Al primer vuelo - 07

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continuo su papel de librepensador propagandista; por todos, menos por
Leto, que se quedó mirando de hito en hito al fiscal... hasta que de
pronto soltó una carcajada.
--¡Carape!--exclamó enseguida--, que está de molde el apodo.
--Gracias, muchacho--dijo muy serio el fiscal.
--Vamos, que quedará como otros muchos.
--No lo dije por tanto; y hasta lo sentiría, porque tengo los mejores
antecedentes de ese caballero, y en especial, de su hija. Dicen que es
cosa excelente... Pero ¿en qué quedamos? ¿ha ido usted o no ha ido a
verlos?
--¡Yo!... ¿a qué santo?
--Al santo de que ha ido media Villavieja... ¡Canario, cómo se conoce
que tienen guita larga!
--Pues mire usted... (Allá va eso, Ayudante... Vaya usted contando: la
carrerita del medio, carambola y billa... Aguarde usted, que también el
mingo se va a colar... ¡Se coló!... Dos y seis, ocho; y seis, catorce.
Apunta, muchacho.) Pues iba a decir que, sin que yo tenga personalmente
nada que ver con ellos, ni los conozca siquiera más que de oídas, es lo
cierto también que, por una casualidad, no estuve ayer en Peleches de
punta en blanco, y que por poco más de lo mismo, no he subido hoy allá.
--¡No le dije yo? A ver eso, hombre.
--Y ¿qué ha de verse? Lo que le dije al principio: que nada tengo que
hacer en Peleches, y que por eso no he ido.
--Como decía usted que por una casualidad...
--(Apunta eso más, muchacho... y no se queme, Ayudante. Ya sabe que soy
un segador chiripero.) Lo decía por mi padre.
--Ahora lo entiendo menos.
--Mi padre es muy amigo de don Alejandro desde que éste andaba por acá.
Ayer se torció un pie.
--¿Quién? ¿don Alejandro?
--No, señor: mi padre.
--Corriente.
--Torciéndose un pie... poca cosa... ya está casi bien. (¡De maestro,
señor Ayudante, de maestro! Pérdida con tres palos, y cubierto yo; y
además pegado como una ostra... ¡Carape!... Vamos, un tanto más para
usted...) Pues torciéndose un pie mi padre en un hoyo de la botica, no
pudo subir ayer a Peleches a saludar a ese señor; y no pudiendo subir,
le escribió una esquelita a última hora de la tarde, al ver que yo no
volvía.
--¿De dónde?
--De voltejear por afuera. Porque él había pensado que hiciera yo la
visita en su lugar... (Otro golpe bueno, Ayudante. A ese paso, me la
lleva usted. Pero ya nos veremos un poco más allá. Estamos veinticuatro
por diez y ocho... ¿no es así? Me faltan doce... cuestión de un golpe o
dos... ¡Ajá!... Apúntame esos cinco tantos por de pronto.) Al volver ya
de noche, me lo contó mi padre con lo de la torcedura, que ocurrió
después de salir yo de casa donde le dejé arreglándose para subir.
--¿Adónde?
--A Peleches... ¡Y quería que yo le acompañara!... Como ha querido hoy
que subiera a decirles que todavía continuaba él sin poder salir de la
botica...
--Y bien querido.
--¡Quite usted allá, hombre!... ¡Pues soy yo a propósito para esas
embajadas y esos!... Todavía ayer, si hubiera estado en casa, por
complacer a mi padre y no tener disculpa de fuste para lo contrario...
¡pero hoy, estando él ya para subir de un momento a otro, y después de
la carta de anoche!... (¡Carape!... se me pasó la bola... Vaya otro
respirito más para la agonía de usted, Ayudante.)
--Pero ¿por qué se resiste usted tanto a complacer a su padre en un
asunto tan hacedero y llano y hasta gustoso?
--Por demás lo sabe usted, fiscal: porque no sirvo yo para esas cosas...
vamos, que me pego a la pared lo mismo que un animalejo.
--Pamemas. Diga usted que le gusta lo cómodo, y acabemos...
--Que es la pura verdad, hombre: que soy así.
--Para lo que le conviene.
--¡Lo mismo que Dios está en los cielos!
Esto lo dijo Leto preparándose a jugar por la baranda de arriba; y al
oírlo Maravillas, le soltó desde enfrente una sonrisita de las más
acentuadas de las suyas. Leto la pescó en el aire, y casi se sintió
mortificado; pero estaba más atento que a esas cosas, a la jugada que
acababa de prepararle un descuido de su contrario.
--Así se los ponían a Fernando séptimo--dijo el fiscal, repitiendo una
frase tradicional en los billares, en idénticos casos; es decir, cuando
queda la bola contraria entre la del jugador y los palos y en línea
recta, para _fusilar_.
--¿Se tira esto?--preguntó Leto al Ayudante repitiendo otra frase de
billar.
--Y con mucho cuidado--contestó el Ayudante, dándose por muerto.
--Pues allá va.
Se oyó un estrépito formidable; y no quedó nada, lo que se llama nada,
sobre la mesa, porque los cinco palos fueron a estrellarse en la cara de
Maravillas; la bola de Leto saltó tras ellos, con diferente rumbo por
suerte de Tinito el sabio; y las otras dos, por haber chocado la del
Ayudante con el mingo que estaba en cabaña, desaparecieron en las
troneras, después de rebotar unos instantes de baranda en baranda, como
si las persiguieran centellas.
Maravillas se quedó como espantado y sin maldita la gana de sonreírse;
Leto aseguraba que lo había hecho sin intención, pero con trazas de
darlo por bien hecho a poco que lo pusiera en duda el apaleado; el
Ayudante pedía que se le apuntara el golpe a él porque la bola que saltó
había sido la de Leto, y los demás coreaban la porfía como lo reclamaba
la pintoresca situación... De pronto callaron tirios y troyanos, y se
vio a los jugadores arrojar los tacos, abotonarse apresuradamente
camisas y chalecos, volverse Leto de espaldas, recoger de encima de una
banqueta su americana, y, muy acelerado, embutir el cuerpo en ella.
Porque es el caso que acababan de aparecer en el salón el comandante don
Claudio Fuertes y otras dos personas que, por todas las señales, debían
ser don Alejandro Bermúdez y Nieves, o, como dijo a sus colaterales el
fiscal, después del primer vistazo a los forasteros y en su manía de
poner motes a todo bicho viviente, «el Macedonio con la más guapa de las
hijas de Darío».
Por todo arreo llevaba Nieves una túnica lisa de color de barquillo, muy
ajustada al airoso talle, y un sombrerito de paja del tono del vestido,
de los guantes y de la sombrilla; y por todo adorno del traje, dos
toques o _notas_ verde mar: una en el sombrero y otra en la cintura.
Calcúlese el relieve que adquiriría aquella figura tan esbelta, tan
fina, tan pulcra y tan elegante, sobre los fondos sucios y denegridos
del gran salón del Casino de Villavieja.
Don Claudio avanzó con sus acompañados hasta la mesa de billar, y les
fue presentando, uno a uno, todos sus amigos agrupados allí.
Cuando le tocó el turno a Leto, don Alejandro le dio un fortísimo
apretón de manos, y Nieves, mirándole con gran interés, le aseguró que
tenía grandísimo gusto en conocerle. Leto, con la lengua trabada y las
mejillas ardiendo, pensó que le daba algo.
--Hemos estado en la botica--le dijo Bermúdez--, donde he tenido el
placer de abrazar a mi buen amigo don Adrián, y nos ha hablado
largamente de usted. Por eso, y por ser hijo de quien es, nos alegramos
tanto de hallarle aquí. Además, yo le conocí a usted así de chiquitín.
¡Canástoles con el estirón que ha dado desde entonces acá!
Hablando, hablando, se supo que el padre y la hija habían salido de
Peleches a las seis de la tarde y bajado por la Costanilla. Habían
entrado en la Colegiata, donde Nieves, después de rezar sus devociones,
había visto cuanto era digno de verse y la fue enseñando don Ventura,
con su paciencia y amabilidad acostumbradas. Después habían entrado en
la botica. Allí descansaron y hablaron largamente. Al disponerse para
salir, llegó don Claudio que había ido a buscarlos a Peleches media hora
antes, creyendo hallarlos en casa todavía. Desde la botica, y como ya el
calor no molestaba mucho, se fueron los tres hacia el muelle, y luego
por la Campada... y por la Ceca y la Meca. Viniendo ya cerca de la
plaza, de vuelta para Peleches y muy sediento don Alejandro, recomendole
don Claudio las limonadas del Casino; y por eso y porque Nieves
conociera el gran salón, de tan buenos recuerdos para él, habían subido.
Conque se dispusieron convenientemente dos o tres veladores lo más lejos
que se pudo de los reverberos del billar que apestaban a petróleo; se
pidió perdón a Nieves porque no olieran a cosa mejor, y se sentaron
todos «en dulce amor y compaña», devorando a Nieves con los ojos los dos
abogadillos; no sabiendo Leto Pérez dónde fijar los suyos con entera
seguridad de no ser aludido por nadie, para evitarse la angustia de
hablar delante de tan señalados huéspedes, y muy arrepentido el fiscal
de haber puesto motes a aquel señor que, aunque tuerto, le parecía una
excelente persona y era padre de la chica más guapa que había visto él
de cerca en todos los días de su vida.


--IX--
La familia del boticario

Las visitas de aquel día no fueron tantas en Peleches ni tan molestas
para sus moradores, como las del anterior; porque en Villavieja, como en
todas partes, había de todo, y el furor de la cursilería y de la
presunción estrafalaria, había pasado con la nube de la víspera. Entre
los últimos visitantes abundaron las buenas y honradas intenciones, los
generosos deseos, hasta móviles de gratitud no olvidada a pesar de los
años transcurridos; y en los más de los ejemplares se entendía bien
claro que si llevaban encima los trapitos de cristianar y las vistosas
galas, no lo hacían por vana ostentación, sino como debido tributo a la
importancia de los señores visitados.
La única nota discordante en aquel conjunto de cosas bastante bien
concordadas y soportables, y hasta entretenidas a ratos, fue la familia
Carreño, o más propia y gráficamente «los Carreños» de la Campada, o,
como si dijéramos, los Mucibarrenas de Villavieja, ya que a sus rivales
sempiternos, los Vélez de la Costanilla, se les llamó, a su debido
tiempo, los Butibambas. Para que todo fuera contrapuesto y antagónico en
estas dos dinastías de Villavieja, hasta en el arte y la traza andaba la
una al revés de la otra.
Ya se ha visto que los Vélez eran largos, huesudos, blancos, solemnes y
fríos como estatuas sepulcrales. Pues los Carreños, como constaba de
toda notoriedad en Villavieja y se vio en los cuatro ejemplares
(matrimonio y dos hijas) presentados en Peleches, eran chaparrudos,
cetrinos, bastos de líneas y facciones, crespos de pelo, mordaces de
lengua e implacables de entraña. De estilo y de educación, como de
estampa y de pelo.
Padres e hijas despotricaron a porfía durante tres cuartos de hora, y no
dejaron honra limpia ni hueso sano en Villavieja. ¡Cuánto se felicitaba
la Carreño madre (eran primos hermanos los cónyuges) por la venida de
los Bermúdez a Peleches!
--¡Esto consuela, señor don Alejandro!--decía abanicándose briosamente
el pescuezo con ronchas bronceadas--. Se ve una entre los suyos, y tiene
con quién hablar y desahogarse... Porque en la soledad a que la obliga a
una el decoro de la clase, se hacen allá dentro unas talegadas de asco,
que da gusto desocuparlas después entre gentes que la comprendan a una y
sepan estimar las cosas en lo que valen... ¡Si vieran ustedes cómo se va
poniendo esto!... Ya no hay quién lo conozca. No queda un alma decente:
todo es trapajería de ayer acá... hasta en el ayuntamiento; hasta en los
empleados que nos manda el Gobierno para las oficinas que tiene aquí...
Así es que, no queriendo apolillarme ni que se apolille nadie de mi casa
en un desván, como algunos trastos viejos que yo me sé (los Vélez de la
Costanilla), les digo a éstas (las hijas): a vivir alegres, y al sol;
pero como si no hubiera en Villavieja más habitantes que nosotros. ¿Van
esas puercas a la Glorieta? Vosotras a la Chopera. ¿Vienen ellas aquí
abajo? Vosotras vais allá arriba. ¿Ellas hacia el Miradorio? Vosotras a
los Arcos. ¿Ellas muy emperifolladas? Vosotras con lo peor, en camisa...
en cueros vivos si fuera posible. Que lo vean, que comparen, que
aprendan algo; y si les duele, a eso se tira... y al cuerno las
grandísimas tarascas que se salen de su cascarón... Igual pasa cuando
éste (Carreño) se lía con el ayuntamiento, pongo por caso, para que se
haga o no se haga esto o lo de más allá: en lugar de aconsejarle que se
esté quieto y deje rodar la bola que a él no ha de pisarle, le ayudo a
que apriete más contra el lucero del alba, porque el día que se
acostumbren ellos a no vernos y a no sentirnos, como si no quedaran
Carreños en Villavieja, los demonios se lo llevarían todo y aquí no se
podría parar.
Carreño se reía a carcajadas con estos dichos de su mujer; y como era
bastante más avisado que ella, no los usaba tan crudos; pero en el
alcance de la intención, no la iba en zaga. Las hijas, cargadas de
similores y de cintajos, muy porosas y verdegueando, con la misma
intención de casta rajaban en un estilo mixto de lo más malo de los
otros dos.
--¿Sabes, papá--decía Nieves al suyo después que se marcharon los
Carreños--, que eso de los aires puros que tanto recomiendas tú, no da
siempre los mejores resultados en lo tocante a buenas ideas?... ¡Mira
que de ayer acá llevamos oídas cosas buenas, y a gentes bien sanas de
cuerpo!
--Yo te diré--contestó don Alejandro un poco atarugado con la inesperada
observación de su hija--. Mirado el caso por encima y tal como él mismo
se va metiendo por los ojos, parece que tienes razón; pero atendiendo a
lo que debe atenderse; mirando como debe de mirarse ¿estás tú?...
poniendo cada cosa en su sitio y a su luz correspondiente; midiendo esto
y pesando aquello con la necesaria reflexión; no dando a ciertas... a
ciertas, vamos, a ciertas pequeñeces accesorias, el valor de un hecho
fundamental, ¿eh?... estudiando, en fin, el punto a conciencia...
penetrándole hasta lo más hondo, como yo le tengo penetrado, lo
infalible de mi axioma se palpa; pero hasta el extremo de que ese mismo
argumento que a ti se te ha ocurrido, le da mayor realce todavía... como
te lo podía demostrar yo ahora, si la ocasión fuera oportuna o lo
reclamara una gran necesidad... Porque te advierto que la cuestión
resulta algo metafísica, tratada como es debido; y no creo que te
divirtiera gran cosa a raíz de una tanda de visitas como la que vienes
aguantando.
Se ignora si las racionales dudas de Nieves quedaron desvanecidas con
esta argumentación de su padre; pero es un hecho que la una y el otro, a
pesar de tener citado a don Claudio en Peleches para el anochecer, tan
hartos se vieron de visitas y tan necesitados de libertad y movimiento,
que a las seis de la tarde se echaron al mundo por la Costanilla abajo,
anticipando la salida dos horas a la convenida con el comandante
retirado.
Ya se sabe que después de visitar la Colegiata, hicieron una larga
parada en la botica, y que desde la botica se fueron a corretear por la
villa hasta dar a última hora en el Casino. Poco importa lo que hicieron
en él, y menos lo que les ocurrió andando al aire libre, que no abundaba
ciertamente aquella tarde; pero hay que decir algo de su visita a don
Adrián Pérez el boticario.
Uno, y dos, y tres... muchos abrazos se dieron los dos amigos. Se
golpeaban las espaldas con las manos abiertas, se separaban, mirábanse
un momento, se sonreían; y vuelta a abrazarse y a desabrazarse, y a
mirarse y a sonreírse... y a todo esto, sin dejar de decirse cosas...
«¡Caray, cuánto me alegro!--¡Con qué placer le abrazo,
canástoles!--¡Otro, don Alejandro!--¡Con toda el alma, don Adrián!...
¡Si no pasan días por usted, canástoles!--¡Si está usted hecho un mozo,
caray!... ¡Hala con otro!--¡Ya se ve que sí, ja, ja!... ¡Qué don Adrián
tan famoso!--¡Vaya con el bueno de don Alejandro!--Pues sí,
señor.--¡Vaya, vaya!...» Y así.
Después empezó el boticario con Nieves: no a abrazarla, sino a hacerla
mil preguntas y cumplidos y a ponerla en los cuernos de la luna por
«guapa moza», acabando por sacarla parecidos con cada uno de los
Bermúdez que él había alcanzado, contra la opinión del Bermúdez
presente, que sostenía, con mejores títulos, que era «toda de los de
allá», casi un retrato de su madre.
Convínose en ello, porque, al cabo y al fin, al boticario igual le daba,
y sentáronse el padre y la hija en las banquetas que don Adrián les
arrimó, ofreciéndoles de paso un refresco de jarabe de moras o de agraz,
que había en la botica, hechos en aquella misma semana... o chocolate
que les bajarían de casa... «con toda franqueza». Se lo estimaron mucho,
pero no quisieron tomar cosa alguna. Entre tanto, nada se había hablado
todavía de la cojera de don Adrián, que se le notaba, no solamente al
moverse, sino en llevar calzado con una chinela el pie de que claudicaba
algo, y el otro con la bota de todos los días.
A lo que de él se sabe por don Claudio Fuertes, hay que añadir que era
de regular estatura, moreno, enjuto, de ojos pequeños, pero listos,
risueño de expresión, y de voz lenta y sin timbre alguno. Parecía algo
socarrón, pero en realidad no lo era. Lo parecía, porque así resultaba
de la combinación de su flemática y natural sosera, con la malicia
aparente de sus ojuelos de ratón y lo risueño de su boca.
Lo del pie, por lo que le preguntó don Alejandro enseguida que se hubo
sentado, había sido poca cosa: alcanzando el tarro del _papaver album_
para preparar un medicamento, se puso de puntillas; y al sentar el pie
en el suelo otra vez, se le hundió la mitad de hacia afuera en una
rendija grande (que señaló con la mano). Nada, una ligera distensión que
ya estaba curada con unas compresas de vejeto... tanto, que pensaba
haber subido a Peleches un poco más tarde. Porque pensar que cumpliera
por él su hijo, era pensar los imposibles... «¡Caray, qué muchacho ese!»
Y movía un poco la cabeza, y se sobaba el codo izquierdo, haciendo subir
y bajar la manga de la levita con todo el hueco de la mano derecha
aplicada allí.
Por aquel portillo, es decir, por la dulce e inofensiva lamentación del
boticario, salió a plaza, provocada con verdadero interés por Bermúdez,
la historia de toda la familia de don Adrián.
Al morir la boticaria, catorce años hacía, le quedaban cuatro hijos de
los catorce que había tenido en su afortunado matrimonio. De los cuatro
hijos, tres eran hembras. Corriendo el tiempo, la mayor se casó con el
vista de aquella aduana; ascendiéronle pronto, y por esos mundos andaba
el matrimonio cargado de familia; pero tenían todos qué comer, y eso
consolaba algo. La segunda casó peor: con un villavejano recién hecho
maestro de escuela. No le producía el oficio allí para lo indispensable;
fuéronse a la ciudad creyendo mejorar de fortuna, y ya se habrían muerto
de hambre sin el mendrugo que él les daba, quitándole de su mesa. La
tercera se casó con un teniente de la Guardia civil, y también andaba,
como la mayor, de la Ceca a la Meca, y también cargada de familia.
--La verdad es--concluyó don Adrián rascándose muy suavemente el codo--,
que bien consideradas las cosas, señor don Alejandro, y tal y cual van,
¡caray! los particulares de otras familias, no les ha caído a mis hijas
la más negra de las fortunas... eso es. Las tres se me han casado: dos
de ellas comen y están en carrera... eso es... La tercera anda algo
atrasadilla de recursos, es verdad; pero ¡qué caray! es honrado y mozo
su marido... por lo más obscuro amanece a lo mejor... eso es... y Dios
no falta nunca a los buenos... Eso las digo yo a cada paso: vea usted; y
tan contentas... eso es... y contento yo también, sí, señor, bastante
contento; porque otra cosa no sería regular... Eso es.
Acabado este punto, se tocó el del hijo.
--Ayer me decía usted en su carta--apuntó don Alejandro--, que por haber
hecho _una de las suyas_... (creo que eran éstas las palabras) no había
vuelto a casa a la hora en que me escribía; y hace un momento se ha
referido usted también a él de un modo semejante.
--¿Y eso le ha metido en cuidado?--le preguntó el boticario sobándose el
codo y sonriendo blandamente.
--No diré que en cuidado--respondió el de Peleches muy afable--; pero en
cierta curiosidad...
--Es natural eso, ¡je, je!... Pues respecto de ese muchacho, ¡caray! yo
no sé qué decirle a punto fijo... a punto fijo... eso es. Por de pronto,
es noblote a no poder más; y hasta el día de la fecha... en buena hora
lo diga, no me ha dado ningún disgusto... quiero decir, un verdadero
disgusto...
--Pues eso ya es algo, don Adrián.
--¡Caray! ¡vaya si lo es! ¡Y no doy yo pocas gracias a Dios por ello!
No, no: en ese punto, marchamos bien. Pues este chico, a quien usted
debió conocer la última vez que estuvo aquí, aunque de prisa, así de
pequeñuelo, correteando por la botica... eso es... porque no salía de
ella en todo el santo día de Dios... parecía un muñequito... ¡tan
redondito y tan blanco!... vamos, un muñequito de porcelana... ¡con unos
ojazos negros!... No, y conservar los conserva, aunque no parecen tan
grandes ahora... Verdad que, como le ha crecido la cara... eso es. Lo
que le ha variado algo es el color: ya no es tan blanco... Y bien
mirado, mejor es así para un hombre como él, tan hecho y tan... eso
es... Y vamos allá: como le vi bien despierto y de excelente condición,
púsele en carrera con ánimo de que siguiera la de su padre: ya ve usted,
por no dejar morir esto que ha sido la hogaza de la familia, de una
familia tan dilatada como la mía; y hay que ser agradecido, don
Alejandro... eso es. Fuese el chico a la ciudad; estudió las
humanidades, con aprovechamiento, sí, señor, y con muy buenas notas...
¡caray! ¿por qué no decirlo?... Siendo ya bachiller, se prestó de buena
gana a seguir esta carrera, y le envié a Madrid... Verdaderamente que el
dinero no sobraba en casa; pero había lo necesario desvalijando un poco
la hucha de mis buenos tiempos de boticario de nota. ¡Y ¿qué mejor
empleo para ello, qué caray!... Un hijo solo, llamado quizá a ser el
sostén de la familia desde el día en que yo faltara... porque para
entonces, aún le quedaban dos hermanas solteras, y su pobre madre
arrastrando malamente la vida que se le acabó al siguiente año...
¡Caray! mi señor don Alejandro, todavía duele allá dentro cuando pasan
estos recuerdos por la cabeza... En fin, que se fue Leto a Madrid...
¿Les he dicho a ustedes que se llama Leto mi hijo?
--No, señor.
--Pues así se llama: Leto... eso es... Y por cierto que el nombre es lo
peor que tiene el pobre chico.
--¡Lo peor! ¿Y por qué, don Adrián?
--Porque es feo y hasta un poco... ¿a qué negarlo, qué caray!... Es
feo... y raro, vamos. Pero cosas allá de su madre y su padrino, a cual
más escrupuloso en la materia... eso es; porque san Leto era el santo de
aquel día, primero de septiembre... Pero ¡caray! dije yo, aunque esa sea
la costumbre en la familia, me parece a mí que, por una vez, bien se
puede quebrantar... eso es, en gracia siquiera de lo raro del nombre:
pongámosle otro más, para llamarle por él, y así queda todo arreglado.
Que nones, don Alejandro; y, en fin, que se llama Leto... Eso es.
Declararon los oyentes, de todo corazón al parecer, que no había en el
nombre nada de feo ni de raro, y, sin convencerse de ello, continuó don
Adrián:
--Tampoco en Madrid dio un mal paso en su carrera: buenas notas siempre,
mucho fruto... porque aquí, en la botica, le iba descubriendo yo cuando
venía a pasar las vacaciones... y al mismo tiempo haciéndose un chicazo
como un trinquete... no muy grande; pero bien cortado... eso es, y
fuerte... y guapo, ¡qué caray!... y dócil y risueño que daba gusto.
Pues, señor, que llegó a tomar el título y que se vino a casa, y que le
arrimé a la botica para que practicara lo que había estudiado, eso es...
porque sin práctica, de nada valen las teorías; y, amigo de Dios, como
una seda desde el primer instante. Una soltura y un arte... un arte como
si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa... Pero, vea usted, ¡qué
caray! no había que pensar en mirar muy de cerca lo que hacía, porque ya
le tenía usted con las manos trabadas, materialmente trabadas, eso es...
vamos, que hasta era capaz de echarlo todo a perder... por el genio, por
el arrastrado genio.
--¿Lo tenía malo?
--¡Quiá! Corto... ¡o qué sé yo? Desde muchachuelo fue lo mismo; y ¡si
vieran ustedes lo que eso le perjudicó durante la carrera!... Porque sin
esa condición, hubiera lucido el doble trabajando menos: eso es. Pero yo
esperaba que se le fuera modificando con el tiempo y según iba él viendo
mundo y tratando gentes. ¡Quiá! En ese punto no ha habido señal de
enmienda: al contrario, si bien se mira.
--Pero ¿tan corto es de genio, don Adrián?
--Tan corto o tan... yo no sé, don Alejandro, no sé lo que es. Él va a
todas partes; él entiende de todo un poco, y es afable y cariñoso con
todo el mundo... y es inteligente y listo, ¡caray! y placentero y
servicial... eso es; pero al mismo tiempo tiene la manía de que cuanto a
él se le ocurre es pura insignificancia, y cuanto hace, una chapucería,
mientras que le para y le asombra cuanto piensan y hacen los demás... Le
digo a usted que es raro el caso... ¡muy raro, caray!... y una lástima,
sí, señor, una lástima; porque yo tengo mis razones para creerlo así, y
sin que me ciegue la pasión de padre... sin que me ciegue, eso es...
Digo que tengo mis razones, y verán ustedes por qué... Como tiene
conmigo bastante confianza, porque al fin y al cabo soy su padre, en
cualquier punto que tocamos en nuestras conversaciones se deja correr
guapamente... vamos, sin recelo mayor que digamos... eso es... sin
recelo; y el chico, entonces, habla y habla, no mucho, pero bien, hasta
con su poco de calor... y con arte, ¡caray!... con... vamos, con fe en
su idea; y eso que se le conoce que no da todavía todo lo que tiene; que
ve en sus adentros... eso es, en sus adentros, bastante más que lo que
dice... Pues ¡caray! ocurre que sobre esos mismos puntos le tira de la
lengua el primero que llega a la botica, o le coge en la calle o en el
Casino; y ya es otro hombre diferente: ya le falta, vamos, aquella
seguridad, y aquel mirar sereno, y aquel orden en los razonamientos... y
aquella firmeza de palabra... y ¿qué sucede? que amilanándose así, se
desconcierta, se confunde, y sale del paso con una cuchufleta de
chicuelo, eso es, cuando no con una tontería... ¡Caray! a mí no me gusta
eso, y se lo digo así... «Pero, hombre, tente firme en tu puesto; habla
con formalidad, eso es, con el aplomo que tú sabes cuando quieres...»
Pues nada, don Alejandro: me responde muy serio que está convencido de
que no se le ocurre cosa ni idea que valgan dos cuartos; que es una pura
vulgaridad y un hombre enteramente insignificante, ¡caray! Y de aquí no
hay quien le saque.
--Es raro eso, ¿verdad, Nieves? ¡Y para lo que hoy se usa!...
--Y les advierto a ustedes que lo mismo es en lo poco que en lo mucho.
Por ejemplo: está cantando a media voz... en la botica o en su cuarto,
porque él nunca está de mal humor... Digo que está cantando, y cantando
bien, eso es... cosas de teatro que oiría en Madrid, creo yo, porque no
se parece el cántico a los de acá... La voz es llena y de hombre, bien
templada... vamos, una buena voz a mi entender: pues llego yo, o llega
cualquiera: ya le tienen ustedes turulato, como si hubiera cometido un
pecado mortal. Eso es... Otro caso más raro: tiene mucha afición al
dibujo y a la pintura, y sus avíos correspondientes para lo uno y para
lo otro... A lo mejor le ven ustedes encaramado en el Miradorio, o
acurrucado en la vega, o delante de un paredón viejo, con el pincel en
una mano, su cajita de colores en la otra, un pomito con agua a un lado
y su libreta sobre las rodillas, pinta que pinta. Pues que le diga el
más guapo que le enseñe lo que ha pintado... ¡caray! primero le enseñará
el hígado... Eso es. Que se arrime alguno a él cuando se halla en estas
operaciones: se pondrá encarnado como la grana, y ya no sabrá lo que
hace...
--¡Conque también pinta?--exclamó Nieves que escuchaba con suma atención
al boticario.
--¡Caray si pinta!--contestó don Adrián sobándose mucho el codo--; y
hasta creo que bien, por lo que he logrado atisbar yo y lo poco que lo
entiendo... Pero aguarden ustedes, que es posible que tenga alguna
cosilla de esas en el cartapacio de su atril, donde suele guardar las
recién acabadas...
Metiose el boticario en la trastienda, renqueando un poquillo; abrió una
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