Al primer vuelo - 01

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Al primer vuelo
D. José María de Pereda


--I--
Antecedentes

«No tiene escape. Denme ustedes un aire puro, y yo les daré una sangre
rica; denme una sangre rica, y yo les daré los humores bien
equilibrados; denme los humores bien equilibrados, y yo les daré una
salud de bronce; denme, finalmente, una salud de bronce, y yo les daré
el espíritu honrado, los pensamientos nobles y las costumbres
ejemplares. _In corpore sano, mens sana_. Es cosa vista... salvo
siempre, y por supuesto, los altos designios de Dios.»
Palabra por palabra, éste era el tema de muchas, de muchísimas
peroraciones, casi discursos, del menor de los Bermúdez Peleches, del
solar de Peleches, término municipal de Villavieja. Le daba por ahí,
como a sus hermanos les había dado por otros temas; como a su padre le
dio por la manía de poner a sus hijos grandes nombres, «por si algo se
les pegaba».
Tres varones tuvo y una hembra. Se llamaron los varones Héctor, Aquiles
y Alejandro, y la hembra Lucrecia. Pero no le salió por este lado al
buen señor la cuenta muy galana que digamos. Héctor, encanijado y
pusilánime, no contó hora de sosiego ni minuto sin quejido. Aquiles, no
mucho más esponjado que Héctor, despuntó por místico en cuanto tuvo uso
de razón, y emprendió, pocos años después, la carrera eclesiástica.
Lucrecia, de mejor barro que sus dos hermanos mayores en lo tocante a lo
físico, al primer envite de un indiano de Villavieja, de esos que _se
van_ apenas venidos, dijo que sí; y con tal denuedo y tan emperrado
tesón, que a pesar de ser el indiano mozo de pocas creces, ínfima
prosapia y mezquino caudal, y a despecho de los humos y de las iras del
Bermúdez padre, la Bermúdez hija se dejó robar por el pretendiente, se
casó con él a los pocos días, y le siguió más tarde por esos mares de
Dios, afanosa de ver mundo y resuelta a alentar a su marido en la
honrosa tarea de «acabar de redondearse» en el mismo tabuco de Mechoacán
en que había dejado, trece meses antes, depositados los gérmenes de una
soñada riqueza.
Alejandro, el Bermúdez nuestro, tuvo tanto de su homónimo, el de
Macedonia, como sus hermanos Héctor y Aquiles de los dos famosos héroes
de _La Iliada_; aunque, en honor de la verdad y escrupulizando mucho las
cosas, algo vino a sacar, ya que no del insigne conquistador, de su
padre, pues llegó a ser tuerto como el gran Filipo. Por lo demás, fue el
varón más fornido de la casa, y el más sano y animoso. Eligió la carrera
de Derecho, y le envió su padre a la Universidad, mientras Aquiles
estudiaba Teología en el Seminario, y se sabía, por lo que propalaba la
familia del mejicano, que Lucrecia estaba en Mechoacán engordando a más
y mejor con la alegría de ver acrecentarse, de hora en hora, el caudal
de su marido.
Héctor, hecho una miseria, se quedó en Peleches al cuidado de su padre.
El cual, con esta cruz sobre la de sus muchos años, y el martirio, cada
día más insufrible, de la prevaricación de su hija, se murió muy pronto.
Con esta muerte, como con la de su yedra el muro vacilante, la vida de
Héctor, insostenible por sí sola, se puso a punto de acabarse. Acudió a
su lado el seminarista, enteco por naturaleza y extenuado por los ayunos
y las maceraciones; y solos, tristes y doloridos los dos en el caserón
de Peleches, muriéronse en pocos meses uno tras otro, después de testar
en común a favor de Alejandro; y no por aborrecimiento a Lucrecia, bien
lo sabe Dios, sino por acumular los caudales libres de la familia en el
único encargado de perpetuar el ilustre apellido, y en la persuasión de
que la hembra iba en próspera fortuna, no tenía más que un hijo y podía
pasarse muy bien sin las legítimas de sus dos hermanos.
Ello fue que Alejandro se vio dueño y señor de las tres cuartas partes
del haber de sus padres, que, aunque no eran cosa del otro jueves,
reunidas en un solo montón daban para mucho en manos de un hombre
hacendoso como él, por instinto, y que ya para entonces había aprendido,
de labios de un profesor suyo, hombre anémico y dado un poquito a la
crápula, aquello de _mens sana..._ en virtud de los milagros del aire
puro, corriente y libre, que, por cierto, no los había hecho muy
señalados en la familia de los Bermúdez del solar de Peleches, como
podía certificarlo el Alejandro mismo.
No tentándole gran cosa los libracos de su carrera, resolviose a dejarla
en el punto en que la tenía cuando los tristes acontecimientos de
Peleches le obligaron a trasladarse a su casa solar; pero como se había
dejado por allá, en vías de buen arreglo, cierto asunto que nada tenía
que ver con la heredada hacienda ni con los afanes universitarios,
encomendando el caserón nativo y todas sus pertenencias, muebles e
inmuebles, al cuidado de una persona de su confianza, y sin pagarse
mucho, por entonces, de los libres y salutíferos aires patrios, aunque a
reserva de volver a henchirse de ellos tan pronto como lo necesitara,
tornose a la ciudad, que era Sevilla.
El asunto que con tal fuerza le solicitaba allí, era una huérfana bien
acaudalada y no de mal ver, aunque algún tanto desquiciada de una
cadera, y con la cual llegó a casarse un año después. Con los dos
caudales juntos y sus excelentes instintos de traficante, emprendió
negocios que le dieron un buen lucro y le apegaron más y más a la tierra
de su mujer. La cual, a los ocho meses de haberle hecho padre venturoso
de una hermosa niña, que se bautizó con el nombre de Nieves, se murió.
Por entonces perdió el ojo izquierdo Alejandro Bermúdez Peleches; y,
según relato de personas bien enteradas, lo perdió a consecuencia de una
inflamación que le sobrevino de tanto llorar... y de tanto frotarlo,
mientras lloraba, con la mano mal depurada de cierto menjunje cáustico
que había preparado él para un enjuague vinícola de los muchos que hacía
en su bodega.
Aunque después de curado de las penas de las dos pérdidas, en el mismo
orden cronológico en que habían ocurrido la de la esposa y la del ojo,
se vio joven y robusto y rico, no sintió las menores tentaciones de
volver a casarse, entre otros motivos, por el muy noble y honroso de no
dar una madrastra a su hija, que se criaba como un rollo de manteca al
cuidado de una juiciosa y madura ama de gobierno, después de haberla
dejado de su mano la nodriza. Pero, en cambio, y echando de ver que de
su parte no había motivos racionales para otra cosa, entabló gustosísimo
una frecuente correspondencia con su hermana, que a ello le tentaba
desde la ciudad de Méjico, a la cual había trasladado su marido el campo
de sus operaciones mercantiles, que, por lo vastas y lucrativas, no
cabían ya en el tenducho de Mechoacán. Lucrecia, según sus cartas a
Alejandro, no estaba resentida con él por las disposiciones
testamentarias de sus hermanos mayores. Lo conceptuaba natural: los
había disgustado a todos por una calaverada que por casualidad le había
salido bien. Lo conocía al fin, y se complacía en confesarlo. Además, le
sobraba dinero, le sobraban riquezas para ellos dos y un hijo solo que
tenían, sin esperanzas de tener otro, porque ya habían pasado más de
seis años sin barruntos de él, y era un engordar el suyo, que no cesaba.
El aire, los _frijoles_, el _mamey_, las _enchiladas_, el _quitil_...
hasta el _pulque_ con que se desayunaba muchos días para matar el
gusanillo, todo lo de allí le caía como en su molde propio, y le abría
el apetito y se convertía en substancia apenas engullido. Deploraba su
gordura solamente por lo que la molestaba para sus quehaceres
domésticos, pues para andar por la calle tenía _volanta_. Jamás salía a
pie. Su marido era un buen hombre que se esmeraba en complacerla y
estimarla a medida que iba ella engordando y enriqueciéndose él, y ni él
ni ella pensaban volver a Villavieja ínterin no pudieran ser allí los
señores más ricos de toda la provincia; y esto, no por pujos de vanidad,
sino por el honrado deseo de que se descubrieran reverentes delante de
su marido, muchos mentecatos que le habían tenido en poco en la villa
por ser hijo de quien era y caberle en la maleta todos sus caudales.
Según iban las cosas, no envejecerían los dos sin ver realizados sus
propósitos. Entre tanto, se daban buena vida, se trataban con
distinguidas y honradas gentes, y el niño Ignacio, Nacho, Nachito, iba
creciendo. ¡Nachito! Era una bendición de Dios por guapo, por agudo, por
gracioso... ¡Qué criatura, Virgen de Guadalupe!
Todas estas cosas se las contaba la gorda Lucrecia al tuerto Alejandro
en un lenguaje bárbaramente desleído en una tintura medio guachinanga,
medio tlascalteca, señal evidente de que la hembra de los Bermúdez
Peleches hablaba ya _en mejicano_ como los _jándalos_ montañeses hablan
_en andaluz_.
--Debe estar hecha una tarasca--pensaba su hermano, sonriéndose, cada
vez que acababa de leer una de estas cartas--. Pero es buenota como el
pan, y varonil como ella sola.
Después la contestaba larga y minuciosamente sobre su modo de vivir, sus
esperanzas y proyectos; los proyectos y esperanzas de Lucrecia; consejos
sanos y observaciones cuerdas acerca de la obesidad prematura en sus
relaciones con el método de vida, calidad y cantidad de los alimentos...
Nacho. A este niño precoz le dedicaba siempre un largo párrafo. Nacho
crecería, Nacho tendría que estudiar, Nacho sería mozo, Nacho sería un
hombre; y ¡ay de él! si mientras recorría este sendero largo y
escabroso, no se cuidaba nadie de educarle como era debido para que el
espíritu no se corrompiera dentro de un cuerpo mal oxigenado. «No tiene
escape, Lucrecia. Dame tú un aire puro, y yo te daré una sangre rica;
dame una sangre rica, y yo te daré los humores bien equilibrados; dame
tú...» Y así sucesivamente, toda la retahíla que ya conoce el lector.
Luego, y por final de la carta, hablaba de su hija, de su Nieves. ¡Qué
hermosísima estaba, cómo crecía de hora en hora, qué revoltosa era y qué
gracia le hacía, sobre sus grandes ojos azules, aquel fruncir de
entrecejo a cada repentina impresión que recibía, lo mismo de disgusto
que de placer! Su pelo era rubio como el oro viejo, y el matiz de sus
carnes el del más puro nácar, con unas veladuras de color de rosa en las
mejillas, en los labios húmedos y en las ventanas de la nariz, que daba
gloria verla. Saldría algo, pero algo muy singular, de aquella
miniaturita de mujer. Él tenía ya sus planes formados, sus cálculos
hechos para más adelante. En esos cálculos entraba, y por mucho, el
venerable solar de Peleches, con sus vastos horizontes y sus aires
salutíferos... pero a su debido tiempo, en su día correspondiente... No
había que confundir las cosas, que atropellar los sucesos. Todo vendría
por sus pasos contados, y todo vendría bien con la ayuda de Dios y sus
buenas intenciones.
A Peleches no había vuelto él más que una vez, y muy deprisa, desde la
muerte de sus hermanos, porque estaba muy lejos, y los negocios
mercantiles y los cuidados de la niña le amarraban a Sevilla de día y de
noche; pero no por eso le perdía de vista. A la hora menos pensada daría
una vuelta por allí, o todas las que fueran necesarias para el mejor
logro de sus acariciados planes. Entre tanto, en buenas manos andaba
todo ello, para tranquilidad suya y prestigio de sus hidalgos
progenitores.
Con este continuo hablar, Alejandro de su Nieves y Lucrecia de su
Nachito, llegó a empeñarse entre los dos hermanos una verdadera puja de
alabanzas de los respectivos vástagos; y picada Lucrecia en su puntillo
de madre del niño más hermoso del mundo, envió a su hermano un retrato
del prodigio, vestido de _ranchero_, con su listado _jorongo_, sus
amplias _calzoneras_ y su sombrero _jarano_. ¡No se veía al infeliz
debajo de las enormes alas y de la pesadumbre de los pliegues! «¿A mí
con esas?» se dijo Alejandro; y retrató a Nieves vestida de andaluza con
mantón de grandes flecos, y rosas en la cabeza. Salió hecha una lástima
la preciosa criatura; pero su padre lo vio de muy distinto modo y mandó
el retrato a Lucrecia, que, como había llevado a mal los peros que su
hermano se atrevió a poner al pintoresco vestido de Nacho, se despachó a
su gusto en la lista de reparos al atalaje de su sobrina. Entonces
convinieron ambos en que los chicos se retrataran «al natural». Hízose
así, y enseguida el cambio de los retratos entre la gorda Lucrecia y el
tuerto Alejandro. Por cierto que hubo una coincidencia bien singular en
las dos cartas, conductoras de las respectivas tarjetas, que se cruzaron
en el Océano. Cada una de ellas contenía en posdata esta pregunta: «Y
tú, ¿por qué no me envías tu retrato?» Preguntas que obtuvieron en su
día las correspondientes respuestas.
La de Lucrecia fue en estos términos:
--Por no asustarte.
Y la de Alejandro en estos otros:
--Porque desde el contratiempo que sabes, no me conocerías.
También iban en posdata estas respuestas. En el cuerpo de las cartas
sólo se trataba de las impresiones recibidas por cada firmante en la
contemplación del retrato, «al natural», del hijo del otro, siendo muy
de notar que cada padre extremaba las ponderaciones de su
correspondiente sobrino, y ninguno de los dos mentía, porque es la pura
verdad que Nacho y Nieves eran tal para cual, y, según decía Lucrecia a
su hermano, «como nacidos el uno para el otro, a pesar de llevarle mi
Nachito cuatro años a tu Nieves».
Pues el dicho trajo cola, y cola larga; porque aposentó en las mientes
de Alejandro una idea que jamás había pasado por ellas. Nieves tenía
entonces seis años cumplidos; Nacho, diez mal contados: cuando ella
tuviera veinte, él tendría veinticuatro. De molde. Nieves era monísima,
y llegaría a ser una arrogante moza; Nacho era guapo de verdad, y
prometía ser un mozo gallardo. De perlas. Nieves era rica; su primo,
tanto o más que ella; los dos eran ramas, por un lado, de un mismo e
ilustre tronco; y por el otro, allá se andaban también, porque si el
padre de Nacho era hijo de pobres y obscuros menestrales de Villavieja,
la madre de Nieves procedía directamente de un bodegonero de Triana y de
una lavandera de Carmona. Esto no se lo había confesado él a ninguno de
su casta; pero era la pura verdad y había que tomarlo en cuenta en aquel
caso. Después, todo quedaba en la familia, realizado el naciente
proyecto; y según los tiempos corrían y lo entornado que andaba el
mundo, por dudosa que resultara la formalidad del mejicanillo, érale a
él conocido al cabo, y lo conocido, por malo que fuera, siempre sería
preferible a lo bueno sin conocer.
Pensó mucho, muchísimo, en estos particulares, y en la primera carta que
escribió a su hermana la dijo: «podemos seguir tratando de _eso_, si te
parece», después de repetirla el dicho y de glosarle con cierta
discreción a su manera.
Y de ello se trató largo y tendido entre los dos hermanos con entero y
cabal beneplácito del marido de Lucrecia, la cual engordó de pronto cosa
de ocho libras más, porque también los pensamientos agradables y las
esperanzas risueñas se convertían en substancia para aquel corpazo tan
agradecido.
Andando los meses, la niña sevillana aprendió a leer, y entonces el
muchachuelo mejicano, que ya sabía escribir, la dedicó una carta para
poner a prueba su destreza en la lectura, y en unos términos tan
zalameros y dulzones, que se pegaban hasta de la vista. Nieves leyó la
carta sin la menor dificultad, porque la letra era primorosa, pero no la
entendió; y por no entenderla y por antojársele que sabía a melaza, le
dio empacho y la metió en grandes ganas de saber escribir, para decirle
a su primo que la escribiera de otro modo o dejara de escribirla.
--Es el estilo de allá,--la dijo su padre para templarla un poco e ir
preparándola el estómago.
Pasó más tiempo, y Nieves, en cuanto aprendió a escribir, cumplió su
palabra. En una carta escrita con reglero, letra muy desigual y peor
ortografía, puso a Nacho para pelar: «No te esquiribiré má--le dijo
entre otras cosas--, si tú no canveas de modo... Aver. Te pasas de fino,
higo, y tó te sale pringoso de puro arrope que lechas... Aver. Aquí
tenemo jotro ablá que no sabe tanto a jigo pasao... Aver.»
Nacho se enmendó algo, no en aquellos días, sino años después, cuando ya
cursaba Leyes, y su prima, cendolilla de quince mayos, había ingresado
en un colegio. La enmienda completa del mejicano era imposible, porque
en aquel modo de escribir entraba Nacho entero y verdadero: así hablaba,
así andaba y así comía. De estampa continuaba bien, muy bien; algo
desmadejadillo y perezoso, pero guapo, muy guapo; y como seguía el
cambio de retratos, no ya entre los padres, sino entre los hijos
directamente, si la sevillana había perdonado al primo muchos pecados de
estilo en virtud de aquellas otras dotes físicas, también el mejicano,
en vista de las extraordinarias de su prima, había sabido dispensarla el
matraqueo de sus _guasas_, y con mayor facilidad las incurables faltas
de ortografía. De intereses, como la espuma los dos. Si a don Alejandro
le salían redondos los negocios en que se metía, a su cuñado no le cabía
ya el dinero en casa, según expresión de Lucrecia, ni a ella las carnes
sobre el cuerpo. Era mucho engordar el suyo; y lo peor de todo, que no
podía saber cuándo ni en qué pararía aquella marea de grasa, porque el
apetito iba también en auge, y más bravo se le ponía cuanto más alimento
se le daba. Por de pronto nada le dolía; y fuera de no poder calzarse,
ni vestirse, ni acostarse por sí sola, andaba como un reló. También la
tenía con algún cuidado el temor de que su gordura llegara a impedirla
el proyectado viaje a la tierra nativa, cuya ocasión podía tocar ya con
los dedos a poco que alargara el brazo, porque si a aquellas horas el
caudal de su marido no daba para comprar a peso de oro toda Villavieja
con sus inherentes y aledaños, no distaría de ello media talega...
Corrieron tres años más, al cabo de los cuales Nacho recibió la
investidura de licenciado en Derecho, y Nieves quebrantó los cerrojos de
su clausura para no volver jamás a ella. Nuevo cambio de retratos
entonces. El de Nachito con las hopalandas y el birrete del oficio, y el
de su prima con todos los atalajes y arrequives de una mujer hecha y
derecha. Le caía muy bien la vestidura aquélla al mejicanillo. Luciría
en estrados informando en una causa ruidosa, ante un público de ociosos,
más o menos criminales también, y de señoras distinguidas. No era el
tipo del letrado grave, con cara de estuco y alma de papel sellado,
revelada en unos ojuelos de vidrio, al compás de una voz campanuda y
hueca, que va sacando, uno a uno, como del fondo del estómago, resobados
sofismas de taracea que se hubieran insaculado allí después de usados
por otros cien jurisperitos de igual corte. Nada de eso: Nacho, con sus
ojos dulces y expresivos, su barbita sedosa, sus facciones correctas y
finísimas, y su actitud elegante, podría no valer en el fondo un puñado
de alfileres, porque chascos mucho más gordos dan ciertos diamantes
falsos; pero, _a la vista_, era el tipo del abogado nuevo, del abogado
artista, que no anda por los caminos trillados de las clásicas y
vetustas tradiciones forenses, sino por las cumbres espinosas y
arriesgadas de los nuevos problemas jurídicos; de los que no usan los
libros de la profesión para ejercerla; de los que van a la Audiencia, no
a alegar, sino a demoler; no a invocar textos y razones del acervo
común, sino a enredarse en teorías frenopáticas dentro de un laberinto
de disquisiciones antropológicas, para acabar declarando loca de remate
a toda la humanidad que anda fuera de los manicomios, con el heroico fin
de salvar del patíbulo, por loco irresponsable, al distinguido criminal
a quien defiende, convicto y confeso y reincidente además.
Por supuesto que no son de la cosecha de Nieves estas señas que aquí se
dan de su primito. No ahondaban tanto sus malicias todavía. Ella miraba
la imagen por el único lado accesible a su vista juvenil y algo
deslumbrada por los primeros resplandores del mundo a cuyas puertas
acababa de llegar, recién salida de las del colegio; y mirándola por ese
lado y de tal modo, se limitó a pensar de su primo lo que cabe en estas
sencillísimas palabras.
--No está mal así.
Enseguida se puso a contemplar su propio retrato con bastante mayor
avidez que el de su primo. Nada más puesto en razón. Por vez primera se
veía en verdaderos hábitos de mujer, sin el menor vestigio del cascarón
de la niña ni de la librea de la colegiala; y había mucho que mirar y
que considerar en aquella nueva fase de su vida.


--II--
La tesis de Don Alejandro

De grandes emociones fue para Nieves el día del estreno de aquellos
hábitos para ir a retratarse con ellos; pero no tan hondas como las que
sintió su padre en el momento de verla aparecer a la puerta de su
gabinete, calzándose los guantes y diciéndole al mismo tiempo: «cuando
quieras, papá», con una sonrisilla de ojos y de media boca (porque la
otra media la tenía ocupada con una penquita de albahaca) que venía a
significar: «¿qué te parece de tu hija con estos flamantes atavíos?»
Hasta entonces, en el colegio o fuera del colegio, con los vestidos un
poco más largos o un poco más cortos, siempre había sido Nieves para su
padre una niña, más alta o más baja, más _hecha_ o menos _hecha_; pero
una niña al cabo, «la niña», como él la llamaba hablando con su ama de
llaves o con el primero que se le ponía por delante; la niña, con los
gustos y los deseos y descuido propios y naturales de la edad del candor
y de la inocencia; pero ¡canástoles! desde aquel momento crítico, con
aquel talle ceñido y sutil que ponía de relieve formas, anchuras y
redondeces jamás notadas por él; con aquel mirar receloso por debajo del
ala del sombrero, medio borgoñón, medio macareno, y aquel crujir de
faldas y asomar, rozando el borde de la fimbria, de unos pies como
almendras azucaradas, y aquel resbalar de la luz sobre las ondas de sus
cabellos rubios... ¡canástoles! era muy otra cosa. En todo aquello había
mucha más canela de la que se había él figurado, y cabía más de otro
tanto si se quería suponer. En aquella cabecita graciosa se reflejaban
pensamientos de _cierta especie_, y en aquel cuerpo saleroso, latidos...
¡y vaya usted a saber! Pero, señor, ¿en dónde había tenido el ojo bueno
hasta entonces? Porque aquello no podía ser la obra repentina, el
milagro de algunos jirones de tela y unos cuantos cintajos de más. No,
¡canástoles! aquello allá estaba de por sí, más adentro o más afuera;
pero allá estaba... No tenía duda: para estimar una estatua en todo su
merecido valor, había que verla colocada en su pedestal. ¡Canástoles,
canástoles, si daba que rumiar el caso, para un hombre de los planes y
de las ideas que él tenía en el meollo!
--Pues vamos andando, hija del alma--contestó, como distraído, a la
insinuación de Nieves, sin dejar de mirarla con su único ojo, muy
abierto, ni de pensar lo que pensaba--. Te cae bien, bien de verdad, el
atalaje ese que te pones por primera vez... ¡No, no, y llevar le llevas
con una soltura!... ¡Canástoles con la chiquilla!... A ver, a ver por
detrás... No te pares, no: sigue, sigue andando... ¡Mejor que mejor!
¡Canástoles con la criatura de antes de ayer!... A la calle ahora... Eso
es... así se anda... como el sol y la luna... ¡Ajá!
Y la criatura aquella salía ya patio adelante entre la fuente y los
rosales de las macetas, que en aquel momento solemne la saludaban, la
una con sus rumores más blandos, y las otras con su fragancia más
exquisita, mientras, desde la galería del piso, la vieja ama de llaves,
rondeña de pura casta, la echaba _saetas_, lo mismo que si pasara la
Virgen en la procesión de Viernes Santo.
El retrato _salió_ bien, como tenía que salir con aquel modelo tan a
propósito y aquel fotógrafo tan acreditado. Nunca don Alejandro lo había
puesto en duda. Pero ¿qué le importaba a él en aquellos instantes el
retrato de su hija? Lo que le importaba era lo otro, lo otro,
¡canástoles! lo que en su concepto no daba espera, y por lo cual lo puso
«sobre el tapete» en cuanto volvieron a casa los dos y tomaron un
respiro.
--Repito lo dicho, hija del alma--comenzó diciendo--: estás de perlas
vestidita de mujer; vamos, como si hubieras nacido así...
--Si no he perdido la cuenta--respondió Nieves--, me lo llevas dicho
como treinta veces en menos de dos horas.
--Y estarás en lo cierto, si es que no te has quedado corta en la
cantidad--replicó su padre sin maldita la intención de bromearse--;
porque es tema ese que no se me aparta del magín desde que asomaste por
aquella puerta, pocas horas hace. Es cosa muy natural: ya ves tú, te
dejo aquí colegialilla, como quien dice, y te encuentro hecha una real
moza dos pasos más allá. Soy tu padre; tú eres mi única hija: ¿qué
canástoles ha de preocuparle a uno si no son esas cosas tan agradables y
tan?... En fin, que estoy en lo mío estando en esas cavilaciones y con
esos recreos del ánimo... Pero aguárdate un poco, que no voy a tomar
punto de ello en esta ocasión para acabar de aburrirte con otra rociada
de chicoleos... ¡Pues tendría que ver la ocurrencia, canástoles! ¡Ja,
ja, ja! No, hija, no: cada cosa pide su sazón y su tiempo; y una idea
salta porque la empuja otra que quiere saltar también; y así, de idea en
idea, cuando uno menos se lo sueña se halla con que ha formado un
rosario de ellas que no tiene fin, y se ha visto y se ha revuelto entre
los cascos medio mundo... ¿Eh?... ¿Te vas enterando tú?
--Ni esto--respondió Nieves señalando con la uña del dedo pulgar la
mitad de la yema del índice de su diestra.
--Pues ya irá saliendo el caso poco a poco--dijo su padre echándose a
reír y apoyando ambas manos sobre los respectivos muslos--; ya irá
saliendo... Con que mucho ojo ahora, para que no se te pase por alto el
hilo.
Nieves, a todo esto, no sabía si reírse o si apenarse, porque lo cierto
era que nunca había oído ni visto a su padre hablar de aquel modo ni de
aquellas trazas; y así sucedía que tan pronto enseñaba los dientecillos
prietos y esmaltados, como fruncía el entrecejo o carraspeaba sin
necesidad; pero sin apartar la mirada, entre curiosa y tímida, del ojo
sano y algo cobardón de su padre.
--¡Por vida del ocho de bastos!--exclamó éste interrumpiendo de pronto
su descosido relato--. ¡A que estoy yo dándote que cavilar y hasta que
temer con estos recovecos y estas parsimonias, lo mismo que si pensara
en salirte a lo mejor con alguna historia del otro mundo? ¡Ja, ja, ja!
Pues estaría bueno eso, ¡canástoles! Nada, hija, nada: todo se reduce a
una especie de recuento de cosas y de planes que yo pensaba hacerte
dentro de unos días, y se me ha antojado hacértele ahora mismo, desde
que he notado que no necesitas el aprendizaje ni de esos pocos días
siquiera para desempeñar en regla tu nuevo papelito de señorita
formal... Y ahí tienes la razón de los treinta y tantos piropos que te
llevo echados en un periquete... Esperaba verte con cierta inseguridad
al principio... ¿eh? con cierto encogimiento, y hasta... En fin, al
asunto, ¡qué canástoles! que todavía, por el empeño de huir del perejil,
se me va a plagar de ello la frente. Al caso, pues, he dicho; y el caso,
sin más rodeos, es éste: hay dos modos... dos principales, entiéndelo
bien, de colarse por las puertas del mundo: el uno de sopetón, y el otro
por sus pasos contados. Yo soy partidario de este modo, y hasta le
considero de necesidad, como el conocer letra a letra el silabario para
aprender a leer de corrido y como se debe. ¿Estás tú? Pues bueno. Tú
sales del limbo ahora; te coge una modista que lo entiende, te
emperejila y engalana a uso de mujer que es hija de un padre rico y bien
relacionado en la tercera capital de España, y me dice a mí: «ahí está
esa alhaja, preparadita para brillar entre las más resplandecientes.
Dela usted el pase, y adentro con ella...» «Poco a poco», respondo yo
entonces, no a la modista, sino a ti, que lo has oído: «a la parte de
allá de esa puerta hay mucho bueno; pero también mucho malo: lo uno y lo
otro tienta y seduce por igual, y todo ello anda revuelto y salta a los
ojos voraces, hecho una ensalada. Hay, por consiguiente, que aprender a
mirar, y que educar y fortificar el estómago antes de colarse ahí con la
posible seguridad de que no se nos dé gato por liebre a lo mejor del
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