Al primer vuelo - 12

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como lo tenía pensado desde anoche; y le juro a usted a fe de hombre
honrado, que no eché de ver el olvido hasta que fui a entregarle a usted
el libro hace un momento. Me dolió un poco la alusión hecha a la
inconveniencia mía, y sobre todo el averiguar que usted la había notado;
y entre quedar con el sambenito encima, y el riesgo de que volviera
usted a reírse de mí declarándole la verdad, opté por esto, que resulta
menos desairado que lo otro... a mi manera de ver.
--Y ¿por qué había de reírme?--observó Nieves apartando con la contera
de su sombrilla cerrada algunas pedrezuelas del suelo que no estorbaban
a nadie.
--Por lo que pudiera hallar usted de... inocentada en el caso, es un
suponer--respondió Leto con entera sinceridad; y enseguida añadió--: de
todas maneras, ahí está el clavel. Si a usted le pesa o le parece mal
que le haya recogido yo, con volver a tirarle en cuanto usted me lo
ordene...
--Y ¿por qué ha de pesarme tal cosa, ni he de darle a usted una orden
semejante?--exclamó la sevillanita abriendo otra vez el álbum por donde
estaba el clavel--. ¡Pobrecillo!--añadió contemplándole--. ¡Volver a
arrojarle al suelo después de haber vivido tantos días en este alcázar
del Arte!... Además, usted se le ha ganado en buena ley... Conque déjele
donde está, si no le estorba, y vamos a ver los dibujos...
Leto, felicitándose por salir tan fácilmente del atolladero en que se
había visto, se arrimó más a Nieves; la cual le entregó el clavel
aplastado y marchito, para que no se cayera del álbum mientras le
hojeaban.
Hojeándole y andando, llegaron al sitio apetecido; y por llegar a él,
después de ponderarle mucho Nieves, dijo a Leto:
--Yo no quiero dibujar.
--¡Que no?--exclamó Leto asombrado--. ¿Y por qué?
--Porque después de ver lo que he visto en el álbum de usted, se me
caería el lápiz de la mano. Dibuje usted solo algo nuevo de aquí, pero
en mi _block_... digo, si no abuso...
No hubo modo de reducirla a que dibujara, aunque se unieron a las
excitaciones de Leto, las de su padre que había llegado ya con su amigo,
cansados de husmear tórtolas en balde.
--Y ¿en qué vas a entretenerte?--la preguntó al fin don Alejandro.
--Por de pronto, en coger florecillas y helechos, que abundan entre
estas peñas sombrías. ¡Verás qué guirnaldas y qué ramilletes tan lindos
voy a hacer!...
--Vamos, tu manía. A veces vuelves a casa hecha una varita de san José.
Corriente. Ya tienes tu ramo de helechos y manzanilla atravesado en el
pecho, como la banda de una gran cruz, y tu manojito en el pelo, y tu
ramillete en la mano. ¿Y después?
--Después, y también antes, de rato en rato, veré lo que va dibujando
Leto, y cómo cazan ustedes... hasta que llegue la comida, que de seguro
llegará mucho antes de que pueda yo empezar a aburrirme.
Y así sucedió al cabo, para que se cumplieran las profecías de Nieves, y
una más, hecha la víspera por don Claudio Fuertes a propósito de las
comidas en el campo, a usanza pastoril. Estas comidas en el santo suelo,
con música de pajarillos y aromas silvestres, eran, en opinión del
comandante, de lo más hermoso... pintadas en un papel; pero gozadas al
natural, resultaban un suplicio.
Todos convinieron con el preopinante, mientras buscaban posturas
insufribles para llevarse a la boca las viandas en salsa tibia, o el pan
con tábanos, o el fiambre con correderas. Pero había que hacerse a todo
para saber de todo. Por último, o se estaba en el campo o no se estaba.
Ello fue que antes de las dos de la tarde, los de Peleches saboreaban
con delicia la frescura de la sombra de los hidalgos paredones; y el
comandante Fuertes y el hijo del boticario bajaban por la Costanilla en
busca de las respectivas madrigueras.
Media hora después hallábase Nieves en el saloncillo del nordeste,
contemplando y admirando los dibujos hechos por Leto en el pinar, y
confundiendo en sus mientes con esta admiración al talento de su amigo,
el análisis minucioso del otro caso, del extraño caso del clavel, que
ella había descubierto por una casualidad. Estando a vueltas con estos
pensamientos, entró su padre muy diligente, con una carta en la mano y
diciendo:
--Oye, oye, Nieves: una buena noticia.
Dejó Nieves lo que hacía y lo que pensaba, y se volvió hacia su padre
preguntándole qué noticia era ella.
--Acabo de recibir con el correo de hoy esta carta que es de tu tía
Lucrecia. Según me dice la pobre mujer, que continúa engordando sin
consuelo, Nachito había salido la antevíspera. Deja para la vuelta la
visita a los Estados Unidos, y viene por Inglaterra desde Veracruz.
Contando con lo que piensa detenerse en Londres y en París, calcula que
podrá estar en Villavieja, digo en Peleches, a últimos del mes que
viene, de agosto... Nada, canástoles: mañana, como quien dice... Toma la
carta: puedes enterarte de ella si quieres...
--¿Para qué?--dijo Nieves inalterable y serena.
--«¡Para qué!...» ¡Otra te pego!... ¿Para qué se entera uno de las
cartas que lee?
--Pues si ya estoy enterada, papá.
--Ya, ya; pero me parecía a mí que, en tales casos, debiera picarnos la
curiosidad un poquito más de lo que nos pica... Eso es... Yo no sé qué
canástoles me sucede contigo siempre que sale a danzar este punto... No
acabo, vamos, de... En fin, que no veo a mi gusto las...
Nieves, que le miraba de hito en hito, viéndole tan apurado se echó a
reír y le puso las manos sobre los hombros.
--¿Quieres que me ponga a bailar por la noticia?--le preguntó--. Dime
que sí, y ya estoy bailando.
--¡Pataratas!--respondió Bermúdez fingiéndose más contrariado de lo que
estaba--. Yo no quiero extremos, Nieves: no quiero otra cosa que lo
regular. A mí se me figuró que la noticia había de alegrarte, y vine
corriendo a dártela.
--Y me alegra, papá, y te la agradezco mucho; sólo que yo soy así,
vamos, poco aparatosa para expresar lo que siento. No es culpa mía, qué
quieres.
--¡Si lo sé, hija, si lo sé!... Pero se me figuraba a mí que, en vista
de esta noticia, cuando menos confesarías la razón que tengo para
apurarme muchas veces por un asunto que a ti te hace reír: el asunto de
_su_ gabinete, que continúa a estas fechas a medio arreglar.
--Abajo tiene el que le destina Rufita, bien emperifollado.
--¡Otra vez la broma! Pues mira, Nieves: me carga por ser broma, y por
lo de Rufita; ya sabes que tengo atravesada aquí, detrás de la misma
nuez, a esa tarasca de los demonios, grosera y sin pizca de educación.
--¡Es posible que lo tomes en serio? ¡Bah! A mí me incomoda un poco
cuando la oigo disparatar... y eso por lo que va conmigo; pero en cuanto
la pierdo de vista, te juro que me hace reír... Ríete tú también... Pero
¡ay, Dios mío!... Si Nacho ha salido de Méjico, ya no puede recibir allá
la carta que yo pensaba escribirle.
--Naturalmente.
--Yo le debía esa carta desde Sevilla; pero como en Peleches se va el
tiempo por la posta... ¡Qué cabeza la mía!... En fin, ya no tiene
remedio: le contestaré aquí de palabra; y... ¡quién sabe si así
saldremos ganando los dos? ¿No es verdad, papá?
--¡Ah, picaruela, picaruela!--dijo Bermúdez dándole unos golpecitos en
la cara con la carta de doña Lucrecia--. ¡Si tienes tú más trastienda
cuando te conviene!...
Y se fue tan satisfecho. Nieves, con ojos cariñosos, pero que parecían
algo compasivos, le vio salir; y enseguida se sentó al piano y comenzó a
preludiar una melodía de Schubert, que ella sabía de memoria... y Leto
también.
En la tertulia de aquel mismo día, el hijo del boticario no estuvo tan
en lo suyo como de costumbre: se distraía con frecuencia y parecía que
le hormigueaba algo sobre el cuerpo y sobre el espíritu. Cuando entró
con su padre, don Alejandro y su amigo el comandante discutían sobre
unas noticias políticas que el primero acababa de leer en los
periódicos, y Nieves, sentada en el balcón, se adormecía al arrullo de
las lejanas rompientes de la mar... Leto, que cabalmente flaqueaba por
el lado de la travesura para entretener a las mujeres, y aquella noche
mucho más, iba y venía de la sala al balcón y del balcón a la sala,
pescando aquí dos palabras y dirigiendo allá otras dos a Nieves que
estaba muy poco habladora. En una de sus idas al balcón, después de
haber contemplado en la salita maquinalmente el retrato de Nachito, dijo
a Nieves, por decirla algo:
--Y es guapo de verdad el primito ese.
Se lo tenía dicho a Nieves en más de diez ocasiones, y en otras tantas
le había contestado ella lo mismo que le contestó entonces:
--No está mal así.
--Ya luego vendrá--añadió Leto por primera vez.
--Pregúnteselo usted a Rufita González--contestó Nieves muy seria--, que
lo sabrá con exactitud...
¡Carape si la picaba Rufita González en aquel particular! Pero no se dio
por tentado de la sospecha, y dijo sencillamente:
--Y ¿por qué lo ha de saber Rufita mejor que usted?
--Porque ya tiene el gabinete preparado... y hasta los dulces para la
boda. Aquí sólo sabemos, por carta que se ha recibido hoy, que vendrá a
fines de agosto.
--¡Qué pronto!--exclamó Leto dejándose llevar, sin duda alguna, de su
natural bondadoso.
Y no se habló más de Nacho. Nuevas idas y venidas de Leto.
En una de ellas, es decir, de las idas al balcón, le preguntó Nieves, en
crudo como solía:
--¿Por qué se puso usted colorado en el pinar cuando le pregunté si
conocía a las Escribanas?
Leto se alegró en el alma de que la noche fuera tan obscura como era,
porque así no se desvirtuaría la sinceridad de la respuesta con la
sofoquina que le había causado lo extraño de la pregunta.
--Me puse como usted dice--contestó sencillamente--, porque, de un
tiempo acá, le ha dado a ese culebrón de fiscal por embromarme con la
mayor de las tres, sin maldito el fundamento; y ya sabe usted lo que soy
en determinadas apreturas.
--Como coincidió lo de la sofoquina de usted--repuso Nieves abanicándose
mucho--, con el hallazgo del clavel en el álbum...
Leto soltó una risotada; y enseguida dijo a Nieves:
--Gracias por el favor que usted me hacía.
--Hombre--replicó la sevillana--, sería un gusto como otro cualquiera:
para mí todos son respetables. Pero, en fin, más vale que mintieran los
síntomas; porque verdaderamente... no era de envidiar el gusto ese... Y
a otra cosa: mañana no, porque estaré ocupada en casa; pero pasado
mañana ¿podríamos dar otro paseíto en el _yacht_?...
--Ya sabe usted que está enteramente a sus órdenes.
--¡Cómo me gusta eso, Leto!... Cada día más... Pero, hombre, ¿cuándo
haremos una escapadita afuera?
--Pues la haremos un día que esté la mar a propósito y no vaya don
Alejandro, que tras de marearse, no tiene los ánimos de usted.
Se quedó en ello y se habló algo de la partida campestre de la mañana y
de los dibujos de Leto; hasta que se dio por terminada la tertulia,
yéndose a cenar los de casa y a la calle los de fuera.


--XV--
Cartas cantan

«Queridísima Virtudes: ¡Cómo me habrás puesto, allá a tus solas! ¡Qué
cosas habrás pensado de mí! Al despedirme de ti en Sevilla, muchas
promesas; y después, si te he visto no me acuerdo. No te lo digo porque
sea verdad, sino porque imagino que lo dirás tú cuando me tienes en la
memoria. Ni es verdad eso, ni siquiera de su casta... Es decir, verdad
es que te prometí escribirte a menudo, y verdad que no lo he hecho hasta
hoy; pero no es verdad que me haya olvidado de ti, ni podría serlo
aunque yo hubiera querido y tú te hubieras empeñado en ello también. Yo
me acuerdo de ti todos los días y a todas horas: lo que hay es que con
los mejores propósitos de escribirte «mañana» cada vez que apago la luz
para dormirme, viene el diablo con una trampa de las suyas en cuanto me
despierto... y hasta la otra. Porque tú pensarás que en una soledad como
la de Peleches, hasta por recurso de distracción debiera ser yo muy
diligente en escribirte, y que cuando no lo hago ni siquiera para
entretener el fastidio que debe de estar consumiéndome, señal es de que
no me acuerdo ni de la Virgen de tu nombre. Pues ahí está, Virtudes de
mi alma, tu grandísima equivocación: en suponer que yo me aburro en esta
soledad ni poco ni mucho, ni siquiera un solo instante. Lejos de
aburrirme, son tantas las distracciones que tengo, que me falta tiempo
para todo, hasta para escribirte; solamente me sobra para conocer mi
pecado y sentir sus mordeduras en la conciencia. ¡Esta sí que es la pura
verdad!
»Hoy, no porque está el día lluvioso y no se puede salir, sino porque ya
lo tenía decidido con toda resolución, te voy a consagrar la mañana
entera, y aun la tarde, si fuere menester, para escribirte una carta que
valga por todas las que te debo, y un poquito más a cuenta de las
posibles faltas sucesivas; porque ya sabes que somos pecadoras y que
caemos a cada paso, por mucho cuidado que pongamos al andar.
»Pues verás tú, Virtudes, lo que pasa: yo sabía lo que era Peleches por
lo que había oído a papá: un lugar muy alto y despejado, y en lo más
llano de él, nuestra casa, la única casa en todo Peleches, con grandes
vistas a la mar y hermosos campos por los otros lados: lo que a mí me
gusta sobre todas las cosas del mundo, como tú sabes muy bien; pero,
amiga de mi alma, ¡qué diferencia de lo pintado a lo vivo! Maravillada
me quedé al ver con mis propios ojos el incomparable panorama que papá
me fue enseñando desde los balcones de esta casa al día siguiente de
llegar, de noche y obscura como boca de lobo; de manera que todo cuanto
iba viendo aquella madrugada, era nuevo para mí. ¡Qué mar! ¡qué montes!
¡qué vega! ¡qué puerto! No me cansaba de contemplarlo, ni me canso hoy,
ni me cansaría jamás, aunque me pasara la vida contemplándolo.
»Por aquí, no me había engañado la ilusión: para pintar, para pasearme
por mar y por tierra, para sentir, para soñar... para todo y mucho más,
daba lo que tenía delante. Pero, amiga, quién te dice que, a lo mejor de
mis entusiasmos, ahí viene la etiqueta de las gentes villavejanas... ¿Te
he hablado algo de Villavieja?... Espérate que repase lo escrito...
No... Pues Villavieja es el pueblo, la villa a que corresponde el sitio
de Peleches: Peleches en lo más alto, y Villavieja en lo más bajo, pero
casi unidos por una calle muy mala y un paseo regular. Villavieja es un
poblachón negro y antiguo, sucio y desmantelado, con mucha gente
desocupada, unos señores muy raros, unas señoritas muy cursis y otras
muy estrafalarias. También hay personas muy apreciables; pero pocas.
Pues a lo que iba: sin darnos tiempo para sacudirnos el polvo del
camino, ¡zas! una nube de visitas; y enseguida otra... ¡Ay, Virtudes de
mi corazón! ¡qué fatigas aquellas... y qué tipos de señoritas, y de
señoras... y aun de señores! De lo que hicieron y dijeron y las galas
que traían, no te quiero hablar aquí, porque no puedo: es materia
demasiado larga; y además, para que la pintura resulte fiel, hay que
remedar voces y movimientos, gesticulaciones y otras cosas muy
importantes. Quédese todo ello para pintado al natural cuando nos
veamos, y conténtate con saber ahora que cuando me vi enredada entre
tanta visita y con la obligación de pagarlas una a una, y hasta con
ciertas amenazas sordas de festivales solemnes y de reuniones
particulares, me espanté como si toda la mar y toda la villa, hecha
escombros, se me vinieran encima. Pero me tranquilizaron papá y unos
señores muy buenos que andan aquí con nosotros, asegurándome que aquello
pasaría en media semana, y que en otra media quedaría pagado en lo que
valía.
»Y así sucedió afortunadamente. Hecha nuestra última visita, vivimos
libres e independientes como el aire que respiramos en estas alturas; y
tan ocupadas tenemos las horas, que, según te dije al principio, hasta
para escribirte me ha faltado tiempo; y verás como no hay exageración en
lo que te digo. Sabes que tengo la pasión del campo, la pasión de la
mar, la manía de andar mucho, y el vicio de embadurnar lienzos y
papeles, por no decirte que tengo el vicio de pintar; pues para saborear
y dar fomento a estos vicios y pasiones, hay aquí no solamente los
medios abundantes que ofrece la Naturaleza, sino ciertos recursos
accesorios, pero de grandísima importancia, que me ha proporcionado la
casualidad. Hay, por ejemplo, quien conoce este paisaje senda a senda y
palmo a palmo, y tiene, como yo, el vicio de andar por él; hay quien
pinta y dibuja admirablemente; hay un barquito de paseo, un balandro...
un _yacht_ primoroso que está a mi disposición, y quien le gobierna con
una destreza y una serenidad, que te pasmarían... hasta hay, por haber
de todo, quien oiga con corazón de artista algo de lo que yo toco al
piano, y aun cante, con hermosa voz, parte de ello, acompañado por mí.
Con esto no podía contar yo, racionalmente, al venir a Villavieja; y
mucho menos con que el incansable guía, el andarín entusiasta de la
Naturaleza, y el pintor y el diestro piloto, y el dueño del hermoso
_yacht_, y el aficionado a la buena música, estuvieran reunidos en una
sola persona, un mozo que no pasará de veintiocho años. Pásmate ahora
más: este mozo es farmacéutico; y ¡pásmate más todavía! se llama Leto de
nombre y Pérez de apellido; es decir, Leto Pérez, boticario de
Villavieja, como le pondrán en los sobres de las cartas. ¿No parece
mentira?... También nos acompaña mucho, casi tanto como él, un señor de
muy buena sombra, don Claudio Fuertes y León, comandante retirado y
administrador y apoderado de papá aquí. Pero éste, aunque es muy bueno,
y fino y cariñoso, y con caídas deliciosas, es ya un señor mayor, y
además, con un miedo a los paseos marítimos, que nos hace morir de risa.
Figúrate que él es de Astorga... A estos dos sujetos y a don Adrián el
boticario, padre de Leto (un viejecillo todo negro de arriba abajo,
menos la cabeza que es gris, y la carita trigueña, muy bueno,
¡buenísimo!), que nos acompaña un rato hasta la hora de cenar, está
reducida nuestra sociedad en Peleches. Pues con ella sola y lo que Dios
ha esparcido con tanta abundancia y hermosura alrededor de este «solar
de mis mayores», como dice papá, resultan maravillas de placer... Por
supuesto que a ti que te espanta la soledad, y te entristece el ruido de
las arboledas, y te hechiza el de la calle, y te embriaga el vaho de los
salones, ha de parecerte inconcebible lo que te afirmo; pero te advierto
que no trato de que me envidies, sino de que sepas lo que me pasa.
Recuerda, para que te cueste menos trabajo creerme, en cuántas cosas he
andado yo al revés de las demás. Por ejemplo (y te le cito porque me le
has citado tú bien a menudo, como de lo más asombroso de mis _rarezas_):
yo entré en el colegio, por gusto mío tanto o más que de mi padre, a la
edad en que algunas colegialas dejan ya de serlo; y todo el afán que
tuviste tú, y de ordinario se tiene entre _vosotras_, por vestirse _de
largo_, le tuve yo por continuar vestida de corto, y si no de corto
precisamente (porque a ciertas alturas de la vida hubiera sido eso una
ridiculez además de una grande inconveniencia), de _entre día y noche_
siquiera, a modo de crepúsculo indeciso, que no te obliga a nada y en
cambio te deja libre entre la muchedumbre anónima, con los sentidos muy
espabilados: vamos, una ganga para verlo todo sin ser vista de nadie.
Así fue que cuando por primera vez me vestí de señorita _disponible_, ya
estabas tú de vuelta buen rato hacía. De las cosas del mundo _por
dentro_, no conozco sino lo que vosotras me habéis contado; otro poquito
más que he atisbado por las rendijas _al pasar_, principalmente con mis
Mary, aquella institutriz inglesa que despidió papá de muy buena gana al
entrar yo en el colegio, y había tomado un año antes; lo poco que he
aprendido con el trato de las amistades de casa, y lo que se ve o se
trasluce en las páginas de algunos libros y entre renglones de otros.
Con estos antecedentes a la vista y lo que sabes de mis gustos e
inclinaciones, ¿podrá chocarte lo más mínimo que con los enumerados
elementos de diversión que hay en Peleches, y a ti te matarían de
pesadumbre, me pase yo las horas sin sentirlas?
»Mis contrariedades correspondientes llegué a tener dentro de ello, no
te creas, y aun empecé a sentirlas un poco, porque los amigos no son de
hierro, y papá no está ya, por falta de costumbre, para abusar de
ciertas valentías; pero todo se fue venciendo con la mayor facilidad y
hasta con ventajas para mí; pues me he avezado a andar sola cuando no
tengo quien me acompañe por estos despejados alrededores, y sola voy
también con Leto en su _yacht_, cuando papá no se encuentra de humor
para venirse con nosotros. Esto de _sola_ con Leto, no lo tomes al pie
de la letra; porque Leto siempre va acompañado de su marinero, un tal
_Cornias_, un tipo muy original y muy simpático, aunque es bizco de los
dos ojos. Por de contado que esta tercera persona indispensable en el
barco para ayudar en la maniobra a su piloto, maldita la falta haría
allí para otra cosa, sino por el bien parecer; y si tú conocieras a Leto
como le conozco yo, pensarías de la misma manera. Le creo capaz de las
más heroicas abnegaciones. No te rías; porque te juro que es de lo más
singular que se ha visto este sujeto. Primeramente es un gran mozo, no
por la talla, que no pasa de la regular, ni por lo aparatoso ni
relumbrante, sino por lo varonil y lo que puede llamarse _bien hecho_ de
pies a cabeza; guapo, muy guapo, de hermosos ojos, preciosa barba, pelo
abundante, cutis algo tomado por el sol y el aire, pero jugoso... de
hombre sano... en fin, un hombre, lo que se llama un hombre en toda
regla. Esto es lo primero que se echa de ver en Leto Pérez... si él no
sabe que se le mira; porque si lo sabe, ya es otro. Y ésta es una de las
singularidades de este chico: se empeña (o mejor dicho, se empeñaba,
porque últimamente ya no se empeña tanto) en que es una persona
enteramente insignificante en hechos, en dichos y en pensamientos; y
esta idea le amilana, le acoquina... vamos, hasta le desmorona. No puede
llevarse a mayor extremo la modestia, de todo corazón. Te he dicho que
dibuja y pinta acuarelas admirablemente; pues ha sido preciso que se lo
afirme yo con insistencia, para que llegue a creerlo un poco y se atreva
a dibujar o a pintar delante de nosotros. Algo parecido sucede con lo
poco que canta, con una hermosa voz de barítono; y otro tanto con su
conversación: ya no se corta delante de mí... ¡y si vieras qué bien
habla y con qué expresión tan interesante, cuando se deja ir confiado en
sus propias fuerzas! Al principio era delicioso hablando conmigo: aunque
en la mirada inteligente se le conocía que no ignoraba dónde estaba la
salida de su apuro, siempre salía por lo peor y lo más desairado. Tan
atolondrado se ponía. ¡Y qué manera tan deliciosa tenía a veces de
enmendar lo que él llamaba sus gansadas! Te asombrarías de lo candoroso
y noblote que es, si te contara el caso de cierto clavel que a mí se me
cayó de la boca y recogió él del suelo; cómo le volvió a tirar porque ya
no me servía; cómo y cuándo y de qué manera tan original volvió a
buscarle y le guardó como oro en paño, y cómo llegué yo a descubrirlo
todo. Por supuesto que no me di por ofendida con la inocentada, ni había
motivos para ello. Esto le alentó algo; y puede decirse que desde
entonces data la relativa serenidad con que se conduce delante de
nosotros.
»Pero donde hay que verle es en su balandro primoroso, regalo de un
inglés espléndido que vivió en Villavieja dos años, y llegó a
entusiasmarse con las raras prendas de este chico. ¡Allí sí que es otro
hombre, Virtudes! Allí no conoce a nadie, ni se intimida por nada. Él es
señor y rey de la escena y del escenario. Lo mismo que el jinete con su
caballo brioso, parece que se identifica él en la mar con el esbelto
barquichuelo que la domina. Allí es Leto, en cuerpo y alma, en pleno
señorío de sí mismo y tal como Dios quiso que fuera. No se temen
peligros a su lado; y viéndole sonreír, con la noble e inteligente
mirada puesta en todo, me dejaría llevar en aquella cáscara de nuez
hasta los confines del mundo sin el menor recelo...
»Y hagamos un alto aquí, porque me asalta de repente una sospecha
reparando en el calor de lo que dejo escrito sobre el hijo del boticario
de Villavieja, y recordando lo maliciosa que eres tú. Aunque no lo
fueras, te reconocería cierto derecho ahora para dudar del desinterés de
mis elogios; porque yo misma, con ser como soy, cuando he visto en algún
libro entretenerse a la heroína en semejantes ponderaciones de un galán
circunvecino, al punto me he dicho: «cogidita te tengo, clavadita me
estás.» Ya ves si soy franca, Virtudes. Pues te equivocarías si tal
pensaras de mí con relación a este mozo, por lo mucho que te le ensalzo.
Ni barruntos hay siquiera de lo que pudieras presumir, ni trazas de que
a él le haya pasado por las mientes la menor idea de esa especie, ni
razón para que pase tampoco por las mías... Empiezo a vivir ahora; acabo
de salir, como quien dice, del nido, con hambre de libertad y de espacio
en que gozarla sin estorbos; ¡y había de?... ¡qué locura, Virtudes!
Simpatía profunda; estimación grandísima; amistad sincera, eso sí,
porque todo se lo merece... Lo positivo, lo cierto, es que si se me
preguntara hoy por quien tuviera en su voluntad el don de arreglar las
cosas al capricho de la mía, qué es lo que más ambiciono, respondería
sin titubear y con el corazón en la lengua: «que no tenga fin esta vida
que ahora traigo.» Y nada más ni nada menos, Virtudes; créasme o no me
creas.
»Y vamos a otra cosa. Mi primo Nacho debe de estar aquí dentro de quince
o veinte días: nos ha escrito ya su llegada a Inglaterra. Con este
motivo le hemos arreglado su gabinete del mejor modo que nos ha sido
posible con los pocos recursos que hay a mano. Yo creo que ha quedado
muy bien; pero a papá todo le parece poco para ese sobrino...
»Como él es tan menudito de formas y parece, por el estilo de sus
cartas, la misma languidez en carne y hueso, me temo mucho que no sirva
maldita la cosa para la vida que hacemos aquí. Si resulta esto verdad, y
por miramientos de cortesía tenemos que acomodarnos nosotros a su modo
de andar... ¡entonces sí que me voy a divertir! Hoy por hoy, me apuran
un poco estas dudas. Esto no es decirte que sienta la venida de mi
primo; pero si me dijera que por su gusto renunciaba a venir, o que lo
aplazaba hasta el otro verano, puede que me alegrara la noticia. ¿Me
quieres más franca?
»Pienso comenzar muy pronto una larga tanda de baños de ola: no porque
los necesite, sino por probar de todo lo bueno que hay aquí; y la playa
esta es de las mejores del mundo, en opinión de los villavejanos que no
la usan nunca para eso... ni para cosa alguna.
»Se espera dentro de unos días la llegada de _El Atlante_, un vaporcillo
costero, el único barco que entra en este puerto y da que hacer a su
aduana. Viene cada seis u ocho meses a cargar el carbón de piedra que se
ha ido acopiando en una mina de ello que tiene un sujeto de aquí. Dicen
que la entrada de ese vapor es siempre un acontecimiento en Villavieja,
y la única ocasión en que se ven villavejanos en el muelle y sus
inmediaciones. Es curioso, ¿verdad? Por eso te lo cuento, y también
porque no tengo cosa mejor que contarte, por ahora.
»Con motivo tan poderoso y la promesa formal de ser más diligente para
escribirte en lo sucesivo, termino aquí esta carta ofreciéndote su
extensión y las franquezas de que va henchida, como ejemplos que estás
obligada a imitar cuando me contestes; sobre todo el de la franqueza.
Con ella y el acopio que habrá _en casa_, ¿qué mejor novela para mí que
la carta que me escribas?
»En espera de ella, te abraza con toda su alma tu amiga
»NIEVES.
_»Agosto 5 de 18...»_
«G. P. SHAPCOAT ESQ.»
_»119, Grave Street-Liverpool._
»...................................................
....................................................
»Tal es la historia fiel de los sucesos, limpia y descarnada de todo
comentario. Con la idea que tiene usted formada, y bien formada, de mi
carácter, ¿no le parece inverosímil el papel de galán que hago yo en
ella, e imposible que haya logrado acomodarme a él? No en vano le he
pronosticado a usted varias veces, hablando de la imperturbable quietud
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