Al primer vuelo - 02

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cuento...» ¿Estás tú? Pues aplica ahora el símil a la realidad del caso
nuestro, y te digo: mira, Nieves, yo, en tu lugar, a tu edad, en tu
posición, con tus racionales esperanzas de una larga y regalona vida,
tan regalona como decorosamente quepa en una mujer honrada y de buena y
cristiana educación, no comenzaría a gustar los placeres lícitos del
mundo por lo más revuelto y lo mayor, sino por lo más tranquilo y más
pequeño; no me expondría a corromper mis buenos instintos con los aires
viciados y los ejemplos peligrosos de la vida social de las grandes
ciudades, sino que me prepararía debidamente con otros aires más puros y
otros ejemplos más... vamos, más... ¡Canástoles! pongámoslo en plata y
acabemos: quisiera yo, Nieves de mi alma, que, ante todo, nos fuéramos,
pero en seguidita, por una temporada tan larga como pudieras resistirla
tú, a Peleches, al solar de tus mayores, donde yo nací y deseo morir,
cuanto más tarde, por supuesto; a Peleches, digo, donde no has estado
nunca, porque la fuerza de las cosas lo ha querido así, no porque a mí
se me haya pasado por alto la necesidad, como te consta por lo que me
has oído lamentarlo a cada instante. ¡Oh, y cómo había de lucirnos en el
cuerpo y en el alma esta determinación llevada a cabo en ocasión y en
época tan oportunas! Sin obligaciones escolares tú; desligado yo de las
trabas de mis negocios apremiantes, porque, en previsión de este caso,
he ido arreglando las cosas a mi gusto con el sosiego y el pulso
necesarios; libre tú, libre yo, con el tiempo y el dinero de sobra en
aquella comarca tan alegre y tan saludable... Peleches, por sí, no es
gran cosa para divertirse una mocita como tú; pero a dos pasos está la
villa donde hay un poco de todo lo que hay aquí, hasta gentes bien
educadas, con su correspondiente sociedad y respectivas diferencias de
nivel, pero sencillo y noble y aun patriarcal si se quiere; y además de
ello, pintorescas y sanas costumbres populares, horizontes admirables y
ambiente salutífero. De todo ello te puedes henchir, hija mía, sin el
menor riesgo de que te perjudique ni en la salud física ni en la moral:
antes al contrario, caerá como fecundante rocío sobre la hermosa
primavera de tu vida, y dando mayor firmeza y desarrollo a lo mucho
bueno que ya tienes, hará que sea mejor que ello todavía lo que vayas
acopiando. Ya sabes la fe que tengo yo en ciertos principios de higiene,
aun puestos en práctica en los sitios y ocasiones menos a propósito para
acreditarlos. No tiene escape, Nieves: dame un aire puro, y yo te daré
una sangre rica; dame una sangre rica, y yo te daré los humores bien
equilibrados; dame los humores bien equilibrados, y yo te daré una salud
de bronce; dame, finalmente, una salud de bronce, y yo te daré el
espíritu honrado, los pensamientos nobles y las costumbres ejemplares.
_In corpore sano, mens sana_. Es cosa vista... salvo siempre, y por
supuesto, los altos designios de Dios. Me lo has oído muchas veces; y no
podrás negarme que durante tu niñez, a falta del aire libre de mi
tierra, te has sorbido la mitad del que corre a caño suelto en los
paseos más desahogados de Sevilla. Pues si la receta no falla ni en
naturalezas míseras y enclenques y de mal enderezados pensamientos, ¡qué
prodigios no obrará en la tuya, que es modelo de naturalezas ricas,
nobles y bien equilibradas? Miel sobre hojuelas, hija mía... Para
concluir de una vez: véate yo en Peleches alegre y satisfecha y
triscando como suelta cabritilla, aclimatada a aquellos lugares y
aquellas costumbres medio bravías y medio urbanas, y de tu cuenta dejo
el señalarme entonces el día y la hora para hacer tu presentación al
mundo ruidoso de las grandes capitales... Con el temple de las armas que
hayas adquirido de ese modo, que te entren moscas aquí... ni en San
Petersburgo... Y éste es el caso, mondo y lirondo.
Dicho esto, afirmó otra vez don Alejandro las manos en los
correspondientes muslos, y con el ojo bueno clavado en los de Nieves, y
la cara muy risueña, se dispuso a recibir la contestación.
Que no se hizo esperar mucho, porque precisamente le estaba retozando a
Nieves en los labios y en los ojos y en todo el cuerpo, vuelta a su
ordinaria tranquilidad mucho antes de que diera fin el pintoresco
discurso de su padre.
--¡Valiente caso!--dijo echándose a reír de todas veras.
--¿Por ahí le tomas?--exclamó su padre muy gozoso también, aunque no
poco sorprendido.
--Y ¿por dónde si no?--replicó su hija--. ¡Pues si he estado a pique más
de dos veces, en estos últimos días, de pedírtelo como un gran favor!
¿No conoces bien mis gustos?
--¡Canástoles!... De manera que todo lo que te he estado predicando...
--Sermón perdido, papá del alma... ¡Y cuidado que te había salido bien!
¡Qué lástima!
--¡Aduladora! Pues mira, aunque mis sudorcillos me había costado, por
bien perdido le doy.
--¡Eso es ser rumboso!... ¿Y no tienes que pedirme algún otro favor por
el estilo?
--Mujer--respondió Bermúdez después de dudar unos instantes y rascándose
un poco la cabeza con un dedo--, tanto como favor, no diré; pero otro
ratito de plática amistosa, nada más que amistosa, del corte de la
presente, puede que sí.
--¿Sobre Peleches también?--preguntó Nieves frunciendo un poco el
entrecejo monísimo.
--Precisamente sobre Peleches, tomado como punto principal de la
plática, no.
--Y ¿ha de ser ahora mismo la plática esa?
--Tampoco--respondió don Alejandro, volviendo a dudar y a rascarse--.
Dentro de unos días, si se me ocurre y viene a pelo; porque te advierto,
para tu tranquilidad, que no es asunto de vida o muerte para ti ni para
mí... Hablar por hablar, como el otro que dijo, y cosas de señor
mayor... porque ya voy subiendo los cincuenta y cinco arriba, hija del
alma, y hay que tenerlo todo presente a estas alturas, y mirar a muchos
lados, por si a lo mejor se le van a uno los pies... y sanseacabó el
viaje de repente, ¡canástoles!
--Vaya--dijo aquí Nieves con un gestecillo muy gracioso--, hazte el
ancianito ahora y ponme triste a mí.
--¡Eso sí que fuera una gansada de órdago!--exclamó Bermúdez formalmente
indignado contra sí mismo--, y sin maldita la necesidad; porque, hoy por
hoy, siento retozarme en el corazón la vida de los treinta años... Es la
pura verdad, créemela por éstas que son cruces. Dije eso... por decir.
--Pues por decir dije yo lo otro, inocente de Dios,--respondió Nieves a
su padre dándole un beso en la mejilla correspondiente al ojo huero.
--Pelillos a la mar entonces,--concluyó, casi llorando de gusto, el buen
Bermúdez Peleches, y pagando el beso de la hija con otro muy resonado.
--¿De modo--añadió ésta quedándose delante de la silla que antes había
ocupado--, que no hay más asuntos que tratar por ahora entre los dos?
--¿Por qué lo preguntas?
--Porque tengo que hacer en otra parte de la casa... Ya ves tú, la
señora de ella, y lo mejor del día gastado en conversación...
--¡Canástoles, lo que voy a salir yo ganando con un ama de gobierno tan
hacendosa como tú!... Pues respondiendo a tu pregunta, digo que no hay
más asuntos.
--Hasta luego entonces.
--Hasta siempre, hija del alma... ¡Ah! por si se me olvida después: ya
sabes que el primer ejemplar de tu retrato ha de ser para _los_ de
Méjico. El _suyo_, a la hora presente, debe de estar ya si toca o llega.
Se dio por enterada Nieves con un movimiento de cabeza sin volver la
cara, y salió de la estancia. Su padre salió también, pero con rumbo
opuesto, y se encerró en su despacho, en el cual escribió una muy
extensa carta, que mandó más tarde al correo, con sobre dirigido «Al Sr.
D. Claudio Fuertes y León, comandante retirado, en Villavieja».


--III--
El ojo de Bermúdez Peleches

El retrato de Nacho llegó a Sevilla, días andando, con una carta del
flamante jurisperito para Nieves, y otra de su madre para don Alejandro,
y la fotografía de Nieves salió para Méjico con una carta de ésta para
su primo, y otra de su padre para Lucrecia.
_Lo_ de esta hembra denodada había llegado ya a su grado máximo. Para
escribir lo poco que escribía a su hermano, tenía que ingeniarse
metiendo la barriga debajo de la mesa, y aun así apenas alcanzaba con la
mano al papel. Era una boya que no cabía ya en ninguna parte, ni
concebía otra postura, relativamente cómoda, que la de las boyas,
flotando, la cual era irrealizable, tan irrealizable como su viaje a
España, si Dios no hacía el milagro de enflaquecerla una tercera parte
cuando menos, en lo que faltaba de primavera, para poder embarcarse en
los primeros meses del verano. Poniéndose en lo peor de lo probable, era
cosa resuelta ya que viniera Nacho solo a conocer a su familia de
España, y a dar, de paso, un vistazo a lo más importante de los Estados
Unidos y de Europa. Tal era el proyecto acordado allá, y se realizaría a
mediados del verano. También Nacho hablaba de ello a su primita; pero
¿en qué términos?
Esto es lo que deseaba averiguar don Alejandro; porque es de saberse que
Nieves, de dos años atrás, no leía a su padre las cartas que la escribía
su primo, ni tampoco los borradores de las que ella le escribía a él.
Los dos hermanos Bermúdez Peleches continuaban en perfecto acuerdo sobre
cierto plan forjado desde que los respectivos hijos eran pequeñuelos.
Pero ¿conocían los hijos los proyectos de sus padres? ¿Los tenían por
buenos y los habían aceptado con gusto? Don Alejandro podía jurar que de
sus labios no había salido una palabra dirigida a Nieves, con intento de
descubrírselos. Su hermana Lucrecia aseguraba lo propio con relación a
su hijo. ¿Sería verdad? Y siéndolo, ¿habría nacido la misma idea entre
los dos primos, a fuerza de cartearse y de cambiarse los retratos... o
por obra de ciertos diablejos desocupados que se divierten trayendo y
llevando por los aires e ingiriendo en este oído y en el otro el rumor
de las confidencias más secretas, y hasta el polvillo de los
pensamientos mejor guardados? En su concepto, era llegada la hora, medio
anunciada días atrás a su hija, de tratar con ella de este peliagudo
caso. La fortuna se la puso a tiro, en el acto de colocar Nieves el
retrato de su primo en un elegante marco de _peluche_ rojo, y tomó
pretexto de ello para entrar en materia...
--Te repito--la dijo--, que le está de molde el vestido ese.
Nieves, sin volver la cara hacia su padre, alejó el retrato que tenía
puesto ya en el marco; y después de contemplarle unos instantes con los
ojos un poco fruncidos, plegó otra vez el brazo y respondió con la mayor
indiferencia mientras dejaba el cuadro sobre el mueble más próximo:
--No está mal así.
Lo propio que ya había dicho otra vez, como se recordará, y sin que
nadie se lo preguntara.
Con igual frescura y la misma indiferencia, respondió al largo y
malicioso interrogatorio con que su padre la estuvo asediando un buen
rato.
--Y ¿qué tal de estilo?--llegó a preguntarla--. ¿Se ha corregido algo de
aquellas melopeas guachinanguitas desde que yo no leo sus cartas?...
Porque bien sabes tú que, de dos años acá lo menos, ya no me las enseñas
como me las enseñabas antes... ¡Picarona!
Ni por esas. Nieves no se puso colorada ni se apuró lo más mínimo.
Respondió lisa y llanamente que allí estaban las cartas, si quería
leerlas, y que si no le había enseñado las recibidas durante los dos
últimos años, consistía en que precisamente era ese el tiempo corrido
desde que ella había caído en la cuenta de que no tenía substancia
maldita la retórica de su primo.
¡Canástoles! ¡y se lo decía tan fresca y tan!... Pues para fingimiento y
embustería, ya pasaba de la raya aquello; y si le hablaba en verdad, le
quedaba por andar todo el camino para llegar adonde se dirigían él y su
hermana desde tiempos bien lejanos. ¡Por vida de!...
Tocó enseguida otro registro nuevo: Peleches. Cómo era aquella casa, qué
habitaciones tenía, cuál de ellas sería más a propósito para Nacho y
cuál para ella, para Nieves, según lo que aconsejaba el buen sentido...
y también las circunstancias. (Esto de las circunstancias lo subrayó muy
fuerte, hasta temblarle un poco la voz y los párpados del ojo bueno.)
Nieves bajó entonces un tantico los suyos; y mientras daba golpecitos
con los dedos de su diestra en el cristal del retrato de su primo, con
la otra mano deshojaba, sin percatarse de ello, una de las flores del
manojito que llevaba prendido sobre el pecho. Por allí dolía, según las
señales que no pasaron inadvertidas para el ojo de Bermúdez. Pues ¡duro
allí, canástoles, hasta que sangrara! Y se ensañó el buen hombre,
fantaseando cuadros domésticos, idílicos y bucólicos; pero ¡cosa rara!
cuanto más clamoreaba la zampoña de Virgilio y Garcilaso, más
indiferente y fresca iba mostrándose Nieves. ¡Cómo demonios era aquello?
Acabó por perder la paciencia y los estribos, y se tiró a fondo con
estas preguntas:
--En fin y remate de todo este fregado, hija mía: a ti ¿te interesa algo
o no te interesa la venida de tu primo? ¿te da igual que viva con
nosotros o con los parientes de Villavieja? ¿que coja ley a la casa y a
las personas de Peleches o que no se le dé un ochavo de cominos por
ellas? ¿que se marche aburrido a los ocho días de llegar, o que no se
deje arrancar de allí ni con azadones y agua hirviendo? ¿que sea un
borreguito de mieles para ti, o que no le merezcas mayor estima que un
costal de paja? Responde y entendámonos.
Como el ojo de Bermúdez flameaba algo y su hablar era vehemente y su
acento un poco duro, Nieves, con estos síntomas y bajo el peso abrumador
de tantas y tan delicadas preguntas, quiso responder, pero con la debida
cordura, y no supo. Atarugose mucho; sofocola el trance inesperado, y
acabó por no saber de qué lado sentarse ni en qué sitio fijar la vista
de sus turbados ojos.
--Entendido, hija mía, entendido--exclamó al punto su padre, que no
desperdiciaba síntoma ni detalle--. Entendido de pe a pa, como si los
mismísimos angelitos del cielo me lo cantaran al oído. Entendido--añadió
levantándose de la silla en que se sentaba--, y no se hable una palabra
más. ¡Ah, qué torpe y qué simple y qué bárbaro fui empeñándome en que se
me pusiera en las palmas de las manos lo que no debe ser mirado sino con
los ojos de allá dentro!... ¡Qué sabes tú de esas cosas tan quebradizas,
tan escondidas y tan hondas, ni con qué vergüenza te atreves a echarles
la zarpada brutal para revolverlas y profanarlas?... Perdóname, hija
mía, siquiera por la honrada intención que tuve al ponerte en el apuro
en que te puse. Quédate con tu secreto que te acredita de juiciosa, y no
se hable más de esto hasta que tú lo desees. A mí con lo callado me
basta. Un beso ahora para sellar las paces, y adiós.
Se adivinan la temperatura del beso y la calidad de la sonrisa con que
despidió Nieves a su padre.
El cual, andando hacia su despacho, resumía y salpimentaba de este modo
los frutos de su terminada indagatoria:
--Se ve y se palpa. No cabe la menor duda. Está en inteligencia
perfectísima con su primo; y no por sugestiones extrañas ni por consejos
oficiosos de nadie, sino por nacimiento espontáneo, o providencial, de
esa idea o de ese sentimiento en la cabeza o en el corazón de entrambos;
circunstancia que dobla el interés y el valor de la cosa. Nachito, según
las incesantes afirmaciones de su madre, no tiene tacha en su moral; y
según lo declaran bien palpablemente sus retratos, tampoco la tiene en
su físico. De caudal, no se hable: será una mina de oro acuñado.
Nachito, con estas condiciones y prendas tan ventajosas, hoy por hoy,
entiéndase esto bien, hoy por hoy, reina en el corazón y en la cabeza de
su prima. La cabeza y el corazón de Nieves, hoy por hoy... hoy por hoy,
digo, están como dos tablitas de cera virgen: lo que en ellas se
imprima, allí se quedará por los siglos de los siglos, si no se borra
con la impresión de otro muñequito nuevo que estampe alguna mano
alevosa. Un padre, de los ramplones de tres al cuarto, no hubiera parado
mientes en este particular delicadísimo; y por lo mismo que veía a su
hija precozmente desarrollada en lo físico y en lo intelectual; por lo
mismo que la veía transformada, de la noche a la mañana, en mujer, y en
mujer donairosa, elegante y llamativa, con todos los elementos a
propósito para brillar y divertirse honradamente en el mundo, «al mundo
con ella antes con antes», se habría dicho; y en el mundo la habría
zambullido de golpe y porrazo... ¡Ah, padre bobalicón y mal aconsejado!
¡Quién es capaz de predecir lo que será de los pensamientos y de las
inclinaciones y hasta de los caprichos de tu hija, respirando un
ambiente que jamás ha respirado, y sin armas para defenderse en una
región que nunca ha visto, llena de tentaciones y de estímulos que han
de cebarse en su desapercibida naturaleza, como los mosquitos en el
almíbar? Y si tienes en algo lo que lleva ya estampado en sus tablitas
de cera, ¡quién te asegura a ti que no será borrado por la impresión de
otra cosa, y que esta nueva impresión no resultará llaga maligna y
enfermedad incurable? Pues bien: yo, aunque con un ojo solo, he guipado
más que tú, que tienes los dos servibles, en ese delicado particular; y
porque vi a Nieves precoz y que tenía algo que guardar en su almario,
algo muy bien estampado en sus tablitas de cera, precisamente por eso,
en lugar de meterla ahora en las bullangas del mundo y sus esplendores
engañosos, me la llevo a las soledades de Peleches, donde corre el aire
libre y puro, y hay luz sin estorbos y naturaleza en toda su
grandiosidad, para que nutra la sangre y fortalezca el espíritu, y se
endurezca la cera y no se borre a tres tirones lo que en ella hay
estampado; a Peleches, ciego, a Peleches, donde ni en ambiente ni en
costumbres se hallará, aunque se busque de intento, cosa que pueda
tentar a la inexperta doncella para torcer y malear la índole de sus
ideas ni la dirección de sus juiciosos pensamientos. Y si al fin de la
jornada resulta que no merece su primo los que ella le viene
consagrando, tanto mejor para que lo conozca así y no la mate ni la
alucine la pesadumbre... o el despecho del desengaño. Esto es jugar a
pulso y con tino y delante de la cara de Dios; esto es, en suma, llevar
las precauciones y el celo y el tacto hasta donde humanamente pueden
llevarse. Con ello cumplo como hombre avisado y como padre cariñoso; y
así me encuentro satisfecho, lo que se llama satisfecho hasta la
hartura... ¡Canástoles! y a la porra lo demás.
Pues bueno: si las exploraciones de don Alejandro Bermúdez Peleches en
los profundos de la conciencia de su hija, tan alarmantes por lo
aparatosas, las hubiera hecho, con su llaneza habitual, Virtudes, por
ejemplo, la íntima de Nieves en el colegio, Nieves, por derecho y a la
buena de Dios y con el laconismo que ella usaba, habría satisfecho la
curiosidad de Virtudes en la siguiente forma, palabra más o menos:
--Desde que sé leer y escribir, tengo yo sospechas de que papá y mi tía
Lucrecia quieren que sirvan _para algo_ las cartas y los retratos que
nos mandamos tan a menudo Nachito y yo. Chiquitín era él, y ya me
requebraba. Se lo reprendí muchas veces, no precisamente porque me
requebraba, sino por el modo de requebrarme. ¡Me decía unas cosas tan
pegajosas! Figúrate que hasta me llamaba _huerita_, porque soy rubia. Él
tomaba las reprensiones a broma, y apretaba el requiebro; y papá, que
entonces leía las cartas, las que iban y las que venían, celebraba mucho
estas peleas y me aseguraba que, con el tiempo, irían teniendo más
substancia los donaires de mi primo, y que entonces ya me gustarían. Por
de pronto me ponía en las nubes su hermosura, y me leía las cartas en
que su madre le ponía sobre el sol, por el cuerpo y por el alma. No
tenía pero ni por dentro ni por fuera. A mí lo mismo me daba. Crecimos
los dos: él entró en la Universidad y yo en el colegio. Como pollo
guapo, lo era de verdad entonces; y por lo que toca al estilo, algo se
había corregido en lo meloso, pero todavía se pegaba. En el colegio hay
que entregar y que recibir abiertas las cartas, para que se entere de su
contenido la Madre que entiende en esas cosas. Pues a mí me las recibían
y me las entregaban cerradas, por encargo terminante de papá: con esto,
y con haberme advertido él que no interrumpiera mi correspondencia con
Nachito a pesar de mis ocupaciones de colegiala, me afirmé más en creer
que algo se andaba buscando en el empeño de que nos carteáramos a menudo
y en secreto el mejicanito y yo. El tal mejicanito, según iba creciendo
y estudiando, iba ahondando, aunque no mucho, en los asuntos de sus
cartas; pero a mí me seguía sonando todo ello a música de gomoso, y por
ese lado me despachaba con él. Así llegamos los dos, Nacho al fin de su
carrera y yo a salir del colegio, sin haberme dicho él nunca cosa alguna
en serio y formalmente, y sin echarla yo de menos ni extrañarme de que
no me la dijera. Que continúa siendo guapo y hombre de bien y es muy
rico, y va a venir a España para vivir con nosotros y conocer a su
familia... no me pesa nada de ello. Que viene con intenciones declaradas
de que resulte lo que yo sospecho que se han propuesto sus padres y el
mío... eso será lo que sea y según yo esté de humor, y me llene él o no
me llene. Que, estando así las cosas, le desfiguran las viruelas, o
resuelve no venir ni acordarse más del santo de mi nombre... pues tal
día hará un año. Sentiré lo de las viruelas, como se siente una
desgracia en un amigo que es pariente además; pero en cuanto a lo otro,
una agradable curiosidad de menos, y santas pascuas.
--Corriente--diría entonces la curiosilla Virtudes, deseando conocer
hasta el último escondrijo del almario de su amiga--. Nada te inquieta,
nada te apura, y vives en la mayor tranquilidad, por lo que toca a tu
primo el mejicano; pero a la edad en que te hallas, con la salud y la
belleza que posees, recién salida de la prisión del colegio, lo adorada
que te ves de tu padre, tan rico y tan complaciente y tan campechano,
¿qué demonio es el que más te tienta ahora?... Porque alguno ha de
tentarte, o es mentira que el demonio no sosiega. ¿Cuál es tu mayor
ambición por de pronto? ¿qué es lo que con mayores ansias apeteces y
deseas?
Sin titubear hubiera respondido Nieves:
--Aire, luz, independencia, ruido de arboledas y música de pajarillos.
Sé que hay grandes ciudades llenas de maravillas, para admiración y
recreo de las personas ricas y desocupadas, y que las mujeres de nuestra
clase brillan y gozan entre los placeres de su mundo. Todo eso está bien
donde está; pero hoy no me tienta, porque no lo echo de menos todavía.
Si me metieran entre ello, lo aceptaría sin grandes repugnancias; pero
puesta a elegir, me quedo con lo otro, que me gusta más ahora, y sin
temor de que me engañe el pensamiento, porque bien sabes tú que siempre
fui muy inclinada hacia ese lado. Y no hay más.
Y no lo había, realmente, en los adentros de la pobre muchacha, tan mal
comprendida por su padre en ese particular... y en algún otro, pues no
debe olvidarse que el arrechucho gordo de don Alejandro Bermúdez
Peleches nació de haberla visto, de súbito, vestida de mujer, con unos
fulgores y unos centelleos y un poder incendiario que le metían miedo; y
hay que dejar bien declarado, hasta por obra de justicia, que no había
en la naturaleza física de Nieves el menor detalle que no estuviera en
cabal armonía con el sosegado equilibrio y la honrada disciplina de su
conciencia moral.
Efectivamente: ese equilibrio y ese sosiego y esa honrada disciplina, y
no otras cosas más feas, acusaban el tranquilo y hondo mirar de sus
rasgados ojos azules, su boca tan bien plegadita y tan fresca, la
blancura nacarada de su tez, la riqueza sobria y elegante de los
contornos de su busto, la finura de su talle y el aplomo reposado y la
gallardía de su andar.
No era alta ni daba en cara por hermosa; pero sí por _interesante_ en
sumo grado. La única nube que obscurecía a menudo la transparente
claridad de su semblante, era un repentino fruncimiento de su lindo
entrecejo; pero este detalle, como efecto mecánico de una extremada
sinceridad de pensamientos y de impresiones, no daba a la expresión de
su mirada el menor acento de dureza. Era sana como un coral, muy
ingenua, sobre todo, y diligente y animosa. Pintaba un poco, tocaba
regularmente el piano y leía con gusto los buenos libros de imaginación.
No era una artista; pero sentía y saboreaba el arte a su manera.
¡Y el bendito de su padre, sin acertar a leer lo que estaba tan a la
vista en aquel libro tan abierto!
Pensando como se ha visto, llegó Bermúdez a su despacho; y manoseando la
correspondencia que el ama de llaves había dejado sobre su pupitre
mientras andaba él a caza de los secretos de Nieves, topó con una carta
que traía el sello de la administración de correos de Villavieja.
Alegrose mucho de ello, y se sentó para leerla con toda comodidad,
porque prometía, por el bulto, ser bastante larga.
Abriola, y lo era en efecto. La firmaba don Claudio Fuertes y León, y
decía lo que podrá ver el lector, si es curioso, en el siguiente
capítulo.


--IV--
De lo que escribió desde Villavieja Don Claudio Fuertes y León, a Don
Alejandro Bermúdez Peleches

Mi amigo y señor: quedan en ejecución y serán cumplidas conforme a los
deseos de usted, las órdenes que se sirvió darme en su favorecida carta
última, lo propio que lo han sido ya las que me ha ido comunicando en
sus tres gratas anteriores, «en previsión», como usted decía, «de lo que
pudiera suceder el día menos pensado». La noticia de que, al cabo,
sucederá con entera certidumbre y en fecha no lejana, que también me
fija usted, me ha servido de grandísima satisfacción. Quédame, sin
embargo, el temor de que le engañen a usted algo los deseos en cuanto
comience a realizarlos en esta vetusta y apolillada soledad, al cabo de
tantos años de rodar por el mundo y de residencia en una de las ciudades
más hermosas y florecientes de él. Cuando menos, es muy de recelar que,
si no usted, porque ha nacido aquí y lo conoce bien y lo ama, pues lo
arraigó en su corazón siendo niño, la señorita Nieves, que se halla en
muy distinto caso, se aburra a los cuatro días; y en aburriéndose ella,
ayúdeme usted a sentir. Pero a esto me replicará usted que me meto en lo
que no me importa, y a buena cuenta le pido mil perdones por el
atrevimiento.
»Cuando venga usted verá que se ha sacado todo el partido posible del
deteriorado palación, y que no pegan del todo mal, después de las
reparaciones hechas en él, aunque de prisa y corriendo y con los pocos y
malos elementos que aquí hay, el piano y los demás muebles, trapos y
cachivaches que usted me ha ido remitiendo, en los lugares que ocupan,
según sus minuciosas instrucciones. En pliego adjunto le envío una nota
bien detallada y comprensiva de todas las mejoras efectuadas en Peleches
bajo mi dirección, para gobierno de usted antes de salir de Sevilla.
Celebraré que le satisfaga.
»Dicho esto, paso a cumplir lo más peliagudo de todas las comisiones que
he tenido el gusto de recibir de usted desde el día en que me honró con
el cargo de apoderado suyo en este término municipal. Díceme usted que
le envíe abundantes noticias, que sean así como a modo de pintura fiel
de Villavieja en su estado actual, mirada por fuera y por dentro, porque
hace muchos años que la ha perdido usted de vista y desea, cuando a ella
vuelva, no pisar como en terreno desconocido. Con la seguridad de
hacerlo mal, pero con el propósito firme de servirle a usted fielmente,
allá va, a la buena de Dios, la pintura que me encomienda; y «si sale
con barbas, san Antón...»
»Si le dijera a usted que Villavieja estaba en el propio ser y estado en
que usted la dejó tantos años hace, le engañaría a usted y adularía a
Villavieja; porque, en rigor de verdad y cumpliendo la ley de su
destino, tiene de peor que entonces el estrago del tiempo transcurrido,
y el de las miserias y la incuria de sus habitantes. De mejor, ni un
ladrillo, ni un clavo, ni una teja. Lo que a la salida de usted estaba
temblando, se ha venido al suelo, y mucho de lo que estaba firme y
erguido entonces, se tambalea ahora preparándose para caer, o escarbando
para echarse, como en casos parecidos se dice por acá. De pueblos de
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