Al primer vuelo - 15

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sus venas con el recuerdo del espantoso lance que no se le borraría de
la memoria en todos los días de su vida.
Se izaron las velas, se puso el _Flash_ en rumbo al puerto, y cayó su
piloto, no en su embriagadora obsesión de costumbre en casos tales, sino
en las garras crueles de sus amargos pensamientos. Volaba el _yacht_
cargado de lonas, arrollando garranchos y carneros, saltando como un
corzo de cresta en cresta y de seno en seno, circuido de espumas
hervorosas, juguetón, ufano... ¿Y para qué tanta ufanía y tanta
presteza? Para tortura del pobre mozo, que veía en la llegada al puerto
la caída en un abismo sin salida para él... Mirárase el caso por donde
se mirara, siempre resultaba el mismo delincuente, el mismo responsable:
él, y nadie más que él fue débil complaciendo a Nieves, sin
consentimiento de su padre, en un antojo tan serio, tan grave, como el
de salir a la mar a hurtadillas y con, el tiempo medido; fue un
mentecato, un majadero, haciendo valentías en ella, sin considerar
bastante los riesgos que corría el tesoro que llevaba a su lado; fue un
irracional, un bárbaro, rematando sus majaderías con la bestialidad que
produjo el espantoso accidente... No lo había dicho en broma, no:
merecía ser entregado por la Guardia civil a los tribunales de justicia,
y agarrotado después en la plaza pública, y execrado hasta la
consumación de los siglos en la memoria de don Alejandro Bermúdez y
todos sus descendientes. Y si don Alejandro Bermúdez y la justicia
humana no lo consideraban así, ni el uno ni la otra tenían sentido común
ni idea de lo justo y de lo injusto... ¡Que Nieves vivía! ¡Y qué, si
vivía de milagro, como había dicho muy bien la infeliz? Su caída había
sido de muerte, con el andar que llevaba el barco; y en esta cuenta se
había arrojado él al mar... Si se obraba el milagro después, bien; y si
no se obraba... ¿qué derecho tenía él a vivir pereciendo ella, ni para
qué quería la vida aunque se la dejaran de misericordia? Esto no era
rebelarse contra las leyes de Dios; era sacrificarse a un deber de
caridad, de conciencia, de honor y de justicia. Él la había puesto en
aquel trance; pues quien la hizo que la pagara. Esta era jurisprudencia
de todos los códigos y de todos los tiempos, y de todos los hombres
honrados... ¿Comprometes la vida ajena? Pues responde con la propia.
¿Qué menos? Esto entre vidas de igual valor. Pero ¿qué comparación cabía
entre la vida de Nieves y la vida de Leto? ¡La vida de Nieves! Todavía
concebía él, a duras penas, que por obra de una enfermedad de las que
Dios envía, poco a poco y sin dolores ni sufrimientos, esa vida hubiera
llegado a extinguirse en el reposo del lecho, en el abrigo del hogar y
entre los consuelos de cuantos la amaban; pero de aquel otro modo,
inesperado, súbito, en los abismos del mar, entre horrores y espantos...
¡y por culpa de él, de una imprudencia, de una salvajada de Leto!... Lo
dicho: aun después de salvar a Nieves, quedaba su deuda sin pagar; y su
deuda era la vida; y esta deuda debió habérsela cobrado el mar en cuanto
dejó de hacer falta para poner en salvo la de su pobre víctima... Todo
esto era duro, amargo, terrible de pensar; pero ¿y lo otro, lo que
estaba ya para suceder, lo que casi tocaba con las manos y a veces se
las inducía a dar contrario rumbo a su _yacht_? ¡Cuando éste llegara al
puerto, y hubiera que pronunciar la primera palabra, dar la primera
noticia, las primeras explicaciones, aunque por de pronto se disfrazara
algo la verdad que al cabo llegaría a conocerse?... Don Alejandro, sus
servidores y amigos... la villa entera, la misma Nieves, después de
meditar serenamente sobre lo ocurrido... cada cual a su manera, ¡todos y
todo sobre él!... Merecido, eso sí, ¡muy merecido! Pero ¿dónde estaban
el valor y las fuerzas necesarias para resistirlo? Hasta con el mar se
luchaba y en ocasiones se vencía; pero contra la justa indignación de un
caballero, contra el enojo de sus amigos, contra la mordacidad de los
malvados y contra el aborrecimiento de ella... ¡Oh, contra esto sobre
todo!... Aquí no cabía ni hipótesis siquiera. Antes que tal caso
llegara, aniquilárale Dios mil veces, o castigárale con la sed y la
ceguera y todas las desdichas de Job: a todo se allanaba menos a ser
objeto de los odios de aquella criatura que le parecía sobrehumana.
Después de subir Leto tan arriba en la escala de lo negro, sucediole lo
que a todos los espíritus exaltados movidos de las mismas aprensiones:
que no pudiendo pasar de lo peor ni teniendo paciencia para quedarse
quietecito donde estaba, comenzó a descender muy poco a poco, para
cambiar de postura; y de este modo, quitando una tajadita a este
supuesto, y un pellizquito al otro, y dando media vuelta al caso de más
allá, fue encontrando la carga más llevadera y el cuadro general a una
luz menos desconsoladora.
Para mayor alivio de su pesadumbre, al abocar al puerto se halló de
pronto con la carita de Nieves asomada al cuarterón de la puerta de la
cámara, mirándole muy risueña, con una rosetita arrebolada en cada
mejilla y cierta veladura de fatiga en los ojos... El alma toda se le
esponjó en el cuerpo al aprensivo mozo. Aquellos celajes tan diáfanos,
tan puros, no eran signos de la tempestad que él temía...
--Ya está usted obedecido--le dijo--, en todo y por todo. ¡Si viera
usted qué bien me encuentro ahora! Siento hasta calor, y he cobrado
fuerzas... Pero huelo a ron que apesto... Lo peor es que no puedo
manejarme a mi gusto, porque estoy lo mismo que un bebé: en envolturas.
Además, el capuchón por encima.
Leto bajó un poco la cabeza y apretó los párpados y las mandíbulas, como
si tratara de arrojar de su cerebro alguna idea, alguna imagen que,
contra su voluntad, se empeñara en anidar allí.
--Bien sabía yo--dijo por su parte y sólo por decir algo, que el remedio
era infalible; sobre todo, aplicado a tiempo... Y aunque yo me privara
del gusto de verla ahí tan repuesta, ¿no estaría usted mejor descansando
sobre el almohadón que no se ha mojado?
--Ya lo he hecho durante un ratito--contestó Nieves--; pero me he
levantado para preguntarle a usted una cosa que ha empezado a
inquietarme bastante... Como yo hasta ahora no he tenido el juicio para
nada... En primer lugar, ¿por dónde vamos ya?
--Entrando en el puerto.
--Y cuando lleguemos al muelle, ¿cómo salgo yo de aquí, Leto? Porque no
he de salir en mantillas. ¿Ha pensado usted en esto también?
--También he pensado en eso--respondió Leto devorando el amargor que le
producía el recuerdo de aquel caso, que era la primera estación del
Calvario que él había venido imaginándose--. En cuanto lleguemos al
muelle, irá Cornias volando a Peleches en busca de la ropa que usted
necesite... Se dirá, para no alarmar, que se ha mojado usted, no lo que
ha sucedido...
--Me parece muy bien, y en algo como ello, había pensado yo para salir
del primer apuro. Después, Dios dirá... ¿no es así, Leto?
--Así mismo,--respondió éste algo mustio otra vez.
--Pues yo creo--dijo Nieves notándolo, que hacemos mal en apurarnos por
lo menos, después de haber salido triunfantes de lo más... Dios, que me
oyó entonces, no ha de ser sordo ahora conmigo... para una pequeñez;
porque después de lo pasado, todo me parece pequeño, ya, Leto... ¡muy
pequeño!... hasta el enojo y las reprensiones de papá... ¡Virgen María!
Me veo aquí sana y salva y hablando con usted, vivo y sano también, y me
parece mentira... ¡Qué horrible fue, Leto, qué espantoso! ¡En aquella
inmensa soledad!... ¡qué abismo tan verde, tan hondo... tan amargo!...
Amargos y muy amargos le parecieron también a Leto aquellos recuerdos
que él quería borrar de su memoria, y por ello pidió a Nieves, hasta por
caridad, que hablara de cosas más risueñas.
--¡Si no puedo!--le respondió Nieves con una ingenuidad y un brío tan
suyos, que no admitían réplica--. Estoy llena, henchida de esos
recuerdos, como es natural que esté, Leto... porque no ocurren esas
cosas todos los días, ¡ni quiera Dios que vuelvan a ocurrirle a nadie!
Me mortifican mucho calladitos allá dentro, y me alivio comunicándolos
con usted... ¡y usted quiere que me calle!... Pues caridad por caridad,
Leto: también yo soy hija de Dios... ¿Le parezco egoísta? ¿Le importuno?
¿Le canso? ¿Va usted a enfadarse conmigo?
¿Habría zalamera semejante? ¡Enfadarse Leto por tan poca cosa, cuando
sería capaz!... Pidiérale ella que bebiera hieles para quitarla una
pesadumbre, y hieles bebería él tan contento, y rescoldo desleído. No se
atrevió a decírselo tan claro; pero como lo sentía, algo la dijo que
sonaba a ello y le valió el regalo de una mirada que valía otra
zambullida. Enseguida dijo Nieves, volviendo a pintársele en los ojos la
expresión del espanto:
--Todo lo recuerdo, Leto, como si me estuviera pasando ahora: qué
tontamente desprendí las manos del respaldo para llevármelas a la cara,
cuando sentí el chorro de agua en ella; la rapidez con que caí
enseguida, y la impresión horrorosa que sentí al conocer que había caído
en la mar; lo que pensé entonces y lo que recé; el desconsuelo espantoso
de no tener a qué asirme ni dónde pisar... ¡Ay, Leto! si tarda usted dos
segundos más, ya no me encuentra... Me hundía, me hundía retorciéndome
desesperada... ¡qué horror! Cuando me vi agarrada y suspendida por
usted, me pareció que resucitaba... Después empezaron los peligros de
ahogarnos los dos por mi falta de serenidad para seguir los consejos que
me daba usted... Empeñada en asirme a usted, como si estuviéramos los
dos a pie firme sobre una roca... Pero ¿quién puede estar serena entre
aquellos horrores, Virgen María! Después ya fue otra cosa: a fuerza de
suplicarme usted y hasta de reñirme, ya logré colocarme mejor y dejarle
más libre y desembarazado... a todo esto, alejándose el _yacht_, y usted
explicándome por qué lo hacía... después todas sus palabras para darme
alientos, hasta que el barco volviera por nosotros... ¡si volvía, Leto,
si volvía a tiempo!, porque a pesar de sus palabras, demasiado conocía
yo lo que pasaba por usted: las fuerzas humanas no son de hierro; y
aquella espantosa situación no daba larga espera... Recuerdo la alegría
de usted cuando vio el _yacht_ encarado a nosotros; sus temores de que a
Cornias no se le ocurrieran ciertas precauciones, y el barco, por
demasiada velocidad, pasara a nuestro lado sin poder recogernos; y su
entusiasmo cuando vimos caer las velas una a una, quedarse el barco
desnudo, y al valiente Cornias de pie, con la caña en la mano y
conduciéndole hacia nosotros hasta ponerle a nuestro lado, dócil y
manso, y creo que hasta risueño... No parecía barco, sino un perro fiel
que iba en busca de su señor. ¡No he de recordarlo, Leto? ¡Pues es para
olvidado en toda mi vida por larga que ella sea?.... Como lo que usted
dijo en cuanto llegó a nosotros el _yacht_, y el pobre Cornias, pálido
como la muerte, se arrojó sobre el carel con los brazos extendidos...
¿Se acuerda usted, Leto?
Leto, con la frente apoyada en su mano izquierda y el codo sobre la
rodilla, no respondió a Nieves una palabra. Estaba aturdido, fascinado,
quizá por los recuerdos que evocaba el relato; quizá por el acento
conmovedor y la expresión irresistible de los ojos de la relatora.
La cual, después de contemplarle con cariñosa avidez unos momentos,
añadió:
--Pues yo sí: «¡A ella, Cornias; a ella sola!» Mal andaba yo de fuerzas
entonces, ¡muy mal!... no podía andar peor; pero me hubiera atrevido a
jurar que estaba usted gastando las últimas en ponerme en manos de
Cornias... ¡Ay, Leto! Yo creía que en determinadas ocasiones de la vida,
estaban excusados los hombres de ser galantes con las damas; pero, por
lo visto, la regla tiene excepciones; y una de ellas me ha tocado a mí
hoy, por dicha mía... ¡Y quiere usted que eche de la memoria todos estos
recuerdos, o que los conserve y me calle!... Y a todo esto--añadió,
observando la emoción hondísima del original muchacho (que tenía que ver
entonces, desgreñado, en cuerpo y mangas de camisa, aún no bien seca, y
los pantalones más que húmedos todavía)--, ¿dónde está Cornias?... Yo
quisiera verle.
Como el _yacht_ continuaba navegando en popa y no había que tocar la
maniobra, Cornias iba a proa sentado al borde del tejadillo del
tambucho, con los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza algo caída,
pálido el color, y los ojos completamente en blanco; porque todo su
mirar era entonces hacia adentro, donde le hervían las imágenes
terribles de los recientes sucesos en que le había alcanzado tan
importante papel.
Acudió a la llamada enérgica de Leto, el cual le dijo:
--La señorita desea hablarte: baja.
Y bajó al fondo del pozo. Allí levantó la cabeza, y enderezó lo más que
pudo la mirada al ventanillo de la puerta; y tal efecto le produjo la
expresión dulce y melancólica de la carita de Nieves, incrustada en el
hueco, y el cariñoso interés con que le miraba a él, al ínfimo Cornias,
que comenzó a inflar los carrillos y amagar sollozos; con lo cual Nieves
se enterneció también algo, y ninguno de los dos articuló palabra.
Observado por Leto y queriendo dar fin a la escena que tan
dificultosamente empezaba, con el pretexto de que andaba el _yacht_ en
las proximidades del muelle, pidió permiso a Nieves para enviar a
Cornias a su sitio; y la dijo en conclusión:
--De eso ya hablarán ustedes otra vez.
Fuese Cornias y preguntó Nieves a Leto:
--¿Tan cerca estamos ya?
--En cinco minutos llegamos...
--¡Ay, Dios mío!--exclamó Nieves, palideciendo algo,--¡qué hormiguillo
me entra ahora!... ¿Será miedo?
--Hay para tenerle,--contestó el otro tiritando en su interior.
--Pues ánimo--repuso ella con la voz algo insegura--, y pensemos en lo
más para no temer lo menos. Antes se lo dije también. Y ahora me vuelvo
a mi escondrijo, hasta que pueda salir de él vestida de persona mayor...
¡Ah!... se me olvidaba--añadió después de haber retirado un poco la
carita del ventanillo--: he visto en el armario unas flores iguales a
las que llevaba en el pecho esta mañana, si no son las mismas...
--Lo son,--respondió Leto hecho una grana, como si le hubieran achacado
el robo de un panecillo.
--Pues ¿cómo están allí?--preguntó Nieves gozándose en el bochorno de
Leto.
--Porque se le estaban cayendo a usted del pecho cuando la tendimos
desmayada sobre el banco... y le dije yo a Cornias, después de
recogerlas con mucho cuidado, que las guardara..., por si preguntaba
usted por ellas.
--Muchas gracias, Leto, aunque ya no me sirven. Puede usted tirarlas, si
le parece.
--¡Eso no!--contestó Leto sin pararse en barras, acordándose del lance
del Miradorio--. Bien están donde están, puesto que usted no las quiere.
--Y ¿no estarían mejor--preguntole Nieves, con una sonrisilla que
hablaba sola--, en otra parte... por ejemplo, con cierto clavel rojo, en
el mismo libro, como apunte de dos fechas importantes?... En fin, al
gusto de usted... y hasta luego... y corrió la tablilla de cuarterón.
--¡Lo propio que yo estaba pensando!--exclamó Leto para sí--. Dos
fechas: el principio y el fin; porque esto es ya el acabose...
¡Cornias!--gritó de pronto--. ¡Arría!
Arrió Cornias el aparejo que le sobraba al balandro; y así continuó éste
deslizándose hasta atracarse a los maderos del muelle, con la misma
precisión que si llevara medidas a compás las fuerzas y la distancia.


--XIX--
En la villa

Dos pescadores que estaban trajinando en un bote cercano al muelle,
vieron la llegada del _Flash_ y el estado en que venía Leto; cómo salió
Cornias enseguida escapado hacia Peleches; cómo el hijo de don Adrián,
descompuesto y airado de semblante, no sabía lo que se hacía, y, en
ocasiones, hablaba palabras sueltas con alguien que estaba encerrado en
la cámara; cómo volvió Cornias después a todo andar, con un gran
envoltorio entre brazos y acompañado de «la Gitana de Peleches» (así
llamaban a Catana las gentes de Villavieja); cómo entregó Cornias a la
andaluza el envoltorio, estando los dos en el _yacht_; cómo la andaluza
y el envoltorio pasaron a la cámara; cómo Cornias tornó a subir al
muelle y tomó a escape el camino de la villa; cómo no tardó un cuarto de
hora en volver, con otro lío que puso en manos de Leto; cómo al cabo de
otro cuarto de hora y salieron de la cámara la señorita de Peleches, muy
elegante, y Catana con otro envoltorio que goteaba; cómo, después de
darse la mano la señorita y Leto, muy afectuosamente, y de cambiar
algunas palabras, Cornias cogió el lío que goteaba, y, echándosele al
hombro, salió del _yacht_ con las dos mujeres; cómo Leto desde abajo y
la señorita desde el muelle, volvieron a despedirse con la mano, de
palabra y con los ojos; cómo los tres desembarcados se fueron por el
camino del Miradorio, y Leto se encerró en la cámara con su
correspondiente lío, para salir, un buen rato después, mudado de pies a
cabeza y vestido «de cristiano»; cómo anduvo trajinando en el _yacht_...
y cómo, en fin, reapareció Cornias en el muelle, sudando el quilo, sin
pizca ya de negro en los ojos, y bajó al _yacht_, y se quedó en él, y se
marchó Leto hacia su casa... con un manojito de herbachos y de flores
ruines en la mano, pero que debían tener algún mérito, por el cuidado
con que las guardó en un bolsillo. Todas estas cosas y la cara de susto
que notaron en la señorita, en la gitana y en Cornias, y de veneno en el
hijo de don Adrián, tan alegrote de suyo, pusieron la curiosidad de los
pescadores en una tirantez insoportable. Por lo cual, en cuanto se
perdió Leto de vista, ya estaban ellos al costado del balandro acosando
a Cornias con preguntas.
Cornias era sobrio de palabras naturalmente, y en aquella ocasión fue
hasta mezquino; pero como aún tenía el susto bien patente y lo visto por
los pescadores no se veía a todas horas en un _yacht_ como aquél, de
vuelta de un paseo por la mar, la mezquindad de las respuestas agravaba
el aspecto del asunto. Pronto cayó Cornias en esta cuenta; y para salir
del paso honradamente, despilfarrose un poco más, barajando de mala
gana, a media voz y de medio lado, sin desatender su faena «una virada
en redondo», «mucha trapisonda», «garranchos como arena» y «los rociones
hasta la cara». Replicáronle que cómo pudieron empaparse los demás y
quedar él tan enjuto como estaba a lo cual, y viéndose cogido por el
medio, respondió que no había más, y que bastante era para lo poco que
les había costado y lo menos que les importaba.
Idéntica explicación había hecho a don Adrián, por encargo de Leto, al
pedirle ropa con que mudarse éste; pero don Adrián lo creyó a puño
cerrado desde luego, y no pasó más allá de lamentar el caso, dar a
Cornias el equipo que le pedía, y rogar a Dios en sus adentros que no
ocurrieran cosas semejantes cuando fuera en el balandro la señorita de
Peleches, de la cual nada había dicho el mensajero de Leto al boticario;
mientras que los pescadores, con más datos a la vista y mayor
experiencia que don Adrián en achaques de aquel género, y maliciosos de
suyo, se forjaron el lance a su capricho; y dándole por cierto, le
narraban diez minutos después, con minuciosos detalles, en la taberna de
_Chispas_, delante de varias personas, entre ellas la criada de don
Eusebio Codillo que iba en busca de la media azumbre diaria de clarete
que se bebía en la casa entre los seis de familia.
Esto ocurría a las doce y media, minutos arriba o abajo: a la una menos
cuarto se _sabía_ en casa de las Escribanas (que ya tenían, por
Maravillas, conocimiento de la salida de Nieves a la mar, sola con el
hijo del boticario) que el uno y la otra, por andar de remosco en el
balandro, habían caído juntos al agua, de donde salieron con muchas
dificultades; que ella había venido desnuda en la cámara, y él a medio
vestir un poquito más afuera... Eso, al llegar al muelle; porque antes,
sabe Dios dónde vendría.
Rufita González _supo_ más que esto a la una en punto. Supo que,
habiendo salido Nieves de la mar sin conocimiento, hubo necesidad de
desnudarla y darla friegas _en todo el cuerpo_, para que volviera en sí,
y dárselas con un esparto sucio, por no haber allí otro recurso de que
echar mano. Y lo que decía Rufita a las tres Indianas babeando de
indignación:
--No lo siento por ella, la verdad, ni por el parentesco que nos une, ni
tampoco me extraña; porque, con el modo de vivir que traía la muy
pindonga, en eso había de venir a parar... o en cosa peor que también
puede haber sucedido... ¡vaya usted a saberlo!.. ¡Ay, si tenía yo buena
nariz cuando despreciaba sus arrumacos! «Que no te dejas ver, Rufita...
que vengas a menudo por aquí... que te echo mucho de menos... que entre
personas de familia debe haber mucha unión y mucho cariño... que a
comer... que a refrescar... que no seas ingrata ni orgullosa...» ¡Pícara
lagarta sin vergüenza del demonio! ¡Como si fueran de juego los motivos
que yo tenía para despreciarla!... Pero por quien siento el escándalo es
por mi pobre primo carnal, Nachito: tan joven, tan guapo, tan caballero
y tan poderoso; porque le pone en _redículo_, después de las voces que
han echado a volar ella y su padre, sobre casamiento arreglado de los
dos primos. ¡Para ella estaba, la muy escandalosa! ¡En eso piensa el
hijo de mi tío Cesáreo! Por otros caminos más decentes y honrados han de
ir, si Dios quiere, las miras de mi pobre primo... Y si no, al tiempo...
Pero ellos están haciendo creer otra cosa para ver si cuaja... ¡Como no
cuaje! Que cargue, que cargue con el zagalón de la botica... y gracias
que no lo tenga el gandulón a menos, porque para ella sobra, ¡Ja, ja,
ja, jaaá!
En la Campada se recibió la misma historia, con nuevas ilustraciones, a
las dos; y todos los Carreños cayeron sobre ella como una piara de
cerdos sobre un costal de patatas: a dentellada limpia entre gruñidos de
placer.
Los Vélez, que lo supieron a las dos y media, lo tomaron en tono muy
diferente. Don Gonzalo miró a Juanita con cara de compasivo menosprecio;
Juanita, en ademán de profetisa triunfante, miró a su hermano Manrique;
y Manrique, que estaba mirando al suelo, según costumbre, y columpiando
una pierna cruzada sobre la otra, bajó un poquito más la cabeza y corrió
la mirada dos rendijas hacia el sillón... Enseguida leyó Juanita en alta
voz una revista de _Asmodeo_, como para desinfectar la casa y endulzar
los paladares; y no volvió a mencionarse allí el nombre de los Bermúdez,
cuanto más el inaudito suceso que en aquellos instantes corría de boca
en boca por toda Villavieja.
Don Claudio Fuertes le pescó en el Casino, muy atenuado y confuso,
porque delante de él nadie osaba decir todo lo que sabía. Pero como era
evidente que algo había sucedido, alarmose y corrió a la botica para
averiguar lo cierto. Don Adrián sabía ya para entonces algo más de lo
que le había contado Cornias: sabía que Nieves iba también en el
_yacht_, y que también se había _mojado_; y esto lo sabía porque Leto
había creído de necesidad contárselo en justificación de su invencible
disgusto, y por temor de que su padre supiera por otro conducto toda la
verdad y la creyera. El pobre boticario estaba transido de pesadumbre.
«Nada tenía de particular el caso en sí, aislada, concreta y
separadamente, eso es»; pero considerando que Nieves había salido aquel
día a la mar por primera vez y sin permiso ni conocimiento de su padre,
¡qué no estaría pensando y sintiendo a aquellas horas su bondadoso y
respetable amigo el señor don Alejandro Bermúdez Peleches, si era
sabedor de todo? Por aquí, por aquí le dolía al apacible don Adrián
entonces; y como Leto se quejaba también del mismo lado, y ninguno de
los dos tenía serenidad bastante para presentarse en Peleches con
aquellos temores sobre el alma, Fuertes les reprendió la cobardía, y les
dio razones que les obligaban a lo contrario: si lo sabía don Alejandro,
para disculpar Leto a Nieves y disculparse él mismo honradamente; si lo
sabía y no le daba importancia, para que viera que tampoco se la daban
ellos; y si nada sabía, tanto mejor para todos. Él subiría aquella misma
tarde a Peleches a la hora de costumbre, como si nada hubiera pasado, y
esperaba que hicieran ellos lo mismo: que no faltaran a la tertulia de
la noche. Le pareció de necesidad también informar y prevenir a los
amigos de don Alejandro, para que no se dieran por entendidos del suceso
con él por sí aún le ignoraba, y que se hiciera la propio con las
personas que fueran llegando a la botica, como ya habían llegado
algunas, en demanda de datos ciertos acerca de lo que se propalaba por
la villa.
De acuerdo los tres sobre este punto y los demás allí tratados, don
Claudio salió de la botica para volver al Casino. Cerca ya de él, le
alcanzó Leto y le dijo:
--Lo que acaba usted de saber en la botica no es ni sombra de la verdad;
y como quiero que usted la conozca, porque me parece que debe de
conocerla, y aquí no podemos hablar en reserva, lléveme usted a su casa,
si tiene un cuarto de hora disponible.
Estando la casa de don Claudio a dos pasos de allí, y habiéndole metido
las palabras de Leto en mucho cuidado, en un instante llegaron a ella y
se encerraron en el gabinete que servía al comandante retirado de
despacho y de dormitorio.
--Como lo que usted ha oído en el Casino,--comenzó diciendo Leto a media
voz y espeluznado--, y lo que se estará propalando a estas horas por
toda la villa, no son más que conjeturas sobre lo que vieron dos boteros
en el _yacht_ atracado al muelle, y algunas palabras que tuvo que
decirles Cornias para engañarles el hambre, necesito yo, para alivio y
desahogo de mi conciencia, declarar toda la verdad a un amigo tan
honrado y tan discreto como usted. Mi padre no sabe más que lo que yo he
querido que sepa, y el público ¿quién podrá adivinar hasta dónde llevará
las invenciones?
Y le refirió el suceso con los más minuciosos detalles.
Don Claudio le escuchó sobrecogido; y no pudo menos de alabar, con su
corazón de soldado viejo, el generoso rasgo de Leto.
--No haga usted caso--replicó éste notoriamente mortificado con el
elogio--, de ese detalle del cuadro; porque le juro, a fe de hombre de
bien, que no hubiera salido a relucir si hubiera podido explicar sin él
el salvamento de Nieves...
--Pero, alma de Dios--le dijo Fuertes para sacarle del negro desaliento
en que le veía sumido--, ¡cómo se ha de prescindir de ese detalle si en
la situación en que usted se halla y para el caso que usted teme, es él
toda la cuestión?
--¡Toda la cuestión?
--Toda la cuestión, Leto, o yo no sé lo que traigo entre manos. Si por
excesiva condescendencia, primero, y después por una distracción de
usted, estuvo Nieves a punto de perecer, y usted la salvó con riesgo de
la propia vida, ¿qué mil demonios le ha quedado a deber al señor don
Alejandro ni al lucero del alba tampoco? Ahora, que la lección le sirva
de escarmiento y que haya su sermoncito con espantos para arreglar a él
la conducta venidera, ya es distinto, y hasta me parecería muy al caso;
pero, esto ¿qué le quita a usted ni qué le pone?
Leto, con la cabeza baja, se atusaba las barbas, miraba al suelo sin ver
lo que tenía delante de los ojos, y no daba señales de convencerse.
Volvió Fuertes a machacar sobre el mismo yunque, y nada: Leto sin
resollar. Al cabo se enderezó y dijo:
--Eso que a usted se le ocurre es algo; pero no todo ni la mitad
siquiera; y apurándolo, un poco, nada.
--¡Nada?
--Mire usted, señor don Claudio: yo quiero dar por hecho que don
Alejandro Bermúdez, al enterarse de todo, no solamente me disculpa y me
perdona, sino que me sienta a su mesa; que, Nieves se queda tan
satisfecha y tranquila como si nada la hubiera ocurrido, y que a mí no
me duelen pizca los comentarios irrespetuosos y las fábulas y las zumbas
de las gentes... ¿quiere usted más? Pues con todo ello quedaba la
cuestión, para mí, en el mismo punto en que ahora se halla.
--¿Qué es lo que pretende usted entonces? ¿Qué es lo que quiere?
--Lo que quiero yo--respondió Leto con los ojos espantados y la melena
erizada--, es que considere usted que la hija de don Alejandro Bermúdez,
yendo confiada a mi cuidado en un barquichuelo gobernado por mí, por una
imprudencia mía ha estado a punto de perecer... ha debido de ahogarse...
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