Al primer vuelo - 11

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visita, la mayor de las tres, que, como se recordará, estaba algo picada
por haber visto a Leto, tan desabrido con ella, despepitarse con Nieves,
y además sabía lo del paseo marítimo y otra porción de cosas, ciertas o
soñadas, y era de suyo tan vehemente, cogiendo la ocasión por los
cabellos, ¡zas! allá va una catilinaria sobre la falta de educación de
«ciertos villavejanos que tenían en poco a las Santas del lugar, y luego
se desvivían por adorar al primer zancarrón que les traían de la Meca».
Las otras Escribanas, conociendo adonde iba el golpe, trataron de
desviar la puntería con unas chanzonetas a su modo; pero la Escribana
mayor no estaba jamás para bromas de sus hermanas, y en aquella ocasión
menos que nunca. Largó, pues, el saetazo de protesta; respondieron las
otras con las respectivas puñaladas; comenzó a reír la madre sin ton ni
son; entrole miedo a Nieves; miró a su padre que la comprendió
enseguida; despidiéronse con la mayor prudencia posible, y sin saber,
afortunadamente, de qué se trataba, salieron de la visita, oyendo desde
el portal--no obstante la batahola de aletazos y cacareos del averío al
dispersarse temeroso--, la que quedaba armada arriba entre las cuatro
mujeres.
También Rufita González echó sus garbancitos fuera de la olla,
disparándose sobre el tema de su «primo carnal» al enseñar a los de
Peleches el gabinete que se le había dispuesto «en aquella pobreza», por
si tenía a bien aceptarle cuando viniera, con el cariño con que había de
serle ofrecido. De aquí pasó de un salto a los rumores públicos, a las
bromas que a ella la daban amigos y conocidos, y a lo equivocados que
andaban unos y otros en el supuesto. Fue largo el disparo y terminó de
este modo:
--Lo que yo les digo: eso a los comparientes de Peleches, si acaso. Allí
hay hermosura y elegancia y trigo por largo, ¡ja, ja, ja!... para tentar
las codicias y los buenos gustos de un joven tan distinguido y tan
hermoso como mi querido primo carnal... ¡Ja, ja, ja, jaaá!...
La canción aquella, por repetida y chabacana, puso colorada a Nieves y
supo a rejalgar a su padre.
--¿Pero has notado qué tema el de esa chica?--díjole aquélla en cuanto
pisaron los dos el suelo de la calle--. ¿Por qué le tiene?
--Porque es una tarasca--respondió Bermúdez--, que se alampa por novio y
quiere que le cuelguen ése.
--Y lo que supone de él... y de mí, ¿de dónde sale y por qué lo dice
ella?
--Esas cosas se suponen siempre por el público entre primos como
vosotros, o las dan por supuestas y se las espetan a los interesados,
con distintos fines, marimachos imprudentes como Rufita González.
Durante estas tareas, los de Peleches, antes de subir a casa, tomaban un
respiro en la botica y echaban un párrafo con los boticarios sobre las
gentes y las cosas recién vistas y pasadas.
--Enséñeme usted más acuarelas--decía a lo mejor Nieves a Leto--, o más
dibujos.
Y Leto la complacía de muy buena gana; y con motivo de los dibujos o de
las pinturas, otro párrafo mano a mano entre la sevillanita y el mozo
farmacéutico, párrafo que a éste le sabía a gloria.
--Tiene usted que enseñarme--le dijo ella en una de estas ocasiones--, a
pintar estas manchas de árboles. A mí no me salen más que emplastos, que
lo mismo pueden ser peñascales que arboledas o que nubes de granizo...
Suba usted esta tarde, si no tiene mucho que hacer...
Y subió Leto por la tarde.
Otro día le dijo en la botica:
--He echado a perder aquello que dejó usted empezado para que yo lo
continuara. Suba usted esta tarde para enmendarlo, si es que tiene
enmienda.
Y subió Leto también.
En éstas y otras, se acabaron las visitas, y los señores de Peleches
proclamaron la independencia del solar, con todos sus habitantes, usos y
buenas costumbres.
Por remate del _acto_ dijo el padre a la hija:
--Hemos cumplido nuestro deber, no sólo como honrados, sino como héroes.
Ahora, hija mía, buen corazón para todos y buena cara donde quiera que
nos encontremos con ellos; pero nada más y como si no hubiera habitantes
en Villavieja. Si ladran, que ladren; si muerden, que muerdan. ¡Viva la
libertad con orden! como se gritaba en cierta ocasión, y a vivir a
nuestro regaladísimo gusto, ¡canástoles! que para eso hemos venido aquí.
Desde aquel acuerdo solemne entró la vida de los Bermúdez en los
ordenados términos de los planes traídos de Sevilla en embrión. Puestos
así en tela de juicio en Peleches, don Claudio Fuertes trazó las líneas
generales del extenso programa, y el hijo del boticario, que fue llamado
a aquel respetable consejo como elemento indispensable de acción y de
inteligencia, completó la obra acomodándola en todo, por todo y para
todo, a los deseos y a los gustos de Nieves.
Los días eran largos, el tiempo estaba a placer y Nieves en sus glorias
madrugando mucho y acostándose tarde. Había, pues, tela abundante en qué
cortar, y el buen humor, la salud y los recursos daban para todo: para
el campo y para la mar; para lo de puertas afuera y para lo de puertas
adentro; para la vida activa a la intemperie, y para la del arte y la de
familia a la sombra de los viejos paredones de Peleches...
Con su tartana y sus rocines de alquiler, hizo un gran agosto en aquel
mes de julio _Patafullera_, un mesonero cojo de la villa, que vivía de
esas y otras industrias más o menos honradas. A estas expediciones en
tartana, por el camino real unas veces, y las más de ellas a campo
travieso, vega arriba, con el pretexto de haber feria en Rudaces, o
mercado en Soletos, o romería en Campillos, concurría muy gustoso don
Adrián.
Pero las excursiones que prefería Nieves eran las que hacía a pie con su
padre, Leto y don Claudio, muy de mañana o a la caída de la tarde,
trepando de breña en breña, de altura en altura, para admirar nuevos
panoramas o descubrir más vastos horizontes; o descendiendo a las hondas
y sombrías cañadas para acopiar el musgo aterciopelado y el finísimo
helecho que andaban allí tirados por los suelos, y no había modo de que
los produjera el de su tierra natal, con ser la «de María Santísima».
Mucho le gustaban también estas expediciones a don Alejandro, pero no
podía siempre con ellas; y en tales casos iba sola Nieves con sus
amigos, que no se cansaban nunca y eran bien de fiar. A Bermúdez no le
importaba un rábano tragarse delante de don Claudio Fuertes cuantas
bravatas había echado por la boca en cierta ocasión, a trueque de ver a
su hija satisfecha.
Con estas recreaciones se entreveraban de vez en cuando las de paseo y
pesca en el _yacht_; en las cuales, excusado es decirlo, no tomaba
parte, ni de lejos, el de los llanos de Astorga; y aun el mismo Bermúdez
la tomaba de muy mala gana; tanto, que un día declaró a Nieves que no
podía más con aquello.
--No me mareo precisamente--la dijo--, y hasta _creo_ que pescar es cosa
divertida, y que dentro de la bahía no hay peligro ninguno en el
balandro; pero no me siento bien allí, ni... vamos, ni con toda la
tranquilidad que se necesita para que el placer resulte...
--¡Ay, papá!--exclamó Nieves con la más honda pena--. ¡Y a mí que me
gusta tanto!
--Pues, hija mía, buen provecho--repuso don Alejandro--: mi gusto no
perjudica al tuyo.
--¡Cómo que no?
--Como que no. Yo me quedo, y tú te vas...
--Pero ¿estará bien eso, papá?
--Y ¿por qué no ha de estarlo, canástoles? Leto y Cornias bien de fiar
son en todos sentidos. ¿No te parece?
--A mí, sí... Pero pudiera chocar...
--Pues, hombre, ¡estaría bien que hubiéramos venido a Peleches para eso!
¡Bah, bah, bah! Y, por último, ¿no vas por tierra, sin que choque, con
Leto y con don Claudio? Pues vas embarcada con Leto y Cornias; y pata.
La cuenta no fallaba así; y ateniéndose a ella, fue Nieves en el
balandro más de una vez sin que la acompañara su padre.
Este género de vida duró dos semanas bien cumplidas; y al fin de ese
tiempo cayeron la hija y el padre en que si ellos no habían venido de
Sevilla con otro fin que divertirse, don Claudio Fuertes y el hijo del
boticario estaban en muy distinto caso. Si no el primero, el segundo,
con toda seguridad, tendría obligaciones desatendidas; y no había que
ser egoísta en los placeres. Bien que se contara siempre con los amigos;
pero no para todo y a todas horas hasta mortificarlos.
En virtud de estas reflexiones, se suspendieron por unos días los paseos
campestres y los marítimos; cesaron también las sesiones de dibujo y de
pintura que solían tener los dos jóvenes para desarrollar apuntes del
natural, tomados por Nieves bajo la dirección de Leto en sus excursiones
por mar y por tierra, y únicamente quedó como estaba la tertulia del
anochecer, a la cual concurría también el viejo boticario.
A propósito de estas tertulias. En una de ellas, estando Leto de codos
al balcón del saloncillo, mientras Nieves tocaba adentro una melodía de
Schubert, se dejó llevar distraído de la impresión que le causaba
siempre la buena música, y particularmente la que le era conocida, y
acabó por seguir a media voz el canto de la melodía. Oyole Nieves,
empeñose en que la voz era excelente; y de tal manera se empeñó y con
tal arte se compuso y con tales esfuerzos la ayudaron en su deseo su
padre y don Claudio Fuertes, que Leto cantó la melodía en el saloncillo
acompañándole ella al piano.
Se apunta este dato como una de las más visibles pruebas de que no
andaban muy acertados los señores de Peleches en el supuesto de que a
Leto le mortificaba aquella vida en que le traían metido. Por el balcón
abajo se hubiera tirado él dos semanas antes, primero que cantar delante
de alma nacida lo que acababa de cantar en presencia de unas personas
tan respetables como aquéllas. ¡Si estaría domesticado y le parecería el
yugo blando y llevadero!
Hasta los mismos señores de Peleches, mal acostumbrados a la compañía
continua de los amigos, se hallaron desorientados sin ella. Sustituyeron
las largas excursiones con paseos _racionales_; y aun para éstos, por
quererlos dar su hija muy de mañana, se halló perezoso el padre. Endosó
a Catana el cargo de acompañar a «la niña» a aquellas horas; pero la
rondeña, tras de ser muy mala andadora, gruñía más que andaba al lado de
Nieves; y prefiriendo ésta ir sola a tan mal acompañada, redújose a dar
así, es decir, sola, unas vueltas alrededor de la casa y por la
Glorieta... hasta que poco a poco, hoy por este herbacho, mañana por
aquella flor, otro día por el detalle de más allá, fue alargando el
radio de sus paseos. Y como le dijo su padre entonces:
--O se está o no se está en el campo; o hay o no hay libertad omnímoda
en él; y por último, por aquí no andan perros ni ganados ni cosa alguna
que temer, porque no es camino para ninguna parte del mundo.
Y así aprendió Nieves a andar sola por aquellas alturas, y a alargar los
paseos, tan descuidada y contenta, hasta cerca del pinar, por una parte,
y hasta el Miradorio y aun hasta el muelle por otra, con la sombrilla al
hombro y el libro o los avíos de dibujar en la mano, durante las
primeras horas de la mañana.
No hay que decir lo que, por ley fisiológica, habían influido en el
carácter de Leto las nuevas costumbres. No pasaba todavía el hijo del
boticario de ser un tertuliano satisfecho y un amigo diligente y
afectuoso de los señores de Bermúdez, para andar con ellos por los
caminos trillados en que se le ponía _para que anduviera_; pero esto
solo, que en absoluto parece tan poca cosa, en un hombre como él acusaba
unas modificaciones internas de mucha hondura. Y no había más que verle
para convencerse de ello: ya era otro hombre; vestía con más esmero que
antes; miraba con más firmeza; andaba mejor; hablaba menos, pero más al
caso... en fin, no era ya el muchachón aturdido y abandonado a sus
rarezas, sino el mozo discreto y convencido de _algo_, con su poco de
carácter y su sello de legítima personalidad. Todo esto le mejoraba y
embellecía indudablemente, por lo que el viejo boticario no se cansaba
de mirarle ni cesaba de sorprenderse.
--Verdaderamente, Leto--le dijo en una ocasión--, que lo tenía yo
pronosticado... porque, aunque no he visto mucho, los años, ¡caray! son
grandes maestros y enseñan de todo... eso es. Yo bien sabía que quien lo
tiene es quien ha de darlo, ¡caray! y no otro alguno, sí, señor... Tú te
empeñabas en que no había nada dentro de ti; yo en que sí lo había...
como está la chispa en la piedra... justamente, eso es, como la chispa
en la piedra: lo que faltaba era el eslabón de acero, el eslabón,
¡caray! que diera el golpe... Pues ya pareció el eslabón... se dio el
golpe... sí, señor, sobre la piedra... eso es... y saltó la chispa...
Porque la había, ¡caray! porque la piedra era de darlas... y yo me salí
con mi empeño... La vida que aquí traías, no era mala verdaderamente,
porque tú eres bueno por naturaleza; pero tampoco era envidiable, eso
es, ni la más al caso para que un mozo de tus prendas las hiciera
fructificar en lo que valen... Vinieron esos señores... nos honraron con
su trato... eran, por suerte, el eslabón... la piedra chocó con él... y
saltó la chispa, Leto... la que tú tenías allá... eso es. Ya eres otro;
ya estás donde yo quería y esperaba verte... no tan pronto, es verdad, y
esto es lo que me sorprende y maravilla; pero, al fin, estás... estás,
eso es; y puesto que estás, procura no perder lo adquirido; guárdalo,
¡caray! como un tesoro que es tuyo legítimamente, descubierto en tu
propio terreno... Mañana o el otro, esos señores se irán por donde han
venido, y sería una triste gracia, Leto, que en cuanto se quitara el
puntal se nos viniera la casa abajo... No, señor, ¡caray! no, señor. Los
buenos hábitos que has adquirido y vas adquiriendo, debes conservarlos
siempre... eso es; porque esos hábitos, según vayas entrando en la vida,
te irán conquistando estimación y respeto. Por eso mismo representan un
capital grandísimo, ¡caray! ¡Quién sabe, hijo mío, quién sabe cómo
andarán las cosas del mundo en adelante, al paso que hoy vamos, y de
dónde soplarán los vientos? Y en estas dudas, bien fundadas, Leto, bien
fundadas... eso es... tener un rumbo bien marcado, una voluntad bien
firme y un juicio como Dios manda, es estar fondeado en el puerto en
medio de un temporal... Vive, vive agradecido a esos señores que tanto
nos favorecen; cultiva su trato y sírvelos sin llegar a cansarlos ni a
molestarlos en tanto así... ¡caray!... eso es; aprovecha sus lecciones,
y vete, vete preparando debidamente la casa para cuando se vea sin
puntal. Eso es...
No se sonrió Leto en aquella ocasión como en otras idénticas oyendo las
especiales homilías de su padre, acaso porque estaba distraído en otras
meditaciones, o quizá porque abundaba en las mismas ideas del
predicador... Lo mejor fue para todos que, rebosándole al hijo de don
Adrián los deseos de que estaba henchido, y siendo bien notorios también
los de don Claudio, depusieron sus escrúpulos los Bermúdez, y volvió a
restablecerse en Peleches la vida aventurera y divertida de las primeras
semanas.


--XIV--
Crónica de un día

Era de los últimos de julio, por más señas, y se había acordado comer en
el pinar, en un sitio de mucha sombra, suelo alfombrado de oloroso y
tupido césped, con fuente fresca y abundante, y, a muy corta distancia
de ella, unos detalles muy pintorescos de rocas, jaramagos y troncos
viejos que Nieves no había visto nunca y le había ponderado mucho Leto.
Éste tenía varios apuntes de ello en su cartera, y se trataba de que
Nieves tomara otros a su gusto. Con ese fin por pretexto, se dispuso la
partida; y muy tempranito salieron de Peleches los cuatro
expedicionarios: don Alejandro y su administrador, armados de sendas
escopetas para tirar a las tórtolas que se les metieran por los cañones,
y Nieves y Leto con los avíos de dibujar. Nieves, como casi siempre que
iba de campo o a la mar, llevaba el pelo recogido en una sola trenza
caída sobre la espalda, con un gran lazo en el extremo inferior; un
sombrero de paja de anchas alas y cinta del color del lazo del pelo; un
vestido liso y muy claro, guantes de seda, botinas de recia suela y
sombrilla de largo palo. Leto, que no tenía mucho en qué escoger, vestía
un terno de dril ceniciento, recién planchado; y con esto y unos
borceguíes de becerro en blanco, un hongo claro y una corbatita de
lunares bajo un cuello a la marinera, _componía_ bastante bien al lado
de la esbelta sevillanita. Llevaba en una mano la cartera de Nieves, y
en la otra la tijerilla desarmada, de Nieves también. Él no necesitaba
esos utensilios para sus trabajos de campo. Se construía el asiento con
lo que hallaba a sus alcances, lo mismo una piedra que un tronco... o el
santo suelo en último caso.
Caminando los dos muy delante de los otros y a la mitad del recuesto
para subir al pinar, se detuvo Nieves de pronto, se volvió rápida hacia
atrás, paseó la mirada serena y honda por todo lo que se descubría desde
allí, incluso el palación de Peleches que descollaba en lo más alto, y
preguntó en crudo a su acompañante, que también se había detenido y
miraba cuanto miraba ella, y además y muy particularmente, el modo tan
suyo que tenía de mirar:
--¿Qué es lo primero que usted siente en cuanto sale al campo, en un día
como el de hoy, espléndido de luz, sin calor que sofoque ni viento que
moleste, ni ruido de gente que te distraiga, y en que todo lo que se ve,
el suelo, el árbol, la mata, el arroyo, hasta la peña desnuda,
trasciende a una misma cosa... como a tomillo y mejorana, o algo así?
Muchas cosas sentía Leto en tales ocasiones; y por ser tantas y no
atreverse a citar una sola y de repente, por miedo a que resultara una
tontería, respondió a Nieves, después de pensarlo un poco.
--Y usted que me hace esa pregunta, ¿qué es lo que siente, si se puede
saber?
--¡Yo lo creo que se puede saber!--respondió Nieves, volviéndose hacia
el pinar y continuando la interrumpida ascensión--. Mire usted: lo
primero que yo siento es un poco de envidia a los pintores, a los poetas
y a los músicos buenos; porque ¡me entran unos deseos tan fortísimos de
pintar, de describir y hasta de poner en música lo que voy viendo y
oyendo! Para eso quisiera ser el mejor pintor y el mejor poeta y el
mejor músico del mundo. ¿Le parece a usted mucho lo que envidio?
Leto se echó a reír; y como halló muy disculpables los deseos de Nieves,
así se lo declaró, añadiéndola que a él le pasaba dos cuartos de lo
mismo.
Un poco más adelante volvió a hablar la sevillanita, para decir a Leto,
también en crudo, pero sin detenerse:
--Es una compasión que no sea usted tan aficionado a pintar al óleo como
a la aguada.
--Ya le he dicho a usted en otra ocasión--respondió Leto--, que eso
consiste en mi falta de paciencia: todo tiempo, por corto que sea, desde
que concibo algo hasta que lo ejecuto, me parece una eternidad. No me
entretiene, como a otros, el proceso de la obra puramente mecánica: por
eso prefiero el lápiz a la misma acuarela: aunque sin el realce del
color, me da primero que ella la expresión del pensamiento o la imagen
del natural.
--Es raro eso.
--Sí, señora; y por lo mismo la ruego a usted que lo tome como confesión
de un pecado feo, y no como alarde de un modo de ver digno de
imitarse... Ahora--añadió cambiando de tono y de rumbo--, para llegar
primero donde vamos, echemos por este senderito de la derecha... También
es un poco raro, ¿no es verdad? que en la propia hacienda de ustedes
tenga yo que servirlos de guía... porque el señor don Alejandro no hace
más que seguirnos los pasos... ¿ve usted?... y don Claudio Fuertes lo
mismo... ¡Si lo tuvieran todo tan trillado con los pies como lo tengo
yo!...
Otro ratito de andar en silencio, y otra pregunta en seco de Nieves:
--¿Conoce usted a Rufita González?
--¡Quién no la conoce en Villavieja?--contestó Leto.
--¡Qué bachillera, eh?
De buena gana hubiera confirmado Leto esta opinión con un ejemplo que se
le vino a la punta de la lengua; pero considerando que podría mortificar
con él a Nieves, si no mentían ciertos rumores y otras determinadas
señales, se limitó a decir, marcando mucho el acento admirativo:
--¡Muy bachillera!...
--Siempre que habla conmigo--añadió Nieves--, quiere darme a entender
que nuestro primo Nacho desea casarse con ella.
--¡Carape!--exclamó Leto para sus adentros--; pues ese era mi caso, y
ahora resulta que le importa a ella menos que a mí.--Y en voz alta
dijo--: Eso precisamente es lo que más la califica.
--Y ¿por qué no ha de ser cierto lo que afirma?--preguntole Nieves
vuelta un poquito hacia él y enviándole las palabras bajo los fuegos de
una mirada firme y serena.
--Porque no puede ser--respondió Leto con su correspondiente
serenidad--; porque no hay razón para que lo sea; y, en cambio, hay una
de mucho peso para que resulte mentira.
Nieves no mostró el menor deseo de conocer aquella razón, y así quedó el
asunto. Un poquito más allá, preguntó a Leto:
--Y a las Escribanas, ¿las conoce usted?
Con esta pregunta se quedó Leto bastante atarugado y algo encendido de
mejillas: ¡le había dado tantas bromas el fiscal con la Escribana mayor!
Pero se rehízo enseguida, y contestó a Nieves:
--Otras bachilleras por el estilo.
No coló el disimulo; porque Nieves, aunque no le miraba de frente, le
pescó el fogonazo en la cara y la sacudida que le había precedido.
--No lo decía por tanto--repuso a buena cuenta y por si había dado en
blando la pregunta.
Un poco más adelante y bastante adentro ya del pinar, seguidos a corta
distancia de los dos señores mayores, que se despistojaban mirando acá y
allá por si se rebullía alguna tórtola en las inmediaciones del sendero:
--¿Llegaremos pronto al sitio ese?
--Antes de diez minutos--respondió Leto--. Ya estamos casi en la
explanadita en que hemos de comer; a poco más de veinte varas a la
derecha está lo que buscamos.
--Por supuesto, que traerá usted los dibujos de ello, que le encargué
anoche.
--Como lo prometí--respondió Leto señalando uno de los bolsillos de su
americana.
--¿Quiere usted enseñármelos?--le preguntó Nieves.
--¿Ahora mismo?...
--Ahora mismo--respondió la sevillana con un mirar que no admitía
réplica.
Pasó Leto la tijerilla a la mano izquierda después de haber colocado
debajo del mismo brazo la cartera, o más bien, cartapacio de Nieves, y
sacó del bolsillo derecho su álbum de apuntes... Pero en el momento de
entregársele a Nieves, se atarugó más que la otra vez, y se puso, no
rojo como entonces, sino pálido... ¡Carape! ¡buena la había hecho!
¡Pícara memoria y pícaros aceleramientos los suyos! No tuvo otra cosa en
la cabeza toda la noche, y al fin se le olvidó hacerlo al echarse el
álbum en el bolsillo, de prisa y corriendo; porque ya se iba sin él...
¡Carape!... Y que ya no había enmienda posible.
Pensando así, entregó el álbum a Nieves, con la forzada abnegación con
que se entrega un criminal a la Guardia civil.
--Hágame usted el obsequio de abrirle--la dijo--, porque yo no tengo más
que una mano desocupada... Esta es la tapa de arriba... Así... Yo le
diré en qué hojas están esos dibujos.
--Es que pienso verlos todos--le advirtió Nieves abriendo el álbum como
Leto quería.
Y es claro, en cuanto quedaron sueltos los broches, el álbum se abrió
solito por las páginas entre las cuales estaba el contrabando que
pensaba Leto escamotear al ir pasando las hojas con la mano libre.
La palidez del pobre mozo se trocó en carmín subidísimo.
Nieves le miró entonces con una sonrisilla muy picante.
--Perdone usted--le dijo al mismo tiempo--, si esto tiene algún valor
especial... Yo no lo sabía.
--¡Qué ha de tener!--exclamó Leto, sin saber lo que se decía--. Eso es
un clavel...
--Ya lo veo--interrumpió Nieves, como si no se enterara de la turbación
del otro--; y rojo... y doble.
--Sí, señora: doble y rojo--repitió Leto--. Un clavel doble y rojo que
yo tenía en la boca en cierta ocasión, mientras dibujaba... ¿Está usted?
Pues bueno: estando así, se le partió el rabillo y se me cayó al suelo;
y entonces yo... maquinalmente, le cogí... y, maquinalmente, le guardé
donde usted le ve; y ahí se ha quedado hasta hoy...
--Muy bien hecho, Leto--dijo Nieves volviendo a mirarle con la misma
sonrisita maliciosa--. Eso es lo que debe hacerse siempre con los
claveles que se caen de la boca... y no lo que se hizo con uno que yo
recuerdo... Rojo era también y doble, si no me engaña la memoria... y en
el suelo se quedó el infeliz... Verdad que no valía la pena de ser
guardado, porque la boca de que se había caído era la mía.
Leto, al sentir esta estocada, se estremeció de pies a cabeza y se puso
de veinticinco colores; y Nieves, al verle así, soltó la risa con toda
su alma.
--Suyo o ajeno el clavel--le dijo en seguida--, el encontrármele yo aquí
ha sido causa de un mal rato para usted. ¡Cuánto lo siento! Volvamos la
hoja, si le parece, y veamos los dibujos.
¡Qué dibujos ni qué carape! ¡Bueno estaba Leto ya para entender en cosa
alguna sino en el asunto del clavel que se le había caído a ella de la
boca! Por las señales, no solamente había notado Nieves el suceso que
tanto le había preocupado a él, sino que le había parecido muy mal,
claro: como tenía que parecerle; como que había sido la mayor gansada
que podía cometer un hombre acompañando a una señorita. La casualidad le
brindaba una ocasión de acreditar que la falta cometida se había
reparado en lo posible... Pues ¡carape! aprovechar esa ocasión sin
pérdida de momento... Que este recelo, que el otro, que si podría
tomarse la aclaración así o del otro modo, por este lado o por el de más
allá... Que se tomara, ¡carape! que se tomara, aunque fuera por el
extremo más absurdo: cualquier cosa menos pasar plaza de rocín en el
concepto de una mujer como aquella... ¡Cuidado si tenía picante la
alusión que le había hecho!...
Enardecido con el fuego de todas estas reflexiones que le pasaron en un
instante por el magín, respondió con gran energía a lo dicho por la
sevillana:
--No hay dibujo que valga, Nieves, mientras no quede orillado el punto
del clavel que se le cayó a usted de la boca... Hablemos de eso un
instante.
Nieves se sorprendió un poco con el arranque de Leto, y le preguntó muy
seria:
--¿Pero usted sabe a qué clavel me refería yo... en chanza?
--Sí, señora--respondió Leto impávido y resuelto a todo--: al que se le
cayó a usted en el Miradorio, y recogí yo del suelo... para volver a
arrojarle; en una palabra... a ese mismo clavel que está usted viendo.
Entonces fue Nieves quien se inmutó, y no poco; pero se repuso al
instante, y dijo a Leto en el mismo son de broma que antes y cerrando el
álbum:
--Pero, hombre, ¿cómo puede ser eso, si el clavel quedó allí y nosotros
continuamos andando?...
--Es verdad--respondió Leto sin perder una chispa de su ardimiento--;
pero volví yo por él en cuanto me despedí de ustedes en la botica,
después del paseo.
Nieves no dijo una palabra, ni mostró señal alguna por donde pudiera
notársele la impresión causada en ella por la noticia: con el álbum
cerrado, pero sin abrochar, en la mano izquierda, continuaba andando y
mirando serenamente hacia adelante. Leto, después de una breve pausa,
prosiguió:
--Yo no soy hombre de perfiles galantes; pero a mi manera, sé distinguir
de colores; y por saberlo, tan pronto como tiré el clavel conocí que no
debía de haberle tirado de aquel modo... ni de otro, por si usted lo
había notado... y aunque no lo notara: siempre era una cosa muy mal
hecha... El caso es que toda la tarde estuve preocupado con ello...
porque, créalo usted, Nieves: un hombre, por despreocupado y modesto que
sea, se resigna a pasar por bandolero antes que por ridículo delante de
una mujer; y con esta preocupación, en cuanto pude, volví por el clavel:
encontrele, y le guardé donde usted le ha hallado ahora, sin otro fin
que reparar mi falta en lo posible y tener siempre conmigo la prueba de
ello. Yo no soñé con que usted llegara a verla jamás; pero esta mañana,
al coger de prisa el álbum, me olvidé de sacar de él el contrabando,
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