Al primer vuelo - 06

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el señor de Fuertes: «¿qué tienen ustedes que ver con lo que en otros
tiempos hubo o no hubo entre los de arriba y los de abajo, siendo ya eso
puchero de enfermo y ustedes unas señoras en toda regla, que no van a
pedir a nadie media peseta para los panecillos del almuerzo?» Conque al
saber que ustedes habían llegado anoche, nos dijimos: vamos a saludarlos
y a ofrecerles la casa y nuestros respetos, porque arrieros somos... y
casi parientes además; y esta mañana nos echamos encima lo primero que
tuvimos a mano... Porque nos gusta mucho a mamá y a mí andar decentes,
eso sí, pero sencillitas, muy sencillitas, como ustedes pueden ver... lo
que no quita que tengamos siempre de reserva alguna cosilla de más lujo,
por si acaso truena gordo a lo mejor... Al revés que otras de aquí, que
se llevan el cofre entero cada vez que se echan a la calle, ¡uff! Porque
ustedes no pueden figurarse la bambolla que hay en Villavieja, y los
humos que gastan y el tono que se dan ciertas gentes... Vamos, cuatro
zarrapastras, Dios me lo perdone, que estarían mejor barriendo las
escaleras o acarreando sardinas desde el muelle... ¡Ya verán ustedes, ya
verán! sobre todo usted, Nieves, si no trae bien atascados los baúles y
no saca un vestido nuevo cada día a la Glorieta o a los Arcos... ¡ja,
ja, ja! y si le saca, que luego se le copian y la miran de reojo y la
despellejan viva. Son atroces, ¡ja, ja, ja!... Que diga mamá si
empondero ni tanto así... Porque, hija, ¡nos tienen sacudida cada patada
en la boca del estómago!...
Y así durante quince minutos, sin que nadie pudiera meter baza en la
conversación. Para Nieves, la garrulidad de Rufita era de una novedad
asombrosa: estaba como fascinada escuchándola; pero más fascinada
todavía viendo la multitud de cosas que movía a un tiempo: la lengua, la
cabeza, los ojos, el abanico, la sombrilla, los pies y las asentaderas.
En cambio, su madre apenas movía cosa alguna más que los labios para
sonreír, el abanico muy poco a poco, y la lengua para decir de tarde en
tarde: «justo.» Don Alejandro estaba poco menos suspenso que su hija
delante de aquel espectáculo; pero no tan tranquilo como ella, porque le
tenía en ascuas el temor a ciertas y determinadas alusiones de Rufita
González.
Cerca ya del mediodía se levantaron las dos; y eso porque se oyeron
rumores de nuevos visitantes que entraban en el pasillo.
--Sobre el particular del primo Nacho--dijo Rufita despidiéndose--,
repetimos a ustedes que, por nuestra parte, no habrá camorra ni cosa que
se le parezca. Si él quiere quedarse en Peleches, que se quede; si
quiere venirse con nosotras, que se venga. No estará tan bien alojado
como aquí, ni tendrá tan guapa mesonera, ¡ja, ja, ja! pero le daremos
cariño largo y lo mejor de lo de casa; y... algo es algo, ¡ja, ja, ja!
De todos modos, no es puñalada de pícaro todavía, y pueden ustedes ir
formando su composición de lugar para cuando volvamos a vernos. Porque
hemos de volver a vernos, ¿no es verdad? Por lo pronto, cuando nos
paguen ustedes la visita... y muchísimas veces más, como es natural
entre personas de familia. ¿No es verdad, don Alejandro? ¡Ja, ja, ja!
Adiós, Nieves. _(Un par de besos.)_ Toda de usted, señor don
Alejandro... Despídete, mamá, y vámonos. _(Se despide la mamá como
puede, y salen las dos.)_
A la puerta del estrado se cruzaron con las Escribanas que entraban, muy
arrebatadas de calor y un tanto airadas de semblante. Antes de salir de
casa se habían picado las chicas por diferencias de opinión sobre lo que
debían de ponerse para hacer aquella visita. Al fin se vistió cada una
de ellas como mejor le pareció; pero todo el camino fueron tiroteándose
a media voz unas a otras. Aún duraba la resaca cuando se cruzaron con
las parientas de «los de Peleches» a la puerta misma del salón. Por eso
y por la mala ley que las tenían, más que de saludo fueron de mordisco
las palabras y los gestos con que las pagaron sus muestras de cortesía.
Se sentaron todas después de muchos remilgos de exagerada etiqueta, y la
Escribana madre fue quien habló la primera. Se habían creído obligadas a
dar la bienvenida y ofrecer sus respetos a los señores de Peleches, no
solamente por la posición que ocupaban ellas en la sociedad de
Villavieja, «aunque humilde, de alguna importancia», sino por lo íntimo
de las relaciones que siempre hubo entre su difunto marido y la casa de
Bermúdez. (Puro embuste.) Por otra parte, había entre las personas
«propiamente decentes» de allí, verdadera necesidad de cultivar un poco
el trato de las gentes bien nacidas y de buena educación, porque
«ustedes no saben cómo se va poniendo esto de día en día... ¡atroz! ¡les
digo a ustedes que atroz!» Y no estaba la culpa precisamente en el
empeño de las de abajo en subirse muy arriba, sino en algunas que por
haberse tenido siempre por de lo más cogolludo, no podían sufrir que
otras tan buenas como ellas, por donde quiera que se miraran, se
pusieran a su lado; y no pudiendo asombrarlas ni siquiera deslucirlas en
tanto así... ni competir con ellas, si bien se miraba, en dinero, ni en
elegancia, ni en educación, se dejaban pudrir entre cuatro paredones
viejos, o andaban al revés de todo el mundo. Y claro estaba: los sitios
que dejaban desocupados ellas «en la buena sociedad», los iban ocupando
«otras atrevidas del zurriburri»; se hacía de ese modo «una mezcolanza
atroz», y luego, las gentes que no entendían mucho de estas cosas, a
todas las medían por un mismo rasero. Quería la Escribana madre que
Nieves lo tuviera todo muy en cuenta para que no se dejara engañar «por
la pinta» y supiera «a quién se arrimaba». Éste era un favor que ella
quería hacerla con el buen deseo de evitarla muchos disgustos... Por de
pronto, no citaba nombres; pero los citaría si Nieves lo creyera
necesario...
La mayor de las hijas, pensando que caería bien allí un escrupulillo
forzado, una atenuación irónica a lo dicho por la madre, apuntó cuatro
palabras en este sentido; pero enseguida se las tachó con otra ironía la
escribanilla segunda; replicó la primera con una pulla a su hermana;
intervino la menor con una zumbita mortificante para las otras dos, y
volvieron a salirles a las tres los rosetones encarnados en las
mejillas, a temblarles la voz y los labios, y en las manos los abanicos,
que crujían y se despedazaban entre los dedos convulsos... La Escribana
madre, bien conocedora de aquellos síntomas, para conjurar la tempestad,
más o menos sorda, que barruntaba, reía a carcajada seca los dichos de
sus hijas, queriendo que los tomaran por chistes Nieves y don Alejandro,
que se miraban atónitos delante de aquella singular escena.
Por fortuna para todos, entró don Ventura Gálvez, el párroco de
Villavieja, hombre de pocas teologías, pero de mucha moral, risueño,
sencillote y bondadoso como él solo. Era ya viejo, aunque bien
conservado, y el único resto de lo que fue Cabildo de la Colegiata de
Villavieja antes del Concordato que los suprimió. Quedóse allí como
coadjutor de la nueva parroquia, y a los pocos años ascendió a párroco.
Le estimaba mucho don Alejandro, y le dio un abrazo apretadísimo.
Tuteaba a las Escribanas, porque eran hijas suyas de confesión y
pertenecían además a una de las congregaciones que dirigía él, y les
dijo algunas cuchufletas en cuanto las vio allí muy emperejiladas. Con
esto se conjuró la tormenta que amagaba estallar. Llevando don Alejandro
la conversación al terreno de don Ventura, habló éste del estado en que
se hallaba la Colegiata: bastante bueno. Según los inteligentes, porque
él no lo era, el templo, sin ser un monumento de gran importancia, valía
la pena de ser atendido, aun sin considerarle, como le consideraba él
ante todo, como casa de Dios. Era relativamente moderno, de estilo
greco--romano, bien lo sabía el señor Bermúdez; y aunque no rico por su
ornamentación, de cierta grandiosidad aparente... Para Villavieja, como
la Catedral de Toledo. Los dos coadjutores (que ya vendrían a ver a don
Alejandro, quizá en aquel mismo día) le ayudaban con celo y hasta con
entusiasmo, y resultaban de ese modo bastante esmeradas y solemnes las
funciones del culto. Para el vecindario que tenía Villavieja, en rigor,
en rigor, se necesitaba mayor personal que el que tenía la parroquia;
pero habida cuenta de los tiempos que corrían, no se estaba mal del
todo.
Gracias a los buenos sentimientos de los villavejanos, en el templo no
se carecía de nada de lo principal... con excepción del órgano, que a lo
mejor no sonaba, de puro viejo y remendado. Se trataba de adquirir otro,
y ya se habían tanteado voluntades con bastante buen éxito... Don
Cesáreo, el marido de doña Lucrecia, había ofrecido una cantidad
considerable, y mayor, si fuere necesaria. Dios era la Suma Bondad y
cuidaba de todos, particularmente de los villavejanos, entre los cuales
no arraigarían nunca las malas ideas... Últimamente había caído allí una
semillita de cizaña... cosa de nada; pero que, como todo lo malo,
fructificaría si no se exterminaba a tiempo: el hijo de un tabernero mal
aconsejado; un chilindrín presuntuoso, un tal Maravillas, que con el
polvo de las aulas, o de los garitos, en la ropa, se había echado a
predicar entre la gente menuda unas doctrinas endemoniadas, que corrían
el peligro de tomar algún arraigo, por lo mismo que no eran entendidas
ni del predicador ni de los oyentes. Por eso había que vivir alerta.
¡Semejante mequetrefe, ignorantón y atrevido! Últimamente andaba
empeñado en la obra, que llamaba él redentora, de publicar un periódico,
que se imprimiría en la capital, porque allí, en Villavieja, no había
imprenta todavía... ¡Tendría que leer lo que dijera ese periódico
escrito por un trastuelo que discurría y pensaba como Maravillas, en una
población de tan sanas ideas como Villavieja!
Se habló mucho de esto; se fueron las Escribanas, y entraron, casi unos
tras otros, el juez de primera instancia, el abogado Canales, Codillo
con sus hijas, el médico don Cirilo, las Corvejonas y algunos notables
más de la villa. Apenas se cabía en el testero del estrado donde
recibían los señores de Peleches; y a estas apreturas y al respeto que
infundían allí los personajes graves, se debió, para suerte de los de
casa, que ni las Corvejonas ni las de Codillo estuvieran en el lleno de
sus papeles, como habían estado en los suyos respectivos las Escribanas
y Rufita González, y se marcharon pronto.
Cuando se sentaron a la mesa, muy corrida ya la una de la tarde, los de
Peleches, Nieves sentía quebrantos en el cuerpo, como si hubiera rodado
por una montaña; y además estaba medio asustada con las cosas de
aquellas mujeres tan parleteras, tan maldicientes y tan feroces. Le
aterraba la idea de un trato frecuente con ellas, y pidió por
misericordia a su padre que la librara de ese suplicio.
Don Alejandro se reía de buena gana de estos temores de su hija, y la
entretuvo mucho explicándole la verdadera substancia de aquellas cosas
que la asustaban por no conocerlas tan bien como él. Desmenuzolas
convenientemente; separó a un lado lo que en ellas había de malo por
resabios de localidad y faltas de verdadera educación, y a otro lo que
era sano y noble, honradísimo y muy estimable en el fondo, y demostró a
su hija, sin gran esfuerzo, que, cultivando por este lado y con sumo
tino y con poca frecuencia el trato de aquellas personas, hasta llegaría
a quererlas. De todas suertes, ella había ido a Peleches para hacer una
vida a su gusto, sin agravio ni ofensa de los demás, y esa vida haría
allí.
Por la tarde continuaron las visitas, que subían a Peleches sudando el
quilo, porque aquel día achicharraba el sol. Dígalo la Indiana madre,
que se presentó con vestido de terciopelo, el mayor lujo de todos los
cofres de la villa, arreglado por cuarta o quinta vez del que le regaló
su Martín al casarse con ella.
Cerca ya del anochecer y cuando en Peleches no se esperaba a nadie,
llegaron los Vélez de la Costanilla. Eran tres, lo único que quedaba ya
de los Butibambas de Villavieja: un señor don Gonzalo, alto, huesudo y
pálido, con la cabeza calva y la cara muy rasurada, tieso corbatín y
levita negra muy ceñida, bastante pasada de moda y de uso. Juanita
Vélez, doncella cuarentona, larga y enjuta, por el estilo de su padre,
lacia de pelo, de buenos ojos y muy regulares facciones, vestida de
finas telas, pero muy antiguas; presuntuosamente simple el corte de su
atalaje, pero también algo anticuado; y, por último, Manrique, el menor
de los Vélez, hermano de Juanita, un giraldón desvaído y soso, con la
boca muy grande y los dientes amarillos, mucho pie, largas piernas y
bastante nuez. Era abogado por lujo, y por lujo consumía su juventud
encerrado en el caserón de la Costanilla, por hábito de tener en poco a
las gentes de Villavieja.
Aquella visita fue pesada y melancólica, y además muy molesta para
Nieves, que estuvo incesantemente entre las miradas de los dos hermanos:
las de Juanita, inquisidoras y mordicantes, y las de Manrique, voraces y
hasta desvergonzadas. Se cruzaron pocas palabras entre los tres; y de
esas pocas, las de Nieves fueron monosílabos; las de Juanita,
impertinencias, y las de Manrique, sandeces. Don Gonzalo, que leía _La
Época_, habló un poco con don Alejandro de las audacias de los partidos
extremos y de la decadencia de la aristocracia española por influjo
necesario de las nuevas corrientes, de las que no se apartaba lo que
debía y a lo cual la obligaban sus gloriosas tradiciones y la altísima
misión que le estaba encomendada por la Historia, y hasta por la
Providencia divina... Esto le llevó como una seda a trazar un croquis de
su vida en aquel centro minúsculo en que bullían y se agitaban, en las
debidas proporciones, los mismos instintos malos y las mismas
concupiscencias que en las grandes capitales. A Dios gracias, había
logrado conservar hasta la fecha todo su prestigio y en la misma fuerza
en que le había heredado de sus mayores. No concebía, en su clase, la
vida de otro modo, ni podía acomodarse a ciertas artimañas y componendas
con las clases inferiores, como hacían otros... porque así les iba
mejor. Era cuestión de dignidad nativa, y no había que disputar sobre
ello.
No pensaba en semejante cosa el tuerto Bermúdez, que le escuchaba sin
pestañear y bostezando a ratos; y eso que podía jurar que lo de las
artimañas y las componendas con las clases inferiores, iba con él porque
era rico y del solar de Peleches, y vivía en Sevilla, y tenía negocios y
amigos de muchas castas en varias partes, incluso Villavieja; sabía
también que los Vélez de la Costanilla le detestaban con cuanto le
pertenecía, y que si venían a visitarle entonces era sólo por darse
lustre y venderle la fineza; sabía además que el resoplado Vélez, con
todos aquellos pujos de idealismo aristocrático, era, so capa, el mayor
y más funesto intrigante que había en Villavieja, con excepción del
otro, de Carreño, el de la Campada, que allá salía con él en intrigas y
en agallas; y sabía, por último, que era relativamente pobre y pobre
vanidoso, vivía retraído y envidioso y maldiciente, lo mismo que sus
hijos e igual que todos sus fidalgos progenitores. Lejos de pensar en
contradecirle en nada el campechano Bermúdez, a todo le dijo «amén» por
ser ese el camino más derecho para llegar al fin de la visita, que era
lo que más deseaba entonces.
Túvole al sonar las nueve de la noche; y los Vélez de la Costanilla se
despidieron y se marcharon con el mismo insípido ceremonial con que se
habían presentado en el solar de Peleches.
En cuanto se vio Nieves a solas con su padre, le dijo:
--Creo que estoy mala, papá, y que si vienen más visitas esta noche, me
muero.
--Y yo también--respondió don Alejandro, recorriendo el salón a grandes
pasos para desentumecerse--. Pero no tengas cuidado, que no vendrán; y
si vinieran, perderían el viaje y el tiempo, porque voy a dar órdenes
para que se cierren las puertas, como si nos hubiéramos muerto o
zambullido ya en la cama... Pero dime antes: de todas las visitas que
nos han hecho hoy, ¿cuál te ha parecido la más molesta?
--La última--respondió Nieves sin vacilar--. Ésta de los Vélez. ¡Ay, qué
estampas de escaparate! Siquiera las otras...
--Justo, resultan divertidas.
--Eso es.
--Pues aún te faltan otros ejemplares de primera: los Carreños de la
Campada, rivales de los Vélez de la Costanilla, que acabas de conocer...
y lo que Dios nos tenga destinado, hija mía; porque al paso que vamos
hoy, no es fácil adivinar lo que sucederá mañana. De todas suertes, la
batalla ha de durar pocos días... Recuerda lo que don Claudio nos dijo.
--Sí; pero ¿y los del pago?
--Esos no te apuren: se toman a nuestra comodidad, o no se toman... o se
corta por donde convenga; y que arda Troya si es preciso. A nosotros,
¿qué? Por de pronto, cenaremos para cobrar fuerzas; y con eso y el
descanso de la cama, amanecerá Dios mañana y medraremos... ¡Catana!
¡Catana!...
Se presentó la rondeña a los pocos momentos, con una carta en la mano, y
mientras se la alargaba a su señor, la dijo éste:
--Que se cierren los portones de la calle y que nos preparen la cena a
escape... ¿Quién ha traído esta carta?
--Un mandaero.
--¿Espera la respuesta?
--No, zeñó.
Abriola don Alejandro, que ya había entrevisto al pendolista en la
bastarda algo temblona del sobre; leyó la firma ante todo, y dijo a
Nieves:
--De quien yo me presumía por la letra.
--¿De quién, papá?
--Del famoso farmacéutico. A ver qué se le ocurre al bueno de don
Adrián.
«SR. D. ALEJANDRO BERMÚDEZ PELECHES.
»Mi amigo, señor y dueño: hallándome imposibilitado de salir hoy de ésta
su casa por la torcedura de un pie (cosa de poca importancia); ausente
mi hijo desde que se fue esta mañana a hacer una de las suyas, y no
queriendo ser el último de sus buenos amigos en dar a ustedes la
bienvenida, se la mando en estos renglones.
»Mientras llega la ocasión de dársela de palabra, tengo un señalado
placer en repetirle que soy de usted verdadero amigo y seguro servidor
q. s. m. b.
»ADRIÁN PÉREZ.»
--Así habían de hacerse todas las visitas--dijo Nieves--, para que no
resultaran pesadas.
--Pues precisamente es la de este perínclito boticario de las pocas, si
no la única, que yo hubiera recibido hoy con verdadero placer. Tanto,
que mañana mismo he de ir yo a verle.
--¡Ay, papá!--exclamó Nieves alarmada de veras--. ¿Y si vienen visitas
estando yo sola?
--Ya se elegirá una hora conveniente--respondió su padre para
tranquilizarla--. Y a mayor abundamiento, te llevaré conmigo, y
tomaremos el aire de paso, y estiraremos los tendones; y si vienen
visitas, que vengan; y si se amoscan... mejor... ¡canástoles! ¡Viva la
libertad de Peleches!
Y se fueron al comedor, triscando como dos chiquillos después de salir
de clase.


--VIII--
En el casino

El de Villavieja tenía bien poco que ver y mucho menos que admirar. Esto
ya se sabe por referencia de don Claudio Fuertes; pero una cosa es
saberlo de oídas, y otra muy diferente verlo con los ojos de la cara;
subir por su escalera angosta, entre la tienda de Periquet y el _Bazar
del Papagayo_; sentir estremecerse los peldaños desnivelados, debajo de
los pies; abocar al vestíbulo mal oliente, obscuro, casi tenebroso de
día, con algunas perchas desiguales y una bastonera de listones, larga y
estrecha; echarse a la ventura por cualquiera de los dos pasadizos que
arrancan de allí, uno a la derecha y otro a la izquierda, con el suelo
esponjoso y temblón, de puro viejo, y ver aquí un cuarto lleno de
cajones vacíos, de quinqués desvencijados, de montones de periódicos de
desecho y de vasijas quebradas; más allá un tabuco con honores de
secretaría, conteniendo un estante de pino con papeles y algunos libros
de cuentas, cuatro sillas ordinarias y una mesa con tapete verde,
cartapacio de badana y escribanía de azófar; un saloncillo después con
una mesa larga con media docena de periódicos encima y buen número de
sillas alrededor, un armariote entre dos huecos de la pared con algunos
libros maltratados y varias colecciones de la _Gaceta_, un reló de caja
en un testero, y en el de enfrente un calendario debajo de un gran
anuncio encuadrado de los chocolates de Matías López, y dos quinqués,
con reflectores de latón, colgados del techo sobre la mesa. Todo aquello
era el «gabinete de lectura». Frontero a él, es decir, en el otro
extremo del corredor y con luces a la plaza, el gran salón: la mejor
pieza del Casino; salón de tertulia, de tresillo, de billar y de café al
mismo tiempo, y de baile cuando llegaba el caso. Entonces se arrimaban a
la pared las sillas de paja y las cuatro butacas descoyuntadas y
bisuntas que ordinariamente andaban de acá para allá al capricho de los
desocupados; se amontonaban las mesitas y los veladores en el cuarto
obscuro ya conocido, y en la _leonera_ y otro cuarto más por el estilo,
que había a su lado, o en la cocina, y se convertía la mesa de billar en
mesa de ambigú vistosamente adornada, en la cual se destacaban y lucían
mucho las pilas de azucarillos y las bebidas refrigerantes en la
cristalería de Periquet; se encendían las dos docenas de velas
correspondientes a otras tantas palomillas de quita y pon que había a lo
largo de las paredes y en cada cara de los dos pies derechos del medio;
y con esto y unas colgaduras de tul de tres colores en las puertas, y
unas guirnaldas de flores contrahechas, serpeando poste arriba en los
dos mencionados, y con quemarse allí unas pastillas del Serrallo, o
medio real de alhucema, resultaba el salón muy oriental y hasta
espléndido, en opinión de los más descontentadizos y exigentes
villavejanos.
La mesa de billar, por razón de la luz que necesitaban de día los
jugadores, estaba en una de las cabeceras del salón, cerca de uno de los
tres balcones que daban a la plaza. Los tresillistas, por alejarse todo
lo posible del ruido que de ordinario se hacía en la mesa y alrededor de
ella, entre jugadores, choque de bolas, cántico del pinche, matraqueo
del bombo, que era de hojalata, y comentarios y disputas de mirones y
tertulianos, ocupaban la cabecera opuesta, a más de treinta pasos de
distancia, porque el salón era enorme. Tenía el servicio de la casa,
desde tiempo inmemorial, ajustado a una tarifa votada en junta general
de socios, con asistencia del contratista, un cafetero establecido en la
calle trasera, en un local de muy mala traza; pero, según fama, cumplía
bien sus compromisos, y hasta gozaban de mucho crédito sus géneros, su
diligencia, y particularmente sus limonadas en la estación de verano.
Y no había otra cosa digna de mencionarse en el Casino de Villavieja.
Aquella tarde, o más bien, aquel anochecer, había, como de costumbre a
tales horas, poca gente en el gran salón. En las mesas de tresillo,
nadie; en los veladores inmediatos, lo mismo; en el sofá de gutapercha
jironeada y en las cuatro butacas contiguas a él, Maravillas y dos
«chicos de la redacción», hablando u oyendo leer, muy por lo bajo, a uno
de ellos unos papelucos. Cerca de la mesa de billar, tomando café
arrimados a un velador, el fiscal y dos amigos; y jugando _chapó_, con
el estrépito de siempre, el Ayudante de Marina y Leto Pérez el
farmacéutico: el primero sin corbata y con el cuello y el chaleco
desabotonados; el segundo lo mismo, y además en mangas de camisa;
licencias muy justificadas en aquella ocasión, porque tal era el calor
que hacía, que «se asaban los pájaros», al decir del hijo del boticario
sin apartarse mucho de lo cierto.
A pesar de este calor y de la peste que daban los dos reverberos de
petróleo colgados sobre la mesa, recientemente encendidos, aunque a
media luz todavía por recomendación del conserje, muy encarecida al
muchacho que apuntaba; a pesar de esto, y de llevar más de dos horas
jugando, ni el Ayudante ni Leto mostraban señales de cansancio.
Particularmente Leto, parecía endurecerse y animarse con la pesadumbre
del calor y los esfuerzos de la brega. Le faltaba tiempo para todo:
apenas se detenía su bola, largaba el tacazo y tomaba la contraria casi
al vuelo; agarrado a la baranda, veía correr las tres, porque a no estar
en mano una de ellas, a las tres ponía en movimiento disparatado, y las
seguía y arreaba con los ojos; y como siempre _hacía_ algo, cuando no lo
hacía todo, palos, carambola, pérdida y dos billas, con un estruendo
espantoso (porque el paño tenía heridas y recosidos, y las bolas
desconchados, y sonaban sobre el tablero como si llevaran clavos de
resalto), las sacaba de las troneras y plantaba los palos antes que el
pinche acabara de cantar el golpe. Al Ayudante le daba siete tantos y la
salida, si la quería; y así y todo le llevaba de calle, porque no había
defensa posible contra un modo de jugar como el de Leto. Y cuidado que
el Ayudante jugaba bien; pero como no lograra pegar al otro a la
baranda, cosa perdida. Con una cuarta de taco que pudiera meter en la
mesa el farmacéutico, golpe hecho por donde menos podía esperarse. Para
una fuerza inicial como llevaba su bola, no había nada seguro en la
mesa, ni en las inmediaciones las más de las veces. El Ayudante
desfogaba sus contrariedades llamándole san Bruno, y chiripero, y
leñador y otras cosas parecidas. Leto le concedía que le salía bastante
más de lo que tiraba; pero no que estuvieran bien aplicados los
calificativos aquellos. Y sobre eso porfiaban a cada instante y apelaban
al juicio de los mirones, ¡y daba Leto cada carcajada y decía cada
cosa!...
Porque aunque todo lo tomaba con calor, rara vez se incomodaba. Tenía
eso de bueno, por de pronto; amén de la estampa, que no era mala por
ningún lado que se la mirase. Al contrario, reparando mucho en ella y
sabiendo mirar, había momentos en que resultaba hasta hermosa. Leto era
fornido, sin ser basto ni mucho menos; ágil y bien destrabado de
miembros, de mirar noble e inteligente, sano color y correctas
facciones; la barba, de un matiz castaño obscuro, nutrida, suave y bien
_puesta_; el pelo semejante a la barba; los dientes sanos y
blanquísimos; la boca no grande y fresca, y el cuello, que entonces
estaba al descubierto, limpio, blanco y redondo como una pieza de
mármol. Pues siendo así al pormenor, sólo en determinados momentos, como
se ha dicho, resultaba, en conjunto, hermoso en el sentido estético de
la palabra. La razón de este contrasentido, que pocos trataban de
investigar (uno de ellos don Claudio Fuertes, que tan conocido le tenía,
y, sin embargo, se le pintó a don Alejandro de la manera indecisa que se
vio en su carta), la hallaría un fisiólogo de tres al cuarto con sólo
reparar cómo jugaba y discutía y razonaba y se conducía en todo, con
relación a los que le oían o le miraban, el hijo de don Adrián Pérez, y
la irá conociendo el lector según le vaya tratando.
El caso es, a la presente, que Leto llevaba de calle al Ayudante; que el
Ayudante se picaba; que Leto se defendía a su manera; que el fiscal y
sus colaterales les embrollaban el pleito para enzarzarlos más en él;
que el pinche dio una vuelta a los tornillos de los reverberos, porque
ya no se veía lo necesario para jugar la última mesa comenzada del
último partido; y que en este estado de cosas se marcharon los dos
amigos de Maravillas; se sentó éste junto al velador más próximo al
billar por el lado de _cabaña_, y «variando de conversación», preguntó
el fiscal al mozo farmacéutico que engredaba la suela de su taco en
aquel instante, después de haberse limpiado el sudor de la frente con
una manga de su camisa, si había ido a visitar al _Macedonio_.
--Y ¿quién es el Macedonio?--preguntó a su vez Leto candorosamente.
--Me parece que bien claro está--replicó el otro muy serio--. El señor
de Bermúdez Peleches.
--No veo yo esa claridad...
--Hombre--añadió el fiscal repantigándose en su silla y metiendo los
pulgares por las sisas del chaleco--: un Alejandro que tiene por
hermanos a un Héctor y un Aquiles, no puede ni debe ser otro de menor
talla que el de Macedonia, el _Magno_, que llamamos la Historia y yo.
Además, según mis noticias, es tuerto como su ilustre padre, el jumista
Filipo. Otro rasgo de familia...
Se celebró mucho la ocurrencia por todos los presentes, incluso
Maravillas, que por aquella vez no usó la sonrisita a que le obligaba de
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