Al primer vuelo - 05

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míos, se conserva bien y servible. Si hallamos cura, nos dirá la misa en
él; si no, iremos a oírla a la Colegiata, que no está lejos... si el
tiempo lo permite; porque si no lo permite, con la buena intención
cumplimos.
Nieves lo miraba todo hasta con voracidad, y escuchaba a su padre
delectadísima. Catana, con los brazos uno sobre otro, según su eterna
costumbre cuando nada tenía que hacer con ellos, y con la cabeza algo
inclinada, revolvía los ojos negros y bravíos, de las cosas señaladas a
don Alejandro, y de don Alejandro a Nieves, evitando siempre el choque
de la mirada de aquél con el rayo de la suya; pero muy poseída del
cuadro y acaso, acaso, gozosa, aunque no lo declarara.
--Si yo viviera aquí mucho tiempo--continuó el buen Bermúdez--,
arreglaría las cosas de manera que tú, hija mía, sacaras de estas
singulares ventajas que rodean a Peleches, todo el interés y la
substancia que ellas son capaces de dar, para hacerte la vida, no
solamente llevadera, sino deleitosa. Tendría, por ejemplo, una
embarcación ligerita y segura, para recrearte y recrearnos en los
placeres de la mar; haría convertir, o convertiría yo a mis expensas,
ese mal camino que nos une con el del Estado, en una calzada en regla;
tendríamos un carruaje cómodo que nos llevara y nos trajera por esas
comarcas de Dios, tan dignas de visitarse, en lugar de las infames
tartanas de que se puede disponer ahora por las condiciones de nuestros
infernales caminos; tendría... ¡qué sé yo lo que tendría, en mi ardiente
deseo de verte gozosa y alegre y sana en el solar de nuestros mayores!
Pero esto has de resolverlo tú misma, y a tu resolución absoluta y
soberana queda. Conste así, con el testimonio, algo sospechoso, de
cierta zaina rondeña que nos escucha, reventando por declarar que no
vale toda su tierra de lobos contrabandistas, un puñado de lo que se
coja en la parte más triste de cuanto se ve desde Peleches. Entre tanto,
echaremos mano de los recursos de que podemos disponer, hoy por hoy; y
con ellos solamente, yo te prometo, hija mía, que si perseveras en tus
buenos propósitos, no has de aburrirte un minuto aquí, por muy recio que
llegue a tronar, como Dios nos dé salud... Ahora, y por de pronto, tenga
usted la bondad, señora Catana, de ordenar que se nos sirva en seguidita
el desayuno; y con las fuerzas que nos dé y mientras le tomamos, o de
sobremesa, haremos el plan de campaña para hoy, o para toda la quincena,
si nos conviene a ti y a mí. ¿No es cierto, Nieves?... Pues andando para
dentro. Pero aguardaos un poco y oídme la última palabra, como ahora se
dice: recorriendo con la vista la inconmensurable extensión de estos
horizontes, y respirando el ambiente, medio terral, medio salino, que
llena todo el panorama, y anima y engrandece el espectáculo de sus
términos y detalles maravillosos, ¿no es verdad que se siente uno como
más fuerte y más satisfecho? ¿que si se tienen penas se olvidan? ¿que si
le dominan a uno rencores los acalla? ¿que si vacila entre lo cierto y
lo falso, entre lo útil y lo pernicioso, entre lo nimio y lo grande, se
le revela de pronto, y como por milagro, la verdad desnuda y clara? ¿que
no nos asalta, en fin, una idea que huela a innoble, ni un deseo que no
sea honrado? Respondedme con franqueza.
Se le respondió que sí inmediatamente; y satisfecho con la respuesta,
don Alejandro Bermúdez rompió la marcha hacia dentro, diciendo a las dos
mujeres, con el mayor entusiasmo, como si nunca se lo hubiera dicho
hasta entonces:
--¡Si no tiene escape! Dadme vosotras un aire puro, y yo os daré una
sangre rica; dadme...
Cuando dijo la última palabra de esta conocida tesis, Nieves estaba ya
sentada a la mesa del comedor, en espera del desayuno; la rondeña, en la
cocina para que acabara la cocinera de prepararle, y abocando al
pasadizo frontero, don Claudio Fuertes y León, asombrándose de que
hubieran madrugado tanto los insignes dueños y señores del caserón de
Peleches.


--VI--
Entre buenos amigos

¡Señor don Claudio! No podía usted llegar más a tiempo ni en mejor
ocasión... ¡Catana!... ¡Catana!... ¿Café? ¿chocolate? ¿cosa de
tenedor?... Con franqueza, don Claudio: lo que más apetezca y mejor le
siente a estas horas... ¡Catana!...
--Pero, señor don Alejandro, ¡si yo no acostumbro a desayunarme hasta
más tarde! Cabalmente he venido tan de madrugada, por averiguar de sus
sirvientes, mientras ustedes descansaban, qué era lo que habían echado
más en falta anoche, para disponer con tiempo el remedio. ¡Cómo había de
sospechar yo que después de las fatigas del viaje?...
--Pues ahí verá usted. ¿Y si le digo que hace ya más de una hora que
andamos de ronda por toda la casa, de pieza en pieza y de balcón en
balcón, mira aquí y asómbrate allá?...
--¡Es posible?...
--Y ¿por qué no ha de serlo?
--En usted, pase, porque está más avezado, es de aquí y lo tiene ley;
pero esta señorita...
--¡A buena parte va usted! Cuando me levanté yo, ya estaba ella de
vuelta, como quien dice. ¿No es verdad, Nieves? Hay que advertir también
que antes de acostarnos anoche habíamos pactado cierto compromiso...
Pero que diga ella si le ha pesado la madrugada...
--¿De manera que la ha gustado la situación de Peleches?
--¡Oh, muchísimo!
--Vaya, pues lo celebro infinito; porque temía yo lo contrario.
--¿Por qué, recanástoles?
--Hombre, acostumbrada a la hermosura y la animación de una ciudad como
Sevilla, nada de particular tendría que al verse de pronto en una
soledad como ésta...
--¿De modo que donde hay soledad, no cabe belleza ni?... ¿Se quiere
usted callar, alma de cántaro? No le hagas caso, Nieves... ¡Pues,
hombre, me hace gracia la ocurrencia! Desde aquí al cielo, señor don
Claudio... Y no me replique, para taparme la boca, que poco he
demostrado mi entusiasmo por las maravillas de Peleches volviéndoles la
espalda durante tantos años; porque bien dicho lo tengo por qué ha sido
y cuánto lo he deplorado... ¿Está usted? Pues ahora díganos qué va a
tomar, porque está Catana deseando saberlo para servirle en el aire...
--¡Ea! pues ya que ha de ser... lo mismo que ustedes tomen.
--Ya lo oyes, Catana: lo mismo que nosotros... Y respondiendo ahora a
cierta indirecta pregunta que usted nos ha hecho, le digo que lejos de
echar en falta cosa alguna en esta casa para nuestra comodidad, todo lo
hemos hallado en su punto y lleno de motivos de agradecimiento y de
aplauso a la previsión, al acierto... en fin, que ha hecho usted
milagros... ¿No es así, Nieves?
--De toda verdad, don Claudio... Nada se echa de menos aquí.
--Repare usted, señorita, que yo no he hecho más que cumplir las órdenes
de su papá lo mejor que he podido... De todas maneras, me felicito de no
haberme equivocado... Pero ¿de veras le gusta a usted esto, Nieves?
--De veras, don Claudio: se lo juro a usted... Y ¿por qué no había de
gustarme?
--Por lo que antes dije a usted. ¡Es esto tan diferente de aquello!
--Pues por esa diferencia me gusta a mí esto.
--¡Ajá!... Tómate esa y vuelve por otra...
--¿De manera que usted está satisfecha?...
--Satisfechísima.
--¿Y dispuesta a sacar partido de?...
--De todo, don Claudio. Y si no lo estuviera, ¿para qué venir aquí?
--¡En los mismos rubios, señor Fuertes!... y vaya usted contando. A
usted se le ha figurado que Nieves era una niña dengosa que se nutría de
huevo hilado y alfeñique, y le faltaba la respiración en cuanto se la
sacaba de la estufa... ¡A buena parte va usted con la suposición!
--No suponía tanto, señor don Alejandro; pero entre los dos extremos...
Y en fin, yo celebro en el alma que la señorita Nieves sea como es; y
excuso decirles a ustedes que no sólo por deber, sino con muchísimo
gusto mío, me pongo a sus órdenes desde ahora para servirla, para
acompañarla...
--Ya nos habíamos permitido nosotros contar con ese factor en los
cálculos que hemos venido haciendo por el camino; pero, inocente de
Dios, ¿sabe usted con quién trata? ¿conoce usted los ánimos, los bríos y
los propósitos que hay en ese cuerpecito que se abarca por la cintura
con la llave de la mano? ¡Ay, amigo don Claudio! usted y yo, para sopas
y buen vino.
--Poco a poco sobre eso, mi señor don Alejandro. Usted sabrá a qué paso
le anda la vida por sus adentros; pero no el que lleva la mía por los
míos.
--Pues, hombre, ya que me la echa usted de plancheta, le diré que allá
saldrán las dos en andadura, como salimos en años uno y otro.
--No es regla esa, don Alejandro.
--Sobre todo, cuando se saca en la cuenta el pico gordo que me saca
usted a mí.
--¡Yo a usted?
--¡Toma, y se admira, canástoles!
--¡Yo lo creo!
--Pues mal creído...
--¿Cuántos años tiene usted, entonces, o, mejor dicho, cuántos cree
tener?
--Ni tampoco cincuenta y ocho...
--Lo menos sesenta y dos...
--¡Ave María Purísima!... ¡No le hagas caso, Nieves!
--De todas maneras, igual le dé, porque ya no ha de echarse usted a
pretender jovenzuelas; pero ésta es una cuenta que se saca en el aire y
por los dedos.
--Pues ya está usted sacándola.
--Cuando yo vine a Villavieja por primera vez...
--¡Cómo! ¿No es usted de aquí, don Claudio?
--No, señora. ¿Usted no lo sabía?
--Lo habrá olvidado, porque yo creo habérselo dicho.
--No lo recuerdo.
--Yo soy de Astorga.
--¡De Astorga?
--Sí, señora: de donde son las grandes mantecadas...
--Y los maragatos, canástoles, con sus bragazas de fuelle.
--Sí, señor, y a mucha honra.
--Pues ¿cómo vino usted de tan lejos?
--Lo mejor será que se lo cuente usted todo, don Claudio; porque, a lo
que veo, ha perdido la filiación de usted que yo la he dado varias
veces.
--Sí, y para que se vaya apartando la atención de cierta cuenta
pendiente.
--¡Habrase visto marrullero?... ¡Como si no me importara a mí más que a
él dejarla bien saldada!
--Allá lo veremos, mi señor don Alejandro, porque todo se andará. Voy
por de pronto a satisfacer la curiosidad de Nieves en cuatro palabras,
porque siendo, aunque inmerecidamente, tan íntimo amigo de su padre, no
está bien que sea un hombre desconocido para ella...
--Tanto como eso, no, señor don Claudio.
--Es un decir; y vamos allá. Yo vine a Villavieja de teniente de
carabineros: no cucharón, señorita, sino de colegio, del de Infantería.
Aquí ascendí a capitán y me casé con una villavejana de bastante buen
ver y no pobre del todo. ¿No es cierto, don Alejandro?
--Y se queda usted corto. Era de lo mejorcito de aquí... Y pasemos de
largo sobre ese punto, antes que empiece a dolerle como de costumbre.
--Bueno. Tuve dos hijos varones. En esto se armó lo de África; tentome
un poco el patriotismo y otro poco la ambición; conseguí, bajo cuerda y
sin que lo supiera mi mujer, que me mandaran allá; fuime, haciéndola
creer que me obligaban a ello; volví de comandante acabada la guerra;
destináronme a Barcelona con el regimiento a que pertenecía; y entre si
me convenía más dejar aquí la familia o llevarla conmigo, enviudé; vilo
todo de un solo color, y ese muy negro; disipáronse de repente todas mis
ambiciones; pedí el retiro, concediéronmele, y quedéme en Villavieja
donde había vivido muchos años, habían nacido mis hijos, y poseían, por
herencia de su madre, media docena de tejas y cuatro terrones. Poco
después, el señor don Alejandro, que siempre me había distinguido y
honrado con su amistad, quiso honrarme y favorecerme nuevamente dándome
plenos poderes para administrarle sus haciendas de aquí, que no son
pocas. Esto acabó de afirmar mis raíces en la tierra de mi pobre mujer,
raíces no muy agarradas ya desde que mis hijos, hoy oficiales del
ejército, se habían ido al colegio militar y yo me veía solo y
desocupado. Pero a todo se hace uno, Nieves, en esta breve y espinosa
vida. Yo me fui haciendo a mi soledad, y hasta he llegado a encontrarla
relativamente placentera. De ordinario, no soy melancólico: al
contrario, se me tiene por hombre feliz y regocijado. Yo no trato de
desmentir mi fama, por si es merecida, y, sobre todo, porque nada me
cuesta; y así vamos viviendo... y así soy, ni menos ni más. Conque ¿me
conoce usted ahora?
--Aunque no con tantas señas, bien conocido le tenía a usted, y estimado
en lo que merece.
--Muchas gracias... y vamos a rematar ahora el punto de las edades, que
quedó empezado antes de abrirse este paréntesis que acabo de cerrar.
--¡Canástoles, cómo le preocupa a usted ese punto, hombre! Pues
supongamos que se echa la cuenta y que me sale usted alcanzado en cuatro
años, o que los dos salimos pata; después de todo, ¿qué? Nadie tiene más
edad que la que representa.
--Eso, mi señor don Alejandro, puede ser, y usted perdone, una huida,
como otra cualquiera, del terreno, y desde luego no es exacto; y además,
como argumento, es aquí muy sospechoso.
--¡Vaya usted echando canela!
--Porque la hay a mano. Y a la prueba: me ve usted con esta facha algo
quijotesca, un si es no es acartonado, con el pelo y los bigotes
grises...
--Canos.
--Corriente: canos, al paso que usted, más metido en carnes que yo, con
el pellejo más reluciente, su estatura regular y de buen arte, tan
aseadito y curro, y tan recortaditas y cepilladas las blancas
patillas...
--¡Grises, don Claudio!... mírelas usted bien y juguemos limpio.
--Grises, corriente: vaya también esa ventajilla a favor de usted: poco
me importa. Nota usted esa diferencia de ornato, nada más que de ornato,
entre las dos fachadas, y piensa que sacadas juntas a la plaza, la de
usted se llevará las preferencias. Concedido. Pero enseguida protesto yo
y le desafío a que me siga con la escopeta al hombro, o con el bastón en
la mano por sierras y montes arriba, a la tostera del sol de junio o con
las nieves de enero; y entonces se descubren las máculas que hay debajo
del revoque, y falla la máxima esa; porque es bien seguro que cuando yo
comience a jadear, está usted agonizando.
--Eso se vería, ¡canástoles!
--Por visto, señor don Alejandro, por visto... Y finalmente, que nos
ponga a prueba Nieves, o que me ponga a mí solo al realizar los planes
que por lo visto tiene formados, utilizándome como guía y acompañante
suyo, que es por donde habíamos empezado, y se verá si sirvo o no sirvo
para ello, y quién cae primero de los dos, o el último de los tres, si
se atreve usted a acompañarnos...
--¡Vaya si me atreveré! ¡Y nos veremos allá, señor guapo!
--Pues no tienen ustedes más que avisar.
--Le cojo a usted por la palabra, señor don Claudio, con permiso de
papá; y comienzo por mandarle que nos ayude, hoy mismo, a formar la
lista de las expediciones que hemos de hacer por tierra y a pie...
--Repito que estoy a sus órdenes.
--Y por mar...
--Eso ya varía, Nieves. De la mar no entiendo jota. No me he embarcado
aquí seis veces en mi vida; y en tres de ellas eché los hígados, sólo
por asomarme a la boca del puerto. Soy de Astorga, y no hay más que
decir. Pero no le apure la dificultad, que si los lances de la mar le
gustan a usted...
--¡Muchísimo!
--No han de faltarle medios de satisfacer el gusto. Respondo de ello.
--¿De veras, don Claudio?
--Como todo lo que yo prometo, aunque me esté mal el decirlo.
--¡No sabe usted la alegría que me da con la promesa!
--Cuando te digo, Nieves, que hasta lo de Caparrota se compuso... y
mira, mira, hasta lo de nuestro desayuno, que empezaba a darme mucho en
qué pensar por su tardanza. Ya está aquí... Gracias, señora Catana: bien
sé que la culpa no es suya ni de la cocinera, sino de nuestro madrugón,
inesperado en la cocina... ¡Ea! don Claudio, adentro con eso... No
tienen mala traza esos bollos. Hombre, ¿qué tal se anda aquí de pan?
--Bastante bien, como de carne y de leche... y de confituras.
--Pues estamos como queremos... Si te digo, Nieves, que esto de Peleches
es Jauja...
--Vamos a ver, señor don Alejandro, y antes que se me olvide: yo,
metiéndome quizá más adentro de lo que debiera, a una pregunta que me
hicieron ayer ciertas comparientas de usted, me permití responder
afirmativamente.
--Si no se explica usted más...
--Voy a ello: la hija, que, cuando habla de usted con sus amigas, le
llama «mi tío Alejandro», y de Nieves «mi prima Nieves...»
--¡Demonio!
--Y ¿quiénes son esas parientas, papá?
--Pues la hermana y su hija del marido de tu tía Lucrecia.
--No veo el parentesco.
--Ni yo tampoco... ni ellas mismas le verán, porque no existe; pero
desean aparentarle. Buen provecho les haga, ¿no es verdad?
--Se me olvidó ese detalle en mi carta, y ahora le recuerdo. La madre no
llega a tanto. Se queda en «mis comparientes de Sevilla» o «los
comparientes de Peleches».
--Bien: ¿y qué?
--Aguarde usted un poco... ¡canario, qué ricamente está hecho este café!
--Como obra de las manos de Catana, que no tienen igual para eso.
También está rica la mantequilla...
--Esa es de primera aquí: recuerden lo que les dije de la leche. Pues a
lo que íbamos. Rufita, que es la hija, la hija de doña Zoila Mostrencos,
hermana carnal de don Cesáreo, esposo de doña Lucrecia; Rufita, digo, la
supuesta prima de Nieves y sobrina, por consiguiente, de usted, me paró
ayer en la calle yendo con su madre y me dijo: «supongo, don Claudio,
que esos señores no nos tirarán con algo si vamos a visitarlos en cuanto
lleguen... porque pensamos visitarlos. Ya ve usted: un parentesco tan
próximo y tan conocido en Villavieja... y estando ellos tan en armonía
con los de Méjico, parecería mal que nosotros no los fuéramos a ver.»
Esto dijo Rufita.
--Y usted ¿qué la contestó?
--Que no las tirarían ustedes con nada: al contrario, que las recibirían
muy bien...
--Perfectamente respondido... ¿Por qué te ríes, Nieves?
--¡Por qué me he de reír, papá? Por la pregunta de Rufita. ¿Se ha oído
cosa más graciosa? ¿Por quién nos tomarán esas señoras?
--No le choque a usted, Nieves: es estilo muy corriente ese por acá.
--Y ¿cuándo piensan venir?
--Pues cuéntelas usted aquí a la hora menos pensada: de seguro antes de
comer hoy.
--¿Tan pronto?
--Y no serán ellas solas... Es el estilo también.
--¿De manera que también aquí hay que hacer visitas?
--¡Uff! No se hace otra cosa.
--¡Ay, Dios mío!
--¡Bah! no te apure eso...
--¡No faltaba más! Mire usted, para que le vaya sirviendo de gobierno:
vendrán seguramente esta mañana misma, las parientas esas, y acaso,
acaso, las de Garduño, es decir, las Escribanas, y Codillo con sus
hijas; tal vez se atrevan las de Martínez Liendres, las Corvejonas: creo
que se atreverán, lo mismo que las Indianas. A éstas las doy por
infalibles en todo el día de hoy; y a otras por el estilo, mañana o
pasado. Todas ellas fingiendo cumplir un deber de cortesía con ustedes
al visitarlos, se agarran a esa ocasión para darse pisto entre las
gentes de la villa y meterles a ustedes sus trapitos por los ojos...
Cuando concluya esta tanda, empezará la de las otras, el _Faubourg
Saint-Germain_ de aquí, «nuestra vieja aristocracia», como si dijéramos,
los Carreños de abajo y los Vélez de arriba, que es ya lo único que nos
queda de esa clase, y bastante averiado por cierto. Se da por entendido
que no han de faltar ni el juez, ni el clero en masa, ni el médico
viejo, ni otros personajes más o menos pesados de palabra, más o menos
sinceros de intención.
--Pero, don Claudio, por el amor de Dios, ¡eso va a ser el acabose!
--¿Por qué?
--¡Adónde vamos a parar con tanta visita? Todo el verano hace falta para
recibirlas y pagarlas...
--Para ellos estaba, ¡canástoles!
--Ya la he dicho a usted que no se apure por eso. En poco más de tres
días les han de visitar a ustedes cuantas personas piensen visitarlos
aquí. El ritual de este gran mundo no admite más largo plazo: se tomaría
la visita a menosprecio. Pues bien, en otros tres o cuatro días pagan
ustedes las deudas, y al sol. Para venir a verlos a Peleches, traerá
encima cada cual el fondo del cofre, sobre todo las mujeres; pero este
detalle no la obliga a usted a la recíproca, aunque para obligarla le
usen ellas. Usted se viste como mejor le parezca; y le doy este consejo,
porque la misma cuenta le ha de salir de un modo que de otro: al cabo la
han de morder.
--¡A mí?... Y ¿por qué, señor don Claudio?
--Porque también eso es de estilo aquí.
--¡Pues me gusta!
--Y es usted recién venida, y el objeto de la pública curiosidad, y
sevillana, y rica, y una Bermúdez del solar de Peleches, y sobre todo...
¡canario! ¿por qué no ha de decirse? guapa; pero ¡muy guapa!
--¿A que al fin me la va usted a echar a perder, canástoles? Por de
pronto, ya me la puso usted colorada... ¡Semejante soldadote!
--Me dolería haberla molestado con este rasgo de franqueza, y la suplico
que me perdone si he tenido esa desgracia; pero conste que no rebajo una
tilde de lo dicho, porque yo no falto a la verdad por ningún respeto
humano. A lo que íbamos, Nieves: hasta es posible que algunas de las
visitas que reciba la diviertan a usted; pero diviértase con ellas o no,
usted, el señor don Alejandro, y yo si les sirvo de alguna cosa,
continuaremos trazando planes para hacer usted aquí la vida a su gusto,
y hasta poniendo en planta la parte de ellos que no estorbe a la
etiqueta obligada en estos tres o cuatro primeros días... Otra cosa y
para gobierno de ustedes: en Villavieja se come a la española neta, de
doce a una, y se cena de nueve a diez... Y a propósito de estos
particulares: mi condición de viudo con casa abierta, me ha hecho
entender un poco en los prosaicos menesteres de la vida. Desearía
haberlo demostrado a satisfacción de ustedes en el abasto provisional
que hice para su cocina y despensa. Puedo jurarles que puse en ello los
cinco sentidos.
--Todo está en su punto, señor don Claudio, y nada falta ni sobra...
¡Para declararlo Catana como lo declaró anoche al tomar posesión de sus
dominios!... De dos artículos de ello muy importantes, la manteca y el
café, no hay que hablar, porque están a la vista las muestras, y ya
hemos convenido en que son excelentes...
--Lo celebro de todo corazón, porque tengo, un poquillo de vanidad en
ser competente en ese delicado capítulo de la vida doméstica... Respecto
a lo demás de la casa...
--Ya le hemos dicho a usted que tampoco tiene pero.
--No lo he olvidado; pero no voy a tratar de eso precisamente, sino de
algo que no ha podido hacerse por falta de tiempo, y se podría hacer
ahora más despacio y enteramente a su gusto. De esto y otras cosas
parecidas quisiera yo hablar con usted cuanto antes.
--¡Qué canástoles, hombre! ¿Tan urgente es el caso?
--Urgente, así en absoluto, no señor...
--Pues entonces, ¡qué demonio! empleemos la sobremesa en puntos de más
enjundia... Deme usted alguna noticia más de las gentes de nuestro
tiempo. Verbigracia, del famoso boticario...
--Yo, con permiso de ustedes, los voy a dejar. Eso de las visitas me
tiene con cuidado, y temo que me falte tiempo para arreglarme.
--Pues adiós, hija mía.
--Buen provecho, y hasta luego.
--A los pies de usted, Nieves.
--¡Ea! ya está usted empezando.
--¿Por dónde?
--Por donde usted guste o más rabia le dé.
--¿Se permite murmurar, ahora que estamos solos?
--¿De quién, hombre malévolo?
--Del primero que salte en la conversación.
--¡Como si supiera hacer otra cosa el inocente!
--Gracias por la lisonja.
--Es justicia, créalo usted... Pero ¿y si el que salte en la
conversación no da motivos?
--Aquí todos le dan, poco o mucho, en diferentes sentidos.
--¿Hasta el pobre boticario?
--Ese es hombre aparte, no solamente en Villavieja, sino en todo el
mundo sublunar.
--En fin, allá usted, que yo lavo mis manos...
--Pero no le disgusta el tema...
--Hombre, yo no he dicho...
--Las cosas claras, don Alejandro...
--¡Canástoles! pues ¿qué más claras las he de poner?... Venga de eso, o
de lo que mejor le cuadre... y a ver qué le parecen estas regalías para
fumigar la conversación.
--La vitola es de primera.
--Pues a prender fuego a ese ejemplar... Ahí va la cerilla.
--Gracias, señor don Alejandro.
--Aguarde usted un poco. ¿No le sabría mejor el tabaco mojando la punta
en ron, pongo por caso, o en coñac?
--Es posible, o en un chapurradito de los dos. No había dado yo en ello,
¡vea usted!
--¿Sabe usted si lo hay en casa?
--Respondo de que vino a ella un buen surtido de esa clase de
menesteres.
--¡Catana! ¡Catana!... ¡El ron y el coñac... y unas copitas con ello!


--VII--
Visitas

Lo anunciado a este propósito por don Claudio Fuertes y León en casa de
don Alejandro Bermúdez, se cumplió casi al pie de la letra. A las once
de la mañana, precisamente en el instante en que esa hora sonaba en la
torre de la Colegiata, se sentaban en el estrado de Peleches Rufita
González y su madre, las «parientas» de la casa, con todos los útiles de
visitar encima: guantes, abanico, sombrilla y tarjetero, y los trapos
mejores del baúl.
--Nosotras--decía Rufita después de los acostumbrados saludos; porque es
de saberse que su madre apenas desplegaba los labios sino para sonreír
continuamente y decir a todo «justo»--, teníamos noticias exactas de su
venida a Peleches este verano, no solamente por don Claudio que tanto
nos distingue porque nos aprecia muchísimo, sino por la misma tía
Lucrecia que nos lo escribió por el último correo, al darnos parte de
que vendría también mi primo carnal, Nachito, a conocernos a todos sus
parientes... vamos, a ustedes y a nosotras, ya que no podía venir ella
por haber engordado una barbaridad, ni tampoco el tío Cesáreo, que tiene
que estar siempre a su lado, porque no se puede valer de por sí sola, de
puro gorda que está... Por supuesto que de esta venida del primo, muy
corrida por aquí, y de saberse también que se ha carteado conmigo...
¡uff! han sacado los murmuradores horror de cosas: que si hay planes
arreglados, ¡vea usted!; que si debe vivir con nosotras, porque es hijo
de un hermano de mi madre; que si vivirá en Peleches, aunque es sobrino
de ustedes _solamente_ por parte de la suya; que si, por sus caudales
atroces, estaría mejor arriba que abajo, por otros particulares que
conoce bien la pobre tía Lucrecia y no habrá olvidado tampoco el tío
Cesáreo, más propio y hasta más decente sería vivir abajo que arriba...
Vamos, lo de siempre que la murmuración mete la pata en negocios
ajenos... Pero nosotras, gracias a Dios... ¡y a buena parte vienen a
hacer leña!... ¿eh, mamá?... nosotras bien conocemos que para alojar a
una persona de la importancia de Nachito, no somos todo lo... vamos,
todo lo principales y ricas que se requiere, por más que en educación y
en sentimientos no tengamos que envidiar a las señoras más encumbradas;
y por lo mismo que conocemos esto, no nos chocaría que mi primo se
encontrara más a gusto en Peleches... ¡Ah! pues deje usted, que no falta
quien dice que viene a casarse con usted, Nieves... usted sabrá si es
cierto, ¡ja, ja, ja! Verdaderamente que no tendría nada de particular
que así resultara después de conocerla a usted, tan elegante y tan
bonita... Ya ve usted, comparada con una pobre villavejana como yo...
¡ja, ja, ja! la elección no podía ser dudosa... ¡ja, ja, ja!... Pues a
lo que iba al principio, porque las palabras se enredan, se enredan...
Sabiendo nosotras que venían ustedes, nos dijimos (se entiende, mamá y
yo): ¿y qué hacemos? La cortesía y el parentesco de familia nos mandan
que los visitemos; pero otras razones que tampoco son de olvidar, nos
dicen: hay que dormirlo y rumiarlo bien, porque si con el mejor de los
deseos que una lleve a esa casa, le dan a una un disgusto gordo por todo
pago, ¡zambomba! Conque en esto, consultamos el caso ayer mismo con don
Claudio; y, naturalmente, nos aconsejó que viniéramos, respondiendo él
de que seríamos bien recibidas... ¡Pues no faltaría más! como nos dijo
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