Al primer vuelo - 09

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le agradaban; los únicos acaso con que se dejaba ir, hablando, hablando,
al sosegado curso de sus ideas, sin la menor protesta de aquel diablillo
psicológico que se lo echaba todo a perder cuando sus elogios o sus
juicios recaían en cosa nacida de su cacumen, o, aunque propia, no
tuviera consagrados los méritos por otro juicio de indiscutible
autoridad. ¡La maldita desconfianza! Habló, pues, del balandro durante
una buena parte de la comida, después de ponerle, y de ponerse él mismo,
a las órdenes de Nieves para dirigirle; de la hermosura y comodidad de
la bahía para voltejear en ella, con una brisa bien _entablada_, las
personas que se contentaran con poco; de la intensidad de este mismo
placer recibido en alta mar; del inglés, su amigo, con quien tantas
veces le había gustado; de su destreza, de su valor, de su carácter...
hasta habló algo de Cornias, porque fue de necesidad que hablara de él.
Cornias era un mozo pequeñito de cuerpo y bizco de ambos ojos, nacido y
criado en Villavieja. Desde muchachuelo anduvo en la botica para ciertos
menesteres mecánicos. Entendía algo de cosas de la mar, porque era hijo
de un pescador y de una sardinera. Cuando Leto tuvo un bote, Cornias se
le cuidaba y le servía de marinero. Era listillo y valiente; y en cuanto
llegó el balandro de Inglaterra, por recomendación de Leto se encargó de
hacer en él los mismos servicios que en el bote. Si Cornias estaba
entusiasmado con aquel barco tan hermoso, el inglés estaba chocho con
Cornias, por su tipo, por su afabilidad y por su inteligencia para
aprender las maniobras. En poco tiempo se puso al corriente de todo y en
aptitud de manejar el balandro tan guapamente: le quería como a las
niñas de sus ojos. A la fecha del relato, Cornias, sin dejar de ser
_plaza de a bordo_, continuaba siendo obrero de la botica y sus
accesorias; y lo mismo empuñaba la maza del mortero para moler
cantárida, con la boca y las narices tapadas con un pañuelo, o a cara
descubierta crémor o mostaza, y el mango de la azadilla para _arropar_
la belladona, el estramonio y la cicuta que cultivaba el boticario en su
huerto, que envergaba la mayor o encapillaba un obenque. No bebía ni
fumaba, ni podía resistir calzado, ni gorra, ni chaqueta. Ordinariamente
no llevaba más prendas sobre su cuerpo que la camisa y los pantalones,
con las perneras remangadas hasta la pantorrilla y las mangas hasta el
codo; y, así y todo, Cornias resultaba limpio y simpático. De honradez y
lealtad no se hablara, porque se le podía entregar a ciegas oro molido.
Se le llamaba y conocía por aquel mote, porque era bizco. _Cornias_ era
una corruptela o degeneración, forzada por los muchachos de la playa, de
la palabra _bizcornio_; y por Cornias respondía, olvidado ya de su
nombre de bautismo.
Después de hacer Leto, y no sin gracia, este esbozo de su marinero,
ratificado por don Adrián que le quería mucho como sirviente de su
botica, volvió sobre lo ya tratado. Se podía navegar en su balandro con
la misma confianza que en un navío de tres puentes. Se convencerían de
ello en cuanto le vieran, como habían de verle muy pronto. Nieves no lo
ponía en duda; su padre, así, así; don Claudio negaba esa seguridad
hasta en el navío de tres puentes; y en cuanto al boticario, tenía las
pruebas de lo afirmado por su hijo en que había hecho éste con su
balandro, doscientas veces, mucho más de lo sobrado para que a la
primera se quedara en la mar, por los siglos de los siglos, cualquier
otra embarcación de igual calibre.
Como la comida fue abundante y se habló mucho y sobre muchas cosas, la
sesión fue larga y muy entretenida; de modo que cuando don Claudio
Fuertes y don Adrián Pérez dieron los últimos _latigazos_ a la última de
las respectivas copas que don Alejandro había ido sirviéndoles con el
café, era ya muy bien entrada la tarde; a Nieves, ausente del comedor
rato hacía, la calzaba su doncella sus _brodequines_ de campo, de fino
becerrillo sin teñir, y la brisa seguía fresca y bien entablada, por lo
cual no molestaba fuera el calor, aunque el sol lucía sin el estorbo de
una sola nube. Teniendo esto en cuenta, sólo aguardaban los del comedor
la vuelta de Nieves para salir con ella a hacer la proyectada visita al
balandro de Leto, número primero de los del programa dispuesto para
aquella tarde.
Nieves no se hizo esperar mucho; y cuando apareció a la puerta del
comedor poniéndose los guantes y con el sombrerillo algo caído sobre los
ojos, muy ajustadito el talle y con un clavel en la boca, su padre la
vio un instante con el mismo ojo suspicaz y alarmista que en la
memorable ocasión de presentársele en Sevilla, recién vestida para ir a
retratarse. Pero ¡qué diferencia de escenario, por más que las dos
escenas fueran semejantes, casi idénticas! Allá, la atmósfera viciada y
corruptora de una gran capital; en Peleches, los horizontes sin límites;
el aire puro y saludable del campo y de la mar; las tentaciones de
claudicar, en la ciudad a cada vuelta de esquina; en aquellas soledades
grandiosas, ni aunque se buscaran con un candil... Y no lo pudo remediar
el buen Bermúdez: poseído de su tema y encantado de verse donde se veía,
el mejor punto de la tierra para ponerle en ejecución y dormir tranquilo
al amparo de su milagrosa virtud, tomando pretexto del rumor y el aroma
de la brisa que circulaba por todos los ámbitos y rincones de la casa,
cantó un himno de admiración a la augusta Naturaleza, y largó por final
de él el _sorites_ de costumbre al comandante y al boticario, mientras
Leto daba el brazo a Nieves para bajar la escalera.
El camino elegido para ir al muelle fue el del Miradorio; y por él
tomaron los cinco en el mismo orden en que habían salido de casa: Nieves
y Leto delante, e inmediatamente después los tres señores graves: el de
Peleches en medio. Desde lo más alto del sendero, contempló Nieves la
mar y cuanto se abarcaba con la vista hacia la izquierda; y se le
ocurrieron algunas cosas buenas, particularmente sobre la mar. A Leto no
dejaba de ocurrírsele algo también; pero temiendo que fueran majaderías,
se limitó a glosar un poco las ocurrencias de Nieves; la cual, en una de
éstas y por apretarle demasiado con los dientes mientras hablaba, cortó
el rabillo del clavel. Leto le recogió del suelo tan pronto como cayó, y
se lo quiso devolver a Nieves...
--No sirve ya--díjole ésta después de mirarle un momento--; puede usted
tirarle, si quiere.
Y Leto, sin más ni más, le tiró, por pura obediencia.
--Ya se ve el balandro--dijo al mismo tiempo.
--¿Cuál es?--preguntó Nieves.
--La única embarcación de aquellas cuatro, que está aparejada.
--¡Cuánta vela tiene!
--Cuantas hay en casa. Cornias no se ha andado en chiquitas: todos los
trapitos ha echado al sol... ¡Qué hermoso día de mar!
--Oiga usted, Leto--le dijo Nieves muy en reserva y después de notar con
el rabillo del ojo que no la oían los que venían detrás--: cuando
estemos en el balandro y le hayamos visto, proponga usted a mi padre que
demos un paseo por la bahía.
--Ya estaba yo en eso--respondió Leto muy ufano.
--Y si papá consiente en ello, que sí consentirá--continuó Nieves más
por lo bajo todavía--, así, como a la descuidada, se va usted echando
hacia la mar... ¿eh?
--Perfectamente--respondió Leto--, y de ese modo iremos poniendo a
prueba, poco a poco, la resistencia de usted para el mareo...
--¡Oh! por ese lado, yo respondo desde luego--dijo Nieves con gran
confianza--. Tengo hechas buenas pruebas en Bonanza y en Cádiz, y no hay
forma de que yo me maree.
--Pues tanto mejor entonces.
El muelle de aquel ignorado puerto se componía de un gran tablero
rectangular, sobre una docena de pilotes achacosos que ya no podían con
la carga cuando los ingleses de la mina los repararon convenientemente.
Todo este artificio grosero estaba arrimado a un andén muy espacioso y
firme, construido por la naturaleza, al cual venían a parar en uno solo,
desde la anteúltima revuelta de la bajada, el camino de la mina, casi
paralelo a la costa, y el sendero del Miradorio que desde el punto de
empalme se dirigía hacia el sur.
Al llegar al muelle los cinco comensales de Peleches, Cornias quiso
atracar el balandro, que estaba separado cosa de dos o tres brazas, a la
escalera de embarque, bien corta entonces porque la marea estaba muy
alta; pero Leto le hizo señas para que no le moviera de allí. Tenía el
balandro la bandera con corona real, en el pico, y un grimpolón azul con
una _F_ blanca en el tope. Con todo el trapo desplegado y las escotas en
banda, flameaban las velas al recibir el viento, y se oían desde el
muelle sus restallidos o _gualdrapazos_. Cornias se había excedido algo
de las órdenes recibidas: bien que el balandro tuviera en aquella
ocasión cada cosa en su sitio, pero no tan a la vista; entre otras
razones, porque el gualdrapeo de las velas desplegadas, tras de producir
balances al barco, hacía trabajar al palo inútilmente. Pero Cornias, que
tenía el entusiasmo de todo ello en conjunto, pensó acertar mejor
ostentándolo de una vez en hora tan señalada. Error del pobre muchacho.
El corcel de buena sangre, para lucir su gallardía, o en pelo y en
libertad, o bien arrendado por su jinete. Entendiéndolo así Leto, a una
señal muy expresiva y cuatro palabras enérgicas enderezadas a Cornias,
fue el balandro recogiendo todas sus lonas, como la gaviota sus alas al
posarse blandamente sobre la onda marina.
--Ahora se ve mejor el casco en toda la pureza de sus líneas--dijo Leto
a los que le rodeaban, pero particularmente a Nieves que parecía la más
atenta a la explicación que había comenzado a hacer.
Según aquella explicación, de cuanto se veía desde el muelle e iba él
señalando en el barquito, por iniciativa propia o respondiendo a
preguntas que se le hacían, el casco de su _Flash_ (Centella) tenía la
proa y la popa muy _lanzadas_, o salientes, y era chupado de amuras (la
cara de proa) y robado de codaste (pieza en que se articula el timón),
es decir, en viaje hacia proa; casco, en fin, de los llamados _de cuña_,
a la moda inglesa, de mucho calado. La ventaja de tener muy lanzadas la
popa y la proa, consistía en que cuando la embarcación _escoraba_, es
decir, se inclinaba a una banda, los lanzamientos tocaban en el agua y
aumentaban la longitud del casco, dándole mayor estabilidad, razón por
la que los de esta clase ceñían mucho y viraban facilísimamente. Para la
debida compensación de la finura y estrechez del vaso con la altura
excesiva de su aparejo, el _Flash_ tenía una zapata o quilla postiza de
plomo, sujeta a la verdadera con unas cabillas pasantes. Seguridad
completa, absoluta, de no dar, escorando, quilla al sol.
Aquel espacio hueco, a modo de escotilla, que se veía en el último
tercio de la cubierta, hacia popa, con bancos alrededor y reborde algo
saliente que formaba el respaldo, técnicamente _brazola_, era el sitio
para el que gobernara y personas que fueran con él. El agujero se
llamaba el _pozo_; y el templete que se alzaba entre el emplazamiento
del palo y el lado del pozo de hacia proa, con lumbreras a los costados
y barritas de metal para protegerlas, era el _tambucho_, o cúpula de la
cámara que estaba debajo, bastante cómoda según iba a verse enseguida,
porque ya no había en el balandro cosa que mereciera ser explicada ni
vista desde el muelle.
Atracole a la escalerilla el diligente Cornias a una señal de Leto, y
bajaron todos: Nieves de la mano del desconocido Leto; Bermúdez y el
boticario muy a pulso, y don Claudio Fuertes protestando de que hasta
allí y nada más. Cornias, según Leto le había pintado en la mesa, pero
con pantalón blanco y camisa con lunares, si no nueva, recién estirada,
aguantaba el balandro atracado a la zanca de la escalera, con las uñas
hincadas en los tablones.
Saltaron a bordo de él los visitantes por la cabeza del último escalón
descubierto; y al ver lo _descarado_ que estaba el suelo aquel, que
oscilaba además, todos, menos Nieves y Leto, se colaron en el pozo.
--Desengáñense ustedes--decía Fuertes sentándose--, que esto no tiene
señal de juicio... ni los que andan en ello tampoco... ¡Ah! pues dejen
ustedes que se inflen todos esos trapos y empiece el viento a enredarse
entre ellos... ¡Ni san Pablo para aquí entonces sin romperse la crisma
con algo, o echar los hígados por la boca!...
--Verdaderamente--replicaba don Adrián guardando el equilibrio con los
hombros, aunque era bien insignificante el balanceo--, que no se explica
uno fácilmente, ¡caray! tanto entusiasmo y tanta... eso es... como tiene
ese muchacho... y como tenía su amigo por estas diversiones... Por de
contado, señores míos, que esta es la primera vez en mi vida que me veo
aquí... y tan a nuevo me sabe, eso es, lo que voy viendo, como a
ustedes. Desde tierra he visto el barquichuelo este varias veces, unas
quieto y otras andando... ¡y qué andar, caray! Vamos, ocasión hubo de
volver la cabeza... por no verlo... Es la verdad, sí, señor, ¡caray!
--¡Digo, y eso usted, que es pez de la mar!... Pues ¡qué me pasará a mí
que soy de los secanos de Astorga?
--¡Canástoles--saltó aquí don Alejandro--, con los valentones estos!...
Yo no me trago a los hombres crudos, ni mucho menos; pero tampoco se me
arrugan las narices por echar una cataplera por esas aguas allá.
--Por de pronto, mi señor don Alejandro--contestole Fuertes con cierta
socarronería--, ha sido usted uno de los tres valientes que nos hemos
colado en el pozo por entrar en el balandro; y después, mire usted, yo
me he visto cara a cara con los moritos en Monte Negrón y en los
Castillejos, y hasta en lo de Wad--Ras, que fue más agrio que lo que a
ustedes se les figuró; y sin echármelas de valiente al decirlo, ni perdí
la serenidad, ni el coraje... ni las ganas de pegar; porque aquello era
otra cosa: había siquiera suelo firme en que pisar... y en que morir, si
era preciso, defendiendo la vida honradamente; pero esto es entregarse a
la muerte atado de pies y manos y metido ya en el ataúd...
Leto, mientras los del pozo hablaban de esta suerte, explicaba a Nieves
las ventajas de un palo, como el del _Flash_, compuesto de dos piezas
(la mayor, o _palo macho_, y la menor, o _mastelero_, con su tamborete y
cruceta entre ambas), sobre el palo _enterizo_, o de una sola pieza;
cómo se fijaba el palo en el fondo del casco, encajando su espiga
inferior en una mortaja llamada _carlinga_, y se afirmaba después por
medio de las cuerdas que iba señalando y se llamaban _obenques_ y
_estays_: los obenques bajaban desde la _encapilladura_, junto a la
cruceta, y los estays desde la suya en el arranque del _galopillo_, o
remate superior del palo; cuál era la _botavara_, cuál el _pico de
cangreja_, y cómo se manejaba y con qué cuerdas o drizas, cada vela de
las cuatro que tenia el _yacht_ (_mayor, trinquetilla, escandalosa_ para
los buenos tiempos, y _foque volante_ para las _empopadas_). El agujero
que había a media cubierta, entre el pozo y el costado de estribor, era
el de la bomba de achique, muy usada, porque en las _arfadas_, ciñendo
el balandro, embarcaba en el pozo bastante agua: _rociones_ y
_garranchos_, según el estado de la mar; tal pieza era el _cabillero_
para las drizas de maniobra; cuáles otras, las _cornamusas_ para afirmar
las escotas del foque y las de la trinquetilla; otra en el suelo mismo
junto al agujero del _pañol_ de cadenas, el _guindaste_, en el cual se
hacía firme la coz de botalón, etc., etc. Muchos, muchísimos detalles
dio Leto a Nieves, llamando a cada cosa con su nombre técnico, porque
así lo quería la animosa sevillana.
Cuando ya no tuvo nada que explicarla sobre cubierta, la dijo:
--Vamos ahora, si usted quiere, a ver la cámara.
A la cámara se entraba por el pozo, en cuyo lado de hacia proa estaba la
puerta, de dos hojas, con un cuartel de corredera. Abrió Leto y entraron
las cinco personas, teniendo que descubrirse don Adrián, porque para un
sombrero como el suyo, puesto sobre la cabeza, no había allí bastante
altura de techo. Por lo demás, sobraba sitio en que revolverse los
visitantes con desahogo. Nieves se admiró de ello y del primor con que
estaba dispuesto y hecho todo en aquel microscópico salón, que resultaba
hasta lujoso. A cada lado de la puerta había un armarito, y otro más
ancho enfrente de ella; a cada lado de los otros dos de la cámara, un
cómodo diván, y en el centro una mesita atornillada en el suelo, con las
alas dispuestas de modo que podía servir para una docena de comensales.
Retirando Leto uno de los almohadones, levantó la tabla sobre la cual
estaba tendido; y la tabla resultó ser tapadera de un largo cajón bien
provisto ciertamente, pues fue sacando de él el hijo del boticario dos
amplios y superiores impermeables; un vestido completo de mar; media
docena de hermosas toallas y dos sábanas de baño, y algunos objetos más
por el estilo; todo ello puesto allí por el precavido y rumboso inglés,
lo mismo que los objetos de aseo y los útiles de pesca, licores
exquisitos y confortantes, y libros (en inglés desgraciadamente para
Leto) que trataban, con excelentes dibujos, de materias pertinentes a
todos los destinos imaginables del barco, que se guardaban en los
armarios. Todo lo conservaba Leto donde y como el inglés lo había
dejado, por respeto cariñoso a la memoria de su amigo. En el centro del
copete del más grande de los armarios, había una chapa de metal bruñido,
con dos nombres grabados sobre una fecha. Señalando a los nombres, dijo
Leto:
--Este es el blasón de nobleza del balandro: _Mr. Watson_ y _Mr. Fife_:
el ingeniero y el constructor de yachts más afamados de Inglaterra.
¡Deberé yo estar agradecido a un hombre que me dejó tan rica prenda de
su amistad? ¡Y se extraña mi padre algunas veces del mimo con que la
trato!... Pues hay que ver ahora, prácticamente, sus condiciones
marineras que tanto les he ponderado, si no le molesta a Nieves y lo
consiente el señor don Alejandro...
--Caballeros--dijo al oírlo don Claudio, levantándose de golpe y andando
hacia la puerta--: aquí sobra uno, y ese soy yo.
--¡Pero, don Claudio!...--exclamaba Nieves, riéndose del arranque de su
amigo.
--Nada, nada: cada uno es cada uno, y yo sé bien lo que me hago... Y
también usted lo sabe al venirse conmigo, señor don Adrián--añadió
Fuertes volviéndose un momento hacia el boticario--. Porque yo doy por
supuesto que usted tampoco se queda, aunque le aspen.
--Verdaderamente--contestó el aludido, que estaba algo inquieto por
falta de franqueza, moviéndose un poco hacia la puerta--, que no soy de
lo más apto para este género... eso es... de diversiones... Por otro
lado, ¡caray! la edad... eso es. De manera que, si no se tomara a mal...
--¡Qué ha de tomarse, hombre!--díjole don Claudio, volviendo para
cogerle por un brazo.
--Y aunque se tomara... Véngase, véngase, don Adrián; y verá usted qué
guapamente estudiamos las condiciones marineras del _Flash_... desde
tierra firme.
--Conste, señor matamoros--dijo Bermúdez desde la puerta de la cámara
cuando ya salía del pozo el comandante llevándose a remolque al
boticario--, que no solamente doy el permiso que me ha pedido Leto, sino
que me quedo, y con gusto... ¡con mucho gusto, canástoles! mientras que
usted se larga.
--Con gusto, ¿eh?--respondió Fuertes sin volver la cara--. ¡Ay! mi señor
don Alejandro... ¡si hubiera espejos para ver a los hombres por sus
adentros en determinadas ocasiones!... Cornias, arrima un poco más el
barco, hijo... Así... ¡Ajá! Cuidado, don Adrián... Venga la mano... Eso
es... ¡Divertirse, caballeros!
¡Cómo le pusieron entre Nieves y su padre desde el _yacht_!
--A la faena ahora--dijo Leto a su edecán, sin oír a los unos ni a los
otros, porque ya estaba con la fiebre de sus glorias--. Usted, Nieves, a
sentarse aquí; y usted, don Alejandro, a su lado... Perfectamente...
¡Cornias!... desatraca, y a franquearnos con el foque... Bueno... Ya
va... ¡Lista la driza de pico!... Yo a la de boca... ¡Iza!
Hecha la maniobra en regla, hinchóse la extensa lona, y cayó el barco al
lado opuesto, navegando ya.
--No hay que asustarse, Nieves--dijo Leto sonriendo al notar en ella, y
particularmente en su padre, cierto movimiento de desagrado--: es el
saludo del _Flash_ a la llegada del viento.
--Bien me parece esa cortesía--respondió Bermúdez agarrándose a la
brazola mientras Nieves se sonreía despreocupada--; pero en todas
partes, después del saludo al aire libre, vuelven las gentes a cubrirse
y a enderezarse, y aquí observo que pasan las cosas de otro modo: el
_Flash_, después de saludar, continúa inclinándose y andando a más y
mejor.
--Es de necesidad, señor don Alejandro: como que vamos casi de proa al
viento. Mucho más ha de inclinarse todavía.
--¡Buen consuelo, hombre!
--Ya le va tomando el gusto al agua... ¿Oyen ustedes cómo la paladea?
--Y también veo--respondió Bermúdez--, que la destina a otros usos.
¡Mira, mira, Nieves, cómo se tumba el condenado, para fregotearse las
costillas con ella! ¿Qué te parece de esto, hija?
--¡Muy bien!--respondió Nieves, fascinada por el lance, con los ojos
voraces, la boquita entreabierta y palpitantes las rosadas ventanillas
de la nariz.
El barco había entrado en su andar desembarazado y franco; y ciñendo
siempre para ganar terreno hacia fuera, no cesaba de inclinarse.
Bermúdez lo notaba intranquilo, y oía el borboteo del agua debajo del
lanzamiento de la popa; el crujir de la perchería del aparejo y el
crepitar de las lonas, y hasta comenzó a ver una faja de espumilla
hervorosa a todo lo largo del carel inclinado, como si pugnara por
colarse adentro. Leyóle estos cuidados en la cara Leto, y le dijo para
tranquilizar de paso a Nieves, que, ciertamente, no lo necesitaba:
--Repare usted que vamos solamente con el foque y la mayor, y que la mar
está como una balsa de aceite. ¡Qué diría usted si izáramos la
escandalosa allá arriba, como la hubiera izado yendo solo?... ¡Si esto
es navegar en una palangana! De todas maneras, hasta acostumbrarse más a
estas posturas violentas, no dejen ustedes de agarrarse al respaldo.
--Ya, ya--respondió Bermúdez que no podía agarrarse más de lo que
estaba--; pero lo que veo yo es que el agua anda si entra o no entra por
este costado, y que vamos echando demonios.
--Y aunque entrara, ¿qué?
--¡Pues digo! ¡como si fuera lo más usual y corriente!
--Y lo es, señor don Alejandro; y va el _Flash_ tan guapamente con un
par de tablas de la cubierta debajo del agua.
--¡Canástoles!
--¿Quiere usted verlo?... ¿Se atrevería usted, Nieves?
--¡Pues no he de atreverme?--respondió ésta como extrañada de que Leto
lo pusiera en duda.
--Por visto, señores, por visto--dijo resueltamente Bermúdez--.
¡Canástoles! para prueba sobra con esto, que no es poco, sin necesidad
de que tentemos a Dios.
Nieves y Leto, y hasta Cornias que atendía a la escena medio sentado
arriba sobre el tejadillo del tambucho, se echaron a reír.
--Mira, papá--dijo de pronto aquélla--, qué bonita es esta costa de la
bahía. ¡Cuántas islillas verdes que apenas se alcanzan a ver desde casa!
¿Y don Claudio y don Adrián? ¡Qué lejos quedan!... ¡Míralos!... Creo que
saludan.
--Hija mía--respondió Bermúdez sin volver hacia ella más que la
intención, porque la visual del ojo útil se la estorbaba la nariz--,
necesito ambos brazos para agarrarme, y toda la voluntad para guardar el
equilibrio en esta postura. Contéstalos tú por mí, si te parece.
--Ya lo hago por todos--repuso Nieves volviendo el busto hacia el muelle
y agitando el pañuelo con la mano izquierda. Después de unos instantes
de silencio, añadió, con el oído muy atento hacia proa--: Fíjate bien,
papá.
--¿En qué, hija?
--En el ruido que va haciendo el barco... Lo mismo que si fuera
arrastrándose sobre papel de seda.
--Exactamente--confirmó Leto--; y si usted continúa fijando la atención
en ese ruido, llegará a oír conversaciones, y cantos a la sordina... y
todo lo que usted quiera, hasta acabar por dormirse.
Tras esto callaron todos por un buen rato, como si se tratara de poner a
prueba las afirmaciones de Leto, mientras el _yacht_ continuó
deslizándose al mismo andar. De pronto dijo Nieves dirigiéndose a Leto:
--Pues tiene usted razón: fijándose mucho en el ruido ese, se oye todo
lo que se quiere oír... ¿No crees tú lo mismo, papá?... ¡Mira qué llana,
qué brillante y qué hermosa está la bahía! Parece un espejo muy grande.
--Muy grande, muy hermosa y muy llana--respondió Bermúdez inmóvil y
rígido--, y muy entretenidas esas cosas que decís que se oyen debajo del
barco: todo está muy bien, menos esta condenada postura que no me deja
gozarlo. Esto es un despeñadero.
--Pues cuidadito ahora--le advirtió Leto sonriéndose--, porque va a
inclinarse un poco más.
--¡Más todavía, hombre?--exclamó Bermúdez, queriendo clavar las uñas en
la brazola--. Y ¿por qué?
--Porque voy a preparar la virada, dando mayor andar al barco.
Dicho esto, metió la caña a estribor; con lo cual, presentando el
_Flash_ mayor superficie al viento, recibió mayor impulso de él; y el
festón espumoso que andaba lamiendo por fuera el carel de babor, le echó
unas cuantas lengüetadas por adentro. Entonces gritó Leto a su edecán:
--¡Cornias... a virar! ¡Salta escota foque!
Obedeció Cornias en el aire; orzó Leto vigorosamente, y el _yacht_ fue
virando y enderezándose, hasta ponerse horizontal como le quería don
Alejandro, y, según la lengua del oficio, _a fil de roda_, es decir,
cara a cara con el viento.
En esta posición el barco, las velas, deshinchadas y lacias, comenzaron
a restallar, con tal estrépito, que asustó a Bermúdez y sorprendió a su
hija.
--Pasen ustedes ahora a este otro lado--les dijo Leto, señalándoles el
frontero al que ocupaban en el pozo.
Así lo hicieron, y con mucho cuidado para no dar con la cabeza en la
botavara. Tomó el viento al balandro por aquella banda, cayó el aparejo
hacia la opuesta; y henchidas de nuevo las velas, comenzó el _Flash_ a
navegar hacia la derecha de idéntico modo que lo había hecho hacia la
izquierda.
--Notarán ustedes--dijo Leto--, que vamos caminando en ziszás. Con el
viento por la proa, no hay otro modo de subir estas pendientes. Vean
ahora lo que vamos adelantando en la subida. Ya cuesta trabajo conocer a
don Claudio y a mi padre, que se van alejando hacia la villa.
--La verdad es--respondió Bermúdez--, que con estas aventuras había
vuelto a echarlos de la memoria.
De bordada en bordada llegó el _Flash_ a la ancha boca del puerto. Don
Alejandro, que no apartaba el ojo del carel de sotavento, lo conoció por
las cabezadas que daba el barco, a causa de la _trapisonda_ que ya había
por allí, y por cierto malestar de su estómago. Dio entonces por más que
suficiente la distancia recorrida; y con gran sentimiento de Nieves, que
tenía los cinco sentidos puestos en los lances del paseo mar afuera,
viró el balandro y se puso en rumbo al muelle. De esta manera iba
empopado y sin las contrariedades que tanto molestaban a don Alejandro.
Teniéndolo en cuenta Leto, izó toda la lona; y navegando así como una
exhalación, pudieron estimar Nieves y su padre lo merecido que tenía el
hermoso _yacht_ el nombre de _Centella_ que le habían puesto.
--Esto ya es cosa muy diferente--decía Bermúdez al llegar al muelle--.
Así ya se puede navegar a pierna suelta.
--Pues a mí me gusta más del otro modo--contestó su hija--. Tiene más
lances.
--Esa es la verdad--añadió Leto saltando del balandro a la escalera para
dar la mano a Nieves, porque habiendo bajado bastante la marea, eran
muchos y estaban muy resbaladizos los escalones descubiertos.
Ni don Adrián ni don Claudio andaban por allí rato hacía, ni se
columbraba alma viviente en diez cables a la redonda de aquellos
hermosos sitios que, por lo solitarios y mudos, parecían encantados...


--XII--
Después del paseo

Como tenía un plan en la cabeza, en cuanto los señores de Peleches, que
habían elegido el camino de abajo para volver a su casa, mostraron
deseos de hacer un alto en la botica donde ya se hallaba el boticario
don Adrián, Leto se despidió de ellos pretextando ocupaciones urgentes
en su balandro.
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