Al primer vuelo - 16

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¿Puede usted considerar esto? Pues imagínese usted ahora que esa
criatura se hubiera ahogado esta mañana, como debió de ahogarse, don
Claudio, como debió de ahogarse, se lo vuelvo a repetir... y póngase
usted en mi lugar por un instante...
--Hombre--dijo aquí don Claudio frunciendo el ceño y atusándose nervioso
los bigotes grises--, tomadas por ahí las cosas, cierto que no era
envidiable la situación de usted al volver a Villavieja.
--¡Qué volver!--exclamó Leto con la más candorosa naturalidad--. No
habría tal vuelta; porque Nieves no habría perecido sin perecer antes yo
que la sostenía... Pero ella, ella, don Claudio, ¿por qué había de
perecer así? Este es el caso tremendo; lo demás son accesorios que no
tienen otra importancia que la que reflejan de él. ¡y quiere usted que
no piense en ello... y que no me horrorice al pensarlo? Pues suponga
usted, por último, que se entera del suceso don Alejandro. ¿No es
natural que este buen señor se meta en las mismas suposiciones en que yo
acabo de meterme? ¿No es natural que, metido en ellas, se horrorice
también? Y ¿no es natural igualmente que me tiemblen a mí las carnes,
por miedo a esos justificadísimos horrores del señor de Bermúdez?
Llámeme nervioso, chiquillón y visionario, como me lo llamó usted en la
botica por muchísimo menos de lo que ahora sabe... Este clavo podrá
arrancarse mañana u otro día, o me iré acostumbrando a él; pero, hoy por
hoy, se le regalo al hombre más duro de entrañas; y a ver cómo se las
arregla con la herida.
Don Claudio Fuertes, que había continuado atusándose los bigotes, con la
cabeza algo gacha y los ojos muy parados, en cuanto acabó de hablar Leto
metió las manos en los bolsillos del pantalón y dio media docena de
paseos maquinales, sin rumbo determinado y mirándose las puntas de los
pies. De pronto se detuvo, se encaró con Leto, y rascándose suavemente
la cabeza con dos dedos, le habló así:
--O yo no soy perro viejo, o me he olido hasta la calidad de ese clavo,
cuanto más la hondura de la brecha que ha abierto en usted. Natural es
que le duela, natural es que usted se queje; pero como le duele a usted
en varias partes, porque el clavo es largo y atraviesa muchas cosas
sensibles, confunde usted los dolores; y a veces, creyendo estar
quejándose del bazo, resulta, para el que oye, que lo que a usted le
duele es el hígado... A mí me dejan sin cuidado esas equivocaciones, que
ni siquiera me sorprenden, porque, como lo he dicho, soy perro viejo y
hace dos meses que andamos juntos; pero no a todos les sucederá lo
mismo; y por lo que pueda tronar, le aconsejo que haga de tripas corazón
cuanto antes... y sobre todo en Peleches.
Se le cambió el color oyendo esto al hijo del boticario, de resultas de
un aleteo y dos volteretas de _algo_ que sintió en las honduras del
pecho; protestó con energía de la _sencillez_ de su pesadumbre, y rogó a
don Claudio que se explicara con mayor claridad, para acabar de
entenderle y de desengañarle; pero el comandante se hizo el sueco, y con
dos golpecitos en la espalda y otra cordial alabanza de su valeroso
arranque, dio por terminada la entrevista, despidiéndose de Leto «hasta
la noche» y recomendándole mucho que no faltara.


--XX--
En Peleches

Rayana la hora de comer, don Alejandro Bermúdez hizo un montón con las
cartas que había escrito en toda la mañana sin levantar cabeza; se
restregó las manos muy satisfecho, como aquél que alivia la conciencia
de un gran peso; dio unas pataditas para desentumecerse mientras
guardaba las gafas de oro en el estuche, y salió del gabinete a la sala;
precisamente en el mismo instante en que entraba Nieves en ella para ir
al suyo, en traje de campo, algo agitada de respiración, y hubiera
jurado don Alejandro que un tantico desencajada de semblante y
despeinada, a lo que podía verse por debajo del ala del sombrero, muy
caída sobre los ojos...
--¡Torna!--dijo Bermúdez, parándose delante de ella--: ¿habías vuelto a
salir?
--¿Vuelto?--repitió Nieves muy azorada--. Sí... no... Vengo ahora, papá.
--¿De dónde, hija?
--Pues de pasear...
--¿Desde que yo te dejé?...
--Desde que tú me dejaste. Cabal.
--¡Canástoles con el paseo! Pues ¿hasta dónde has llegado?
--Hasta... hasta donde siempre... sólo que, verás, me estuve en el banco
en que tú me dejaste en la Glorieta, lee que te lee hecha una tonta, y
me bajé después muy despacio hasta el Miradorio... Viéndome allí ya,
como estaba la mañana tan hermosa, alargué el paseo hasta cerca del
muelle; pero cuando más descuidada estaba, oigo el reló de la Colegiata,
me pongo a contar, ¡Dios mío! y cuento las doce. Entonces tomé la cuesta
muy corriendo; y por esa me ves algo agitada. ¿Te he hecho esperar,
papá?...
--No, hija; esperar, precisamente esperar... no.
Mientras Bermúdez respondía así, con aspecto y ademanes de extrañeza,
Nieves, inquieta y nerviosa, le miraba... le miraba... como codiciando
algo que no se atreviera a pedirle.
--¿Me dejas darte un beso?--le preguntó al fin.
Y sin aguardar la respuesta, con los ojos empañados y casi llorando, se
colgó del cuello de su padre.
--Pero, hija mía--le dijo éste, costándole trabajo desprenderse de
ella--, ¿a qué vienen esos extremos ahora? ¿qué te pasa?
--Nada, papá,--respondió Nieves dominando su emoción--; sino que como
nunca me ha ocurrido... venir sola tan tarde, y te habré tenido con
cuidado... Me lo perdonas, ¿verdad?
--¡Si no he salido de mi gabinete en toda la mañana, alma de Dios, ni
contaba con que estuvieras tú fuera de casa!... ¡qué cuidado ni qué?...
Ahora lo sé porque tú me lo dices...
--Pues tanto mejor entonces--dijo Nieves esforzándose por echar el punto
a broma--. De todas maneras, me perdonas el pecadillo, ¿no es cierto?
--Naturalmente--respondió Bermúdez sin acabar de salir de su extrañeza
ni cesar de mirarla de arriba abajo--. Pero, mujer--añadió tras una
breve pausa--: ¿dices que no has vuelto a casa desde que nos separamos
en la Glorieta?
--Sí.
--Pues si yo juraría que te había dejado allí vestida de color de
barquillo, y ahora lo estás de blanco con rayas azules.
Aquí tuvo Nieves que emplear toda la fuerza de su buen ingenio y de su
voluntad, para fingir una carcajada con que salir del apuro en que la
puso la observación de su padre.
--¡Estás en tu juicio?--exclamó después de reírse bastante bien.
--¡Yo lo creo que lo estoy!--respondió su padre empezando a dudar--. Y
¿por qué no he de estarlo?
--Porque lo del vestido que dices, fue ayer.
--¡Ayer?
--Ayer, sí... ¡Cuando yo te lo aseguro!
Don Alejandro concluyó por encogerse de hombros.
--En fin... ¡si tú lo aseguras!...
Y no se atrevió a decir más.
En la mesa tampoco fue Nieves, en opinión de su padre, la de todos los
días. Comió muy poco y se distraía a cada paso. Don Alejandro no la
quitaba ojo.
--¡Canástoles!--pensaba sin cesar--. En esa cara hay algo de
extraordinario: ese mirar no es suyo, ni ese color, ni esa expresión de
sobresalto, ni... ni ese vestido es el que llevaba puesto esta mañana
paseando conmigo, ¡ea! aunque lo diga quien lo diga... Hasta en el pelo,
¡canástoles! si me apuran un poco, encuentro ya algo que me extraña:
parece más apelmazado y obscuro...
También le llamaba mucho la atención Catana. Juraría que se cruzaban
entre las dos ciertas ojeadas recelosas de tarde en cuando... Además, la
rondeña paraba en el comedor lo menos que podía, huyendo siempre de
encontrarse con la mirada de su amo. Acosó a Nieves a preguntas sobre
una multitud de cosas traídas por los cabellos, y las respuestas fueron
siempre al caso; pero... pero aquel tonillo de voz, aquel reír a veces
sin venir a pelo, o aquella seriedad marmórea cuando estaba indicada la
risa... Nada resultaba natural; todo, todo era pegadizo y contrahecho
allí... Nieves no había sido nunca aquello.
La sobremesa fue más breve que de costumbre. Se le antojó al padre que
la hija estaba deseando levantarse, y se levantó él para darla gusto.
--Voy a anticipar un poco la siesta hoy--la dijo por disculpa--, porque
con el madrugón y la tarea de esta mañana, me estoy cayendo de sueño.
En cuanto Nieves se fue del comedor, llamó él a Catana con una seña; y
llevándosela al rincón más escondido, la preguntó por lo bajo:
--¿Qué tiene la niña hoy?
La rondeña recibió la pregunta como el diablo una rociada de agua
bendita, y contestó bajando mucho la cabeza:
--Ná, zeñó...
--¡Yo digo que tiene algo!--afirmó con energía desusada el manso
Bermúdez.
--Po zi zu mercé lo zabe, zabe má que yo.
Y no dio más lumbres la rondeña, ni tampoco la cara una sola vez, por
más que se la buscaba don Alejandro con gran empeño en cada pregunta que
la hacía.
Con todos estos misterios, se le aguzaron las aprensiones. Se encerró en
su cuarto y se dio a cavilar sobre ellas. Peor. Hasta los granitos de
arena se le antojaron montañas. La intranquilidad le consumía. Era
indispensable poner a Nieves en la precisión de aclarar aquel misterio;
pero ¿cómo? ¿por buenas? ¿por malas? ¿mandándola venir? ¿yendo él a
buscarla? Y si resultaba al postre que todo era una pura alucinación
suya y que Nieves tenía razón, ¿qué pensaría de él? ¡Qué disgusto para
la pobre niña!... Pero ¿y si había algo?
En estas dudas mortificantes, salió de su cuarto y se dirigió poco a
poco y refrenando mal sus impaciencias, al saloncillo donde suponía que
estaría ya Nieves, y estaba, en efecto, haciendo labor, en su sitio de
costumbre, junto a la puerta del balcón. Hora y media permaneció allí
Bermúdez sin adelantar un paso en sus proyectos. Midiendo y pesando
gestos, palabras y actitudes de Nieves, a ratos se afirmaba en que sí, y
a ratos le parecía que no. No sabiendo a qué atenerse, abstúvose de
indagar por derecho cosa alguna, y salió del saloncillo tan a obscuras
como había entrado en él, pero menos intranquilo; porque viendo y oyendo
a su hija, le parecía imposible que en ella cupiera misterio por el cual
debiera él alarmarse.
--Supongamos--pensaba andando hacia su gabinete--, que hay algo que no
quiere declararme ahora: ¿qué será todo ello? Alguna niñería de las
suyas que me hará reír cuando se descubra... Por de pronto, ese dolor de
cabeza de que se me ha quejado y dice que siente desde esta mañana, ya
justifica su inapetencia y ciertas salidas de tono que parecen
distracciones: si a esto se añade el sobresalto y la agitación con que
la pobre vino al mediodía desde el muelle, y que lo de Catana puede ser
una aprensión mía, nada más que una aprensión, y lo del vestido...
¡Canástoles!... esto del vestido es de lo más raro que puede darse;
¡pero lo afirma de un modo!...
A las seis llegó don Claudio, como todos los días... Y también en don
Claudio vio Bermúdez algo de sospechoso y de alarmante: también miraba y
hablaba con recelo, como si anduviera a media luz en el terreno que
pisaba. No parecía sino que iba a una visita de duelo, y que intentaba
conocer el estado de los ánimos para acomodar al de ellos el temple del
suyo propio. ¿Cuándo se había visto cosa igual en el despreocupado
comandante?
--Hoy nos quedamos sin paseo, don Claudio--habló Bermúdez sin quitarle
ojo para no perder el más mínimo gesto de su amigo--; digo, me quedo yo.
¡Ni la menor señal de extrañeza en don Claudio Fuertes! ¡Como si le
pareciera excusada la noticia!
--Pues lo siento,--respondió algo retrasado, pero maquinal y fríamente.
--Nieves anda algo malucha hoy... y no saliendo ella...
Tampoco le sorprendió esta otra noticia al señor don Claudio Fuertes.
Como si contara ya con ella, dijo muy sosegadamente a su amigo:
--Cosa de nada, por supuesto, sin consecuencias...
--Un dolor de cabeza--repuso don Alejandro, mirando de hito en hito al
otro--, que cogió esta mañana...
--¿En dónde?--preguntó don Claudio después de carraspear.
--En el paseo--respondió Bermúdez, sin dejar de mirar a su amigo--. Le
alargó algo más que de costumbre, y volvió un poquito sofocada.
--¿De dónde?
--¡De donde!... Pues ¡canástoles! del paseo; ¿no se lo estoy diciendo a
usted?
--Quería yo decir que por dónde había paseado.
--Pues por donde acostumbra cuando yo no voy con ella: por estas
alturas... hasta el Miradorio... Primero habíamos paseado juntos por la
costa hacia la mina... Yo la dejé leyendo en la Glorieta, y me vine a
casa a despachar mi correspondencia atrasada... Cuando acabé, al
mediodía, la vi entrar en su gabinete, de vuelta del paseo y muy
apurada, porque no sabía que era tan tarde... Por lo visto se enfrascó
en la lectura; y con la agitación y el sobresalto... y el sol... ¡Si yo
la contaba en casa dos horas hacía!
Aquí ya se reanimó don Claudio y volvió a su tono y maneras habituales:
--En resumen--dijo a su amigo--, que por efecto del paseo, o del sol, o
de su apuro por creer que estaba usted con cuidado, o por un poco de
cada cosa, Nieves llegó con dolor de cabeza y sigue con él.
--Justamente,--respondió don Alejandro, muy sorprendido por lo súbito
del cambio en el humor del comandante.
--¿Y por supuesto--añadió éste--, estará levantada y tan campante?
--Tan campante y levantada--repitió Bermúdez--, y haciendo labor en el
saloncillo.
--Pues ¿qué pito tocamos aquí nosotros entonces?--exclamó Fuertes hecho
un cascabel--.
--Vamos a acompañarla y a darla conversación... Digo, si no la molesta,
o yo no estorbo.
--¡Qué estorbar, hombre, ni qué canástoles!--respondió Bermúdez que no
deseaba otra cosa desde que había pescado _algo_ también en don Claudio.
A ver si a fuerza de acumular factores allí, salía siquiera una chispa
de luz.--Ya estamos andando.
Y se fueron los dos al saloncillo.
En el cual no ocurrió nada, absolutamente nada de que pudiera tirar el
avispado Bermúdez para descubrir lo que andaba buscando.
Hasta que, ya de noche, llegaron a la tertulia el boticario y su hijo...
y le hundieron un codo más en el piélago de sus aprensiones. ¡Qué cara
la de don Adrián, y qué voz, casi llorosas, y qué aspecto tan cobardón y
azorado el de Leto! Ni el uno ni el otro articularon palabra clara al
saludar a don Alejandro; y Dios sabe qué término hubiera tenido aquella
escena a no desenlazarla don Claudio Fuertes de este modo:
--Aquí, caballeros, no hay otra novedad que un levísimo dolor de cabeza
que ha cogido Nieves esta mañana en un largo paseo, a pie y al sol: una
verdadera temeridad... cosas de chicas jóvenes, muy fiadas de su
resistencia. Pero ya está casi bien, y desde hace un instante, de codos
en ese balcón, tan entretenida que ni siquiera les ha oído llegar a
ustedes.
Los dos farmacéuticos parecían haber revivido con las oficiosas
advertencias de don Claudio Fuertes; pero, en cambio, el receloso
Bermúdez entró en nuevas confusiones, porque si sospechoso le había
parecido el aire de las palabras del comandante, más sospechosos le
resultaban los efectos causados por ellas en el ánimo de los dos Pérez.
No podía negarse que existían cuatro fenómenos, cuatro cosas raras,
cuatro síntomas extraños, que, aunque independientes entre sí,
convergían en un punto común a todos ellos: el caso misterioso de
Nieves. Si a Nieves le había ocurrido algo, Catana, Fuertes y los dos
farmacéuticos lo sabían. Esto ya era un hallazgo: el de un camino nuevo
y más llano para ir en busca de la verdad. Pero ¡qué pena le daba el
haberle descubierto! ¡De qué buena gana hubiera lanzado en medio de la
tertulia el enigma de sus mortificaciones para que se le devolvieran
aquellos amigos resuelto y aclarado en el acto: por caridad, si a las
buenas se prestaban, o por deber, si le obligaban a usar de su derecho
por las malas! Pero ¿y si no tenían bastante fundamento sus sospechas?
¡Qué campanada tan imperdonable! Optó por dejar las cosas como estaban,
pero sin perderlas de vista.
En cuanto Nieves oyó pasos y barruntó que podían ser los de Leto, se
salió al balcón y se puso de codos sobre la barandilla. Nada tenía el
suceso de particular, porque la noche estaba, muy calurosa. Hízose la
desentendida a la llegada de los dos Pérez; y sólo cuando la saludaron
desde la puerta, se volvió hacia ellos para contestarlos, pero sin
separarse de la balaustrada.
--Dispénsenme--les dijo--, que les reciba con tanta confianza, porque en
lo obscuro y al fresco, como estoy aquí, se me alivia mucho el dolor de
cabeza.
Don Adrián se atrevió a indicarla dos remedios infalibles para curarse
de él, y Leto, para explicárselos mejor, se llegó hasta ella...
Hablando, hablando, se fueron volviendo los dos de espaldas a la
tertulia; y puestos ya ambas de codos sobre la barandilla, dijo Nieves a
Leto, bajo, muy bajo:
--Papá no sabe nada.
--Ya lo he conocido--respondió Leto entre palpitaciones de su corazón y
estremecimientos de sus fibras--. ¡Qué miedo traía de que lo supiera,
Nieves!
--No sé--replicó la otra, tampoco muy firme de voz--, si hubiera sido
mejor que lo supiera, porque está muy receloso; y ni encuentra sosiego
el pobre, ni puedo tenerle yo viéndole así.
--¿De qué recela?
--Verá usted: sucedió lo que dijo Catana que podía suceder: que
llegáramos a casa sin que él hubiera salido de su cuarto, donde estaba
encerrado toda la mañana escribiendo. Ya se sabe, cuando coge una tarea
de esas, que la coge de tarde en tarde, siempre hay que entrar a
llamarle para comer. Pues bueno: llegamos sin que nos viera nadie,
guardó Catana el contrabando de la ropa mojada, y yo me fui corriendito
hacia mi gabinete; pero al entrar en la sala, ¡zas! salía él del suyo, y
me pescó. Aunque muy sobrecogida, me disculpé bastante bien; y ya se
había tragado el embuste que urdí en el aire, de un paseo muy largo
después de haber estado leyendo muchísimo tiempo en la Glorieta, donde
él me dejó, cuando, hijo, mirándome y remirándome, se empeña en que el
vestido que yo tenía puesto era distinto, ¡ya la creo! del que llevaba
por la mañana... Tan cogida me vi entonces, que estuve sí canto o no
canto; pero dominándome un poco, probé a negar, y negué, con la mayor
desvergüenza, que hubiera cambiado de vestido en toda la mañana. Por de
pronto le dejé en dudas y no aguardé a más. Pero ¡ay, Leto! cuando salí
a la mesa... figúrese usted con qué ánimos saldría y con qué ganas de
comer y con qué trazas; pues, por mucho que quise componerme y
arreglarme de manera que se borraran las marcas de lo pasado, ¡eran tan
hondas! Con todo esta y lo receloso que él había quedado, y, para ayuda
de males, con el poco disimulo de Catana al servirnos, el pobre hombre
se puso en ascuas y pregunta va y zancadilla viene, y ojeada a Catana y
ojeada a mí. Se acabó aquello, yo no sé cómo, y empezó otra indagatoria
en el saloncillo... hasta que se cansó, poco antes de llegar don
Claudio. Y yo a todo esto, niega y ríe sin cuenta ni razón y muerta de
pesadumbre por la violencia en que vivo y los malos ratos que estoy
dando al pobre papá... Y, otra cosa, Leto, ¡qué sé yo lo que le pasará
por la cabeza? Porque lo que menos sospecha él es la verdad; y como el
caso es que yo he faltado de casa toda la mañana, y no quiero declarar
lo que me ha sucedido, ni puedo convencerle de que no me ha sucedido
nada... ¿No le parece a usted que lo más llano sería descubrirle?...
--¡No lo descubra usted, por todos los santos del cielo, Nieves!--la
suplicó Leto con el alma entre los labios.
--Pero ¿por qué, hombre de Dios? ¿No le parecen a usted de peso las
razones que le he dado?
--Sí que me lo parecen; pero yo también tengo otras que no dejan de
pesar en contrario sentido.
--A verlas.
¡A verlas! Temo que le parezcan a usted razones de egoísmo, Nieves;
porque lo cierto es que se dan un aire, así de pronto... En primer
lugar, el señor don Alejandro es incapaz de que la desfavorezca; y al
pensar de usted cosa que la desfavorezca; y al ver que usted sigue
negando y ha vuelto a ser en todo y por todo lo que antes era, como
volverá a serlo desde mañana, en cuanto esta noche duerma con sosiego
algunas horas, que sí las dormirá aunque al principio la desvelen algo
las pesadillas, se le disiparán todas las aprensiones y acabará por
reírse de ellas. Le juro a usted que si yo no lo creyera así, le
aconsejaría que esta misma noche le descubriera usted la verdad.
--Pero puede descubrirla alguien que la sepa, como ha de saberse, y
venga por ahí con la mejor intención; o en la calle cuando él salga...
--Ya está previsto el caso y conjurado el riesgo en lo posible; y si no
alcanza el conjuro... entonces será ocasión de explicárselo todo como se
pueda, y de calmarle.
--¿Esa es una de las razones?--le preguntó Nieves.
--¿No le parece a usted de algún peso?--preguntó a su vez el otro.
--Lo que no me parece es egoísta...
--La egoísta va ahora--dijo Leto armándose de resolución--: óigala
usted: el día en que el señor don Alejandro sepa lo ocurrido, se quedó
el espacio sin aire y el cielo sin sol para mí.
--¡Qué exageraciones, hombre! Y ¿por qué?
--Porque ese día, en justo castigo, se me cerrarán a mí las puertas de
esta casa.
Temió Leto que esta aclaración de las otras dos hipérboles sonaran
demasiado recio en los oídos de Nieves, y se apresuró a decirla:
--La ruego a usted que no dé a estas palabras otro alcance que el muy
modesto que llevan: las mayores bondades de usted conmigo no harán jamás
que yo confunda los puestos ni las distancias: desde el suyo humildísimo
goza el más pobre de la tierra los beneficios del sol y del aire que le
dan la vida... No sé si habrá acabado usted de comprender lo que he
querida decirla.
No le sacó Nieves de la duda con palabras, por de pronto, ni con un
gesto, porque, si le hizo, Leto no pudo pescarle en medio de la
obscuridad que los envolvía; pero tras un breve rato de silencio, oyó
que le decía la hija de don Alejandro Bermúdez, siempre muy bajito:
--Tenemos fama de exageradores los andaluces; pero ¡cuidado que
usted!... Y además de exagerador, es visionario: ¡pensar que han de
dejarle sin aire y sin luz por un hecho que otros publicarían a voces
para darse importancia!... ¿Por quién toma usted a mi padre, Leto?
¿Tantos harían por su hija lo que hizo usted esta mañana?
--¡Si eso--replicó Leto con mucha vehemencia--, no fue hacer Nieves,
sino deshacer; enmendar en parte una brutalidad mía anterior. ¡Si lo
saliente del caso ese no está en haberme arrojado yo al mar detrás de
usted, sino en haber consentido en llevarla a escondidas en mi barco, y
sido causa luego de que usted cayera! ¿Qué importaba ya mi vida, ni cien
vidas que hubiera tenido disponibles, después de poner en peligro la de
usted? Y por aquí, por este lado, es por donde habría de ver el caso don
Alejandro, y le verá cualquiera que discurra con serenidad.
--¿De manera--observó Nieves con una ironía que se transparentaba
perfectamente en el acento de la voz y hasta en el modo de volver la
cabecita hacia Leto--, que si como fui a escondidas en su _yacht_ y caí
por culpa de usted, voy por encargo expreso de mi padre y caigo por
culpa mía, en la mar me quedo sin auxilio de nadie?
--¡Eso no!--replicó Leto al instante y con una viveza que ardía--. Yo me
hubiera tirado lo mismo detrás de usted; sólo que en ese caso el hecho
hubiera tenido la poca importancia que no puede ni debe tener hoy.
¡Si Leto hubiera podido ver entonces la cara de Nieves!... En cambio oyó
que ésta le decía:
--Es usted muy mal juez en causa propia, está visto. ¿Quiere usted dejar
ese caso de mi cuenta? ¿Quiere usted que quede a mi arbitrio el
descubrir o no descubrir a papá el misterio que con tantos afanes anda
buscando el pobre?
--Yo no quiero más--respondió Leto--, que lo que usted quiera... Al fin
y al cabo, entre usted y yo, la razón no puede vacilar...
--Será porque me pertenezca--replicó Nieves--. De todos modos, muchas
gracias por los poderes que me da, y óigame dos palabritas en respuesta
a aquello de los puestos para tomar el aire y el sol. En casos como el
que citaba usted y temía que me ofendiera, no admito arribas ni abajos;
porque, si a medirnos fueramos, ¿quién sabe, Leto, a quién le
correspondería en justicia el puesto más elevado? Es posible que
volvamos a hablar despacio de esto mismo... A mí no me pesaría. Por
ahora, quédese como está el asunto; es decir, en que le he comprendido a
usted, y en que no es el que usted merece el puesto con que se conforma
para tomar el sol y el aire... Otra cosa: ¿oye usted la mar?... ¿No
parece que está relatando la historia por lo bajo, para que se entere
papá, y murmurando contra usted porque la dejó sin la presa que ya
estaba devorando? Toda la tarde he estado sintiendo la misma ilusión en
los oídos... ¡Pícara memoria, qué malos ratos me está dando!... Si yo
pudiera arreglarla a mi gusto, borraría lo amargo en ella; y entonces ya
sería otra cosa bien distinta... Temí que no, viniera usted esta noche,
Leto. ¡Como le dejé tan preocupado y es usted tan... especial!... Por
otra parte, casi sentía que viniera, pensando en que al verle entrar de
pronto... ¡qué sé yo? ¡Depende de tan poco el que papá, con lo receloso
que anda, me haga declararle la verdad! Por ese temor, en cuanto sentí
los pasos de ustedes, me vine aquí con un pretexto... Lo peligroso para
mí era la primera impresión. Además, tenía deseos de que habláramos
algo. Ya ve usted, después de lo sucedido, ¿qué cosa más natural? Y ese
poco que habláramos, no había de ser a gritos delante de la gente,
¿verdad, Leto?... Pues cuénteme usted ahora todo lo que le ha pasado
desde que nos despedimos en el _yacht_.
¿Por qué extraña combinación de sensaciones y de ideas, llegó Leto a
imaginarse entonces que, contemplados los enojos de Bermúdez contra él a
través de la parrafada de Nieves, adquirirían proporciones colosales? En
esta alucinación metido y disponiéndose a responder a Nieves, le
sorprendió la voz del propio don Alejandro, diciendo desde la puerta del
balcón:
--Niña, que te va a hacer daño el relente.
Los dos de la barandilla se volvieron cara adentro. Nieves, más serena
que Leto, respondió al punto:
--Al contrario, papá: me va sentando muy bien.
--Se te figurará a ti--insistió secamente Bermúdez--; pero yo sé que te
hace daño...
--Tiene razón don Alejandro--se permitió decir Leto como si tratara de
congraciarse con él--. Dentro estará usted mejor.
Y pasaron los dos al saloncillo, donde se aburrían soberanamente los
tres señores mayores.
La tertulia se acabó poco después...
Al bajar a la villa convinieron don Adrián y el comandante en que el
pobre don Alejandro andaba en vilo. No había habido modo de interesarle
en ninguna conversación. Leto no se había enterado bien de ello, porque
se había pasado la mayor parte del tiempo en el balcón, «demasiado
tiempo» en opinión, muy recalcada, de Fuertes; porque en la tirantez de
espíritu en que se hallaba el buen señor, hasta los dedos se le
antojaban «huéspedes.» También esto de los huéspedes se lo recalcó mucho
don Claudio a Leto. El cual disculpó su conducta con el deseo que le
manifestó Nieves de permanecer allí, por temor a las pesquisas
incesantes de su padre, y de hablar sobre lo más conveniente para todos,
entre decirlo o callarlo.
--Y ¿en qué han quedado ustedes?--preguntole, Fuertes con la mayor
sencillez del mundo.
Tan escamado estaba Leto con la _nariz_ del comandante, que se
sobresaltó con la pregunta, pensando que iba enderezada _a otra cosa_ de
las que se habían tratado en el balcón y llevaba él guardadita en la
memoria y paladeaba a ratos con avidez para endulzar los amargores de
sus recuerdos de la mañana. Pero se repuso al instante, y contestó:
--En que ella haga lo que le parezca más prudente.
--Muy bien acordado, ¡caray!--observó entonces don Adrián Pérez
deteniéndose para dirigirse a sus dos interlocutores, que también se
detuvieron--. Verdaderamente la situación moral del excelente amigo, no
es para prolongarla mucho tiempo... eso es... ni tampoco la nuestra, no,
señor, ni tampoco la nuestra... Puede vencer las aprensiones que le
inquietan; pero pudiera no... y las aprensiones comprimidas son pólvora
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