Al primer vuelo - 04

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el _confort_ de la casa se gastaría algo más si se jugara algo menos, y
no tan a menudo, en la famosa _leonera_, escondrijo de la sociedad donde
los socios se despluman a diario como unos caballeros.
»Ya le indiqué a usted de pasada que había chicos poetas aquí, que leían
en ciertas veladas. Es la verdad; y también bullen y peroran en los
soportales de la plaza, y a la puerta de la Colegiata cuando entra o
sale la gente, y en la Glorieta, y en la Chopera, y en el Casino y donde
quiera que haya público que los oiga. Han tenido hasta conatos de un
periódico semanal; pero la falta de una imprenta en la villa les aguó la
fiesta. A alguien de ellos se le ocurrió después hacerle autógrafo y
reproducir los ejemplares con una prensa de copiar, como las usadas en
el comercio, y así se hizo, con gran éxito y resonancia en toda la
población.
»Comenzaba ya el periódico a producir disgustos entre muchas familias
aludidas por los chicos, cuando llegó de la Universidad, va a hacer un
año ahora, Tinito _Maravillas_. Éste es un jovenzuelo chiquitín,
paliducho y lacio, con gafas, pelo de ratón y patillitas transparentes.
Usa a diario _chaquet_ negro y bastón. Es hijo de un tabernero de aquí,
algo levantisco, el cual se ha medio arruinado para darle la carrera,
porque desde que Tinito (Agustín) comenzó a hablar, se le antojó a él
que _sacaba_ mucho talento y había de llegar a ser una maravilla, si se
le educaba convenientemente. Tinito lo creyó así también, y por
maravilla se tiene después de licenciado, y por maravilla le ha
proclamado y le proclama su padre en la taberna y en todas partes, y
_Maravillas_ se le llama donde quiera. Pues este Maravillas, que se
había hecho notar aquí en todas las temporadas de vacaciones, ahora es
una barbaridad lo que destaca, particularmente entre sus contemporáneos,
por lo que sabe y por su modo de pensar. A los chicos del periódico
autógrafo los asustó. Villavieja necesitaba, en su lastimoso estado de
modorra, algo más que coplas y chismografía. Él había escrito en
revistas librepensadoras, de gran importancia, y sabía lo que eran esas
cosas. Si querían su colaboración, no tenía inconveniente en prestarla,
pero a condición de que el periódico fuera dirigido por él y saliera en
letras de molde; lo cual no era difícil imprimiéndole en la capital. La
proposición sedujo, y en realizarla se anda desde entonces.
»Tinito habla poco, casi nada; pero se deja ver en todas partes, con la
cabecita muy alta y en la cara una sonrisa entre compasiva y desdeñosa.
No va a misa, por supuesto; y si se le pregunta por qué, hace un
gestecillo como de asombro, sin dejar de sonreírse, y no responde más.
Oye hablar de Dios, sonrisita; oye hablar de reyes, sonrisita; oye, en
fin, hablar de todo lo corriente en los pueblos regidos por leyes, usos
y costumbres a que estamos avezados usted y yo, sonrisita. A su padre se
le cae la baba con estas cosas de Maravillas, sobre todo cuando le ve
echar desprecios, a su modo, sobre el viejo resabio de «las clases», tan
arraigado en Villavieja; y Maravillas, en tanto, teniendo a menos decir
de quién es hijo, y pegándose como una lapa a lo que aquí se tiene por
aristocracia de la población, que no sabe, a la hora presente, si
temerle, si admirarle o si reírse de él; porque en Villavieja ha habido
siempre muy poco entusiasmo por las ideas políticas y filosóficas. Lo
más exaltado de aquí no pasa todavía del progresismo histórico, tal como
lo dejó el Duque de la Victoria al volverse a Logroño en 1856.
»Sin embargo, no ha predicado enteramente en desierto el joven apóstol
desde que vino Licenciado de Madrid. Ya tiene algunos partidarios casi
entusiastas, entre los mareantes y los zapateros, a quienes se digna
hablar, de tarde en cuando, de Compte, de Büchner y de Lombroso,
asegurándoles de pasada que él conoce hasta la última palabra de la
ciencia experimental, escoba y azote del viejo mundo teológico y
metafísico.
»Yo creo que habría palos en el Casino, si a Maravillas le diera por
hablar tan recio allí, porque solamente con la estampa y la sonrisita es
ya una indigestión continua para ciertos y determinados temperamentos:
uno de ellos el fiscal, de seguro; y muy probable, el hijo del
boticario, que es atroz por lo sincero, por lo acelerado... y por lo
forzudo, y se pasa las horas muertas jugando al billar con el Ayudante
de Marina que está siempre desocupado. No tiene otro vicio; pero un taco
espantoso.
»El fiscal lleva en este juzgado cuatro años, y es un sujeto digno de
estudio. Es aragonés, solterón y joven todavía, pero algo acabado.
Detesta la profesión tanto como a la villa, y ni siquiera trata de
disimularlo. Las acusaciones suyas son dicterios y palizas contra todo
lo que trae entre manos, hasta la ley, que no le da cuanto necesita para
despacharse a su gusto. Para él no hay atenuantes ni eximentes. Siempre
pide el máximum de la pena para toda clase de delitos. Cuando habla de
Villavieja, la _acusa_ del mismo modo, porque está deseando que le echen
de la carrera y de aquí. Pone cada mote que no le levanta nadie, por lo
bien que cae. Tiene talento y gracia y se deja querer, porque, después
de todo, es un lagarto muy apreciable, hombre de bien y de trato muy
ameno. Antes jugaba mucho al tresillo; ahora se le halla casi toda la
noche y parte de la tarde fumando y tomando café en una mesa, cerca de
la de billar, viendo cómo juegan el hijo del boticario y el Ayudante de
Marina, hablando con ellos a su modo a ratos, y a ratos con dos abogados
y un médico, jóvenes, de lo más culto y tratable que hay aquí, y
conmigo, que solemos acompañarle...
»Para concluir, mi señor don Alejandro: continúan los cerdos
revolcándose en las calles sin empedrar, y las gallinas picoteando el
césped del encachado de la plaza; el casón histórico, llamado de _los
Capellanes_, se desplomó en abril del año pasado; está mal sostenido con
puntales lo que queda del convento de Premostratenses; se va a apuntalar
la fachada norte de las Casas Consistoriales, y en la calle del Cáncamo
se abrió de repente una sima, tres años hizo en febrero, y sin rellenar
se encuentra a la hora presente.
»Con esto y lo que se adivina, ya sabe usted de Villavieja casi tanto
como su muy obligado y afectísimo amigo q. l. b. l. m.
CLAUDIO FUERTES Y LEÓN.»


--V--
Quince días después

Aquella mañana madrugó don Alejandro casi tanto como el sol, y eso que
era el de los días más largos del mes de junio, de los «de por san
Juan». No había pegado el ojo en toda la noche; y no por miedo a los
ladrones ni por extrañar la cama, sino por la comezón de la pícara
curiosidad, que le tuvo en vilo. Por si a Nieves le había pasado lo
propio, se acercó a la puerta de su gabinete, aplicó el oído a la
cerradura, y, en efecto, Nieves se revolvía allá dentro.
--¡Nieves!--llamó trémulo de gusto.
--¡Papá!--respondió la voz argentina de Nieves--. Estoy concluyendo de
arreglarme... Allá voy enseguida.
--¡Ajá! Pero dime: ¿has cumplido tu palabra?
--Como que me estoy vistiendo casi a obscuras.
--Así se hace, ¡canástoles! Pues mira: ya, por lo poco que falta, no lo
echemos a perder con una mala tentación. Firmes con ella si acomete,
¿eh?
Se oyó la risa franca de Nieves muy cerquita de la puerta, que a poco
rato se abrió dando paso a la sevillanita envuelta en un blanco y
holgado peinador, con toda la espesa y fina mata de su pelo rubio dorado
tendida sobre la espalda.
--Para que veas que no te engaño--dijo a su padre señalando al fondo del
gabinete--, mira qué obscuro está todo.
En efecto: no se veía otra luz allá dentro que la que se filtraba por
las rendijas de los postigos cerrados con sus aldabillas sobre las
correspondientes vidrieras: la precisa para andar allí sin tropezones.
Entonces fue don Alejandro quien se rió.
--¡Qué cosas tenemos a lo mejor los hombres llamados formales!--dijo--.
Pues mira: pequeñeces son y hasta tonterías parecen; pero tienen su
encanto, y ¡qué demonios le queda de placentero a la vida si se le
quitan esos recreos?... ¿No es así? Pues, canástoles, el que se riera de
nosotros ahora, sería un grandísimo majadero.
--Ya se ve que sí--dijo Nieves siguiendo el humor a su padre--. Pero,
dime--añadió--: ¿también aquí me está prohibido mirar?
--Aquí no--respondió muy formalmente don Alejandro--, porque esto tiene
bien poco que ver. Tú hazte el cargo: ya que la casualidad te metió en
Peleches por primera vez de noche cerrada, la gracia de la cosa está
para mí en estimar yo mismo el efecto que te produzca lo que te vaya
poniendo delante de los ojos, y que no se ve todos los días ni en todas
partes. ¿Te enteras? Pues no hay más. Pero aguárdate un poco...
¡Catana!... ¡Catana!...
Esto lo gritó don Alejandro desde la puerta que daba al pasillo, para
que acudiera la rondeña, que se llamaba así.
--Tengo yo mi puntillo de vanidad--dijo a Nieves mientras la quintañona
venía--, en que este erizo andaluz que desde que salió de la tierra no
ha puesto la mirada en cosa que le parezca bien, aprenda a mirar como es
debido lo que se ve desde aquí, hasta que se muera de repente por mal de
asombro y maravilla.
En esto llegó Catana, con su cabeza gris, su color cetrino, sus ojos
negros y bravíos, su sempiterno vestido de indiana muy floreado, y su
pañolón negro, de seda, con los picos anudados atrás.
--¿Qué manda zu mercé?--preguntó desde la puerta.
--¿Qué has visto--la preguntó a ella su amo--, de tantísimo como hay que
ver desde esta casa?
--Ná, zeñó.
--¡Cómo que nada?
--Ná... zino e peor que ná; porque azomé la fila, andando en mi trajín,
por un ventaniyo de eta parte, y too lo vide negro, y dije: po zeñó, pa
poca y mala zalú, a la joya... Y no he querío ver má.
--Pues aguántate aquí a la vera nuestra--dijo Bermúdez después de reírse
con Nieves de la ocurrencia de Catana, que hablaba siempre con la mayor
seriedad--, para que te mueras pronto y de una vez, y a gusto mío... Y
vamos a ello, empezando por lo de adentro por ser lo peor. Esta pieza en
que nos hallamos, como te dije anoche, ¿te acuerdas Nieves? es el salón
de recibir, vamos, el estrado. Ya ves que, por extenso... ¿eh? se pueden
correr potros en él. De esto ya te enteraste anoche, pero no de los
cuadros por falta de luz... ni del tillado de castaño negro con
remiendos de cabretón. Mira qué puertas: de roble, con su cristalillo de
a tercia en su correspondiente cuarterón. En cada tiempo su estilo. Esta
Purísima tan estropeada, es copia de una de Murillo, y dicen que no era
mala cuando la trajo de Madrid mi bisabuelo paterno. Este retrato que la
sigue por la izquierda, es de mi padre, y el otro de la derecha, de mi
madre. Son obra de un pintor que anduvo tomando vistas por estos sitios,
muerto de hambre. Así están ellos. Del mismo pincel y de la misma época
son estos cuatro de este lado: Héctor, Aquiles... ¡Demonio! parece que
te voy a hablar del sitio de Troya... Cosas de mi padre. Pues son mis
hermanos y mi hermana Lucrecia, y yo; yo sin pelo de barba todavía, pero
con mis dos ojos cabales... con los que tú me alcanzaste aún, Catana, en
época bien memorable para mí... Pero no hablemos de esto, canástoles,
que es muy amargo y muy duro de digerir... Corriente. Pues con decirte
que estos seis retratos le costaron a mi padre cuarenta duros y el
hospedaje del pintor, que todavía se consideraba rumbosamente pagado, te
digo cuanto hay que decir sobre el mérito de su pincel.
--Y este señor del pelucón y casaca bordada, ¿quién es?--preguntó
Nieves.
--Ese es, digo, ese fue don Cristóbal Bermúdez Peleches, cuarto abuelo
mío, y fundador del mayorazgo en los principios del siglo pasado.
Desempeñó en Méjico el cargo de Intendente general durante muchos años,
y de allá vino nadando en oro; casó en Madrid con una señora de la cepa
ilustre de Pacheco, y labró esta casa sobre la más modesta, aunque no
menos hidalga, en que él había nacido... Pero de este preclaro
ascendiente nuestro ya me has oído hablar muchas veces, lo mismo que de
este otro que le sigue, con hábitos de sacerdote y la medalla de la
Inquisición colgada del cuello. Fue inquisidor, también en Méjico, y
trajo de allá estas cornucopias que ves alrededor de la sala junto a la
cornisa del techo. Tiéneselas por cosa notable, aunque no lo parecen a
la simple vista. Este vargueño tan roído ya por la polilla, también fue
traído de Méjico por el mismo inquisidor... ¿Te fijas en la sillería,
eh? Ya habrás notado que no juega con el vargueño ni con las
cornucopias, ni se honra con tan señalada procedencia. Es ebanistería de
la más mala entre lo peor que se ha hecho y estilado en esta tierra. Con
todo, tiene para mí gran mérito por los recuerdos que me trae a la
memoria... ¿Te vas enterando tú también, desaboría gitana?
--Zí, zeñó,--contestó la rondeña, muy grave y con los ojos muy abiertos.
--Pues a otra cosa entonces, porque se acabó la sala... Voy ahora a
enseñaros algo de lo de afuera, pero de lo menos bueno; lo que
corresponde a la fachada del sur, que es adonde miran los tres balcones
de ella, o sean éste que voy a abrir, otro del gabinete mío y otro del
tuyo, Nieves... Ahí está lo menos hermoso del panorama. Desde la
plataforma de la torre os le hubiera enseñado para que le gozarais sin
estorbos por todas partes; pero, según noticias de mi amigo Fuertes, la
plataforma está de mírame y no me toques, sin contar con que le falta a
la torre media escalera, cabalmente la mitad de abajo... Mas esa y otras
dificultades parecidas, ya se irán remediando.
Nieves y Catana, mientras hablaba así don Alejandro, después de mirar lo
que se descubría de frente y sin esfuerzo, querían salir al balcón para
mirar hacia los lados.
--Poco a poco--les dijo don Alejandro conteniéndolas--; no se permite
mirar más que por derecho y desde ahí, ¿estamos?: lo otro ya se verá
desde donde deba verse. Por de pronto, la fachada es de sillería como la
del este... No hay para qué verla, señoras, porque lo afirmo yo, como
afirmo que sobre cada balcón de los tres de este piso, hay otro más
pequeño y de púlpito, con sendos escudos de armas en los dos entrepaños
principales... Quietecitas he dicho, que tiempo les queda de comprobar
lo que afirmo... y vayan mirando. Aquí, debajo, un poquito de jardín,
bastante disimulado, porque la verdad es que hasta que yo mandé que le
aliñaran un poco, contando con que ibas a venir tú, nadie se ha cuidado
de él en muchísimos años. Eso que ahora es una tapia regular con puerta
enrejada, fue en _años témporas_, como dicen los _poencos_ de tu
Serranía, ¡oh, gitana! casi muralla de sitio con su portón
correspondiente; como fue patio con horno y pozo que aún se conserva,
según podéis ver, y no sé cuántas accesorias, esto que a la presente es
jardín. Después de la calzadita que pasa por delante de la puerta, otro
cercado, con árboles, pradera y tierra labrada, que se va hundiendo poco
a poco según se va alejando, lo mismo que la faja de pinos que le
contornea por nuestra izquierda. Es, como si dijéramos, la huerta de
esta casa... Vuelve a subir el terreno después de una larguísima
hondonada, pero con otro ropaje más basto y más bravío, y acaba en una
gran mancha verdinegra que se esparce a un lado y a otro...
--Eza mancha jué lo negro que yo vide.--dijo Catana sin poderse
contener.
--Pues esa mancha negra, mi señora doña... espantos sin substancia, es
un magnífico pinar, y de mi legítima pertenencia, como la huerta y lo
que sigue hasta él... ¿estamos? y aunque algo triste de color, no es
para que nadie enferme al mirarlo, y mucho menos una res brava de
ciertas espesuras que yo me sé. ¿No es verdad, Nieves? Sé franca, tú que
pintas algo y entiendes más que Catana de estas cosas. Fíjate bien: aquí
la lozanía de la huerta; después el recuesto verde sucio; luego el pinar
casi negro; enseguida un monte gris, rapado y pedregoso; y en último
término, una montaña azul. ¿No tiene todo este conjunto su belleza
especial? Además, os lo tengo anunciado como lo menos bello del
panorama, y no podéis, en buena conciencia, llamaros a engaño ahora... Y
se acabó este primer número del programa... A otro enseguida... y
quédense estas puertas abiertas para que se vaya inundando de la gracia
de Dios toda la casa...
Por aquí, por el pasadizo éste... Alto en esta puerta de la izquierda, y
mucho cuidado con no torceros un pie en algún rendijón del tillado de
adentro. Como la pieza tiene balcón, único claro que hay en la fachada
correspondiente, la del noroeste, se cuelan las invernadas por él lo
mismo que si no vinieran a Peleches más que para eso. ¡Como está tan
alto y tan descarado!... Nadie ha podido habitar en esta pieza jamás.
Cuidado, repito, mucho cuidado donde se pisa... ¡Ea! ya está de par en
par, digo, ya están separados estos pingajos de puerta. Ponte aquí,
Nieves, y tú a este otro lado, Catana... Vamos, ¿qué hay que decir a
esto?... No os fijéis en este primer término, que es árido y escabroso,
como todo terreno de costa, sino en lo demás, en lo llano, que es la
vega de Villavieja, verde aquí, parda allá, con sus caseríos salpicados,
después alturas grises y alturas verdes, y sierras peladas y montes
obscuros... ¿Veis una rayita blanca, allá lejos, que culebrea un ratito
en el contorno de la vega y luego se pierde entre dos cerrillos? Pues es
el camino real. ¿Veis otra rayita que cruza la vega por este lado de la
izquierda, en dirección a los mismos dos cerros en que se pierde el
camino? Pues es la senda que une a Villavieja con él. Por ahí vinimos
anoche nosotros; sólo que al llegar a la entrada de la villa, tomamos
otro camino que sube a Peleches por esta ladera... Vedle aquí
arrastrándose debajo del mismo balcón en que estamos... ¿Eh? ¿Qué tal?
Me parece, señora serrana, que aquí no hay negruras que maten ni asusten
a ciertos corazoncitos temerosos y delicados... Bien claro, abierto,
luminoso y variado es por donde quiera que se mire todo ello... Vamos,
diga usted que sí o que no, como Cristo nos enseña.
--¿E de zu mercé la vega tamién?--preguntó Catana a su amo, en lugar de
responderle.
--Una buena parte de ella--contestó Bermúdez un poco amoscado--. Pero
¿qué tiene que ver lo uno con lo otro? ¿Lo barruntas tú, Nieves?
Nieves, que toda era ojos y respiración, para gozar a sus anchas de la
luz y los aromas de que estaba inundada la campiña, adivinando la
malicia envuelta en la pregunta de Catana, contestó a la de su padre,
sonriéndose con la rondeña:
--Es una salida como otras suyas, por no mentir. Teme que lo sientas si
te dice que no la gusta... por lo menos tanto como...
--Como la Serranía de siempre, vaya,--concluyó don Alejandro.
--Ezo igo yo,--confirmó Catana, mirando a Nieves con la cabeza algo
gacha.
--¿Y tú también eres de su parecer, hija mía?
--Yo no, papá,--contestó Nieves al punto y sin la menor traza de
engañarle--. Es decir: por de pronto, me gusta esto mucho, muchísimo; lo
que hay es que no conozco lo otro que le parece mejor a Catana, y
pudiera serlo. ¿No es así, Catana?
--Asín,--respondió Catana, acentuando la palabra con la cabeza.
--Pues ahora mismo voy yo a poner a su señoría macarena--dijo Bermúdez
empujando hacia dentro a las dos mujeres--, delante de algo que no se
pueda ver desde allá por mucho que levante la jeta el serrano de más
alzada... ¡Canástoles con los melindres de mi abuela y el pujo de la
comparación!... Por el pasillo de la derecha hasta la puerta de
enfrente... Esta pieza, Nieves, no te la quise enseñar anoche, porque
aún estaba arreglándose cuando te fuiste a acostar: ya te lo dije. Es
donde más se ha esmerado don Claudio, y la que más le ha dado que hacer
después de tu gabinete. Se ha empapelado, pintado y casi tillado de
nuevo... Mírala. Aquí tienes el piano, los avíos de pintar y de hacer
labores, libros, dibujos... en fin, tu taller de artista y tu saloncillo
de mujer hacendosa. Ahora no hagas más que pasar y mirar, y ni siquiera
me des las gracias que se te están escapando por los ojos y por la boca.
La cosa, en primer lugar, no vale la pena, y, en segundo, venimos aquí
por otras muy diferentes... A la una, a las dos... ¡Ahí está eso, y
muérete ya, gitana, porque te ha llegado la hora!... Más afuera todavía
las dos: aquí, en la misma barandilla del balcón... Eso es. ¡Mirad, y
hartaos!
Nieves prorrumpió en exclamaciones de entusiasmo, y Catana, con los ojos
muy abiertos, se quedó como una estatua. Don Alejandro se gozaba como un
chiquillo en el éxtasis de las dos.
--¡Échate leguas de mar!--comenzó diciéndolas--, por el frente, por la
derecha, por la izquierda: infinito por todas partes, menos por ésta en
que está el palco de Peleches para recrearse los Bermúdez en contemplar
esa maravilla de Dios... Y no se me salga ahora con que se ha visto la
mar en Cádiz o en Bonanza, ¡canástoles! porque no admito la comparación.
Mar será ella, como son mares otras muchas que se pudieran citar; pero
no son esto, ni por lo grande, ni por lo hermoso, ni por estar como
colgadito del tejado, a la misma puerta del balcón, para deleite de los
ojos al abrirlos en la cama. Y que no vale mentir... ¿Ves ese antepecho
de la derecha, Nieves? Pues es uno de los dos claros que tiene tu
gabinete. ¿Ves este otro de la izquierda? Pues corresponde al gabinete
que tiene la entrada por el comedor... el reservado para lo que tú
sabes... De manera que no me salgo de lo cierto al deciros que desde la
misma cama se puede recrear la vista en este asombro. Llano y sosegadito
está ahora como el cristal de un espejo, y gusto da ver cómo saltan y
centellean en él las chispas del sol que va subiendo poco a poco; pero
no sé si os diga que le prefiero y me gusta más cuando se le hinchan las
narices... ¡Ah, lagartija de secano! Aquí te quisiera yo ver cuando esa
llanura se encrespa y ruge y babea y comienza a hacer corcovos, y echa
las crines al aire, y no cabe ya en su redondel, y embiste contra las
barreras bramando a más y mejor, y se esquila canto a canto, y vuelve a
caer, y vuelve a embestir por aquí, por allá y por cincuenta partes a un
tiempo... ¡Dios, qué rugidos aquéllos, y qué espumarajos y qué!...
Entonces no es azul como ahora, ¡quiá!... las iras la vuelven cárdena...
En fin, que tiene mucho que ver... Y a todo esto y por mucho que la mar
se embravezca, el puerto, aquel rinconcito de la izquierda, lo mismo que
un vaso de agua. Y se explica bien: sus contornos interiores son como
dos curvas de un paréntesis: la una, la de allá, mucho más saliente que
la otra; de manera que resulta por aquel lado una muralla, un cabo que
sirve de rompeolas del noroeste, que es de donde vienen siempre los
grandes temporales de esta costa; y como los de Levante son rarísimos,
haceos la cuenta de que dormir en este puerto es como dormir en la cama.
--Pero ¿dónde están los barcos?--preguntó Nieves.
--¿Qué barcos, hija?
--Los del puerto. No veo ninguno.
--Eso es harina de otro costal... ¿No recuerdas lo que, a este
propósito, te leí en Sevilla, de la carta de don Claudio?
--Es verdad: que no hay más que un vapor... cuando le hay. Pues ahora no
está.
--No lo sabemos; porque el saliente de la torre nos impide ver el
fondeadero, que está muy arrimado a la villa. Desde la otra fachada lo
veremos con lo que nos falta que ver de todo el panorama circundante...
--¡Ay, papá!--exclamó Nieves de pronto--, ¡lo que yo gozaría correteando
en un barquichuelo por esas llanuras tan azules!
--¡Cabá!--saltó la rondeña estremeciéndose--: pa que la niña ze
malograra a lo mejó...
Soltó una risotada el tuerto Bermúdez y dijo:
--Me gusta que te tiente ese deseo, Nieves, y te prometo satisfacértele
muy a menudo, sin los riesgos que asustan a Catana... Mira un vapor...
--¿En dónde?
--En el horizonte... Fíjate bien en el punto que yo señalo.
--Ya le veo... ¿Le ves tú, Catana?
--No le veo, niña.
--¿No ves un penacho de humo sobre una mancha negra?
--¡Ajáa! Ahorita le guipé...
--Y ¿no veis más acá unas motitas blancas, como triangulitos de papel?
--Sí que las veo,--respondió Nieves.
--Pues son lanchas de pescar.
--¡Tan allá?
--¡Yo lo creo!
--Y ¿de dónde son?
--De los puertos de esta costa... Dios sabe de cuál de ellos... Porque
¡cuidado que es línea larga, eh?... Vete pasando la vista sobre ella de
extremo a extremo... Lo menos cuarenta leguas.
--¡Jezú!
--Y no rebajo una pulgada, señora rondeña... Y a propósito, ¿para cuándo
deja usted el morirse? ¿Por qué no se ha muerto ya?
--¿De qué, zeñó?
--De asombro.
--Con la venia de zu mercé--contestó la serrana--, me queo un ratico má:
jasta el otro espanto.
--¿Cuál?
--El mayó que me ha e dá zu mercé.
--¿Luego te parece poco lo que estás viendo?
--Psch... Asín, asín.
--Vamos, Nieves, es cosa de matarla de veras.
--No te apure la flema de esta socarrona--dijo Nieves dándola un
pellizco en el brazo que estaba más al alcance de su mano derecha--, que
aunque no fuera embuste lo que aparenta, aquí estoy yo que me he
asombrado por las dos...
--Lo creo, y eso me consuela y la salva a ella de una desgracia... Y
ahora, vamos a la otra fachada para ver lo que resta; que la maravilla
de este lado aquí quedará aguardándote, por mucho que tardes en volver a
saborearla... Síganme, que ya voy andando por el mismo camino que nos
trajo acá... Tuerzan a la derecha ahora... Ésta es la entrada a la
cocina y sus accesorias... Esta es la puerta del comedor... Otra
cuatropea como la sala... ¿eh, Nieves? Bien que ya la viste anoche... El
gabinete de que te hablé antes... Un balcón y dos antepechos... Vamos al
balcón... No es maleja esta vista tampoco, ¿verdad, Nieves?
--¡Hermosa!--contestó Nieves con entusiasmo.
--¡Yo lo creo!--añadió su padre--. Parte de la mar que vimos desde ese
otro lado, y el puerto entero y verdadero... Mira, allí tienes el muelle
con... uno, dos, tres... tres botecillos, o lo que sean, porque no se
distinguen bien a tan larga distancia. De vapor, ni señal, hija. Pues
vete mirando desde el muelle hacia tierra: toda la villa, con su barrio
de labradores, que parece un aduar de marruecos; detrás del aduar, el
estero con sus junqueras, adonde viene a desembocar el río que ha bajado
de aquellas alturas rozando un buen pedazo del perfil de la vega. No se
le ve el cauce; pero te le va señalando bien esa faja de vapores que se
van elevando y deshaciendo con el sol, la abundancia de arbolado y
cierto verdor del terreno... Repara con qué gracia está tendida
Villavieja en el suyo. Ella es fea como un demonio, mirada calle a calle
y casa por casa; pero vista en conjunto, hasta su color de hollín le
hace gracia. La parte de acá, que está en rampa, aunque suave, no la
podemos ver toda, porque nos lo impide el borde de la meseta sobre la
cual estamos nosotros y a bastante distancia; pero se ve algo de lo
principal... casi toda la Colegiata y un poco de los primeros edificios
de la Costanilla, que arranca hacia acá del mismo costado de la
Colegiata y es el camino más usado para venir desde la villa a Peleches
y al paseo de la Glorieta, que es esa especie de alameda que ves a dos
pasos de la entrada de este patio, un poco a la derecha. El paseo es
bonito, porque lo son sus árboles chaparros; y la vista que se alcanza
desde él y el aire salino que le refresca en verano, no tienen precio.
Por el extremo de allá baja una senda que conduce al muelle sin tocar en
la villa. La senda se llama del _Miradorio_, porque este nombre se da a
aquel lejano término de la meseta por donde pasa para caer de repente
cuesta abajo... Viniendo ahora con los ojos a cosas de menos fuste, para
tomar nota de todo, aquí a plomo tiene otro patio perteneciente a la
casa, con su cerca y entrada correspondientes. Ese cobertizo es el
gallinero; el que le sigue, leñera, y este otro de enfrente con honores
de casita con la mitad de la panza fuera del cercado, cuadra y pajar...
Después os enseñaré la planta baja y el piso alto y hasta los desvanes,
para que os vayáis orientando dentro del venerable palomar de Peleches.
Abajo veréis el Oratorio, que, según noticias y por encarecidos encargos
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