Al primer vuelo - 10

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El boticario se había puesto ya su gorro de terciopelo, y estaba sentado
entre puertas viendo pasar a la gente elegante en dirección a la
Costanilla para subir a la Glorieta. Sentáronse también los de Peleches;
y después de saber por don Adrián que don Claudio Fuertes se había
separado de él para ir un rato al Casino, comenzaron a contarle las
peripecias del paseo, con grandes elogios del barco y otros mayores de
la pericia náutica y extremada bondad de su hijo.
El cual, entre tanto, caminaba a todo andar hacia el muelle. Cuando
llegó a él, no pensó siquiera en meterse en el balandro que estaba a dos
brazas de la escalerilla: limitose a hacer a Cornias, ocupado en recoger
el aparejo a toda prisa, algunas advertencias sobre el particular, y
enseguida tomó el camino del Miradorio.
Le estaba preocupando a él la cosa aquella desde el momento mismo en que
había sucedido. No importaba dos ardites, bien examinada; pero debió
haber pasado de otro modo muy diferente... Anduvo, anduvo, pensando y
andando, sin mirar a un lado ni a otro, porque harto sabía que el mirar
era innecesario hasta llegar al punto preciso, que estaba bien marcado
en su memoria... cosa de media vara a la derecha del camino... subiendo;
porque ello había sido bajando, y entonces quedó a la izquierda... Por
allí, en tales días y a tales horas, no solía pasar gente; y aunque
pasara, sería lo mismo para el caso. ¿Quién había de fijarse?... Y
aunque se fijara, ¿valía ello para nadie, a la simple vista, el trabajo
de doblarse por la mitad?...
Anduvo otro buen pedazo del camino, y se detuvo de pronto.
--Aquí fue--se dijo--, y aquí debe de estar. Miró... y allí estaba:
sobre un tapiz de apretado césped, y entre dos helechos y un guijarro.
El mismo clavel, doble, _reventón_ y encarnado, con el rabillo tronchado
al rape: el que se le había caído a Nieves de la boca y había recogido
él... para volverle a tirar porque a Nieves ya no le servía... Este era
el caso.
Recogido el clavel, y después de contemplarle mucho, y hasta de examinar
la huella de los dientecitos de la sevillana, le olió con avidez. Por un
impulso maquinal... o no maquinal, se le llevó después a la boca; pero
por otro impulso de mejor casta, le apartó de ella.
--No se trata de eso--se dijo, conservando el clavel en la mano con gran
cuidado para que no se deshojara--, sino de cosa muy distinta... y más
decente. Por de pronto, vuelta hacia abajo, porque no hay necesidad de
que los badulaques de la Glorieta me atisben; y vamos poco a poco
poniendo el caso a su verdadera luz, como si le ventilara ante un
tribunal de maliciosos que dieran a este acto mío una significación a su
gusto.
Volvióse como lo pensó; y andando paso a paso, oliendo el clavel de
tiempo en tiempo y con la otra mano en la cadera, iba discurriendo al
siguiente tenor:
--El clavel se le cayó a ella de la boca; yo le recogí del suelo y quise
dársele; ella le miró, viole sin rabillo, y me dijo: «no sirve ya, puede
usted tirarle...» palabras textuales; y yo le tiré, bien sabe Dios que
contra mi gusto. Pero también me añadió: «si quiere». Es decir, que
dejaba a mi elección tirarle o no tirarle. Tampoco se me escapó este
particular. Pero supongamos que yo, en uso de mi derecho, me hubiera
quedado con el clavel: ya daba al acto una significación grave, de
cualquier modo que le ejecutara: callándome la boca, o explicándole. En
el primer caso, ¿cómo justificar mi silencio sin autorizar a Nieves para
que me creyera muy interesado en quedarme con el clavel?; y en el
segundo, tenía que meterme en una rociada de galanterías, que con toda
seguridad hubieran resultado cursis e impropias de un hombre serio que
mira a esos señores con la estimación respetuosa con que los miro yo. En
suma, que callando o hablando, al quedarme yo con el clavel, faltaba a
muchas consideraciones y declaraba una cosa que no es cierta. Pero pudo
muy bien Nieves, mirando el hecho desde su punto de vista de mujer, o de
niña mimada, decir para sus adentros: «¡qué grosero!...» o «¡qué pan
frío!» Y esto es lo que me duele, por si lo ha pensado ella y por no
merecerlo yo en buena justicia, y lo que me ha ido molestando toda la
tarde en la cabeza, con el propósito, además, de volver por el
clavelillo este en cuanto pudiera, y el temor de no hallarle cuando le
buscara. ¡Carape, si me ha preocupado todo ello junto! Ahora ya es
distinto: ya tengo en mi poder lo que buscaba... «Pues no comprendo»,
diría cualquiera, «ni los apuros de antes ni la tranquilidad de ahora;
porque lo hecho, hecho está, y el clavel, por sí solo, no vale el
trabajo que te has tomado viniendo a recogerle, según tú has declarado
ser verdad.» ¡Carape si lo es! «Corriente», volvería a decirme
cualquiera: «si lo hecho ya no tiene remedio, y el clavel, por sí solo,
no vale dos cuartos, ¿para qué te quedas con él?...» ¡Valiente reparo de
mala fe sería ese! Recojo el clavel y le guardo, por... por pura
rectitud de conciencia... vamos, para reparar yo, a mi modo, una falta
cometida con buen fin... Nieves seguirá pensando de mí por ese acto, si
por desgracia le notó, lo que mejor le parezca: santo y bueno; pues yo
estaré tan satisfecho con saber que son equivocados sus juicios, y que
tengo en mi poder la prueba de ello. ¡Qué carape! cada uno es como Dios
le hizo; y yo soy así. Y no hay más ni menos... y al sol.
Al llegar al muelle guardó el clavel, después de olerle, en su bolsillo
de pecho, con mucho tiento para que no se viera ni se deshojara. El
balandro estaba ya solo y en su fondeadero de costumbre. Siguió andando
Leto; llegó a la botica, de la cual se habían ido ya los de Peleches;
subió a la habitación sin detenerse, entró en su cuarto; y, como quien
lleva ya su resolución bien meditada, sacó de un cajón de su cómoda un
álbum-cartera lleno de apuntes hechos por él en el campo y en la costa,
y allí guardó el clavel, con mucho mimo, entre dos hojas en blanco,
después de haber pasado la vista por cada una de las que contenían
dibujos, con una fuerza de atención poco acostumbrada en el asombradizo
farmacéutico.
--Bien pudiera ser verdad--pensó mientras cerraba los broches de las
tapas, dejando el clavel adentro--, que no lo hago del todo mal.
Volvió el álbum al cajón, cerrole con llave, bajó a la botica, y
estúvose con su padre un buen rato hablando de los sucesos del día en
Peleches y en la mar. ¡Muy satisfecho estaba de ellos el boticario! Y
también de Leto. Se había portado como un hombre y dejado el pabellón
bien puesto en todos los terrenos... Con algo más de soltura hubiera
querido él verle en lo de pura cortesía; pero bastante había hecho, sí,
señor, bastante, para lo que era de temerse; ¡caray, si había hecho!
La escena acabó por irse Leto al Casino, donde le esperaba el Ayudante
de Marina para un partido de billar que dejaron los dos concertado la
víspera, dándole hasta quince tantos Leto, además de la salida, como
siempre.
En honor de la verdad, no estuvo el hijo del boticario aquella noche tan
chiripero ni tan acelerado como lo tenía por costumbre, ni de tanta
correa para las chanzas del fiscal; pero cierto es también que la brega
de la bahía, tras de las inusitadas emociones del convite, le tenía algo
desmadejado, y que el fiscal se permitió llevar las bromas a un terreno
de bastante mal gusto. El que al señor de Bermúdez le faltaba un ojo,
como podía faltarle a cualquiera, y que con su hija hubiera estado él,
Leto, más o menos atento, no autorizaba a nadie para preguntarle a cada
paso, y delante de ciertas gentes, por la salud y el valor, y el _saque_
y otras mil cosas del _Macedonio_; ni si tomaba o no tomaba varas, o si
era blanda o dura de cerviz «la hija de Darío». Era una gran
inconveniencia hablar así de personas tan respetables, en un sitio como
aquel... o en cualquier otro; y como así lo sentía, así se lo dijo al
fiscal, con mucha pena, pero resuelto a que cesaran las bromas. Y
cesaron; pero dejando en Leto ciertas heces que le amargaron mucho la
fiesta; y eso que el fiscal, lejos de ofenderse con la protesta, aunque
cambió de estilo y de asunto, se quedó tan fresco como una lechuga, y
tan amigo de Leto como siempre. Poco después de este incidente, llamó al
fiscal don Claudio desde una mesa de las más apartadas del billar, para
que fallara en la porfía en que estaba empeñado con sus compañeros de
tresillo, sobre una jugada que había hecho uno de los jugadores.
Con irse el fiscal y no volver; marcharse enseguida los abogados y el
médico que le acompañaban, y antojársele a Leto que se quedaba el
Ayudante algo mustio sin los mirones que le entretenían, y que apestaban
más que de ordinario los reverberos de petróleo, le fue entrando tal
flojedad y tal disgusto, que se dejó llevar de calle la mesa para acabar
cuanto antes el partido.
--¡Carape!--se decía mientras iba andando hacia la botica, con el
sombrero en la mano porque abrumaba el calor--, ¿no parece mentira que
un hombre en la flor de la vida haya podido gastar, como yo, lo mejor de
su tiempo libre en ese bochinche infame, dando trastazos a las bolas?...
Una mesa o dos, de vez en cuando, vaya; pero todos los días dos o tres
horas de faena en ese billar mugriento... ¡con ese olor!... ¡Carape, si
es tonta la diversión, bien mirada! Pues ¿y el fiscalillo ese, con su
lengua de puñal?... Yo le estimo, es la verdad... y suele tener los
grandes golpes... Vamos, que clava los apodos... Pero ¡carape! a lo
mejor tiene unas cosas... como las de esta noche, por ejemplo... Aquello
no venía al caso, ni siquiera era decente... Son personas respetables...
y amigas de uno... y acaba uno de comer a su mesa... Póngase cualquiera
en mi lugar; y si es persona decente, a ver si no haría lo que hice
yo... Sentiré que le haya dolido lo que le dije; pero él se tuvo la
culpa, y yo cumplí con mi deber... como hubiera cumplido si él continúa
con la broma y le rompo yo algo en la cabeza... ¡Carape si se lo rompo!
Y cuidado que le quiero bien, lo que se llama bien... Pero hay casos en
que se salta por encima de todo... como este caso... O es uno buen amigo
o no lo es; o es uno persona decente, o un granuja. ¡Carape, carape,
carape!... ¡Qué cosas, hombre!... ¡qué cosas más raras éstas!...
En la botica trabajó mucho sin gran necesidad, y canturreó bastante
aquella noche hasta la hora de cenar. Cenó regularmente y habló con su
padre, por largo, de lo que habían hablado ya antes de irse él al
Casino. ¡Estaban, los pobres, tan poco hechos a francachelas como las de
Peleches por la mañana, y a esparcimientos tan singulares como los de la
tarde!...
A la hora de costumbre se cerró la botica, y se recogieron los dos... El
padre, después de rezar sus oraciones, se durmió como un bendito. El
hijo no atrapó el sueño con tanta facilidad: le pesaba mucho la ropa,
aunque era la puramente indispensable para cubrirse, y no cabía en la
cama buscando posturas. Al fin, hecho un aspa, se quedó dormido.
Qué le pasó entonces por las regiones aletargadas del cerebro; qué
revoltijo de ideas incongruentes y de bizarras imágenes le poseyeron, no
se sabe a ciencia cierta; pero es cosa averiguada que a las altas horas
de la noche, saliendo de repente de su batalla y poniendo las manos
entrelazadas debajo del cogote, exclamó para sus adentros, en estado ya
de perfecta lucidez:
--¡Carape! ¿Será verdad que yo soy bastante buen pintor de acuarelas, y
que dibujo muy bien? Pues estoy a dos dedos de creerlo a puño cerrado.
¡Y mire usted que el mismo pintor que era mi maestro y me lo estaba
afirmando cada día, se fue de España sin convencerme!...
¿De dónde vino aquella idea al cerebro de Leto? ¿cuál fue la inmediata a
la parte de allá del límite puesto entre el estado lúcido y el de
sopor?... Leto, dispuesto a averiguarlo, tiró del hilo de la sarta de
todas ellas, y fue sacando del fondo tenebroso, una a una, imágenes
borrosas que, al entrar en la zona de luz de su discurso, iban tomando
formas y colores de realidad. Así aparecieron, en extraña procesión,
Nieves, con su túnica pajiza en la penumbra del Casino, pidiéndole las
acuarelas; su padre convidándose a ver el _yacht_ y convidándole a él a
comer en Peleches; Nieves, con mantilla, a la puerta de la Colegiata;
Nieves otra vez, vestida de blanco en su casa; las acuarelas, el
saloncito de trabajo, el comedor, el balandro y el inglés en apoteosis;
Cornias, un clavel rojo, unos dientes blanquísimos, el _Flash_ virando
por avante y escorando mucho; Nieves afrontando risueña lo que su padre
tenía por peligro, con la boquita entreabierta, la mirada valiente, el
entrecejo... (¡qué entrecejo aquél! un poco fruncido) y aspirando con
avidez la brisa de la mar y el deleite del paseo...
--¡Cuidado si es templada la chica esa!--pensó Leto, empezando a
discurrir en cuanto hubo pasado la última figura de la procesión--. ¡Y
guapa!... ¡Carape si es guapa!... y modesta, y sencilla para lo guapa y
principal que es... Otra en su pellejo ¡se daría un lustre!... Resulta
que le gustan mucho los paseos marítimos, y que quiere darlos en mi
balandro... ¡Buena ocasión para lucirle en lo que vale!... la única, si
bien se mira. Por este lado, me alegro del antojo. Pero adquiero un
compromiso que me ata; y no siempre está uno de igual humor... y luego,
con este condenado genio mío que no se puede amoldar a ciertos
perfiles... Y no es porque no se me ocurran las cosas, ¡quiá!... a mí se
me ocurre todo, y hoy se ha visto: yo la he dado el brazo, y la mano;
pero no está en eso la gracia, ¡qué carape! sino en hacerlo como es
debido, y no como yo lo hago... con esta maldita desconfianza... Lo
mismo que lo del clavel, que fue una burrada por más que se diga: pues
si yo tengo un poco de serenidad y el desparpajo que otros tienen, no le
tiro, ¡qué había de tirar?... En el balandro, menos mal, porque en
cuanto cojo la caña, ya estoy borracho y no conozco a nadie; pero para
llegar a ese punto hay que pasar por otros... Vamos, que, por este lado,
no me hace maldita la gracia el antojo ese: palabra de honor... Y no
pinta mal, ¡vaya!... bastante mejor de lo que ella cree... Digo, se me
figura a mí... Porque tiene un aplomo para afirmar y una fuerza de
convicción, que se imponen... Luego, no habla al aire y por hablar; y en
pintura entiende. ¡Carape si entiende! Hay en ella sentimiento del arte,
y gusto... ¡mucho gusto!... Cierto que aquí, en Villavieja, ¡está uno
hecho a tan poco, a tan poco y de tan mediana calidad, y tan visto!...
Pero no, señor, no: esa sevillanita, donde quiera que se la ponga, aquí
o en Valladolid... ¡Carape!... No, no, lo que es el primito de allá, el
original de la fotografía que estaba sobre el piano... porque según me
dijo ella misma, aquel retrato es el de su primo, el hijo de doña
Lucrecia, vestido de toga y con birrete... ya puede estar satisfecho si
es verdad lo que se cuenta... Y lo será por las trazas. Es demasiado el
mimo con que trata ella a la fotografía, para ser retrato de un primo
cualquiera... Y la pinta del mejicanito es buena: harán una parejita...
¡vaya!... A mí lo que más me llama la atención en Nieves, es aquella
serenidad tan firme con que mira y anda y se expresa... vamos, que todo
es natural y sincero en ese diablo de chica; y luego aquel acento
andaluz, aquel modo de llamar las cosas, con aquella voz tan bien
timbrada... En fin, que el mejicanito... nació de pie... de pie...
¡Carape, carape... carape!... ¡Qué... cosas... éstas... hombre!...
Y volvió a quedarse dormido como un tronco.
No por obra de ningún diablejo de aquellos que, en opinión de don
Alejandro Bermúdez, se entretienen en llevar por los aires chismes y
cuentos de oído en oído, levantando los tejados o colándose por los
resquicios de las puertas, sino por una prosaica y vulgar coincidencia,
se despertaba Nieves en su lecho en el mismo instante en que volvía a
dormirse en el suyo el hijo del boticario de Villavieja. A Nieves la
despertó una pesadilla. Soñaba que al fin su padre había consentido en
que Leto metiera en el agua dos tablas de la cubierta del balandro. Para
conseguirlo más fácilmente, Cornias había llenado de velas todo el palo,
hasta el mismo grimpolón azul con la F blanca. No cabía más lienzo allí.
De este modo, el _yacht_, henchido de viento hasta el tope, iba sobre
las aguas verdosas como una flecha, pero escorando, escorando,
escorando, hasta tener que agarrarse ella también a unas cuerdas. Ya se
había sumergido el carel y estaba sumergiéndose la primera tabla, cuando
una recalcada imprevista revolvió las aguas e hizo saltar un chorro de
ellas hasta el fondo del pozo, mojándola los pies. Esta impresión
ilusoria fue lo que la despertó sobresaltada.
--Pero está visto--se dijo al darse cuenta clara de que lo sucedido era
un sueño--, que se puede hacer eso... se entiende, con un piloto como
él... ¡Qué paseo tan delicioso el de esta tarde!
Y colocada ya a la claridad de este pensamiento, también tuvo antojo de
sacar a plena luz toda la sarta de sus recuerdos adormecidos en la
memoria; y tiró del hilo, y fue saliendo la correspondiente procesión.
Por cierto que no parecía sino que estaba tirando del mismo hilo de que
había tirado Leto poco antes, al ver cómo iban apareciendo en el desfile
la mayor parte de las cosas y de los sucesos que acababan de desfilar
por la cabeza del hijo del boticario.
Éste (don Adrián Pérez) rompía la marcha en la procesión de
Nieves, describiendo en su estilo singular el carácter y las aficiones
del hijo; después el hijo, en cuerpo y alma, vistiéndose acelerado la
americana junto al billar del Casino, con su pelo alborotado, su cara
ardorosa y sus inexplicables encogimientos; luego Leto, el mismo Leto,
pintor de acuarelas; enseguida el propio hijo de don Adrián haciendo la
apología de su barco; y Leto arrojando el clavel que ya no le servía a
ella; y Leto describiéndola el barco sobre el terreno; y Leto
gobernándole por la bahía... en fin, la misma procesión de Leto, vista
desde opuesto lado y ocupando el hijo del boticario el lugar que en ella
ocupaba la hija de don Alejandro Bermúdez, cuando la procesión desfilaba
por la cabeza de Leto; sólo que en el mirar de Nieves había de ordinario
menos curiosidad que en el de Leto. Cuestión de temperamento, sin duda.
Como persona, simplemente, a Nieves le había parecido Leto «un excelente
muchacho»: bondadosote, placentero y sencillo hasta dejarlo de sobra;
como pintor de acuarelas, notabilísimo; dándole el brazo a ella para ir
al comedor, un señorito de aldea; hablando de su barco, «otro hombre», y
gobernándole... ¡allí era donde había que verle! Era raro, rarísimo, que
un mozo que pintaba con la maestría que él, no lo diera la menor
importancia, y hasta lo desconociera... Buena era la modestia, pero
llevada a tal extremo, parecía sandez; y la sandez se compaginaba mal
con el talento que era indispensable para pintar lo que él pintaba y
decir lo que decía, por ejemplo, cuando hablaba de su amigo y de las
valentías de su barco. Entonces, como pintando, era un artista completo,
por su modo de ver, de sentir y de expresarlo. Hasta su aspecto era otro
más gallardo y lucido que el del Leto que se vestía la americana en el
Casino atropelladamente, o arrojaba al suelo el clavel que ella había
tenido en la boca, por no atreverse a guardarle, no por menosprecio
seguramente (¡qué inocente!... sería hasta capaz de creer que ella no lo
había notado), o la daba el brazo, deslavazado y torpote, en la salita
de su casa y en la escalera del muelle. Guapo era entonces también, eso
sí, porque como guapo y buen mozo, lo era siempre; pero sin el
desembarazo y la esbeltez varonil que le daban el olvido de sí propio y
el calor y fortaleza de sus convicciones y entusiasmos. Por eso, donde
más lucía era gobernando su _yacht_: le había llamado a ella varias
veces la atención aquella tarde. ¡Qué actitudes tan hermosas tomaba en
los momentos de mayor cuidado! Bien decía don Adrián que el balandro era
la borrachera de su hijo... Como Nieves había tratado a muy pocos
hombres y a esos pocos muy superficialmente, no se atrevía a asegurar si
abundaban los que se componían de elementos tan incongruentes como los
de Leto; pero abundaran o no, no podía dudar ella que Leto era un mozo
muy raro... Por supuesto, que hablando de él con su padre, con el de
Nieves, no le había comunicado todas estas observaciones, porque no le
parecieran demasiado y la llamara reparona... De todas maneras, raro o
no raro, guapo o feo, que esto la tenía a ella sin cuidado, Leto había
sido una gran adquisición, porque era un estuche de cosas, cabalmente de
las que más le gustaban a ella; y era preciso conservarle y sacar de él
todo el partido posible... Era de creer que con la frecuencia del trato
fuera él adquiriendo mayor confianza en sí mismo; y de este modo, lo que
en aquellos momentos le parecería al pobre chico carga pesada tal vez,
por razón de su cortedad, llegaría a resultarle lo contrario...
Entonces, satisfecho él... gozosa ella... todos contentos y
entretenidos... Rufita González... escribir a Méjico... Leto mar
afuera... Nachito con enaguas... ella _huerita_ y pintando... ¿qué
cosa?... ¿con quién?...
Se le enredaban y confundían las especies; y la procesión de antes, con
nuevas visiones ensartadas en el hilo entre las otras, volvía a
desfilar, pero a la inversa: de la zona de la luz, medio a obscuras ya,
a las profundidades más sombrías del cerebro. Pasó el último fantasma al
extinguirse el último destello de la luz; acabaron de cerrarse los
párpados entreabiertos; cayó sobre la almohada el perfil de la linda
cabeza, y se quedó Nieves dulce y profundamente dormida.


--XIII--
Las primeras semanas

Después de haberla temido tanto Nieves, le resultó hasta entretenida la
tarea de pagar las visitas que debía entre las recibidas de los
villavejanos en Peleches; porque, bien mirado el asunto, tenía su lado
original y pintoresco; y ella, al fin y al cabo, era algo artista y muy
observadora.
Sorprendió a Rufita González en enaguas y en pernetas, huyendo por el
pasillo al conocer la voz de los que llamaban, después que su madre les
había abierto la puerta. Tuvieron que esperarla un buen rato en la sala,
que era pequeñita, como toda la casa desde el portal, y vieja, por
supuesto, con puertas acuarteronadas, cerraduras y pestillos enormes, y
vidrios muy chiquitines, donde los había. Se llenaba la salita, que no
estaba sucia propiamente, con cinco sillas y un sofá de paja; una
consola con su espejillo encima, dos floreros y el retrato de Nacho, de
la misma _edición_ que el que tenía Nieves; un veladorcito en el centro
con tapete de _crochet_; seis litografías con marco enchapado de caoba,
en las paredes, y tres felpudos de colores en el suelo. Nada de
cielorraso. En Villavieja apenas se conocía ese lujo ni aun en las casas
más pudientes: el maderaje descubierto, con un par de lechadas o dos
manos de una tierra amarilla que abundaba en un covachón de la sierra.
La vivienda de las Escribanas era mucho mayor y hasta mucho más vieja.
Se entraba por un portal obscuro, con gallinero y todos sus accesorios y
_consecuencias_. La escalera tenía dos tramos solos: el primero y más
corto, de asperón desgastado por el uso; el segundo, que descargaba en
el piso, de tablones de encina, negros y revirados ya de puro viejos. La
sala de recibir era ancha y larga, pero baja de techo, y éste
embadurnado de amarillo. Tenía dos alcobas y un gabinete; las puertas,
macizas también y de abultado herraje; y como allí «se daban» reuniones,
abundaban las sillas más que en casa de Rufita González, y aun había
algunas de tapicería de lana; las alfombras eran de fieltro; se contaban
hasta cuatro rinconeras con baratijas del bazar de Periquet, y sobre la
consola, amén de los clásicos floreros con fanal y un relojillo de
bronce que no andaba años hacía, más baratijas valencianas y muchos
caracoles y cascaritas de la playa. Debajo de la consola una guitarra, a
cuyos sones, arrancados por las uñas de la Escribana mayor o de dos
«chicos» que alternaban con ella en las noches de reunión, se bailaba;
mucho lazo de colores y sendas tiras moldeadas, de latón amarillo, en
los cortinajes de las alcobas; las historias, en litografías iluminadas,
de _Moisés_ y de _Ricardo en Palestina_, con marcos revestidos de papel
dorado; los indispensables tapetes de gancho en los veladores del
gabinete y de la sala, y hasta tres escupideras de caoba, con serrín
sobre papel blanco, distribuidas en ambas piezas. Bastante aseo en todo
lo que estaba a la vista, y mucho ruido _adentro_, como de metralla de
vasar y cánticos en falsete arriba, y abajo el incesante cacarear del
averío.
La morada de don Eusebio Codillo: en la Plaza Mayor, con el retrato del
monarca reinante (porque era él, Codillo, del ayuntamiento) en el
testero de la sala, grande, vieja y sin cielorraso también, con muchas
sillas, dos sofás, dos consolas, cuatro floreros, seis alfombritas,
casi, casi de verdad, y mucho monigote valenciano por todas partes; un
pianejo resobado, punto más que clavicordio, a juzgar por su vitola
humilde y anticuada; guirnaldas y ramilletes de flores contrahechas en
paredes, mesas y veladores... y mucho gato, vivo y efectivo, de todos
pelos y tamaños, entrando y saliendo paso a paso, con el rabo en alto y
muy derecho, enratonados unos, zalamerillos otros, y todos muy sobones y
entrometidos.
Y así por este orden, alojadas todas las familias de igual pelaje, gato,
perro, lorito, velador o colgajo más o menos.
En otra jerarquía más elevada, los Vélez en su caseretón de alta y
ennegrecida fachada, llena de escudos mohosos y de balconajes oxidados,
empotrada y reventándose entre otras dos que, por lo humildes y
despatarradas, parecían estar sosteniéndola por obra caritativa; el
portal, enorme, obscuro, lóbrego y con el suelo de adobes; la escalera,
ancha, de zancas trémulas y peldaños jibosos; luego el vestíbulo, tan
grande y tan sombrío como el portal, con gran banco de madera con escudo
de armas tallado en el espaldar, arrimado a la pared debajo de un tapiz
descolorido ya y hecho jirones; después el estrado, como cuatro
vestíbulos de grande, con su tillo de anchas, abarquilladas y viejísimas
tablas de castaño; su techo de viguetería descubierta, de la misma
madera y del propio color que el suelo; sus claros abiertos a la
fachada, como tragaluces de mazmorra, por lo bajos y lo espesos; sus
sillones de alto copete, penetrados de la polilla; sus cornucopias
desazogadas; sus alfombras raídas; sus retratos de familia pintados en
lienzo, y su Ecce-Homo en cobre, borrosos y mordidos por la sarna de los
tiempos; sus damascos lacios y descoloridos; sus dos consolas con
columnitas de basa y capitel de metal dorado, sosteniendo los
sempiternos candelabros de malaquita y bronce; y en fin, su péndulo
asmático, de _carillón_ que ya no funcionaba; y el estrado y el
vestíbulo y la escalera y cuanto podían distinguir los ojos del profano
visitante, todo a media luz, y limpio y reluciente y silencioso,
inmóvil, frío y con el vaho de las criptas, como si allí no hubiera
hogar ni se viviera.
Al revés de la otra casa, el alcázar de la otra dinastía de Villavieja:
la mansión de los Carreños, la menos vieja de todas las de la villa, con
su poco de color en la fachada, vidrieras de a cuatro cristales, un
jardinillo en la trasera, suelos firmes y a nivel y techos de
cielorraso; la chimenea ahumando casi siempre; mucho ruido de sartén y
mucho tufo de cocina; mucho barullo en todo, y para todo poco aseo; los
muebles casi amontonados en la sala; los colores crudos y chillones;
mucha jaula con pájaros de mucha voz y grande y sucio comedero, como el
mirlo y el malvís entre otros; palomar en la buhardilla y mastín suelto
en el portal; en fin, dinastía sin abolengo, plebeya, encumbrada por la
fuerza del dinero y de la intriga en tiempos no lejanos.
Algunas familias de las visitadas, las que habían subido a Peleches a
ofrecer de todo corazón sus respetos a los señores, los agasajaron en la
visita con vinos dulces, bizcochetas y rosquillas, como era costumbre
allí; y si no la siguieron las Escribanas y otras gentes tales en
idéntica ocasión, fue porque no se les había hecho a ellas el mismo
agasajo en Peleches. Puntillos de etiqueta entre _iguales_.
Por supuesto que las Escribanas la armaron también aquel día. A media
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