Al primer vuelo - 21
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si no cuajaba, se hubiera deshecho aquí por la buena y de común acuerdo,
sin la menor alteración en nuestra vida y costumbres. Eso quería yo, y
no esta inesperada complicación que lo echa todo patas arriba. Porque no
hay que soñar en arrancarla la idea: la tiene arraigada en lo más hondo;
la coge en cuerpo y alma. ¡Y tratándose de un carácter como el suyo, tan
entero, tan equilibrado y firme!... ¿Quién demonios había de pensar que
la diera por ahí?
--Pero, hombre, cualquiera que le oyera a usted pensaría que Nieves
había puesto sus ojos en algún foragido... ¡Caramba! dele usted a Leto
el caudal del mejicano, y a ver si hay mejor acomodo que él para una
chica soltera, en todo el orbe conocido... ¡Y como usted es pobre,
gracias a Dios!...
--No es eso, señor don Claudio, precisamente... Mire usted: por de
pronto, es una niña todavía...
--Así y todo, estaba usted dispuesto a que se la llevara su primo.
--O no se la llevaría, señor don Claudio, aun suponiendo que mis planes
hubieran prosperado; porque entre acordarlo y realizarlo, puede haber
otra vuelta a Méjico, que no está a la puerta de casa; y con unas
dilaciones y con otras y tan separados los dos, un año se pasa pronto;
mientras que este otro lío no da aguante...
--¿Tanta prisa tiene ella, don Alejandro?
--Ninguna: por su gusto, a lo que yo la entiendo, se pasaría toda la
vida como ahora... y lo creo; pero ¿cómo deja usted las cosas así y en
continuo trato los dos?...
--Ciertamente...
--Pues vuelvo a lo dicho: es una niña todavía... ¡y decir a Dios que al
primer vuelo... del nido a la rama, como si dijéramos... ¡zas!
--¿Y qué, cayendo, como cae, en blando?
¿Está usted seguro de que al tercero o cuarto... o vigésimo vuelo,
después de metida en las espesuras del mundo, y con más años y más
apetitos encima, hubiera caído mejor?
--Además, hombre, ¡qué canástoles! cuando yo empezaba a recrearme en
ella, recién educada con tantas precauciones y tantos cuidados...
--¿Y, por ventura, se la roban a usted de casa para llevársela por esos
mundos afuera... a Méjico, verbigracia, donde no la vuelva a ver en
muchos años... o nunca quizá? Si hasta por ese lado sale usted ganando
en la nueva jugada; pues lejos de quedarse sin la única hija que tiene,
adquiere otro hijo más, que le acompañe y le quiera y le venere... ¡Ah,
caramba, si yo me viera en pellejo de usted! (cuántas veces me lo he
dicho y se lo hubiera dicho a usted autorizado para ello, como ahora lo
estoy, desde que sigo de cerca este pleito y he estudiado los autos con
interés); ¡si me viera yo en su pellejo!....
--¿Qué haría usted en ese caso?
--Pues haría... ¡qué demonio! lo mismo que va usted a hacer, sólo que yo
lo hubiera hecho desde que noté el primer síntoma de eso que usted llama
enfermedad de su hija.
--Pero, hombre, si, por errarla en todo desde que llegué a Peleches tan
atiborrado de ilusiones, hasta me ha fallado la máxima que yo
consideraba infalible.
--¿Qué máxima?
--Aquélla de los aires puros... ¡Lo que yo la he ventoleado!
--Vamos, señor don Alejandro: hoy no da usted pie con bola, y todo lo
mira del revés. ¡Decir que le ha fallado la máxima cuando acaba de
cumplírsele al pie de la letra! ¿Qué pensamientos más nobles ni mejor
colocados quiere usted en una mujer, que los que han infundido en Nieves
los aires de Villavieja?
--Pero no son los que traía de Sevilla.
--Prendidos con alfileres, y no tan buenos; luego aquí han mejorado y
echado raíces. Si no tiene escape, don Alejandro; y aunque le tuviera,
¡voto al draque! por el bienestar de una hija se tragan bombas con
espoleta, cuanto más insignificancias como la de la máxima esa, que no
es artículo de fe y menos entre cristianos... Y dígame ahora con toda
franqueza y hablando en perfecta seriedad, ¿desde cuándo siente usted
esas tentaciones tan fuertes de transigir?... Porque anoche estaba usted
duro como una pena.
--Desde anoche mismo; desde que oí al pobre don Adrián. La compasión que
por él sentí y ¿a qué negarlo? lo que de él aprendí oyéndole, me
despejaron mucho los nublados de mi cabeza, y pude así ver y estimar las
cosas con mayor serenidad. Después, la verdad sea dicha, el acto de su
hijo, referido por Nieves esta mañana; las reflexiones a que esto me ha
traído, ¡tan hondas, tan complejas!... En fin, hombre, ¿a qué canástoles
hemos de andar en más pamemas?: le aseguro a usted que si no fuera por
la contrariedad del arrastrado compromiso viejo y el temor de que mi
pobre hermana Lucrecia, a quien ya no le cabe en la piel de puro gorda
que está, estalle con el disgusto...
--Eso, señor don Alejandro, es llevar los escrúpulos a lo increíble; y,
si usted un poco me apura, hasta meterse en los designios de Dios...
Demos de lado esos óbices nimios o pecaminosos; y dígame, tomando las
cosas donde las circunstancias y la voluntad de Dios, sin duda alguna,
las han puesto, ¿conoce Nieves esas buenas disposiciones de usted?
--Conocerlas, así como suena, no; pero contar con ellas, de fijo. ¡Pues
es tonta la niña, y no me tiene bien estudiado que digamos!... Y ¿qué
tal cara pondrá el otro?...
--¿El de Méjico?
--No, el de acá.
--¡El de acá! ¡Leto?... Mi señor don Alejandro, ¿puede usted imaginarse
la cara que pondrá un santo al entrar en la Gloria eterna?
Pues, en la proporción debida entre lo celestial y lo más noble de lo
terreno, esa cara será la que ponga el hijo de don Adrián cuando sepa
que los montes se le allanan...
--Y don Adrián, ya que usted le menciona, ¿cómo lo tomará?
--Ese debe darle a usted más miedo en este caso que doña Lucrecia. Si lo
toma a la altura de lo que le quiere a usted y admira a Nieves, ¡pobres
de nosotros! Pero tampoco en este reparo debemos detenernos: la muerte
por hartazgo de felicidad es envidiable.
--¿Le parece a usted que solemnice las paces con ellos comiendo juntos
aquí?
--Antes con antes.
--Mañana mismo.
--Yo empezaría con unos preliminares esta misma noche.
--No, señor: esta noche, y aun esta tarde, las necesito yo para negociar
con Nieves y ponernos de cabal acuerdo los dos.
--Me parece bien; pero de todas maneras, yo reclamo para mí el altísimo
honor y el regalado deleite de ser en la botica el mensajero de tan
buena nueva. ¡Se las he dado tan amargas a los dos excelentes amigos en
estos últimos días!...
--Concedido con toda el alma.
--Pues sélleme usted las credenciales con un apretón de manos.
--Ahí va la mía, y el corazón con ella.
--Un abrazo además.
--¡Y bien apretado, canástoles!... y otro para cada uno de ellos, a
buena cuenta.
--Serán fiel y honradamente transmitidos... Esto engorda, señor don
Alejandro...
--Sí, señor don Claudio; y Dios le pague a usted la parte que le alcanza
en este bien que recibo. ¡Qué días estos pasados! ¡qué noches!...
--¡Quién piensa ya en esas bagatelas? Ahora, usted a volver la vida a la
pobre Nieves, y yo a la botica con la buena nueva. Quisiera tener alas
para llegar de un vuelo desde aquí.
--Aguarde usted un instante... Entérese de esa carta que tengo en el
bolsillo desde ayer tarde: la que armó la tempestad.
--«Nacho...» ¡Hola! ¿Del sobrinito, eh?... ¡Demonio!... ¡demonio! Este
«buen origen» es Rufita González... Sí... justo... la misma... Vamos,
tal para cual... Pero, hombre, ¿tenía usted en su poder este comprobante
y dudaba todavía?...
--¿Qué juicio forma usted de todo eso, señor don Claudio?
--¿No acaba usted de oírme?... ¿O pretende que se le dé por escrito?
Pues aguarde usted un poco.
Sentose don Claudio Fuertes delante del pupitre; cogió pluma y papel, y
escribió en un credo algunos renglones que leyó después a don Alejandro
Bermúdez, y decían así:
«Mi querido sobrino: Por las sospechas que apuntas en tu carta del
tantos, es posible que te convenga mejor que el hospedaje que en esta
casa tenías y tienes a tu disposición, el que te reserva en la suya la
persona que te fue con la noticia que ha dado origen a tus temores, si
es que persistes en tu propósito de venir a Villavieja; pues pudieras
haber variado de parecer después de considerar que no tienes derecho
alguno ni autoridad suficiente para hacerme la pregunta y las
reflexiones que me haces en tu mencionada carta. Tu tío, etc...»
--¡De perlas, amigo don Claudio, de perlas!--dijo don Alejandro
recogiendo el papel de manos del comandante--. Me alivia usted de un
trabajo engorrosísimo. Al pie de la letra lo copio, y va esta misma
noche al correo.
--Si quiere usted que se recargue un poquito la suerte--respondió don
Claudio muy serio--, pida con franqueza.
Me parece que sobra con esto. Al buen entendedor...
--Pues entonces me largo a escape... Conque ¿hasta la noche, don
Alejandro?
--Hombre, me parece bien la idea: vuélvase, solo por supuesto, un ratito
esta noche para darme cuenta del resultado de sus primeras
negociaciones.
--Sí, señor, y para saludar a Nieves de paso... ¡Caramba! que también yo
soy hijo de Dios.
Se fue el comandante y se quedó Bermúdez en su gabinete un buen rato,
palpándose el tronco, atusándose el cabello a dos manos, tomando
alientos y moviéndose a un lado y a otro; hasta que se detuvo y dijo,
volviendo a llevarse las manos a la cabeza:
--Pues, señor... ¡a ello, y que Dios lo bendiga!
Y salió del gabinete.
* * *
POLANCO, julio de 1890.
sin la menor alteración en nuestra vida y costumbres. Eso quería yo, y
no esta inesperada complicación que lo echa todo patas arriba. Porque no
hay que soñar en arrancarla la idea: la tiene arraigada en lo más hondo;
la coge en cuerpo y alma. ¡Y tratándose de un carácter como el suyo, tan
entero, tan equilibrado y firme!... ¿Quién demonios había de pensar que
la diera por ahí?
--Pero, hombre, cualquiera que le oyera a usted pensaría que Nieves
había puesto sus ojos en algún foragido... ¡Caramba! dele usted a Leto
el caudal del mejicano, y a ver si hay mejor acomodo que él para una
chica soltera, en todo el orbe conocido... ¡Y como usted es pobre,
gracias a Dios!...
--No es eso, señor don Claudio, precisamente... Mire usted: por de
pronto, es una niña todavía...
--Así y todo, estaba usted dispuesto a que se la llevara su primo.
--O no se la llevaría, señor don Claudio, aun suponiendo que mis planes
hubieran prosperado; porque entre acordarlo y realizarlo, puede haber
otra vuelta a Méjico, que no está a la puerta de casa; y con unas
dilaciones y con otras y tan separados los dos, un año se pasa pronto;
mientras que este otro lío no da aguante...
--¿Tanta prisa tiene ella, don Alejandro?
--Ninguna: por su gusto, a lo que yo la entiendo, se pasaría toda la
vida como ahora... y lo creo; pero ¿cómo deja usted las cosas así y en
continuo trato los dos?...
--Ciertamente...
--Pues vuelvo a lo dicho: es una niña todavía... ¡y decir a Dios que al
primer vuelo... del nido a la rama, como si dijéramos... ¡zas!
--¿Y qué, cayendo, como cae, en blando?
¿Está usted seguro de que al tercero o cuarto... o vigésimo vuelo,
después de metida en las espesuras del mundo, y con más años y más
apetitos encima, hubiera caído mejor?
--Además, hombre, ¡qué canástoles! cuando yo empezaba a recrearme en
ella, recién educada con tantas precauciones y tantos cuidados...
--¿Y, por ventura, se la roban a usted de casa para llevársela por esos
mundos afuera... a Méjico, verbigracia, donde no la vuelva a ver en
muchos años... o nunca quizá? Si hasta por ese lado sale usted ganando
en la nueva jugada; pues lejos de quedarse sin la única hija que tiene,
adquiere otro hijo más, que le acompañe y le quiera y le venere... ¡Ah,
caramba, si yo me viera en pellejo de usted! (cuántas veces me lo he
dicho y se lo hubiera dicho a usted autorizado para ello, como ahora lo
estoy, desde que sigo de cerca este pleito y he estudiado los autos con
interés); ¡si me viera yo en su pellejo!....
--¿Qué haría usted en ese caso?
--Pues haría... ¡qué demonio! lo mismo que va usted a hacer, sólo que yo
lo hubiera hecho desde que noté el primer síntoma de eso que usted llama
enfermedad de su hija.
--Pero, hombre, si, por errarla en todo desde que llegué a Peleches tan
atiborrado de ilusiones, hasta me ha fallado la máxima que yo
consideraba infalible.
--¿Qué máxima?
--Aquélla de los aires puros... ¡Lo que yo la he ventoleado!
--Vamos, señor don Alejandro: hoy no da usted pie con bola, y todo lo
mira del revés. ¡Decir que le ha fallado la máxima cuando acaba de
cumplírsele al pie de la letra! ¿Qué pensamientos más nobles ni mejor
colocados quiere usted en una mujer, que los que han infundido en Nieves
los aires de Villavieja?
--Pero no son los que traía de Sevilla.
--Prendidos con alfileres, y no tan buenos; luego aquí han mejorado y
echado raíces. Si no tiene escape, don Alejandro; y aunque le tuviera,
¡voto al draque! por el bienestar de una hija se tragan bombas con
espoleta, cuanto más insignificancias como la de la máxima esa, que no
es artículo de fe y menos entre cristianos... Y dígame ahora con toda
franqueza y hablando en perfecta seriedad, ¿desde cuándo siente usted
esas tentaciones tan fuertes de transigir?... Porque anoche estaba usted
duro como una pena.
--Desde anoche mismo; desde que oí al pobre don Adrián. La compasión que
por él sentí y ¿a qué negarlo? lo que de él aprendí oyéndole, me
despejaron mucho los nublados de mi cabeza, y pude así ver y estimar las
cosas con mayor serenidad. Después, la verdad sea dicha, el acto de su
hijo, referido por Nieves esta mañana; las reflexiones a que esto me ha
traído, ¡tan hondas, tan complejas!... En fin, hombre, ¿a qué canástoles
hemos de andar en más pamemas?: le aseguro a usted que si no fuera por
la contrariedad del arrastrado compromiso viejo y el temor de que mi
pobre hermana Lucrecia, a quien ya no le cabe en la piel de puro gorda
que está, estalle con el disgusto...
--Eso, señor don Alejandro, es llevar los escrúpulos a lo increíble; y,
si usted un poco me apura, hasta meterse en los designios de Dios...
Demos de lado esos óbices nimios o pecaminosos; y dígame, tomando las
cosas donde las circunstancias y la voluntad de Dios, sin duda alguna,
las han puesto, ¿conoce Nieves esas buenas disposiciones de usted?
--Conocerlas, así como suena, no; pero contar con ellas, de fijo. ¡Pues
es tonta la niña, y no me tiene bien estudiado que digamos!... Y ¿qué
tal cara pondrá el otro?...
--¿El de Méjico?
--No, el de acá.
--¡El de acá! ¡Leto?... Mi señor don Alejandro, ¿puede usted imaginarse
la cara que pondrá un santo al entrar en la Gloria eterna?
Pues, en la proporción debida entre lo celestial y lo más noble de lo
terreno, esa cara será la que ponga el hijo de don Adrián cuando sepa
que los montes se le allanan...
--Y don Adrián, ya que usted le menciona, ¿cómo lo tomará?
--Ese debe darle a usted más miedo en este caso que doña Lucrecia. Si lo
toma a la altura de lo que le quiere a usted y admira a Nieves, ¡pobres
de nosotros! Pero tampoco en este reparo debemos detenernos: la muerte
por hartazgo de felicidad es envidiable.
--¿Le parece a usted que solemnice las paces con ellos comiendo juntos
aquí?
--Antes con antes.
--Mañana mismo.
--Yo empezaría con unos preliminares esta misma noche.
--No, señor: esta noche, y aun esta tarde, las necesito yo para negociar
con Nieves y ponernos de cabal acuerdo los dos.
--Me parece bien; pero de todas maneras, yo reclamo para mí el altísimo
honor y el regalado deleite de ser en la botica el mensajero de tan
buena nueva. ¡Se las he dado tan amargas a los dos excelentes amigos en
estos últimos días!...
--Concedido con toda el alma.
--Pues sélleme usted las credenciales con un apretón de manos.
--Ahí va la mía, y el corazón con ella.
--Un abrazo además.
--¡Y bien apretado, canástoles!... y otro para cada uno de ellos, a
buena cuenta.
--Serán fiel y honradamente transmitidos... Esto engorda, señor don
Alejandro...
--Sí, señor don Claudio; y Dios le pague a usted la parte que le alcanza
en este bien que recibo. ¡Qué días estos pasados! ¡qué noches!...
--¡Quién piensa ya en esas bagatelas? Ahora, usted a volver la vida a la
pobre Nieves, y yo a la botica con la buena nueva. Quisiera tener alas
para llegar de un vuelo desde aquí.
--Aguarde usted un instante... Entérese de esa carta que tengo en el
bolsillo desde ayer tarde: la que armó la tempestad.
--«Nacho...» ¡Hola! ¿Del sobrinito, eh?... ¡Demonio!... ¡demonio! Este
«buen origen» es Rufita González... Sí... justo... la misma... Vamos,
tal para cual... Pero, hombre, ¿tenía usted en su poder este comprobante
y dudaba todavía?...
--¿Qué juicio forma usted de todo eso, señor don Claudio?
--¿No acaba usted de oírme?... ¿O pretende que se le dé por escrito?
Pues aguarde usted un poco.
Sentose don Claudio Fuertes delante del pupitre; cogió pluma y papel, y
escribió en un credo algunos renglones que leyó después a don Alejandro
Bermúdez, y decían así:
«Mi querido sobrino: Por las sospechas que apuntas en tu carta del
tantos, es posible que te convenga mejor que el hospedaje que en esta
casa tenías y tienes a tu disposición, el que te reserva en la suya la
persona que te fue con la noticia que ha dado origen a tus temores, si
es que persistes en tu propósito de venir a Villavieja; pues pudieras
haber variado de parecer después de considerar que no tienes derecho
alguno ni autoridad suficiente para hacerme la pregunta y las
reflexiones que me haces en tu mencionada carta. Tu tío, etc...»
--¡De perlas, amigo don Claudio, de perlas!--dijo don Alejandro
recogiendo el papel de manos del comandante--. Me alivia usted de un
trabajo engorrosísimo. Al pie de la letra lo copio, y va esta misma
noche al correo.
--Si quiere usted que se recargue un poquito la suerte--respondió don
Claudio muy serio--, pida con franqueza.
Me parece que sobra con esto. Al buen entendedor...
--Pues entonces me largo a escape... Conque ¿hasta la noche, don
Alejandro?
--Hombre, me parece bien la idea: vuélvase, solo por supuesto, un ratito
esta noche para darme cuenta del resultado de sus primeras
negociaciones.
--Sí, señor, y para saludar a Nieves de paso... ¡Caramba! que también yo
soy hijo de Dios.
Se fue el comandante y se quedó Bermúdez en su gabinete un buen rato,
palpándose el tronco, atusándose el cabello a dos manos, tomando
alientos y moviéndose a un lado y a otro; hasta que se detuvo y dijo,
volviendo a llevarse las manos a la cabeza:
--Pues, señor... ¡a ello, y que Dios lo bendiga!
Y salió del gabinete.
* * *
POLANCO, julio de 1890.
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