Al primer vuelo - 08

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puerta que había a la derecha; entró por ella, y no tardó en volver con
unas cartulinas en la mano. Púsolas en las de Nieves, porque ellas
fueron las que más se adelantaron para cogerlas, y la dijo:
--Ahí está lo último que ha hecho. Ustedes, que lo entenderán mejor que
yo, podrán decir si tiene algún mérito.
Nieves separó las cartulinas y pasó una mirada rápida sobre ellas, pero
ávida y ardiente.
--¡Mira, papá--le dijo con entusiasmo volviéndose hacia él--, qué
acuarelas tan lindas! ¡Con qué facilidad y con qué valentía están
hechas! ¡Qué frescura de color!... ¡Ay, don Adrián!--añadió mirando al
boticario que se derretía de placer con el éxito de aquellas obras de su
hijo--. ¡Si viera usted lo que cuesta hacer estas cosas! ¡Si supiera
usted las fatigas y los años que se pasan para llegar siquiera a la
mitad de este camino!
--Pero ¿dónde demonios ha aprendido su hijo de usted a pintar, y a
pintar de este modo?--preguntó don Alejandro que todo se volvía ojo para
mirar y admirar las acuarelas.
--¿De manera--dijo muy suavemente el boticario, soba que te soba el
codo--, que dan ustedes alguna importancia a esas pinturas?
--¡Muchísima!--respondieron unísonos Nieves y su padre.
--Me alegro, ¡caray! sí, señor, me alegro... Eso es. Pues Leto, según me
ha dicho, aprendió a pintar así... porque algo ya lo sabía él desde el
Instituto, con un compañero de posada que tuvo en Madrid, y parece que
era pintor de nota... Eso es. Se querían mucho los dos y aún se escriben
de vez en cuando. El pintor está en Roma ahora.
--¿De modo que ésta es la gran afición de Leto?--preguntó Bermúdez.
--¡Quiá!...--respondió el boticario, echando la cabeza a un lado y casi
cerrando los ojos al recargar el acento de la palabra y de la sonrisa--;
esa afición es la de los ratos perdidos... vamos, la última de todas.
Otra muy distinta es la que materialmente le cautiva y le trae a mal
traer... a mal traer, sí, señor, ¡caray! ¡Es mucho cuento lo que le
emborracha!
--La caza, ¿eh?
--No, señor: la mar... Tampoco la mar propiamente, sino la embarcación
con que anda por ella: su balandro... ¡qué balandro?... su _yacht_.
--¡Canástoles!
--¿Y tiene un _yacht_... un _yacht_ de veras?--preguntó Nieves,
apartando sus ojos de las acuarelas para fijar en el boticario su mirada
henchida de curiosidad.
--Un _yacht_, señorita--respondió don Adrián en tono muy ponderativo--:
un _yacht_, así, en puro inglés; y de lujo, ¡caray! lo que se llama de
lujo... eso es: vamos, un _yacht_ de regatas, de primera. Esos son sus
amores verdaderos; lo que más le entusiasma en el mundo y de lo único
que se atreve a hablar con calor y con fe y sin aturrullarse delante de
las gentes... Ya se ve: no es obra de sus manos ni de su idea, y por
consiguiente... eso es.
--Pero, señor don Adrián--díjole su amigo chanceándose--: usted se ha
corrido mucho, se ha despilfarrado... porque un _yacht_ de esas
condiciones, no se compra con dos cuartos.
--¡Caray! ¡Yo lo creo!... Pero no se piense usted que el pobre
boticario... ¡Quiá! ¡Pues están los tiempos, gracias a Dios, para esas
sangrías... caray, caray! No, señor. La procedencia del _yacht_ es otra
historia, señor don Alejandro. Verán ustedes. Leto, como le dije a
usted, hace a todo... eso es; y lo mismo que pinta y navega... porque lo
de navegar es ya viejo en él, anda por montes y barrancas con la
escopeta al hombro, y conoce la comarca yerba a yerba y canto a canto...
eso es. Pues, señor, que se descubrió aquí una mina pocos años hace; que
la compró una compañía inglesa, y que vino un ingeniero de allá para
explotarla. Este inglés era mozo, algo arlote como todos los ingleses, y
muy campechano y muy resuelto para todo; que Leto y él se conocieron en
el Casino; que resultó que tenían unas mismas aficiones, y cata que
llegan a hacerse muy amigos. Al inglés le gustaban las setas; pues ya
estaba Leto diciéndole dónde las había legítimas, sin la menor sospecha
de hongo venenoso, y acompañándole a cogerlas... eso es: medio día de
campo; que berros, pues en tal parte; y a buscar los berros; que
caracoles o ranas o cualquier otra porquería de las muchas que devoraba
aquel hombre... pues a ello los dos; que esta clase de caza o que la
otra: lo mismo. Leto tenía un bote, malo por supuesto; pero andaba a
fuerza de vela; el inglés se las pelaba por esa diversión en que era
gran maestro... ¡caray, yo lo creo! como que era del _Royal-Club_ de su
tierra, y había ganado no sé cuántos premios de honor en regatas
famosas... eso es... ¡uf! y hombre muy principal y acaudalado, sí,
señor... y buen mozo... pues golpe al bote a todas horas... y atrocidad
va y atrocidad viene... porque no sé cómo no quedaron en una de ellas.
Eso es. Por otra parte, estaba enamorado de nuestra bahía, que ya sabe
usted que es de lo mejor del mundo, dicho y confesado por inteligentes
extranjeros... ¡caray, si es cosa buena! y estando enamorado de la bahía
y de la afición y el arte de Leto, no pudiendo adquirir aquí una
embarcación a su gusto, hizo traer, a fuerza de dinero para que llegara
pronto, un hermoso _yacht_ de regatas que él tenía en su país. Pues,
señor, que viene el _yacht_, y que Leto, al lado del inglés, aprende a
manejarle en cuatro días, y que se me vuelve medio loco el hijo, ¡caray!
de puro gozar en aquel... vamos, en aquel deleite, eso es, tan nuevo
para él... y échate mar afuera los dos hasta perderse de vista, y vira
acá y vira allá, dando con los topes en el agua y haciéndome a mí pasar
las de Caín de susto y de congoja, eso es... hasta que me convencí de
que no había tanto riesgo como aparentaba... En fin, señor don
Alejandro, que Leto y el inglés andaban siempre como la uña y la carne;
que llegó la hora de marcharse a otra parte el ingeniero, porque la mina
salió huera, y que al marcharse le regaló el _yacht_ a mi hijo, ¡caray!
que quieras que no, con todos sus enseres y cachivaches... Eso es. Y por
eso tiene Leto un _yacht_ tan lujoso. Cada lunes y cada martes le
zarandea por la mar. Ayer salió a media mañana, con su correspondiente
pitanza, por si acaso... eso es. Pues volvió entre día y noche, como
dije a usted en mi carta. Quise que subiera hoy a Peleches... pues
¡caray! casi de rodillas me pidió que no le diera comisiones de esa
clase. Subir conmigo, ya era otra cosa, y hasta lo haría con sumo gusto;
pero solo... ¡es mucho cuento! En eso quedamos al cabo; y entre si me
animaba yo a subir esta tarde o no, llegó su amigo el Ayudante de
Marina, con quien tenía pendiente un partido de billar... porque ésta es
otra de sus aficiones y el único vicio, eso es, que se le conoce; y
fuéronse al Casino poco antes de llegar ustedes... Que lo siento en el
alma, ¡caray! porque se hubieran conocido aquí todos, y eso tendríamos
adelantado... Eso es.
--Y es bastante, ¡canástoles!--dijo Bermúdez revolviéndose en su
banqueta--, y hasta sobrado para meternos en ganas de conocer de cerca a
ese mozo tan simpático y tan... Hombre, se me ocurre una idea: súbanse
mañana los dos a comer con nosotros en Peleches... Ello había de ser;
conque anticipémoslo, y de ese modo quitará el pobre Leto el escalofrío,
como los bañistas perezosos, de un chapuzón... ¡ja, ja!... ¿No es
verdad, Nieves?
--Me parece una gran idea--respondió ésta entregando al mismo tiempo a
don Adrián las acuarelas--. Y dígale usted, de mi parte, que cuando vaya
nos lleve algunas obras más de esta clase, para verlas... y
admirarlas... ¡Ay, qué bien lo hace, don Adrián! ¡Quién fuera capaz de
la mitad de ello siquiera!
--¿De veras, señorita?--preguntó el boticario conmovido de gusto.
--¡Y cuidado!--díjole don Alejandro--, que ésta es del oficio, y su
voto, de calidad por consiguiente...
--¡Caray! de ese modo, ya lo creo... Sí, señor, eso es. Pues tocante a
lo del convite, yo con alma y vida le doy por aceptado desde luego, mi
señor don Alejandro... Del chico, no sé qué decir a ustedes: siempre me
saldrá, por disculpa, con lo de costumbre cuando le conviene esconder el
bulto: con que no puede faltar uno de nosotros de aquí, sabiendo, como
sabe, que el mancebo se sobra y se basta, sí, señor, para el servicio
ordinario; porque bien acreditado lo tiene... eso es... Pero en un caso
como éste, puede que vaya... Irá, sí señor, irá. Es asombradizo, como
les he dicho a ustedes, o corto, o no sé qué; pero ha corrido mundo,
tiene luz allá dentro... justamente; sabe distinguir de colores, y a
ustedes los considera... ¡caray, si los considera!... Y una descortesía
no la comete él con nadie aunque le ahorquen... Ahora, en cuanto a
llevar consigo las pinturas, ya varía... y de eso sí que no respondo...
En fin, se hará lo posible, eso es... Y un millón de gracias por la
fineza, señores míos.
En esto entró don Claudio Fuertes, y se habló de otras cosas; y cuando
llegó el momento de salir los tres a voltejear por la villa, dijo el
boticario al comandante retirado:
--Si tocan ustedes en el muelle, enséñeles el _yacht_, aunque está
fondeado un poco lejos. Ya van enterados de todo... Eso es.


--X--
De tiros largos

Así se presentaron en Peleches al rayar las doce y media, el boticario
don Adrián Pérez y su hijo Leto: el primero radiante de gozo, y el
segundo no tan acoquinado como era de temerse por lo que de él se sabe.
El motivo de esta novedad consistía, siguiendo la imagen del bañista
perezoso, apuntada por don Alejandro en la botica, en que Leto, antes de
la gran zambullida en el caserón de los Bermúdez, había ido preparando
el equilibrio de las dos temperaturas con un par de fregoteos bastante
regulares. El uno se lo dio en el Casino; el otro, al salir de misa
mayor al día siguiente, que era de fiesta, es decir, el día mismo del
convite. En el Casino tuvo que picar algo en la conversación general,
aludido de intento por Bermúdez; y más aún que en la conversación, en la
golosina que irradiaban en aquel antro desabrido, los ojos y la silueta
de la hechicera sevillana; porque Leto, al fin y al cabo, era mozo de
buen gusto, y mujeres de aquel arte que le miraran a él con el interés
bondadoso con que le miraba Nieves a menudo, no habían pasado ni
pasarían jamás por Villavieja.
Esto por de pronto. Además, al deshacerse la tertulia y ya despidiéndose
de él, le había dicho don Alejandro con gran encarecimiento, mientras le
apretaba una mano con las dos suyas:
--Mañana, después que _comamos_ en Peleches, iremos a ver el _yacht_;
pero de cerca y como debe ser visto. Conste que está usted notificado.
--«¡Después que _comamos_... a ver el _yacht_!»--repetía el mozo en sus
adentros, enredado en las confusiones más extrañas, mientras respondía
al expresivo Bermúdez cuatro palabras, mal urdidas, de cortesía--. ¿Qué
plural era aquél de «comamos»? ¿Cuántos y quiénes entraban en él?
Sin desembrollar este lío, que pasó por su cabeza como un relámpago, oyó
que le decía Nieves, por despedida también y también muy afectuosa:
--Y al subir _a comer con nosotros_, no se le olviden a usted ciertas
acuarelas que deseamos ver.
Esto ya estaba más claro; pero no todo lo que debía de estar. Era
indudable que su padre se había despachado a su gusto aquella tarde en
la botica.
En cuanto salieron del Casino los de Peleches, le faltó tiempo a él para
largarse hacia su casa. En dos zancadas llegó; en breves palabras enteró
a su padre de todo lo que acababa de pasarle, y en pocas más le
satisfizo el boticario la curiosidad, declarándole todo lo ocurrido
aquella tarde en la botica. Por cierto que don Adrián subió la bocamanga
izquierda hasta el codo, y el arco de las cejas hasta el casquete, a
fuerza de rascarse y de admirarse al ver que Leto, de quien esperaba un
estampido, en lo del convite no puso el menor reparo, y en lo de las
acuarelas se despachó con tres «carapes» seguidos y unos muy dulces
restregones de manos a las barbas.
Al salir la gente de misa mayor, Leto, como de costumbre, se quedó, con
otros amigos, enfrente del pórtico echando un pitillo, un párrafo y
algunas ojeadas maquinales a las villavejanas de todos los días; y
hablando, fumando y mirando, vio salir a Nieves con su padre. Bien le
había parecido la noche antes la sevillana en la penumbra mal oliente
del Casino, con el sombrerito de paja y la túnica de color de barquillo;
pero ¡cuidado si tenía que ver en plena luz meridiana, vestida de
obscuro y con la cara monísima encuadrada en los pliegues graciosos de
su mantilla de pura casta andaluza! No pudo menos de declarárselo así al
fiscal que estaba a su lado comiéndola con los ojos, ni, al notar que le
recordaba algo con los suyos, quizá lo de las acuarelas, dejar de
acercarse a ella y a su padre para ofrecerles sus respetos, con la mejor
intención, eso sí, pero bien sabe Dios que con las más fuertes ligaduras
de sus nativas desconfianzas en el espíritu.
Mientras hablaban los tres, la _goma_ villavejana se chupaba los dedos y
no sabía de qué lado ponerse ni qué majadería inventar para que Nieves
_se clavara_... ¡lo mismo que la goma de todas partes! y las hembras
peripuestas la miraban de reojo al pasar a su lado, de los pies a la
cabeza, ¡igual que todas las presuntuosas de todo el mundo! porque son
achaques esos que están en la masa de la sangre, aun en la de los que
usan taparrabo... Posible es que Nieves no se fijara en los unos ni en
las otras, aunque cueste creerlo por lo que se sabe del prodigioso
alcance de vista que tienen las mujeres guapas para esos lances y otros
parecidos; pero podría apostarse algo bueno a que en la comparación que
hizo mentalmente, después de mirarle de arriba abajo en menos de dos
segundos, del Leto que tenía delante, vestido de día de fiesta, con el
Leto de la víspera, desaliñado, ardoroso y con el pelo alborotado y la
barba revuelta, aunque ambos eran buenos mozos, optaba por el segundo;
es decir, por el Leto del billar, en calidad, se entiende, de mujer
artista y esforzada.
En esto salió don Adrián con la levita nueva, bastón de caña, sombrero
de copa muy alto, y dos dedos de cuello de camisa fuera del corbatín; se
arrimó al grupo y saludó muy cortés a los señores; apareció el juez e
hizo lo mismo; después Rufita González con su madre; casi al mismo
tiempo Codillo y las tres Indianas, y enseguida hasta otra docena más de
los notables que habían hecho ya la visita obligada a Peleches. Los
Vélez, escurridos y lacios de vestido y de carnes, pasaron de largo
hacia la izquierda, saludando con una cabezada muy ceremoniosa. Las
chaparrudas Carreñas, hechas un brazo de mar, pero de mar siniestro y
bravo, saludaron con los abanicos y carraspeando, y se fueron por la
derecha.
El grupo seguía creciendo y llegó a ocupar media plazoleta con los
gomosos adyacentes y otros desocupados de diferentes pelajes. Luego se
puso en movimiento todo junto, aunque cambiando de forma como masa de
agua que se acomoda al cauce que la guía, en dirección a la Costanilla,
camino de Peleches y a la vez de la Glorieta, adonde se dirigían todos
los elegantes de Villavieja entonces, por imperio de la moda.
En la Glorieta dieron Nieves y su padre unas cuantas vueltas con las
adherencias que traían desde la Colegiata, y seguidos del propio
_zaguanete_ de gomosos, cosa que encendió las iras de las villavejanas
desperdigadas y desatendidas entonces por sus habituales cortejantes, y
les dio motivo para despellejar viva a la pobre Nieves. Sábese que quien
más apretó la dentellada en aquella puja de mordiscos fue la Escribana
mayor, que, según fama, se bebía los vientos por el hijo del boticario.
Le había visto al salir de misa y subiendo a la Glorieta, y en la
Glorieta misma, arrimado a la sevillana, y en gran intimidad con ella
algunas veces. ¡El grandísimo pazguato que jamás tuvo dos palabras al
caso para pagarla las muchas con que ella le había buscado la lengua en
más de cuatro ocasiones! Así es que en cuanto se retiraron Nieves y su
padre a Peleches, que fue muy pronto, y el boticario y Leto a su botica,
se armó en la Glorieta la de Dios es Cristo entre los galanes
villavejanos y las respectivas damas, que no querían ser plato de
segunda mesa... mientras Maravillas, sentado en el último banco hacia el
mar, solo, quietecito y sosegado, flagelaba con su eterna sonrisa de
compasivo desdén, aquel cuadro de miserias humanas, fruto natural y
lógico del lamentable resabio de ir a misa y creer en Dios.
Viniendo a lo que importa, fue el caso que Leto bajó a la villa bastante
satisfecho de su hazaña; que a pesar de estar bien vestido, cambió de
corbata y de chaleco después de arreglarse el pelo, de cepillarse mucho
las barbas y la ropa y de lavotearse las manos; que al volver a la
botica, donde le aguardaba su padre en conversación con el mancebo,
llamó a _Cornias_ (luego se sabrá quién era este personaje) y le dio
varias órdenes con mucho encarecimiento; que después fue a su atril, y
de un cartapacio que tenía allí muy escondido bajo papelotes y libracos,
sacó hasta una docena de obras suyas, entre acuarelas y dibujos,
escogidas, muy escogidas, en su abundante colección; que las envolvió
convenientemente, y que diez minutos después, él y su padre atravesaban
la plazoleta inundada de sol, que achicharraba, en dirección a Peleches.
--Ya ves, Leto--le decía muy regocijado su padre, y por lo bajo para que
no se enteraran de la conversación las gentes que volvían de la
Glorieta--, cómo el león no es tan fiero como le pintan. Muchas veces
nos alucinamos... eso es... nos ofuscamos, por ver y juzgar de lejos las
cosas. Y a ti, ¡caray! te ha pasado mucho de eso. Dígotelo, porque al
fin vas, ¡caray! vas, sí, señor, y sin grandes resistencias, y hasta
llevas esas pinturillas contigo... ¡bien llevadas, muy bien llevadas!
eso es; muy bien llevadas, por lo mismo que te las han pedido y desean
verlas... Yo pensé... ¡ahí tienes!... que no te prestarías a ello,
porque hasta de mí las has escondido siempre, por esas rarezas, ¡caray!
que nunca he podido explicarme... eso es... Pero la fuerza de las cosas
ha querido que el león se te vaya a la mano; y, como te decía antes, no
te ha parecido tan fiero como visto a larga distancia... eso es... y ya
te das a partido, ¡caray!
Leto, sonriendo de cierta manera habitual en él, contestó a su padre:
--¡Si supiera usted la procesión que me anda por dentro!...
--¡Ay, Leto del alma!--replicó don Adrián parándose en firme--. Pues si
a procesiones fuéramos... ¡quién, en casos tales, no las llevará
consigo, en más o en menos, caray, hasta hacerle temblar las
choquezuelas? Vamos a una casa extraña y de mucho viso, a una mesa
quizás opípara... eso es... dos hombres acostumbrados a la vida obscura
y metódica... de lo más metódica y sencilla... eso es... La emoción...
el sobresalto si quieres, es de necesidad... Pero una cosa es eso, y
otra muy diferente lo otro que a ti te pasa, o te pasaba... En fin, de
esto no hay para qué volver a hablar, Leto. Pero he de repetirte, en
conclusión, lo que te dije anoche: hay que sacar fuerzas de flaqueza en
ciertos lances de la vida... y hacerse superior, eso es, a las nativas
debilidades... porque no hay hombre sin hombre... y todos nos debemos
mutuos servicios y respetos... eso es... Tú eres mozo; nada te falta, es
verdad... y acaso no te falte nunca, por mucho que vivas, si la
venturosa quietud de Villavieja continúa inalterada y no te sale un
competidor en el oficio, como no me ha salido a mí desde que soy
boticario; pero es posible que te salga, porque lo malo cunde y no anda
ya lejos de nosotros... o que te convenga cosa mejor que la que poseas;
y entonces, ¡caray! bueno es tener valedores... y bien sabes tú que la
casa de Peleches raya en todas partes tan alto como la que más... y
puesto que nos dan la vaquilla, corramos con la soguilla, ¡caray!... y
muy agradecidos, sí, señor; y el corazón en la punta de la lengua, eso
es; y el que tiene algo en la cabeza, como no dejas de tenerlo tú, noble
y honrado además, sí, señor, que lo manifieste, ¡caray! si llega el caso
de hacerlo, con entereza y con fe, que esto no está reñido con la buena
educación, ni siquiera, eso es, con la cristiana humildad. Cuando Dios
da al hombre el caudal de las ideas, no se le da, ¡caray! para que le
guarde con avaricia, ni tampoco para que le despilfarre, contrahecho o a
escondidas y con vergüenza: no, señor, ¡caray! no, señor... como vienes
haciendo tú... Eso es.
Dio dos golpecitos con su caña en el suelo, y continuó marchando calle
arriba.
Leto, pensativo y bastante risueño, pero sin contestarle una palabra,
hizo lo mismo a su lado.
Así llegaron a Peleches, en cuyo saloncito de labor, o mejor dicho,
estudio de Nieves, con las puertas del balcón abiertas de par en par
para que entrara a borbotones el nordeste que corría, saturado de los
efluvios de la mar, fueron recibidos por los señores de la casa y por
don Claudio Fuertes, que también estaba convidado a comer.
Nieves había cambiado su traje obscuro por otro casi blanco; y al verla
así Leto, blanco el vestido, blanca, nacarina la tez, azules los ojos y
el cabello rubio, como no se le ocurrían más que tontadas, enseguida se
la forjó nereida, o cosa así, de las fantásticas regiones submarinas,
enviada allí por los genios protectores de Peleches, envuelta en una
ráfaga salobre de las que inundaban la estancia sin cesar. En otra
mirada rápida en derredor del saloncillo aquel, se le antojó haber visto
la blanda, inteligente mano de un artista, colocando cada mueble, cada
libro y cada cachivache en el único sitio que le correspondía; y ¡otra
bobada mayor! aun marcó con la vista en las paredes y sobre muebles
determinados, los lugares y los aparatos en que sus acuarelas, a no ser
tan malas como eran, hubieran hecho un lucidísimo papel.
Pensar esta bobada y clavar Nieves los ojos en el cartapacio que él
llevaba entre manos, y hasta preguntarle enseguida con ellos si _las_
traía, fue todo uno. El mozo se halló con aquel tiro tan inesperado,
como contrabandista cobarde delante de los carabineros. Sin detenerse
apenas a saludar como debía, desató el fardo y entregó el contenido con
las manos trémulas, pero resuelto a todo.
A creer a Nieves, y no hay serios motivos para lo contrario, en aquellas
obras de Leto había verdaderas maravillas de arte. Bermúdez y Fuertes
opinaron lo mismo; pero no eran sus votos de tan ganada autoridad como
el de Nieves, la cual, para mayor confusión del aturdido Leto, no
contenta con ver los cuadros sobre sus rodillas, fue colocándolos uno a
uno... ¿en dónde, gran Dios! sobre los mismos muebles y en los propios
sitios de las paredes en que los había imaginado él... Y a todo esto, la
sevillanita, con su entrecejo algo fruncido, su frase concisa y sobria,
sin extremos en la alabanza, sin apresurarse, sin sonreír más que lo
preciso, deslizándose entre sillas y veladores sin tropezar con nada,
sutil, airosa, discreta... en fin, que tanto por lo que decía como por
el modo de decirlo, y hasta por el modo de andar, había que creerla
inteligente en el arte, y desde luego sincera. Con esto y con la
propensión natural de Leto a someter sus juicios al imperio de los
extraños, por primera vez en su vida se creyó algo pintor y no del todo
insignificante.
--Pues ahora va usted a ver mis obras--le dijo Nieves muy templada,
dejando las de Leto sobre un velador--, siquiera para que aprenda usted,
en vista de lo malas que son, a no ser tan avaro de las suyas.
Y como lo dijo lo hizo, sacándolas de un gran cartapacio que estaba
sobre una mesita contigua a un caballete desocupado.
--La mayor parte--decía Nieves a Leto solo, aunque le acompañaban en la
escena los demás personajes allí presentes--, son copias y malas: las
originales son peores... No se sonría usted, porque es la pura verdad...
Vea usted ese gitano... copia, dura y desentonada, y hasta sin dibujo...
Una marina... ¡Qué olas, eh? Parecen de percalina... Una ventana con
flores y pajaritos enjaulados: de nuestra casa de Sevilla. Esta acuarela
es original: debe usted conocerlo por lo resobadita que está de color...
Por este arte siguió mostrando y juzgando la mayor parte de sus obras. A
veces, mientras Leto examinaba una, teniéndola cogida con las dos manos,
Nieves metía entre ellas otra suya, blanca, torneadita y olorosa, para
poner el índice primoroso encima del objeto censurado; y entonces Leto
perdía de vista la acuarela, porque los ojos se le iban detrás de la
mano, y la atención y hasta el olfato... a don Adrián y al comandante
les parecían inmejorables las pinturas, y así lo declaraban; y don
Alejandro, mal avenido con las sinceridades de su hija, quería
desautorizarlas explicando cómos y por qués... En cuanto a Leto, no
pudiendo concebir que de aquellas manos tan bonitas salieran obras
imperfectas, todo lo hallaba superior, y así lo daba a entender como
podía.
--Todo eso que ustedes me dicen--insistía Nieves muy serena--, es pura
cortesía. Ninguna de estas obras tiene otro mérito que el de estar hecha
con grandes deseos de hacerlo mejor. Lo conozco por lo mismo que sé
estimar las buenas, como las de usted; pero sigo pintando porque me
entretiene, y enseño lo que pinto, como ahora, por no hacerme de rogar
más tarde y porque no lo tengo a pecado mortal... Al óleo, con
franqueza, pinto algo mejor que a la aguada... Ya lo verá Leto, que lo
entiende, cuando pinte algo aquí... porque pienso pintar mucho... y
andar más... Todos los sitios en que he puesto antes las cartulinas de
usted, han de quedar ocupados por obras mías... Cuento con que me dejará
usted copiar las suyas para eso.
Leto, que ya había soñado con verlas honradas allí, se llamó a engaño y
declaró a Nieves que no volverían al cartapacio de la botica aquellos
insignificantes borrones, puesto que le gustaban a ella; y Nieves, sin
andarse en ociosos disimulos, porque conocía la sinceridad de la oferta,
la aceptó de plano con gran regocijo, aunque no tanto como el que
produjo en don Adrián el galante rasgo de Leto.
Andando en éstas y otras tales, llegó Catana al saloncillo para anunciar
que estaba la sopa en la mesa; y al disponerse todos para ir al comedor,
Leto, recordando algo de lo que había visto y oído en Madrid y leído
después, haciendo un esfuerzo sobrehumano y dando diente con diente por
el temor de pasarse de fino, o de estar equivocado, ofreció su brazo a
Nieves, que lo aceptó placentera y como la cosa más corriente y natural
del mundo.
Los demás comensales abrieron paso a la pareja, a la cual siguieron
Bermúdez muy complacido, Fuertes algo maravillado, y don Adrián hasta
orgulloso con aquel gallardo arranque del empecatado muchacho.


--XI--
El «flash»

Durante la comida, que fue tan «opípara» como se la había anunciado en
hipótesis don Adrián Pérez a su hijo andando hacia Peleches los dos,
tuvo Leto varias pruebas más de que el león no era tan fiero como le
pintaban: hasta llegó a encontrarse muy a gusto encerrado en la jaula
con él.
Porque ocurrió también la feliz coincidencia de que apurado el punto de
las opiniones pictóricas de Nieves, salió de golpe y porrazo don Claudio
Fuertes diciéndola:
--En este mismo sitio y al oír a usted que le gustaban mucho los paseos
marítimos, la prometí anteayer que no le faltarían medios de satisfacer
ese gusto, si se empeñaba usted en ello.
--Y no he olvidado el compromiso--respondió Nieves--, ni estoy dispuesta
a perdonársele a usted.
--En hora buena--dijo don Claudio Fuertes; y luego añadió volviéndose al
hijo del boticario--: ¿lo ha oído usted, Leto?
--Sí que lo he oído--respondió Leto--. Pero ¿por qué es la pregunta?
--Porque con usted va el cuento.
--¡Conmigo?...
--Sí, señor, con usted; porque cuando yo hice esa promesa a Nieves,
contaba con el balandro de usted, con la competencia náutica de usted y
con la galantería de usted. Conque a ver si se atreve a dejarnos mal
ahora con esta señorita y con su señor padre, que no tiene otro afán que
el de complacerla.
Bien poco trabajo le costó a Leto mostrarse cortés y hasta rumboso en
aquel particular; porque precisamente el balandro, sus condiciones
marineras, sus hechos y valentías, y las altas prendas del generoso
amigo que se le había regalado, eran los temas de conversación que más
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