello consiguen son engañosos y
efímeros. Ahora bien; la vaca, cuando está en los últimos meses de
preñez, no da leche. Aplicado al hombre quiere decir que en aquello
que atañe a la obra propia, a la ambición personal, al egoísmo, el
corazón se seca. Así ha sido, así es y así será, porque la naturaleza
lo ha querido. Y si no, háblele usted mal a Mazorral de uno de sus
artículos o dígale que su conferencia ha sido una _batata_, como se
dice en esta casa, y a ver en qué paran sus ampulosas predicaciones
morales. Puede suceder que no se ofenda, lo cual querría decir que
además de tener el corazón seco los sesos le echan humo, o sea, que es
ridículamente vanidoso. Pues, ¿y lo otro? Trabajad... Es como decir,
«respirad». Decir vida y trabajo es una cosa misma. De una manera ú
otra el hombre trabaja siempre. ¿Conoce usted algo más trabajoso que
seducir a una mujer que no gusta poco ni mucho de su cortejador? Pues
son infinitos los que se toman ese trabajo. ¿Por qué? Porque ven un
fin como remate del esfuerzo, una satisfacción como premio de muchos
sinsabores. Aconsejar a las colectividades trabajo es cosa necia. Lo
que se debe hacer es sugerirles un ideal asequible y halagüeño, hacia
el cual converja a pesar suyo la actividad, y con esto se coloca
naturalmente a los hombres en potencia próxima de ser bondadosos. El
ideal es el mejor estimulante de la alta cultura. Un pueblo sin ideal
es un pueblo perezoso, y perezoso no quiere decir que no trabaja,
sino que trabaja sin perseverancia, método o disciplina y por cosas
inanes o de poco momento. Pero el ideal no se construye sino con la
imaginación. El pueblo español no tiene imaginación aún. ¿Ha visto
usted cosa más mazorral, yerma y antiestética que el cerebro de este
señor Mazorral? La imaginación, me parece a mí, es la forma plástica
de la inteligencia y del sentimiento. Tiene su mecánica, sus leyes,
su realidad, realidad más alta que la misma realidad externa. En esto
se diferencia de la quimera, que es una aspiración confusa, caótica,
mística. España ha sido un pueblo de quimeras: nunca ha sabido lo que
ha querido. Nuestros conquistadores iban a descubrir mundos y a rebañar
oro sin plan ni propósito, y cuando lo conseguían, no sabiendo qué
hacerse de él, con la espada escribían _nihil_ en el mar, daban toda
su fortuna al clero y se iban a morir a un convento. En último término
tenían razón. Y ahora viene lo más curioso, aquello de que el joven
Tejero me derribó con un discurso... --don Sabas sonrió amargamente--.
De eso a decir que el propio señor Tejero obligó con otro discurso
a Carlos de Gante a retirarse a Yuste, no va nada. Carlos V, aun
cuando no era español, es el arquetipo de los políticos españoles.
Declarémoslo con toda franqueza; entre españoles existe con maravillosa
abundancia el tipo del político a quien se le da una higa por el bien
público. No somos servidores del pueblo con las responsabilidades
anejas a una magistratura, sino trepadores de alturas. Un español no va
a la política por vocación, sino por ambición. Queremos conseguir lo
más para saber que nada hay que merezca la pena de conseguirlo y por
el gusto de renunciarlo. No nos damos por satisfechos hasta que desde
una gran altura no hemos visto muy pequeñitos a nuestros semejantes.
Los españoles a los cuarenta años estamos cansados de todo. Ya hacía
quince años que yo no era ministro, y le juro a usted que la última
vez entré a regañadientes y no veía el momento de tirar la cartera.
Porque, querido Guzmán, en el fondo de todo esto que decimos acerca
del carácter español, ¿no habrá el reconocimiento implícito de que es
el carácter más profundamente sabio y moral, el que mejor se ha dado
cuenta del sentido de la vida, esto es, el que más la desprecia? ¿Qué
dice usted?
--Digo que discurre usted con asombrosa incoherencia.
--Vamos a ver, vamos a ver, ¿por qué? --inquirió benévolamente don
Sabas.
--¿No comenzó usted asegurando que las palabras de una persona que
discurriese con absoluta coherencia sería la cosa más tediosa del
mundo? Pues si ello es verdad, como todo lo que usted dice a mí me
parece extraordinariamente ameno, la consecuencia es clara.
--No está mal. Es un elogio de doble filo; pero me agrada, porque
prefiero amenizar la vida de los que me oyen a machacarles los oídos
con monsergas solemnes. De todas suertes he hablado demasiado y temo
haberle aburrido.
--No, de ninguna manera.
--Bien; no ha sido demasiado, pero ha sido bastante. Le dejo y voy a
sumarme a aquel corrillo de graves padres de la patria, sesudos homes.
Guzmán se acercó a una numerosa tertulia de ateneístas, que se había
congregado al extremo del pasillo. Estaban unos sentados en mecedoras,
otros en un diván; algunos se mantenían en pie. Uno, en una mecedora,
tenía un gato sobre las piernas. Habló así:
--Mazorral ha olvidado que el genio tutelar del Ateneo es el gato,
y que la filosofía del gato vale más que todas las filosofías. Ella
nos enseña a ser perezosos, voluptuosos y elegantes. Vamos a ver
--dirigiéndose al gato--, ¿por qué no te has presentado en la tribuna
y subiéndote a la mesa del conferenciante le has dado un mentís solemne
a sus paparruchas? Sí, sí, comprendo; es que desprecias esas minucias.
Sí, hay cosas que no merecen sino desprecio.
--Señores --insinuó un individuo flaco, alto y mal trajeado,
encarnación austera de la ecuanimidad--, procuremos ser justos. Se
pueden poner en tela de juicio las ideas de la conferencia, que a mí
me han parecido bien, entre paréntesis; pero lo que no se puede dudar
es que ha sido una conferencia bellísima literariamente, que nos ha
forzado a aplaudir, sugestionados muchas veces.
--Pues eso es precisamente lo que decimos --replicó uno de los del
diván, de cara aplastada y obtusa--. Que ha sido una conferencia llena
de latiguillos y recursos de mala fe. Le deslumbran a uno, le hacen
aplaudir sin que sepa lo que hace, muchas veces porque no digan; pero
viene luego la reflexión y entonces se echa de ver que todo aquello era
bambolla.
--¡Es un farsante! --falló una criatura enjuta y vehemente que hacía
claudicar su mecedora con descomunal denuedo.
--Para mí los farsantes son dignos de toda admiración --declaró uno de
los que estaban en pie. Era un hombre menudo, con cuerpo de monaguillo
y cabeza de sacristán. Llevaba un sombrero desaforado que amenazaba
hundírsele hasta la mandíbula, y hacía el efecto de un sombrero de
hombre sobre un cráneo de niño--. Para ser farsante se necesita, como
condición _sine qua non_, ser inteligente. Nos entenderíamos mejor si a
la farsa la llamásemos _pose_, y a eso otro que caracteriza a Mazorral
y a muchos animales inferiores, _mimetismo_. La simulación es una forma
zoológica del instinto de conservación, que lo mismo existe entre los
ortópteros que entre los periodistas. La _phyllia_ y la _callima_,
por ejemplo, son dos mariposas tan parecidas a una hoja que, cuando
se posan en un árbol y se adhieren a una hoja de él, no se las puede
diferenciar. Lo mismo hay periodistas tontos que se consustantivan con
la hoja de un periódico, y, aun cuando no sirven para nada, allí se
están años y más años, como si la vida misma del periódico dependiera
de ellos. El _mimetismo_ es una actividad irracional, instintiva,
despreciable. Nada hay más fácil que simular talento. Por el contrario,
la farsa es una cualidad específica de las grandes inteligencias, y en
cierto modo puede considerarse como una creación artística. Por eso se
acostumbra a llamar _pose_. Recuérdese a Beaudelaire, d’Aurevilly...
--sus palabras hacían también el efecto de palabras de hombre en labios
de niño. De frase a frase dejaba grandes silencios por avivar la
expectación de los que le oían. Viéndole, se pensaba en un camarero que
antes de descorchar una botella bailase la danza del vientre.
--¡Bah! _Mimetismo_ o _pose_ o farandulería, ¿qué más da? --observó un
ser indolente que estaba sobre el diván, sentado a la turca y con los
ojos vueltos hacia el cielo raso--. El caso es que Mazorral no ha dicho
nada nuevo. Todo eso se viene escribiendo en España desde hace siglos:
ahí está el libro de Halconete que lo puede atestiguar. Y, sobre todo,
si se trata de dar formas nuevas a quejas antiguas, la forma no es de
Mazorral, sino de Tejero. La conferencia es un plagio de los artículos
de Tejero.
--¿No dicen ustedes nada de lo más grotesco de todo? ¡Formidable!
--clamó un mancebito imberbe, rechoncho, de faz seráfica--. «Nosotros,
los jóvenes... Porque los jóvenes haremos... A los de la nueva
generación nos incumbe...» --peroraba en tono campanudo, contrahaciendo
la voz abaritonada y vibrante de Mazorral--. Cualquiera diría al oírle
que acaba de salir de las aulas universitarias y que está en los
albores primaverales de su vida, cuando todos sabemos que pasa de los
cuarenta y cinco. ¡Formidable! Son de esas cosas que hay que verlas
para creerlas. Pues, ¡oído al parche! Él dice que se está preparando
para ser el mejor dramaturgo de España; pero que no escribirá su primer
drama hasta dentro de quince años, porque todavía no está maduro. Será
un drama póstumo. Por lo pronto ya tiene su ideal estético, que es el
Japón, pasando por Grecia y arrancando de Alemania; la humanidad, según
parece, recorrerá esta gran trayectoria, y él, Mazorral, es el Hannón
de este nuevo periplo. ¡Formidable!
--Señores --volvió a hablar con suave acento el hombre flaco, alto
y mal trajeado--, procuremos ser justos. Los españoles tenemos una
fea tendencia al individualismo anárquico. Si Tejero ha encontrado
la nueva forma de una queja antigua, no es razón para que Mazorral,
estando conforme con las ideas de Tejero, las propague por cuantos
medios tiene a mano, la prensa, la conferencia, el mitin, etc., etc.
El problema será tan antiguo como ustedes quieran; lógicamente, es tan
antiguo como el mal; pero porque sea antiguo ¿hemos de dejarlo de la
mano? En el libro de Halconete se estudian las diferentes maneras que
tuvo de plantearse el problema, cronológicamente. Se trata de un mal
crónico, y, sin embargo, nunca se ha sentido tan en lo íntimo y con
tanta perentoriedad la conciencia de este mal. ¿Por qué? ¿Acaso porque
estamos ahora peor que nunca? Nadie se atreverá a decirlo. Sin duda, es
porque ahora se ha planteado el mismo problema con mayor acierto que
otras veces. Costa, es verdad, parece ser el primero que lo planteó
en sus términos precisos, y que los que han venido detrás de él no
han añadido nada. Pero a Costa, con ser Costa, no se le hizo caso. En
cambio, ahora todos sentimos la inquietud de ese problema. Hablaremos
bien o mal de quienes nos han inquietado; pero la inquietud existe. Nos
preocupamos. ¿Por qué será?
Travesedo se había acercado a Alberto en tanto hablaba el hombre
flaco y mal vestido. Cuando concluyó este de hablar, dijo por lo bajo
Travesedo.
--Me voy a la calle, ¿vienes?
Teófilo, que también estaba en el grupo, abroquelado, como de
ordinario, en melancólico mutismo, al ver que sus dos amigos se
marchaban salió con ellos.


IV

Había anochecido.
Los tres amigos subieron por la calle del Prado, hacia la plaza de
Santa Ana.
--¡Caracho, con la conferencia de Mazorral!... --exclamó Travesedo, que
estaba pereciéndose por dar gusto a la sin hueso.
--Por la Virgen santa... --rogó Teófilo--. ¿Vais a hablar todavía de la
conferencia?
--Vaya, no te enfades, Teofilín. Procuraremos ser breves. Déjanos poner
algunas cosas en claro --y se dirigió a Alberto--: ¿Me quieres decir
ahora para qué sirve la inteligencia?... Ya ves, todos esos rapaces del
Ateneo, que parecen listos todos ellos y ninguno se entiende. Todos
discurren con tino y se figura uno que tiene razón el último que habla,
hasta que viene otro a decir todo lo contrario, y también tiene razón.
Y es que la vida no es cosa de discurrir mejor o peor.
--Conforme en todo contigo --comentó Teófilo.
--La inteligencia, en último término, es una cosa mecánica. Jevons,
un filósofo inglés, inventó una _máquina lógica_, un aparato que
funcionaba tan bien como el cerebro humano. El proceso lógico ha
sido formulado por un matemático, Boole, en una simple ecuación de
segundo grado. _La crítica de la razón pura_, que no parece sino
que es un descubrimiento de ayer, a juzgar por el pote que algunos
se dan cubriéndose con ella las vergüenzas, como un salvaje con un
taparrabos, y cuando yo era mocete, ya va para tiempo, asistí dos años
seguidos a las lecciones que daba Salmerón acerca de _La crítica de la
razón pura_, digo que, para el caso este libro es como la máquina de
Jevons o la ecuación de Boole. Pensar que con _la crítica de la razón
pura_ se discurre mejor que sin ella, es absurdo. La salud del cuerpo
depende, no del hecho que la pepsina es lo que digiere, sino de que
digiera alimentos adecuados. ¿No te parece? Pero aquí viene lo curioso:
como dijo Hermoso --el hombre flaco y mal vestido-- «hablaremos bien
o mal de quienes nos han inquietado; pero la inquietud existe. Nos
preocupamos. ¿Por qué será?» ¿Qué dices tú?
--Me serviré de un ejemplo: Un hombre está enfermo de un mal disimulado
y hondo. Su vida continúa aparentemente como de ordinario; pero
él adivina que algo grave está ocurriendo en lo misterioso de su
organismo. Comunica sus inquietudes a los amigos, y los amigos, que
le ven sano por las trazas, no se lo toman en cuenta. Consulta con un
médico, y por él se informa de que en efecto está enfermo y de cuidado.
Vuelve a sus amigos con la triste nueva, y estos responden: «Ese médico
es un animal.» El enfermo se enfurece, y los amigos se ríen. ¿Por
qué? Porque el mal no le ha salido aún a la cara; pudiéramos decir,
porque el mal no ha adquirido aún forma estética, patética, emoción
comunicativa. En cambio, un niño enfermo produce siempre una impresión
triste y enternecedora, porque el niño no tiene vida psíquica y a la
menor perturbación orgánica se amustia como una flor. Al punto se
echa de ver que un niño está enfermo. No es lo mismo con los hombres,
porque lo complejo de su vida psíquica, preocupaciones, afectos,
pasiones, etc., provocan a veces cierto enardecimiento, cierta
saludable apariencia engañosa que disimula el mal hasta tanto que este
no ha alcanzado el período agudo. Para mí este ejemplo explica las
diferentes vicisitudes que el problema España ha sufrido. Están primero
los que han sugerido la posibilidad de que España tuviera las entrañas
enfermas; pero en España las cosas iban, sobre poco más o menos, como
siempre; no se les hizo caso. Vino un diagnóstico de gente facultativa:
había enfermedad y grave; pero las cosas iban como siempre. Los médicos
son unos animales, se dijo. Viene entonces la etapa del hombre que
grita y se enfurece: Costa. En el fondo se rieron de él. Era preciso
que España se convirtiera en un niño triste y decaído para que los
hombres ligeros comenzaran a pensar: «Este niño debe de estar enfermo.»
Llegó para España el momento de cumplirse aquella profecía de Hesiodo:
«Para entonces esa raza de hombres dotados de palabra encanecerá casi
desde su nacimiento.» Las últimas generaciones han envejecido antes de
salir del vientre materno. Ves hombres que no han llegado a los treinta
años y parecen ancianos. Aseguran que haber nacido español y haber
nacido maldito es la misma cosa. ¿No se les ha de hacer caso? Pero aun
así y todo, a pesar de la emoción comunicativa, que es la forma nueva
de la antigua queja, el pecho español es tan yermo y empedernido, la
sensibilidad española ha estado siempre tan embotada, que creo que
tampoco se les hubiera hecho caso, a no ser porque algunos escritores
de los últimos tiempos han iniciado la empresa de otorgar sentidos a
esta raza española que nunca los había tenido.
--En resumen, que para ti el problema está en dotar de una sensibilidad
a la casta española, y esto solo lo puede hacer el arte. Pero, ¿y
si fuera imposible? ¿O si, una vez conseguido, vuelve a perderse y
embotarse aquella sensibilidad?
--Nada hay imposible, y una vez logrado nada se pierde. Millares de
siglos necesitó la vida terráquea para acertar a ponerse en dos pies;
pero en cuanto dio en el quid, aquel esfuerzo de millares de siglos se
vence en dos años y aun en diez meses, que hay niños que a los diez
meses ya andan.
Iban por la calle de Atocha, cara a los arcos de la Plaza Mayor.
Tropezaban con nutridos golpes de gente, en los cuales reinaba vivo
rumor, braceos y enarcamientos de cejas, por donde se podía deducir que
se trataba de algún suceso extraordinario acaecido recientemente. Los
tres amigos alcanzaron a oír palabras sueltas: suicidio, dos tiros,
agentes, carreras, monumento de Morral, y luego, bombas.
--¿Habrán tirado alguna bomba? Vamos a enterarnos --Travesedo se
inmiscuyó en uno de los grupos y preguntó.
Un anarquista había tirado una bomba al pie del monumento erigido
en memoria de las víctimas de Morral, y cuando los agentes le iban
a los alcances se había suicidado. Nadie conocía circunstancias más
puntuales, sino que el anarquista no había podido huir porque era cojo,
y que su cadáver estaba en la casa de socorro de la Plaza Mayor.
Los tres amigos penetraron en la plaza y se acercaron hacia la casa de
socorro, por recoger más detalles. A la puerta de la casa de socorro se
agolpaban centenares de curiosos. «El Gobernador», se oyó murmurar. Dos
agentes abrieron un pasillo entre la gente y un caballero enchisterado
y augusto penetró en la casa de socorro. Aprovechando la entrada del
gobernador los tres amigos se insinuaron a través del concurso, hasta
colocarse en primera fila. Cuatro guardias rechazaban a empellones a
los curiosos, procurando hacer un espacio libre delante de la puerta.
De vez en cuando aparecía un practicante, echaba una ojeada sobre la
muchedumbre y volvía a entrar. Uno de estos resultó ser amigo de
Travesedo.
--¡Eh, Céspedes! --gritó Travesedo.
--Hombre, don Eduardo. ¿Usted ha visto?
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