Al primer vuelo - 03

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secano que tuvieron grande importancia en tiempos remotos y hoy son
montones de ruinas solitarias o poco más, abundan los ejemplos; y hay
razón para que abunden, porque entonces se guerreaba y se vivía de
cierto modo, y los lugares más altos y más inaccesibles o de más fácil
defensa, eran los preferidos para fundar pueblos; al revés de lo que
acontece hoy por exigencias de nuestro modo de vivir; pero ejemplos de
puertos de mar, de poblaciones costeñas, que vayan de mal en peor desde
medio siglo acá, no conozco más que uno, el de Villavieja. No parece
sino que se le dio el castigo con el nombre que se le puso. A este
propósito le diré a usted que he registrado los archivos municipales,
los eclesiásticos y hasta desvanes particulares con el fin de averiguar
algo sobre la fundación de esta villa y el origen y fecha de su nombre,
y que nada he conseguido. Con decirle a usted que ni siquiera figura en
el mapa de España que hay aquí en la escuela pública, está dicho todo.
Si se hace uno cruces al notar aquella falta de rastros históricos donde
tanto debieran abundar, le dicen los doctos villavejanos: «eso y más de
otro tanto destruyó _la francesada_.» «Corriente, se les replica; pero
¿en qué consiste lo del mapa? ¿por qué no figura este puerto en él?» A
estas preguntas responden que también eso es obra de los franceses, por
rencores de otros tiempos, es decir, de los tiempos de «la francesada».
Aquí anda «la francesada» todavía tan fresca y tan rozagante como si
hubiera pasado por Villavieja antes de ayer. Replíqueles usted que el
mapa ese y otros tales no están hechos en Francia, sino en España. Lo
negarán en redondo, porque no conciben en los españoles que no sean
villavejanos, talentos tan considerables; y si alguna excepción le
admiten, sostendrán que la omisión se ha hecho, se hace y se hará en ese
mapa y en todos los mapas, por envidias y malquerencia de la gente de
Madrid. El caso es que se ignora por qué se bautizó esta villa, al
nacer, con el calificativo de _vieja_, o si se le dio más tarde a título
de mote expresivo. Lo que no tiene duda es que el nombre, o la maldición
o lo que sea, le cae a maravilla.
»Tiénese, y tengo yo también, por causa principalísima de este mortecino
estado de cosas, la inextinguible y tradicional enemiga que existe, como
usted sabe, entre los Carreños de la Campada y los Vélez de la
Costanilla, los dos principales barrios, según usted recordará, bajo y
alto, respectivamente, de Villavieja. Estas dos familias que tuvieron
cierta relativa importancia fuera de aquí, y aquí mucho prestigio
siempre, han podido, y aun hoy, que han venido muy a menos, podrían
hacer o conseguir que otros hicieran algo bueno y beneficioso para la
localidad; pero precisamente les ha dado la calentura por ahí; es decir,
por estorbar, por destruir los de arriba cuanto proyectan o discurren
los de abajo, y viceversa; y de este modo, unos por otros se va quedando
la casa por barrer. Añádase a esto que Villavieja nunca ha podido
agenciarse un valedor en Madrid ni en la capital de la provincia; que la
carretera nacional pasa a media legua de distancia de la villa, sea
porque los ingenieros no tuvieron noticia de nosotros cuando la
trazaron, o porque nos concedieron escasísima importancia; que la
provincia no ha querido construir ese pequeño ramal de empalme, y que
este municipio no ha logrado mejorar debidamente la áspera senda que
hace sus veces, porque siempre que lo ha intentado, no con gran empeño,
ha nacido la sospecha en los de la Campada o en los de la Costanilla, de
que el intento era cosa de los de la Costanilla o de los de la Campada,
y se le ha llevado el demonio con las artes de costumbres; añádanse,
repito, y ténganse presentes estos hechos y algunos más de su misma
traza, que no necesito mencionar, y hasta resultará una justificación de
la conducta de los villavejanos. Al verlos tan tranquilos, tan apegados
a su cáscara y tan satisfechos y enamorados de ella, verdaderamente se
duda si el estado material de la villa es obra de la dejadez del
habitante, o si el habitante es así porque haya encarnado en su
naturaleza, como espíritu, la catadura singular de la villa.
»Alguien se forjó la esperanza de que con la moda del veraneo entre las
gentes ricas del interior, y las excelentes condiciones de esta playa,
tan abrigada y espaciosa, no faltaría quien se fijara en ella, empezando
de ese modo y por ahí una era de relativo florecimiento para la villa y
su puerto. ¡Buenas y gordas! Vino, seis años hará, una familia de muy
lejos, con dinero abundante y dispuesta a bañarse y a pasar aquí una
larga temporada. Por de pronto, le costó Dios y ayuda encontrar
hospedaje, y ese malo. Al día siguiente estuvieron a punto de ahogarse
la señora y sus dos hijas, por no haber hallado a ningún precio quien se
prestara a servirlas de bañero, y no saber ellas dónde se metían. Al
hijo mayor, joven de veinte años, le desplumaron aquella misma noche en
el Casino; y al otro día se largaron todos por donde habían venido,
después de haberles sacado el redaño el posadero. Claro está que no han
vuelto por aquí, ni alma nacida tampoco.
»En otra ocasión se denunció en este mismo término, y a la puerta de
casa, algo que parecía buena mina de carbón de piedra: lo olieron unos
ingleses y la compraron por poco dinero. Creímos algunos que por ese
lado iba a hallarse la villa un buen remiendo para su capa; pero después
de algunos trabajos preparatorios y una explotación somera de la mina,
la abandonaron los explotadores, o mejor dicho, se la vendieron por
cincuenta mil reales a tres sujetos de aquí. Al cabo se quedó con la
empresa uno solo, comprando las representaciones de los otros dos con un
ochenta por ciento de merma. Este sujeto, un tal Barraganes, rematante
de arbitrios, la explota desde entonces arañando por encima y ocupando
en las labores, sólo a temporadas, cuando más, ocho obreros cuyo
hallazgo le cuesta un triunfo. Para llevar a vender, donde convenga
mejor, lo que se va acopiando de este modo tan sosegado, viene un
vaporcillo de cabotaje cada cuatro o seis meses; y éste es el único
barco que fondea en este puerto años hace. Los ingleses hicieron una
carreterilla desde la mina al embarcadero, cosa de dos kilómetros, pero,
por desgracia, en dirección contraria a la general del Estado;
afianzaron un poco el ruinoso muelle con unos cuantos sillares y media
docena de tablones, y eso hemos salido ganando. De estas cosas y otras
que también dejo mencionadas, y algunas que mencionaré más adelante, ya
le enteré a usted en su debido tiempo, así como del rumbo que gastaba el
inglés principal, lo apegado que estaba a la villa, y lo muchísimo que
la hubiera enseñado, si como se marchó a los dos años de haber venido,
porque la mina les dio chasco, permanece entre nosotros dos años más
siquiera; pero se lo vuelvo a referir a usted porque, en mi deseo de
darle el cuadro completo, no quiero omitir en él ninguno de sus
componentes principales, aunque ya le sean conocidos.
»No habrá usted olvidado lo que pasó con aquel señor catalán que estuvo
aquí no hace mucho con el intento de establecer una fábrica de salazón y
de escabeches, trayendo, para surtirla de pescado, una escuadrilla de
lanchas bien tripuladas, y contratando rumbosamente las tres que aún
había en el puerto. En cuanto le conocieron las intenciones los
villavejanos más arrimados a la playa, le dieron tal zambullida en la
mar, cogiéndole de improviso un anochecer, de diciembre, por más señas,
y tal corrida de palos a la salida, que no esperó ni a mudarse la ropa
para huir de Villavieja, lo mismo que un perro de aguas.
»No quiero citar más ejemplos de esta clase, por lo mismo que abundan en
mi memoria y también en la de usted; y le advierto que de las
mencionadas tres lanchas pescadoras que había en este puerto cuando la
zambullida y subsiguiente zurribanda al catalán, no queda ya más que
una. Las otras dos se hicieron astillas en la playa, donde las habían
varado para recorrerlas un poco, con un marejón tremendo de Levante,
cosa rara aquí, que se les fue encima una noche, de repente. Los dueños
se quedaron sin ellas, y los pescadores que las tripulaban _a la parte_,
tan satisfechos. Así como así, estaban deseando dejar el oficio que,
tras de peligroso, no les daba de comer por falta de mercado, en lo cual
tenían razón, bastante más que la que tuvieron para echar a palos de
Villavieja al señor catalán que quiso contratarlos con buen sueldo.
»Ahora se han agenciado un par de botecillos remendados; y merodeando
aquí y allá con ellos, como merodean otros tales, a mar llana, van
viviendo muertos de hambre. A estos botes, cosa de media docena en
junto, y a una lancha, queda reducido hoy el material de pesca en un
puerto tan considerable como éste. Y así y todo, anda de sobra el
pescado en la villa, no por lo mucho que viene de la mar, sino por lo
que, de lo poco, sobra para el consumo de la población, único mercado
que tiene por falta de comunicaciones rápidas con otros.
»El comercio, en general, ha ido a menos, aunque le parezca a usted
mentira. Han quebrado dos establecimientos de comestibles, de los que
usted conoció, y se ha cerrado otro. Quedan otros tres: uno de ellos en
la Costanilla, otro en la Campada y otro en la plazoleta del Maravedí.
De tabernas no hablo, porque se supone que abundan.
»También ha habido alguna merma en el ramo de pañeros. Por de pronto, la
antiquísima y afamada _Perla de Ezcaray_, ya no existe. Murió el viejo
don Anselmo, que era el alma de la casa, y ha sido forzoso liquidarla a
instancias del yerno del difunto, un tal Córcoles, logrero y
trapisondista de medianeja reputación. Los demás del gremio, unos
arrastrándose poco a poco y otros como pueden, continúan en sus
covachones de los arcos de la Plaza Mayor.
»Allí encontrará usted igualmente, y en próspera fortuna por cierto, al
rechoncho Periquet, _El Valenciano_, como lo reza el letrero, con sus
porcelanas sospechosas, su cristalería polvorienta, sus rollos de
esteras resobadas y sus innumerables baratijas de relumbrón. Se le metió
en la cabeza que había de dar en la suya al presuntuoso _Bazar del
Papagayo_, que está a su vera, y lo ha conseguido sin gran esfuerzo.
Este bazar, de gran fachada y de fondos negros y vacíos si no de
telarañas y de sogas de esparto, de escobas de palmiche, un poco de
herraje basto, otro poco de loza de Talavera, dos sartas de cencerrillos
y otros pocos más de incongruencias por este arte, tiene, como usted
recordará, un gran papagayo de cartón pintorroteado encima del letrero
que corona su escaparate. Pues Periquet, que no tiene escaparate, en su
empeño de competir en todo con el bazar, ha colocado encima del letrero
de su tenducho embarullado, pero bien provisto, una cotorra, también de
cartón y también muy pintarrajeada, sosteniéndose sobre la palabra _DE_,
o mejor dicho, con cada letra de estas dos en la correspondiente pata.
Enseguida descifraron el jeroglífico los desocupados villavejenses, que
hasta en grupos de seis en seis acudieron los primeros días para leer en
voz alta y a una: _«La cotorra de El Valenciano.»_ Después soltaban una
risotada, miraban hacia el fondo del bazar contiguo, y se iban haciendo
muchos comentarios. Todo esto halagó en gran manera la vanidad de
Periquet, y, como es de suponer, agravó los sordos rencores de los
propietarios del tendajón, que, siendo villavejanos de pura raza, se
sienten heridos en lo más hondo por el agravio que les hace su villa
nativa ayudando a que los arruine y vilipendie un intruso y groserote
que todavía usa _alpargates_ y pañuelo a la cabeza, y no sabe leer ni
escribir.
»Lo que no ha podido quitarle _La cotorra de El Valenciano_ al _Bazar
del Papagayo_, es la tertulia de prima--noche, lo mismo en invierno que
en las demás estaciones del año, pero principalmente en la de invierno.
Allí acuden puntualísimos, en cuanto comienza a anochecer, el párroco y
los dos coadjutores, el médico viejo don Cirilo, el procurador Ajete, el
abogado Canales, y _Chichas_, antiguo y ya retirado tendero de la
plazuela del Maravedí, donde hizo el capitalejo con que ahora vive de
holgueta. Éstos son los tertulianos fijos del bazar. El médico, el
abogado y el párroco, son los hombres que más saben aquí de cosas de
Villavieja, de antaño y de hogaño; y de esas cosas es de lo que más se
habla en la tertulia, cuando se habla, porque comúnmente no se habla de
nada allí, ni se ve, porque siempre se está a obscuras. Así es que
infunde cierto miedo el mirar hacia adentro cuando se pasa de noche por
delante de la puerta. Se ve, en aquel antro tan hondo y tan obscuro y
tan silencioso, brillar de rato en rato una chispa aquí y otra allá, que
son las producidas por otras tantas chupadas a los cigarros en
ejercicio... y nada más se ve por mucho que se mire; ni ordinariamente
se oyen otros ruidos que algún carraspeo seco, o el crujido de una
silla, o la sonada de unas narices. En estos casos, aunque se sabe lo
honradas y pacíficas que son las gentes allí congregadas, al pensar en
meter la cabeza dentro le asalta a uno el temor de que le agarren por
ella manos invisibles que le amordacen y le arrastren más allá, y le
lleven, le lleven, hasta la boca de una sima muy honda en la cual le
arrojen para que le vayan devorando poco a poco sabandijas y ratones.
Cuando la tertulia se deja oír un poco desde el soportal, es porque se
hacen (rara vez) comentos de alguna noticia política. Por lo común, el
mayor ruido es el murmullo acompasado y dormilento que producen los
relatos eruditos o doctrinales del médico o del abogado o de los señores
curas. Tienen este bazar y esta tertulia cierto color venerable y
especial, y por eso les consagro algunos renglones más que a otras cosas
de acá, sabiendo que no le molesto a usted aunque no le diga nada que
ignore.
»El relojero Chaves murió años hace; pero queda la relojería donde
siempre estuvo, tres puertas más abajo del bazar, lo mismo que usted la
conoció. Su hijo, es decir, el del relojero, que es quien está al frente
de ella, sabe tal cual su obligación; y, lo mismo que su padre, hace y
vende jaulas y ratoneras, y compone cerraduras finas y rosarios, y cura
por el método _Le-Roy_, muy acreditado aquí.
»La tienda verdaderamente nueva para usted en los Arcos, es la de un
sastre riojano que vino a Villavieja hará cosa de seis años. No lo hace
mal, y presta un gran servicio a los villavejanos que, sin pedir
primores ni mucho menos, nos veíamos y nos deseábamos antes para
vestirnos fuera de aquí; porque pensar que los otros dos sastres que
usted conoció y aún quedan, salieran de sus medidas con tiritas de
papel, de sus perneras acampanadas y de sus faldones con frunces, era
pensar los imposibles.
»También ha mejorado algo el estilo de nuestros zapateros; pero poca
cosa.
»Vive todavía _Gorrilla_ el platero, y en su mismo tenducho lóbrego de
la Rinconada de la Colegiata. Allí le verá usted cuando venga, detrás
del vidrio roñoso (en el que continúan colgados de un alambre horizontal
los mismos tres pares de pendientes de plata y el mismo sonajero y la
misma colección de sortijas usadas), con la cabeza gacha y la cara
tapada por la visera enorme de su gorra de nutria, medio pelada ya,
ocupado en soldar con el soplete una cosa que siempre parece la misma,
con la puerta cerrada y sin un marchante dentro ni fuera, ni tampoco en
las inmediaciones, yendo o viniendo. ¡Y dicen que vende y que gana, y
hasta que tiene mucho dinero! Lo tendrá; pero dudo que lo haya adquirido
con el oficio.
»Y ya que ando tan cerca de la Colegiata, no quiero irme a otra parte
con el relato, sin presentarle a usted su buen amigo, y mío y de todo el
mundo, don Adrián Pérez, tan entero y tan campante como si no pasaran
años por él, en su sempiterna farmacia de la Plazoleta y frente por
frente del pórtico del templo, con su levita negra de largos faldones,
desabrochada siempre; su chaleco, negro también, abotonado hasta el
pescuezo, y éste muy liado en una corbata de tres vueltas, negra
igualmente, y de seda, sin asomo de cuello de camisa por ninguna parte
(aunque sí del cordón del escapulario por debajo del cogote, muy a
menudo, o por encima de la nuez), y su sempiterno gorro de terciopelo
sobre la cabecita (solamente gris todavía, a pesar de sus setenta y
cinco muy corridos), sobándose a cada instante el codo izquierdo con la
mano derecha, hablando poco, mirando risueño y sin apresurarse, ni
asombrarse, ni conmoverse, ni disgustarse, ni mucho menos enfadarse por
nada. Es, como ha sido siempre, la encarnación viva de la parsimonia y
del bienestar, en la mejor farmacia del mejor de los pueblos del mejor
de los mundos posibles. De la botica no hay que decir que sigue las
leyes de su boticario: los mismos tarros de porcelana con los propios
nombres en latín abreviado; la misma Virgen de las Mercedes, patrona
especial del establecimiento, en su hornacina de caoba, encaramada en lo
alto y principal de la estantería, es decir, en el _Ojo_, el «ojo» a que
se endereza la pedrada del refrán; el mismo pildorero de castaño con sus
enroñecidos _trastes_ de hierro; el mismo cazo para los cocimientos, la
misma tijera para cortar el baldés de los confortantes de siempre, y
hasta el mismo papel emborronado, de planas, comprado a lance a los
chicos de la escuela, para sus cucuruchos de píldoras y envolturas de
medicamentos en polvo.
»La novedad única (a lo menos para usted) de esta botica, es el hijo del
boticario, y boticario él también de cinco o seis años acá. Es un
bigardón de los demonios, que tan pronto le parece a usted blanco como
negro, hábil como inepto, aquí listo y allá simple. Pica en muchas
cosas, y aún no he podido averiguar hacia cuál de ellas le arrastran sus
verdaderas aptitudes. Parece, por de pronto, de buen acomodar, y ayuda a
su padre en la botica con los mejores deseos.
»Excuso decir a usted que en este rinconcito de Villavieja es donde
mejor ha caído la noticia de la próxima venida de usted, no porque
afirme que ha caído mal en otras partes, sino porque de la cordialidad
con que le quiere a usted y a cuanto le pertenece este bonísimo sujeto,
respondo con el pellejo, y no me atrevo a tanto con los demás. Bien sabe
usted cómo abundan aquí la carcoma y los celillos de clase; y aunque
todos los Bermúdez, por dicha suya y desgracia de Villavieja, han sabido
aislarse en su nido de Peleches de las intriguillas y miseriucas de acá
abajo, al cabo es usted Bermúdez, tiene mucho dinero y raya más alto que
nadie entre todos los villavejanos, aunque no se proponga rayar. En fin,
ya me entiende usted.
»Como la pintura que voy rasgueando no ha de ser escrupulosa estadística
para gobierno de la dirección de Contribuciones, sino cosa muy
diferente, hago caso omiso de los demás ramos mercantiles e industriales
de la localidad y de la vida que arrastran, amén de que se adivina
fácilmente esa situación precaria con lo que dejo apuntado en esta misma
carta y le tengo dicho en otras sobre lo a menos que han venido el
mercado de los lunes y la feria de primero de cada mes. Estos recursos,
que fueron para Villavieja minas de plata en otros tiempos y tanto
decayeron después, continúan a esta fecha de mal en peor. Claro es que
la enfermedad alcanza en proporción debida a la gente de la Aldea,
nuestro barrio de labradores; y ese malestar de este importante gremio,
le verá usted bien reflejado en la vega, tan floreciente y pomposa años
atrás.
»Decía el inglés de la mina, ingeniero de cuenta y hombre de mucho
mundo, que era muy de notarse que los villavejanos, tan indolentes y
apáticos en cuanto se refería a mejoras y útiles progresos locales,
fueran para todo lo demás tan animosos, tan regocijados, hasta
bullangueros, y tan _susceptibles_ y quebradizos de piel. Y decía la
pura verdad. Un villavejano de viso se encogerá de hombros al ver cómo
se le hunde medio tejado, y perderá el sueño si aquella misma noche se
le ha demostrado en el Casino que su _levisac_ atrasa más de dos
temporadas en el reló de la última moda. ¡Oh! en éste y otros parecidos
asuntos son terribles los villavejanos, sobre todo las hembras. Tenemos
_mundo_, tenemos _clases_, tenemos _distinguidos y cursis_; horas de
_tono_ y horas _vulgares_; y si no se puede con ricas telas, imitamos
con percalinas la forma y los colores del vestido que, según la revista
de modas que reciben las _Escribanas_ o las de Codillo, llevaba una gran
señora parisiense en cierta recepción del Elíseo. Para estos apuros y
otros semejantes, hay aquí un contingente regularcito de costureras con
humos de modistas, que se despistojan con el afán de conseguir que sus
exigentes parroquianas no encarguen sus vestidos a la capital, que dista
catorce leguas. Y lo mismo se desvela y por idéntica causa, el sastre
riojano; porque los hombres elegantes de aquí son punto menos que las
hembras distinguidas.
»Las que más se _distinguen_ ahora son las mencionadas Escribanas y de
Codillo. Las primeras, llamadas así por ser hijas del difunto escribano
Garduño, que dejó bastante dinero, aunque no lo que suponen las gentes,
son tres y la madre: ésta bajita y gorda, y aquéllas altas y delgadas,
no de mal parecer, pero tampoco guapas. Se atufan por cualquier cosa, y
muchas veces van riñendo unas con otras por la calle, a media voz, pero
muy sofocadas e iracundas. Las de Codillo, hijas de don Eusebio Codillo,
el dueño del _Café de la Marina_, de la calle del Cantón, hoy arrendado
a un murciano, son cinco y muy desiguales entre sí en color, en estatura
y en carnes; pero todas ellas tienen cierto andar, cierto sonreír y
cierto... vamos; y, sobre todo, unos humos de señoritas principales y
acaudaladas, que meten miedo. A Codillo, que siempre fue una tenaza y
una esponja para el dinero, le da ahora por despilfarrarse con la
familia y hasta por acompañarla vestido de punta en blanco. Es teniente
de alcalde, está viudo, y eso le salva, porque su mujer era una fiera
hasta para amarrar el ochavo.
»Con menos caudal que estas dos familias y con los trapitos arreglados
en casa, forman en la misma clase, primeramente, las dos nietas del
_Indiano_, aquel fachenda que usted conoció ya viejo. El heredero, su
hijo Martín, se comió en dos años la mitad de la herencia, y con la otra
mitad pretendió en lejanas tierras a una supuesta ricachona, que resultó
pobre del todo después de casada, pero muy vanidosa. Vive ella y se
murió él; y con lo poco que dejó, bien estiradito y apurado, se dan el
gran pisto las tres hembras de la casa.
»Después de ellas, o a par de ellas, mejor dicho, las _Corvejonas_, así
llamadas por ser hijas de don Aniceto Martínez Liendres, _Corvejón_ de
apodo, por herencia de su padre que fue herrador y albéitar, con igual
mote, como usted recordará. Traficó Aniceto con suerte en ganados; casó
bastante bien con una hija de otro traficante asturiano, y ahí le tiene
usted con su _don_ como una casa; y aunque le han mermado los caudales
en más de la mitad, con unos humos que no le caben en la chimenea.
»Al lado de las _Corvejonas_ figuran las _Pelagatas_... Pero ¡qué jugo
va usted a sacar de la lista que yo forme, si toda esa gente es nueva y
desconocida para usted, sin precedentes de nombre ni de arraigo en toda
la población? Ya las conocerán ustedes cuando vengan, si conocerlas
quieren, lo propio que a las de la jerarquía subsiguiente, las
calificadas de cursis por las primeras, y, como tales cursis,
menospreciadas.
»Entre tanto, sepa usted que, de poco tiempo acá, anda fluctuando entre
las dos categorías, con síntomas de caer en la primera, la sobrina de su
señor cuñado de usted, el marido de doña Lucrecia. Desde que empezó a
enriquecerse de veras este insigne villavejano, amparó rumbosamente a la
familia que le quedaba aquí, su madre y una hermana, ésta casada con un
labrador del barrio de la Aldea donde ellos vivían y eran labradores
también. Muriose la vieja, y quedó el matrimonio joven, con una niña, ya
establecido en el casco de la población y viviendo de sus rentas, o sea
de la pensión del mejicano. Metieron a la niña en la «enseñanza» de doña
Eustoquia; no era un adoquín, ni fea; desbravose allí bastante;
consiguió luego desbastar y pulir algo a su madre, que bien lo
necesitaba; muriose el padre de un tabardillo, porque la holganza y el
buen pesebre le tenían hecho un odre y algo picado a la bebida; creció
la muchachuela y se hizo una moza regular y de buen aire; tomole tal
cual a su lado la viuda... y como la espuma hasta hoy. Ambas saben que
viene este verano su sobrino de usted, y afirman que se hospedará en su
casa cuando pare en Villavieja, y que, como las quiere tanto... «¿quién
sabe lo que podrá suceder?» Conque sírvale a usted todo ello de
gobierno: lo uno, para su satisfacción, y lo otro, por si ha pensado en
preparar cuarto al mejicanillo en Peleches.
»Hablando ahora en serio otra vez, añado a lo dicho sobre las mujeres
_de tono_ de Villavieja, que tienen para exhibirse en toda su
pomposidad, cuatro bailes _de tabla_ al año: uno, el más solemne, el
tradicional del Ayuntamiento el día de la Patrona de la villa, y tres en
el Casino, dos de ellos en Carnaval y uno en Pascua de Resurrección.
Todos de sala y con larga cola, no de vestidos, sino de disgustos: en
unas, porque no fueron invitadas; en las invitadas, porque no debieron
serlo muchas «cursis» que lo fueron. Lo propio sucede cuando en el
Casino hay veladas artístico-literarias y leen los chicos poetas de la
localidad, y tocan el piano las señoritas que lo entienden. Siempre
quedan detrás de la fiesta ocho días largos de murmuraciones y
disgustos. Por eso, si bien se mira, donde mejor lo pasa durante el
invierno la juventud de ambos sexos, es en las reuniones que dan en
competencia las Escribanas y las de Codillo, y, a veces, las Corvejonas.
Cada cual de ellas invita a «sus relaciones», y nadie tiene derecho a
quejarse si no es invitado ni «relación» de la casa. Los paseos de moda
son, en invierno y con mal tiempo, los Arcos de la plaza; y con sol, la
Chopera de la Campada; en el verano, los mismos Arcos en el primer caso,
y en el segundo la Glorieta de la Costanilla, el mejor paseo de
Villavieja, como usted sabe, porque le tiene casi lindero de Peleches,
dominando la playa y el mar por una parte, por la otra la vega y por la
otra la villa; y no domina por la cuarta, es decir, por el sur tanto
como por la opuesta, porque allí está Peleches que lo domina todo,
incluso la Glorieta.
»Las horas de tono en todas las estaciones del año para pasear las
señoras, son las últimas de la tarde y a la salida de misa mayor en los
días festivos... En los días de trabajo no se pasea: se callejea por la
villa con cualquier pretexto, o _se anda_, como los simples mortales,
por donde se quiere o se puede.
»Como eterna protesta contra todos estos ceremoniales de similor, quedan
míseros restos de aquellas pocas familias de relativo abolengo, que en
tiempos de nuestra juventud eran gala y ornato de la villa. Se complacen
en asistir de trapillo adonde estén las otras muy emperejiladas, o en no
asistir de ningún modo, como a sus bailes, o en andar muy majas en
sitios y a horas diferentes. Así protestan; pero no triunfan, porque la
ley de los más se impone al cabo.
»Se va extendiendo demasiado esta carta, y aún me resta hablar a usted
de los hombres; no mucho, porque habría de sucederle a usted con los que
bullen y «dan el tono», lo propio que con las hembras equivalentes: no
los conocería por más que se los fuera citando uno a uno. Hay _clases_
también, y _distinguidos_ y cursis entre ellos, y distancias, por tanto,
que se guardan hasta en el Casino diariamente. Esto le baste, que mundo
y habilidad y cacumen le sobran a usted para deducir el resto.
»El Casino es el _alma mater_ de todos ellos. Allí van a parar los más
altos y los más bajos, los cursis y los distinguidos, de día y de noche;
y si en el establecimiento no se ha puesto una tachuela desde que usted
le conoció (donde aún continúa, encima _del Bazar del Papagayo_), no es
por falta de concurrentes abonados, sino porque, más o menos
distinguidos, todos los que van pasando por allí son de madera
villavejana, que ya sabe usted la virtud que tiene en esto de dejar que
las cosas se acaben por sí mismas, aunque no falta quien afirma que en
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