Al primer vuelo - 20

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«Dentro de muy pocos días llegará a Villavieja un acaudalado, culto y
distinguido joven, ciudadano de una de las más florecientes repúblicas
hispano-americanas, e hijo de dos ilustres villavejanos, cuyos deudos y
tierra nativa viene a conocer el ilustre viajero, después de haber
recorrido lo más digno de verse en Europa. Es casi seguro que entre los
dos alojamientos que se le tienen dispuestos en la parte más _alta_ y en
la _baja_, respectivamente, elegirá el último contra lo que se esperaba
hasta hace pocos días. Como las razones que pueda tener para ello no son
de nuestra incumbencia ni de la del público, nos limitamos a consignarlo
y a anticiparle la más cordial bienvenida».
--Colocada esta última pieza, ¿no ve usted cómo van formando las tres
seguidas un solo cuerpo con una misma intención, bien manifiesta y
clara?
El tabernero confesó, bien a su pesar, que no lo veía tan manifiesto y
claro como su hijo afirmaba: vamos, que no caía en la malicia.
--Eso consiste--díjole el sabio sin apurarse por la respuesta de su
padre--, en que no está usted en antecedentes, como lo están las
personas para quienes se ha escrito eso: verá usted que luego lo
pescan... Lo que ahora importa es que no sepan mis colaboradores la
llegada del paquete ni la mía; porque andarán, como novicios que son,
con un palmo de lengua fuera de la boca, por la curiosidad de ver y oler
el periódico; y si le ven y le huelen, lo mejor que puede ocurrir es que
relaten lo más substancioso de él esta misma noche en el Casino,
quitándole así el interés a los asuntos. ¡Pues me he dado yo poca fatiga
para lograr que el paquete esté aquí cuando debe de estar para que el
reparto se haga a su debido tiempo! Mañana, domingo, cuya fecha lleva el
periódico, ha de quedar distribuido en Villavieja antes de las ocho de
la mañana. No se le olvide a usted volver a advertírselo a los
repartidores, cuando les entregue, muy tempranito, la lista y los
ejemplares correspondientes, que quedan aquí, como usted ve, ni
encarecerles mucho las instrucciones que le tengo dadas para el
reparto... ¿Se entera usted? Corriente. Pues a su sitio ahora todo el
mundo, y que me suban algo de cenar enseguida, porque vengo desfallecido
y con muchas ganas de acostarme.
A la mañana siguiente, antes de la misa segunda, que se decía a las
ocho, ya no quedaban en manos de los repartidores de _El Fénix_ otros
ejemplares que los destinados a la masa anónima. Todos los demás se
habían distribuido de casa en casa, conforme a lo acordado. En algunas
de ellas y en determinados puntos, se dejaron varios ejemplares:
cincuenta en la de las Escribanas; otros tantos en el Casino; diez a
Rufita González; cinco a las Corvejonas; igual número a las de Codillo y
a las Indianas doce a los Carreños, y doce también a los Vélez, contando
Maravillas con que todas estas gentes habían de tener señalado gusto en
que la cosa circulara y se fuera propagando por la villa y fuera de
ella.
A don Alejandro Bermúdez, que había ido con Nieves a misa primera, le
entregaron su correspondiente ejemplar a la salida de la Colegiata,
ahorrándose el repartidor una subida a Peleches. Allí mismo se
repartieron otros muchos ejemplares de los destinados «a la masa». Don
Alejandro, después de mirar el papel con más indiferencia que
curiosidad, le plegó en tres dobleces y le guardó en el bolsillo.
Nieves, entre tanto, echaba una ojeada a la botica, en cuyo fondo
solamente vio al mancebo con los brazos en alto y una botella en cada
mano, trasegando líquido de una a otra. Ni señal de Leto ni de su padre.
Éste, contra su costumbre de toda la vida, no había madrugado aquel día.
Las emociones y las batallas de los anteriores le habían pegado a la
cama a aquellas horas, bien a pesar suyo.
En cuanto a Leto, que se había pasado la noche en claro, después de la
larga entrevista que tuvo con su padre recién llegado de Peleches,
estaba encerrado en el cuartucho de la trastienda con _El Fénix
Villavejano_. Por bajar a la botica se le entregó el mancebo con una
mano, poniendo el índice de la otra, y sin hablar una palabra, sobre el
renglón en que se leía: _Percance grave_. Diez minutos después no
parecía Leto un hombre, sino una fiera recién enjaulada.
Por este lado, los vaticinios de Maravillas se cumplían bastante bien:
las malicias resultaban donde las había puesto él; por otro, el éxito
había sobrepujado a sus esperanzas: el periódico fue una bomba en cada
casa, particularmente en las de «los chicos de la redacción», que se
espantaron al pasar la vista por el artículo programa, motivo de
indignación y de escándalo hasta para el más tibio de los villavejanos.
¡Qué no sería para los pobres chicos que con sus firmas se habían hecho
solidarios de aquellas empecatadas doctrinas? ¡Cómo convencer a nadie de
que habían sido engañados y sorprendidos? Buscáronse, en ayunas y en
chancletas, como estaban; halláronse, reuniéronse y deliberaron. ¿Qué
hacer? Romperle la crisma. En eso convinieron todos, sin discusión; pero
¿y después? Arrancarle una declaración y dar ellos un manifiesto; pero
faltaba la imprenta para propagarle con la abundancia y la rapidez que
la urgencia del caso pedía...
Deliberando sobre esto quedaban a las nueve y media todavía, mientras
Tinito, que tenía su plan, continuaba encerrado en casa, donde había
recibido, por conducto de su padre, las felicitaciones de los cuatro
prosélitos que, como se sabe, tenía entre los gremios de zapateros y
mareantes.
Esto había enorgullecido mucho al tabernero, y le había parecido a él
signo de buen augurio. A un recado que se le mandó de parte de sus
colaboradores, respondió por él su padre diciendo que había salido de
casa.
Así hasta las diez y media. A esa hora, muy planchadito y repeinado,
erguido hasta la rigidez, risueño de oreja a oreja, y solemne y augusto
en su apostura, apareció delante de la Colegiata, dispuesto a aceptar
los honores del triunfo que habían de decretarle allí, en el momento de
salir de misa mayor, las gentes más importantes de la villa.
Entre tanto ocurría dentro, en la iglesia, un suceso muy extraordinario.
El párroco don Ventura, después de leer dos proclamas de casamiento y de
anunciar las fiestas de la semana, cogió otro papel que a prevención
tenía sobre la mesa del altar; reclamó con mucho encarecimiento toda la
atención de sus feligreses, y comenzó a leerle, en voz recia, pero
alterada por una gran emoción. Era una protesta firmada por los seis
colaboradores de Maravillas, contra todo lo que pudiera contenerse en
_El Fénix Villavejano_, de ofensivo para las creencias religiosas o el
honor y la fama de las familias de aquel pueblo; ofensas ingeridas en el
periódico, sin el conocimiento ni la menor aquiescencia de ellos. Se
valían de aquel medio de publicidad para su protesta, por no tener otro
a sus alcances, y a reserva de utilizar cuantos les sugiriera su
vehemente deseo de entregar al juicio de la conciencia pública la
conducta incalificable del tal y del cual... ¡Bueno le ponían!
De todo ello tomó pie don Ventura para alabar la conducta de los
declarantes y condenar las doctrinas impías, objeto principal de la
protesta. «Atacar la religión de cierto modo, vamos, se ve a menudo;
pero, hombre, ¡negar a Dios; a Dios Uno y Trino, Grande, Omnipotente y
Misericordioso!... ¡y en Villavieja! ¡Qué barbaridad!» Y lloraba de
espanto y pesadumbre el bendito varón. Y sus feligreses, indignados
antes, se conmovían con sus lágrimas y lloraban también.
Y Maravillas que oía estos rumores desde afuera, pensaba que eran rezos
de los «fanáticos», y se reía de ellos a la vez que se impacientaba por
lo que la gente tardaba en salir de la iglesia. Para entretener sus
impaciencias, paseaba arriba y abajo en la faja de sombra que proyectaba
la mole, observado de una media docena de muchachuelos y otros tantos
menestrales que andaban por allí matando el rato. Desde que había salido
de casa, donde quiera que había puesto los ojos o el oído, había visto
el periódico suyo, o pescado alguna palabra referente a él; y los que le
veían pasar, le miraban, le miraban, ¡con una fijeza y un interés!...
Hasta los menestrales y los muchachos aquéllos que andaban por la
plazuela, le comían con los ojos. Pues ¡cuantos no había detrás de las
vidrieras en las casas inmediatas, mirándole y admirándole? Y en estas
ilusiones, media hora larga; y la gente en la iglesia.
En esto apareció Leto en la bocacalle inmediata a la botica. Aquel
domingo (Dios se lo perdonara) se había quedado sin misa. Se le pasó la
de ocho corriendo el temporal desaforado en el cuartuco de la
trastienda. Después, por no ahogarse allí de ira y de indignación, había
salido sin saber por dónde ni a qué: de calle en calle; y si al paso se
topaba con Maravillas... Porque no podía ser de otro la lacería aquélla
de la cuarta plana del periódico: la Fábula desde luego lo era, porque
llevaba sus iniciales. Pues, carape, ¿qué menos que un par de bofetadas
para desahogarse un poco? Esto no podía chocarle a nadie: era de razón y
de necesidad. En una de sus viradas, tropezó con el fiscal que le detuvo
para decirle:
--Vamos, amiguito, «si buenos azotes me dan, bien caballero me iba». No
hay que quejarse.
--¿Lo dice usted--le preguntó Leto enronquecido y algo convulso--, por
lo del libelo ese?
--Hombre--respondió el fiscal recogiendo velas delante de aquel huracán
a la sordina, sí y no. Con pretexto de ello quería yo aconsejarle a
usted que lo echara a risa; porque comparado con el bollo que tantos le
envidian a usted, ¿qué vale el coscorrón que le cuesta?
--Pues mire usted, fiscal, y para que le vaya sirviendo de
gobierno--respondió el otro temblándole los labios--: si quiere usted
que no se le atragante el bollo ese, guárdese mucho de volver a tomarle
en boca delante de mí; porque por encima de cuanto le estimo a usted y
hasta del sol que nos alumbra, pongo yo el respeto que se debe a la
persona a quien apunta usted en su broma de mal gusto. Y dejémoslo aquí
si le parece.
Y allí se dejó, con mucho placer del fiscal, que no tenía interés alguno
en probar sobre su persona la fuerza de los puños de Leto embravecido.
Fuese cada cual por su lado; y de esta aventura volvía, con la espina de
su recuerdo atravesada en la garganta, el hijo de don Adrián Pérez,
cuando se le ha visto aparecer en la plazuela por el lado de la botica.
--¡Carape!... Allí está,--se dijo estremeciéndose todo al reparar en
Maravillas.
Y se fue derecho a él con propósito de abofetearle; pero al llegar a su
lado y verle tan poca cosa y empalidecer de susto, cambió de idea por
escrúpulos de su conciencia hidalga, y se conformó, después de volverle
de espaldas tirándole de las orejas, con administrarle una descarga de
puntapiés, algunos de los cuales le levantaron más de un palmo sobre el
encachado de la plazuela. Huyendo de los golpes que le contundían, trató
de refugiarse en la iglesia; pero cabalmente comenzaba a salir entonces
la gente; y aun quiso su mala fortuna que el primero que salía fuera
Nilo Chuecas, el colaborador poeta de los _Cantares tiernos_; el cual,
al verse cara a cara con el sabio, le plantó en ella el mejor par de
bofetones que se había dado en Villavieja muchos años hacía. Ocurrió
también que detrás de Nilo salía de la iglesia _Tapas_, uno de los
zapateros _ateos_ admiradores de Maravillas; pero muy devoto rezador al
mismo tiempo, y hermano de la Orden Tercera de San Francisco. Era mozo
robusto y fuerte, y al ver a su ídolo huir de los puños de Nilo para
caer en las punta; de los pies de Leto, fuese hacia éste en actitud de
pedirle cuentas de lo que pasaba allí. ¡A buena puerta llamaba y en
buena ocasión! Cabalmente estaba Leto deseando habérselas con alguno en
quien desfogar sus iras sin que protestara su conciencia por abuso de
poder. Y respondió a la interpelación del zapatero con una bofetada que
sonó en toda la plazuela, e hizo dar a Tapas tres vueltas en redondo;
salió entonces a la defensa del abofeteado uno de los menestrales que
contemplaban a Maravillas poco antes, y obtuvo igual recibimiento que
Tapas del hijo del boticario, púsose Nilo Chuecas al lado de éste;
salieron de la iglesia otros dos ateos de los prosélitos de Maravillas,
y uniéronse a los que peleaban por él; fueron entrando en pelea por aquí
y por allá gentes que no habían soñado en ello ni tenían por qué
soñarlo; comenzaron los gritos de las mujeres y los conjuros de los
hombres pacíficos; presentáronse en escena otros dos colaboradores del
maldecido periódico; llegó el mancebo de la botica; salió de la iglesia
don Adrián, y detrás don Claudio Fuertes, que tomó sitio junto a Leto y
comenzó a sacudir garrotazos a diestro y a siniestro; huyeron hacia la
izquierda los Vélez y hacia la derecha los Carreños, que tenían un miedo
horrible a los alborotos populares; desmayáronse dos Escribanas, una
Codillo y Rufita González, y abriéronse todos los balcones que daban a
la plaza y llenáronse de gente que se llevaba las manos a la cabeza y
estaba sin color y sin pulsos al ver a los combatientes de aquel campo
de Agramante, rodar aquí en montón confuso por los suelos, allá
esgrimiendo los puños en el aire, acá forcejeando entrelazados, y acullá
a Leto y al comandante segando hombres en un espacio de tres varas en
rededor, que siempre estaba desembarazado de estorbos. Por todo se reñía
allí entonces menos por la obra empecatada de Maravillas, de quien nadie
se acordaba ya y de cuyo paradero no se sabía.
Por último, vino el juez de primera instancia acompañado de la Guardia
civil; y así y todo costó Dios y ayuda deshacer aquella maraña de carne,
y apaciguar las olas de aquel mar encrespado por primera vez en cuanto
alcanzaba la memoria de los más viejos de la villa. Créese que influyó
mucho en la feliz terminación de la lucha y en el más pronto despejo de
la plaza, el haberse oído de repente el silbato de _El Atlante_,
anunciando su entrada en el puerto; suceso que arrastró al muelle a la
mayor parte de los espectadores de la refriega, y aun a algunos de los
combatientes que estaban _desocupados_ en el instante de oírse las
pitadas del vapor.
.......................
Mientras estas cosas tan graves ocurrían abajo, arriba, en Peleches, sin
tenerse la menor noticia de ellas, también pasaba algo que merece
consignarse aquí por remate de la crónica de aquella mañana de eterna
remembranza en los futuros anales de la perínclita Villavieja. Fue el
caso que don Alejandro Bermúdez, olvidado ya de que había guardado en
uno de sus bolsillos el periódico que le habían entregado al salir de
misa primera, topó con él a media mañana; y por casualidad, al
desdoblarle, quedó ante sus ojos la cuarta plana, como pudo haber
quedada la primera. Fijó la vista en el epígrafe _Percance grave_, que
estaba en letras de mucho relieve; tentole la curiosidad, y leyó lo que
seguía. Se quedó hecho una estatua al concluir. Repasó su memoria...
«Justo y cabal», se dijo. Y voló en busca de Nieves, con el periódico en
la mano y las gafas en la punta de la nariz.
Sin sentarse y temblándole el papel entre los dedos, leyó a su hija lo
del _Percance grave_. Cuando acabó de leer, Nieves estaba pálida, pero
atenta y muy en sí.
--En este puerto no hay más que un _yacht_--dijo Bermúdez mirando muy
fijamente a su hija por encima de las gafas--, ni más señorita forastera
que ande en él, que tú; y para inventada, me parece mucho esta
noticia... Después, se da por ocurrido el suceso el jueves, el mismo día
de aquéllas mis confusiones... Vamos, que las señas son mortales...
--¡Ojalá--respondió Nieves--, que entonces, como estuve tentada a
hacerlo, te lo hubiera confesado todo!
--¿Luego es cierto?
--Si me prometes oírme sin enfadarte conmigo, ni con nadie--dijo ella
subrayando esta palabra con una sonrisilla algo forzada--, yo te
referiré el caso con todos sus pormenores, que no dejan de ser de
importancia.
--Yo te prometo cuanto quieras, hija mía repuso Bermúdez trasudando de
congoja y sentándose al lado de Nieves--. Pero cuenta, ¡cuenta, por el
amor de Dios! y sácame cuanto, antes de esta terrible curiosidad en que
estoy metido.
Y empezó Nieves a relatar; y relatando ella punto por punto todo lo
ocurrido aquel día memorable, con la más escrupulosa minuciosidad, y aun
recargando los trazos y los colores en algunos pasajes, como si
intentara grabarlos hondamente en la memoria y en el corazón de su
padre; oyendo él absorto, estremeciéndose a menudo, aterrado en
ocasiones, descolorido y suspenso siempre; preguntando y repreguntando a
veces para apurar la materia, y llevando, por último, ella y él la
conversación a los sucesos domésticos que tuvieron origen en el relatado
por Nieves, se les fue pasando la mañana hasta la hora de comer; llegó
entonces don Claudio Fuertes, y aconteció lo que el lector verá en el
siguiente capítulo, que, si no es el último de la presente historia, ha
de andar muy cerca de serlo.


--XXV--
En el que todos quedan satisfechos menos el lector

Aconteció, primeramente, que don Alejandro Bermúdez, sin dar tiempo a
que su amigo se sentara, ni acabara de saludar siquiera, le informó de
lo tratado allí con Nieves; noticia que alegró mucho a don Claudio,
porque había temido, al ver los extraños continentes del padre y de la
hija, y al primero con el endiablado papel entre manos, que se hubieran
tragado el veneno vertido en su cuarta plana con ese fin por Maravillas.
Ventilado aquel punto a la ligera, el comandante dio por supuesto que
los señores de Peleches estarían enterados de lo que acababa de suceder
en la villa. No tenían la menor noticia de ello.
--Y ¿cuál ha sido la causa?--preguntó Bermúdez después de la ligerísima
pintura del suceso, que les hizo don Claudio.
--La causa verdadera y fundamental de todo--respondió éste--, ha sido el
artículo que le habrá chocado a usted, por lo desfachatadamente impío,
que va a la cabeza del periódico que tiene usted en la mano.
--No he leído de todo él--respondió don Alejandro--, más que la noticia
ésta, que nos ha dado qué hablar y qué pensar a Nieves y a mí para toda
la mañana.
--¡Hombre!--exclamó Fuertes como si se alegrara mucho de ello--. Pues
tanto mejor entonces... a ver, a ver, mi señor don Alejandro: como fiel
cristiano que es usted, está obligado a entregarme ese periódico...
Venga.
Don Alejandro se le entregó siguiendo lo que le parecía broma de su
amigo.
--Y yo--añadió éste--, tengo el deber, como fiel cristiano que también
soy, de hacer trizas el papelejo y arrojarlas por el balcón.
Y como lo decía lo iba haciendo.
--Porque han de saber ustedes--prosiguió después de volver a su
asiento--, que este periódico ha sido excomulgado desde el altar por don
Ventura en misa mayor, con encargo muy encarecido a sus feligreses, de
que destruyan cuantos ejemplares lleguen a su poder o vean en el de sus
deudos o amigos... Es el demonio el tal Maravillas. ¡Lo que él ha
revuelto hoy!
Estando en esto, avisó Catana que estaba servida la sopa.
--Pues mientras ustedes comen--dijo don Claudio levantándose--, les daré
cuenta minuciosa de todo lo ocurrido; porque ese solo fin es el que me
ha traído aquí a estas horas.
--Lo mejor será--contestó don Alejandro, apoyado enseguida por Nieves--,
que coma usted con nosotros.
--Aceptado el envite--dijo Fuertes--, contando con que también se me
hará el favor de mandar un recadito a mi casa para que no me esperen.
Así se hizo.
Don Alejandro comió poco y Nieves menos. En cambio don Claudio Fuertes
no cerró boca, más, en verdad sea declarado, hablando que comiendo.
Refirió el motín y el suceso que le precedió en la iglesia, con todos
sus pelos y señales. Hasta Leto y él, y Cornias y el mancebo, y casi,
casi, don Adrián, habían tenido que andar en la gresca. No recordaba él
haber dado más garrotazos en su vida... ni a los moros de África. Triste
era haberse ensañado tanto en sus propios convecinos; pero se habían ido
hacia aquel lado todos los ganapanes de Villavieja, y hubo que
defenderse y ayudar a los amigos. La botica se había colmado después de
desmayadas y contusos; y a don Adrián, y a Leto y al mancebo, y al mismo
Cornias, les faltaba tiempo para disponer antiespasmódicos y aplicar
compresas de árnica y vegeto, y hasta alguna que otra tira de
aglutinante. No se había visto otra ni se volvería a ver tan pronto, en
Villavieja. Las gentes formales estaban indignadas con el mequetrefe; y
las familias de sus colaboradores engañados, pensaban llevar el asunto a
los tribunales de justicia. También se hablaba de tomar alguna medida
gubernativamente, por haberse repartido el periódico, sin la debida
autorización oficial. Había bastante _tolle, tolle_, contra las
Escribanas, por ser cosa corriente que la mayor de ellas había pagado a
Maravillas los gastos de la edición. De Maravillas se afirmaba, y sería
verdad, que había huido de Villavieja durante lo más recio de la
refriega, a uña de caballo, hacia la ciudad. Su padre había cerrado la
taberna, muerto de miedo; y desde una ventana de arriba había declarado
al pelotón de curiosos que le apostrofaban desde abajo, que estaba
dispuesto a comerse todos los ejemplares del periódico que se le
presentaran, si con ello se calmaban las iras reinantes contra él. Del
hijo, que no se le hablara: era un trastuelo, un hereje, que tenía que
acabar mal si no cambiaba de ideas, como se lo tenía él bien
advertido... Se creía que bajaría muy poca gente por la tarde a ver el
vapor que había entrado; porque los espíritus estaban muy soliviantados,
y se aguardaba en el Casino un lleno después de comer, y quizá algún
disgusto entre los chicos colaboradores, que ardían, y cualquiera que
tuviera la mala ocurrencia de «tomarles el pelo» o defender al fugitivo.
En fin, que podía dar juego todavía el programa del sabio Maravillas. El
pobre don Adrián no había salido aún de su espanto. Leto, después del
desahogo que se había dado a todo su gusto sobre Maravillas y sus
defensores, estaba ya tan sereno y en sus quicios ordinarios; a él, a
don Claudio, con verle bastaba.
Se continuó hablando del suceso; acabose antes que el tema la comida;
retirose Nieves de la mesa; alzáronse los manteles; sirviose el café a
los dos comensales que quedaban en ella; tomáronlo, bien interlineado
con sorbos de excelente licor y chupadas a muy exquisitos habanos; y a
medio consumir éstos aún, rogó don Alejandro Bermúdez a don Claudio
Fuertes que pasara con él a su gabinete, porque tenía que hablarle en
secreto de cosas de sumo interés.
Encerrados ambos, muy picado de la curiosidad don Claudio Fuertes, y muy
preocupado, pero muy sereno y armado de resolución don Alejandro
Bermúdez, dijo éste:
--¿Usted había notado algo de esa que podemos llamar enfermedad de mi
hija, que yo descubrí, y de la cual le hablé anteayer en este mismo
sitio?
--¡Pshe!--respondió don Claudio después de meditar un instante y
comprendiendo, por el tono de la pregunta y por el aire de Bermúdez al
hacerla, adónde iba a parar éste con el asunto en aquella ocasión--;
algo, algo, no era difícil de notar: ya ve usted, a perro viejo... Pero
cuando me convencí de que lo había, y mucho, quizá sin haberlo notado
ninguno de los dos, fue cuando él, espantado con la idea de que pudiera
llegar a oídos de usted la noticia del suceso que Nieves le ha referido
hoy, me buscó para referírmele a mí en el mayor secreto, ¡Qué cosas
adiviné entonces, don _Alejandro_! y francamente, ¡qué grandes y qué
hermosas y cuán de admirar en aquel noble y valiente muchacho!
--Sí, señor--dijo Bermúdez sacudiendo con el dedo meñique en un cenicero
de porcelana que había sobre la mesa--escritorio, la ceniza de su medio
cigarro:--para que nada falte en este malhadado asunto, hasta hay de por
medio su rasgo de novela; ese toque romántico del salvamento de la
protagonista.
--¡Buen romanticismo nos dé Dios, señor don Alejandro! ¡Romántico un
lance de una realidad tan tremenda, que todavía me pone los pelos de
punta cuando le recuerdo en toda su imponente sencillez!
--¿Los pelos de punta, eh? Mire usted los míos, don Claudio, que aún
chisporrotean desde que oí el relato hecho por Nieves. ¡Y si viera usted
cómo está la sangre de mis venas, y lo que pasa en el fondo de mi
corazón, y las ideas que hierven en mi cerebro!...
--Por visto, don Alejandro, por visto. Pero le he oído a usted calificar
de malhadado el asunto principal, y me voy a tomar la libertad de
decirle que no hallo el calificativo arreglado a justicia.
--¡Canástoles!... ¿Cómo que no?
--Pues como que no.
--Yo tenía mis planes, señor don Claudio; yo tenía mis planes.
--Corriente: tenía usted sus planes.
--De lo que me dio a entender mi hija el viernes; de lo que ayer sábado
me declaró sin ambages, y de lo que hoy ha dejado traslucir en su
relato, se deduce que su enfermedad, como le he dicho a usted antes, no
tiene más que un remedio; y ese remedio es incompatible con los planes
que yo tenía.
--Y ¿qué iba usted buscando en esos planes, señor y amigo mío? ¿el bien
de su hija o el bien del otro?... Entendámonos: dando por hecho que yo
tengo noticias de esos planes, porque ciertas cosas no se pueden
ocultar.
--Concedido, y me parece ociosa la pregunta de usted. ¿Qué otro bien he
de perseguir en esos planes, sino el bien de mi hija?
--Conformes; pero verá usted cómo no fue mi pregunta tan ociosa como
cree: ¿qué garantías le han dado a usted de que la felicidad de Nieves
ha de hallarse por el camino de esos planes?
--Hombre... cuantas pueden darse en un caso así.
--Ninguna, señor don Alejandro, ninguna. Usted solamente conoce a su
sobrino... porque del hijo de doña Lucrecia se trata, ¿no es verdad?...
Corriente: usted no conoce a ese sobrino más que por el retrato, por sus
cartas y por los elogios que de él le habrá hecho su madre; y todo esto
es muy poco.
--¡Poco?
--Sí, señor, muy poco... nada; porque con todo ello junto, y a pesar de
las ponderaciones honradísimas de su madre, sin que ella lo sepa puede
ser el chico un perdulario, o llegar a serlo, o un descastado, o un
hombre inútil y un detestable marido...
--¡Eche usted, canástoles! ¡eche usted más peste si le parece poco
todavía la que ha echado sobre el pobre chico! Amigo de Dios, llevando
las cosas a tales extremos...
--He hablado en hipótesis, señor don Alejandro, y nada inverosímil por
cierto... Y ¡qué demonio, hombre! desde luego puede apostarse la cabeza
a que ese caballerito, con todos sus caudales y sus vuelillos y
hopalandas de letrado, no es capaz de arrojarse a la mar para sacar de
ella a su prima, como lo ha hecho el otro.
--¡Bah!... Ya salió otra vez el rasgo novelesco.
--Porque ha venido al caso que salga; no por lo que tiene de novelesco,
que no tiene nada, como usted mismo cree, aunque no me lo confiese, sino
como revelación del alma más noble y generosa que ha encarnado en cuerpo
humano.
--¡Qué entusiasmos, hombre!... No parece sino que todos...
--Es justicia, señor don Alejandro, créalo usted; y porque viene a pelo.
--De todas maneras, yo tengo mis compromisos con mi hermana desde muchos
años hace, y su hijo viene a España confiado en la seriedad de ellos.
--¿Se habían formado esos compromisos con el consentimiento de Nieves?
--Siempre estuve en cuenta de que sí; pero al oírla a ella ahora,
resulta que no.
--¿Y es posible que usted, el mejor de los padres y el más caballero de
los hombres... (sin asomo de lisonja, señor don Alejandro) sea capaz de
conceder más importancia a esos compromisos, mal contraídos, que a las
repugnancias de Nieves a sancionarlos? ¿Quién, que le conozca a usted
como yo, ha de creerlo?
--Nadie, ¡canástoles! nadie; porque yo tampoco lo creo; pero ¿por qué,
con planes o sin ellos, se me ha atravesado este estorbo aquí? ¿Por qué
no han ido las cosas por sus pasos contados?
--Y ¿qué más contados los quería usted, don Alejandro? Se han hallado
sin buscarse; se han tratado sin pretenderlo; se han entendido sin
explicarse... ¡Sí hasta parece providencial, hombre! créalo usted.
--No me refería yo a esos trámites ni a ese asunto, sino a que el otro,
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