Al primer vuelo - 18

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sus ilusiones acariciadas, con otros derroteros muy distintos. A él, a
don Claudio, le había confiado sus cuitas, para pedirle informes, si
podía dárselos; algo de luz clara con que guiarse en la lóbrega sima en
que habla caído tan de repente; porque no podía contarse con lo que
espontáneamente declarara Nieves entonces, ni convenía apurarla más en
el estado de exaltación en que se hallaba. Más adelante ya se vería.
Fuertes se había guardado, muy bien de decir a don Alejandro lo que
pensaba acerca de tan delicado particular: al contrario, puso todo su
empeño en convencerá su amigo de que estaba alarmado sin fundamento
alguno. Tarea inútil: don Alejandro quedaba en sus trece y resuelto a
poner de su parte todos los medios que considerara prudentes para
combatir el mal como debía combatirle. ¿Qué medios eran ellos? No lo
sabía aun con certeza; pero no tardaría en saberlo. Él no culpaba, no
quería mal a ninguno; porque la mayor parte de las veces se causaban los
daños más graves con los propósitos más honrados; pero se hallaba en una
situación de ánimo tan apurada, en un temple tan singular de espíritu,
que temía cometer, en presencia de las personas que eran el principal
motivo de su disgusto, algún acto que le pesara después. En este pasaje
del diálogo se había dado a Catana la orden de no recibir a Leto ni a su
padre. «Esto, por de pronto»--había dicho enseguida don Alejandro--, «y
bien sabe Dios que me duele en el alma. Iremos tirando con paliativos
así, lo que se pueda; y después... ya se verá. Usted me hará el favor de
entretener a esos señores, con la mejor disculpa que su discreción le
dicte, alejados de aquí por unos días, si no le parece que abuso de su
bondad».
--Esto es lo que hay en substancia, Leto--le dijo don Claudio en
conclusión--. No sé si refiriéndoselo a usted como se lo he referido,
falto o no falto a la confianza depositada en mí por don Alejandro; pero
sé que no es usted hombre que se conforma con parvidades en tragos de
esta naturaleza; y, sobre todo, sé que en ninguna sima más honda, ni en
arca mejor cerrada que usted, puede guardarse este secreto. Ahora,
refiera usted de él lo que mejor le parezca a su señor padre, como yo
pensaba hacerlo, para que se cumplan las órdenes de nuestro amigo, sin
contratiempos como el de esta noche para ustedes... y ánimo ¡voto al
chápiro! que más amargo y más duro fue lo de anteayer, y se portó usted
como un hombre.
El pobre muchacho, con las manos en los bolsillos y la cabeza caída
sobre el pecho, no dijo una palabra. El comandante, después de
contemplarle unos momentos con expresión compasiva, le puso blandamente
la mano sobre la espalda y le preguntó, con esa aspereza cariñosa, tan
propia de los hombres que han educado sus afectos entre los rigores de
la ordenanza militar:
--¿Duele, amigo?
Irguiose entonces el valiente mozo, y le respondió, oprimiéndole una
mano con las dos suyas:
--¡Ay, señor don Claudio! si después de salvarse Nieves me hubiera
quedado yo en el fondo, de la mar, ¡qué fortuna para ellos y para mí!
Y sin poder averiguar el comandante si aquel relucir extraño de los ojos
de Leto eran lágrimas o no, le vio caminar a largos pasos hacia la
botica, y sin entrar en ella, subir a casa por el portal contiguo.
Don Claudio Fuertes entonces, hiriendo el suelo con un pie antes de
echar a andar, exclamó entre dientes con verdadero coraje:
--¡Y qué mejor empleada que en ti, voto al demonio?
Leto subió en derechura a su cuarto con el doble fin de serenarse un
poco y de pensar lo que debía referir a su padre, entre todo lo que el
comandante le había referido a él. Fue tarea de tres cuartos de hora
escasos. Al cabo de ese tiempo, bajó a la botica a menos de media
serenidad y con el relato en hilván. No le permitió mayores lujos su
pícaro temperamento.
Poco fue lo que dijo a su padre, encerrados los dos en el despacho de la
trastienda, como explicación del portazo de Peleches; pero de tal modo y
con tal arte de voz, de miradas y de greñas, que dejó al pobre boticario
más aturdido de lo que estaba.
--De manera, hijo--observó don Adrián, dale que dale al codo, pero muy
suave y lentamente, con el gorro sobre las cejas y la carita
rechupada--, que por fas o por nefas... eso es, pues propiamente luz, no
resulta del relato: por fas o por nefas, repito, esa nube no ha cogido a
nadie más que a nosotros... a nosotros dos, eso es. ¡Caray si es duro
eso de pensar! Aflige, Leto, aflige... contrista, sí, señor,
verdaderamente; apenas considerarlo, ¡caray! porque si uno sospechara
cuando menos... si a la dureza, eso es, del castigo, correspondiera
la... vamos, la falta; pero si por más que reflexiono, que repaso la...
Hombre, ¿a ti te dice algo la conciencia?... Pero ¡qué te ha decir...
supongo yo? ¿Por qué camino andamos hijo y padre... eso es, con esos
señores, que no sea llano y descubierto, caray? Si se nos llamara, es un
suponer, a residencia, podría uno... Pero ni eso, Leto: ni eso que es
tan... de justicia... ¿Habrá, hijo, de por medio algún informe, eso
es... algún informe alevoso? Porque verdaderamente, ¡caray! sin una
razón así, no se penetra... Por último, hijo del alma: hagámonos
superiores mientras pasen esos pocos días que dice el señor don
Claudio... y Dios dirá, eso es; Dios dirá luego... Pero por lo pronto,
duele, sí, señor... ¡caray, si duele!
Mala noche pasó el pobre boticario a vueltas con sus inútiles
investigaciones mentales; peor que Leto, mucho peor; porque éste, al
fin, logró encontrar en medio de sus escozores y espasmos, ya que no un
calmante de ellos, un remedio para sufrir hasta con gusto sus rigores; y
fue que de pronto cayó en una idea en que hasta entonces no había caído
de lleno, a causa de tener la sensibilidad fuera de quicio por la fuerza
de sus aprensiones extremadamente pesimistas. Él había _sentido_ con lo
dicho por don Claudio, que era un estorbo en Peleches, y un motivo de
perturbación para ciertos planes de don Alejandro Bermúdez. Así,
considerándolo en montón; pero estudiándolo mejor después; separando las
cosas y examinándolas una por una, acordose de que los enojos del señor
de Peleches contra él, dimanaban, según don Claudio, de ciertas
_franquezas_ de Nieves que le habían confirmado en las sospechas que ya
tenía. ¡Santo Dios, lo que él vio, lo que él sintió en aquellos
momentos! ¡Qué efusiones tan hondas, jamás experimentadas! ¡qué terrores
tan nuevos y tan sublimes! ¡qué recelos tan extraños!
Póngasele el sol de repente en las manos a un hombre que le haya estado
adorando sin otro fin que adorarle. Pues en una situación por el estilo
se vio Leto al dar a las _franquezas_ de Nieves la única interpretación
que podía darlas por la virtud de los hechos y la fuerza de la lógica.
El peso de la mole le aplastaba, la luz resultaba fuego; pero ¡qué
martirios, qué torturas, qué muerte tan adorables! Porque él se daba por
muerto, como dos y tres eran cinco. Que no estorbaba a Nieves en ninguna
parte; que Nieves le había entendido la metáfora del aire y del sol y
del humilde puesto para tomarlos, y que lejos de ofenderse con el símil,
hasta le había reprendido a él porque no colocaba su banqueta en primera
fila, bien sabido se lo tenía, y bien justipreciado en las entretelas de
su corazón; pero que el sol descendiera de su trono para... ¡Dios
clemente! ¡Cómo no había de execrarle el señor don Alejandro Bermúdez?
Por otra senda bien distinta esperaba él aquella execración; pero ya que
había llegado y pues que era de necesidad que llegara, bien venida fuera
por donde había venido. Cierto que el abismo resultaba así más hondo
para él que de la otra manera; pero, en cambio, menos frío y solitario;
y eso salía ganando en definitiva.
Así entretuvo las largas horas de aquella noche y las del día que la
siguió. Poco más o menos, como las entretenía su padre en la botica y en
la cama, y los señores de Peleches en su empingorotado caserón.
Se cruzaban poquísimas palabras entre la hija y el padre; no por enojos
mutuos, sino porque temían entrar en conversación. Ella, ya en plena
posesión de sí misma y sabiendo por Catana la orden dada por su padre
contra los dos Pérez de la botica, le preguntó, muy serena, al tercer
día del percance gordo:
--¿Sabes tú por qué no han vuelto por aquí esos señores?
--¿Qué señores?--preguntó a su vez don Alejandro, descubriendo en su
turbación que por demás sabía de qué sujetos se trataba.
--Don Adrián y su hijo,--respondió Nieves con la mayor tranquilidad.
Bermúdez se quedó lo que se llama cortado; amagó una respuesta evasiva,
y lo puso peor. Su hija no pudo menos de sonreírse al verle tan apurado,
y le dijo muy templada:
--Mejor pago merecían de ti: créeme.
Esto ocurría al irse cada cual a su agujero después de la sobremesa.
A media tarde recibió el correo don Alejandro; y en el correo, nueva
carta de su sobrino Nacho, fechada la víspera en la ciudad. Debía llevar
en ella, por su cuenta, dos días y medio. ¿Le anunciaría ya la salida
para Peleches?... ¡Pues en temple estaba el horno para aquella clase de
rosquillas! ¡Canástoles, qué lío! Leyó la carta, que era breve, y se le
cayó de las manos convulsas.
«Según noticias de buen origen--decía el mejicanillo--, que acabo de
recibir, mi alojamiento en Peleches podría originar grandes
contrariedades a mi prima, cuyos entretenimientos y placeres,
autorizados y consentidos sin duda alguna por usted, son incompatibles
con la presencia continua de un extraño que hasta pudiera suscitar
recelos de cierta especie en el afortunado conquistador de los
entusiasmos de Nieves. Como no tenía la menor idea de estas cosas y se
aproxima la hora de emprender la marcha que le anuncié a usted en mi
carta anterior, le pido la merced de una declaración explícita sobre lo
indicado, para saber a qué atenerme antes de salir de aquí, o para no
salir con ese rumbo, si hasta este sacrificio fuere necesario en bien de
ustedes, y particularmente de mi encantadora prima».
Don Alejandro Bermúdez permaneció un buen rato como descoyuntado sobre
la silla en que se sentaba, con la cabeza gacha y mirando la carta, que
estaba a sus pies, hasta con el ojo huero.
De pronto se sintió poseído de una comezón irresistible; recogió de una
zarpada el funesto papel; y estrujándole con los dedos temblones, salió
de su gabinete a todo andar en busca de Nieves que estaba en el
saloncillo.
--Entérate de esa carta que acabo de recibir--la dijo poniéndola en su
regazo--. Otra prueba más de lo injusto que estoy siendo con tus buenos
amigos, y dime, después que te enteres de ella, qué contestación he de
darla.
También a Nieves, que ya se había alarmado no poco al ver el continente
de su padre, le tembló la carta entre las manos: primero por zozobra, y
después por indignación. Ésta le prestó fuerzas; y con la ayuda de ellas
pudo decir a su padre, devolviéndole al mismo tiempo la carta de su
primo:
--Esto es una infamia, y nada más.
--¿De quién?--la preguntó su padre dando diente con diente.
--De Rufita González: apostaría la cabeza--respondió Nieves sin
vacilar--. Ya sabes el empeño que tiene en que su primo vaya a vivir con
ellas.
--Es posible que no te equivoques--dijo Bermúdez menospreciando aquel
detalle del asunto--; pero ¿por qué sabe Rufita González esas cosas?
mejor dicho, ¿por qué han de ser ciertas esas cosas que?... Tampoco es
esto: ¿por qué lo que yo me sospechaba viene a confirmarlo Rufita
González, o quien sea el que haya dado la noticia a que se refiere tu
primo? Este es el caso, Nieves: éste es el caso de importancia para mí.
Niega ahora mis supuestos y llámame injusto, y, sobre todo, dime qué
contestación he de dar yo a ese pobre muchacho.
--Si has de darle la que merece--respondió Nieves con gesto
despreciativo--, no hay que calentar mucho la cabeza para discurrirla.
--A ver.
--Rufita González--prosiguió Nieves muy entera--, podrá haber cometido
una infamia, disculpable en su mala educación, dando las noticias que le
ha dado a tu sobrino; pero ¿con qué disculpará él la trastada de haberte
venido a ti con el cuento sin más ni más? ¿Te parece eso a ti rasgo de
hombre de fuste, ni siquiera de persona decente?
--Poco a poco--repuso don Alejandro tomando con entera decisión y
completa buena fe la defensa de su sobrino--. Para fallar sobre ese
caso, hay que ponerse en lugar de tu primo. Está para llegar a nuestra
casa, y se le dice que va a servir de estorbo en ella en el sentido, que
a él le duele mucho, porque cabe que traiga el infeliz sus planes muy
acariciados... Pues, mujer, qué menos ha de hacer en tales casos una
persona sensible y delicada, que preguntar, para evitarse un portazo en
las narices: ¿estorbo o no estorbo? ¿voy o no voy? Y digo, ¡una persona
que viene desde un extremo del mundo, solamente para eso! ¿Te parece que
tiene vuelta el argumento, Nieves? Pues no la tiene, aunque otra cosa se
te figure. De todas maneras, no se trata aquí de ese particular que, por
ahora, es secundario. Mi tema es otro bien distinto, que más tarde o más
temprano había de ventilarse entre los dos, y quisiera yo ventilar ahora
mismo, puesto que la oportunidad se nos ha venido a las manos. ¿Estás
pronta a complacerme, hija mía?
Nieves, pasando y repasando maquinalmente la aguja con que bordaba, por
el cendal finísimo que cubría su bordado, y la vista perdida en el aire,
dio a entender con un gesto y una leve sacudida de sus hombros, que lo
mismo le daba.
--Pues a ello--prosiguió su padre optando, por lo que prefería--.
Anteayer, aquí mismo y a estas mismas horas, tuvimos una escena que nos
dolió mucho a los dos, por un motivo muy emparentado con el de hoy... Yo
te acusé entonces, y tú ni confesaste claro ni negaste, ni tampoco te
defendiste; pero dijiste y otorgaste con tu silencio lo suficiente para
que yo pudiera formar juicio de todo, como le formé; y teniéndole por
bien fundado, tomé una resolución que tú has calificado de injusta pocas
horas hace. ¡Es tan distinto del mío tu punto de vista! Pero es el caso
que el otro día nos anduvimos tú y yo, por salvar ciertos respetillos,
con paños calientes y figuritas retóricas, y que hoy piden las
circunstancias que dejemos esos respetillos a un lado y llamemos las
cosas por sus nombres para acabar de entendernos... ¿No te parece
así?...
--Como quieras,--volvió a decir Nieves con el mismo ademán y el mismo
gesto de antes, pero algo más descolorida y emocionada.
--Pues allá va en plata de ley--añadió Bermúdez, no muy sereno
tampoco--. Entre ese muchacho y tú ha llegado a desenvolverse un...
vamos, un afecto, digámoslo así, más... más hondo, más fuerte que el de
la amistad...
--¿Qué muchacho?--preguntó Nieves, casi sin voz y temblorosa, con ánimo
de alejar un poquito más la respuesta que se la pedía tan en crudo.
--El hijo de don Adrián... Leto, vamos.
--No sé yo--dijo aquí la pobre niña aturrullada y convulsa--, cómo
responderte a eso; porque no está bien claro...
--A ver si puedo yo ir ayudándote un poquito--interrumpió Bermúdez con
un gesto, como si mascara ceniza--. Tú eres una jovenzuela sin
experiencia y sin malicias; y él un mozo que, aunque no largo de genio,
al fin ha rodado por las universidades; se ha visto agasajado en
Peleches y muy estimado por ti, que no eres costal de trigo; y ¡qué
canástoles! hoy una palabrita y seis mañana, habrá ido insinuándose y
atreviéndose poco a poco, hasta despertar en ti...
--¡Él?--exclamó Nieves, reviviendo de pronto por la virtud de aquella
injusta suposición de su padre.
--Él, sí--insistió éste con verdadera saña--. ¿De qué te asombras?
--De que seas capaz de creer eso que dices,--respondió Nieves más serena
ya--. ¡Él, que es la humildad misma! Se le había de presentar hecho y
aceptado por nosotros todo cuanto tú supones, y no había de creerlo. Te
juro que no me ha dicho jamás una sola palabra de esas, y que ni le creo
capaz de decírmela.
--Pues entonces, ¿qué hay aquí?
--Y ¿lo sé yo acaso, papá? Tú mismo le has traído a casa; tú mismo me
has ponderado mil veces sus prendas y sus talentos; si yo me ha confiado
a él y le he tomado por guía en unas ocasiones, y por maestro y
confidente en otras, por tu consejo y con tu beneplácito ha sido.
Tratándole con intimidad y a menudo, como le he tratado delante de ti,
casi siempre, he visto que vale mucho más de lo que juzgábamos de él, y
que es capaz de dar hasta la vida por nosotros sin la menor esperanza de
que se lo agradezcamos. Todo esto sé de él. ¿Tiene algo de particular
que yo lo sepa con gusto y que me complazca con el trato de un mozo de
tan raros méritos? Pues no hay más, papá, y en eso se estaba cuando me
anunciaste la venida del otro.
--Y ahí está el dedo malo precisamente--replicó Bermúdez arañándose las
palmas de las manos con las respectivas uñas--. Resultó el contraste, y
¡pum!... a la cárcel Nacho.
--Yo no me opuse a que viniera, recuérdalo... y recuerda también lo que
te prometí.
--¿Qué fue lo que me prometiste? porque, a la verdad...
--Te prometí que dejándome libre la voluntad para... esas cosas, jamás
me empeñaría en imponértela a ti, aunque me fuera en ello la vida. Pues
hoy te repito la promesa, y sin esfuerzo, papá, créemelo. Yo empiezo a
vivir ahora, y me encanta esta libertad que gozo a tu lado y entre pocos
y buenos amigos. ¡Cómo han de caber en mí otros planes tan contrarios,
ni siquiera tentaciones de hacerlos?
--Concedido que no me engañas en eso que dices... ni en nada, porque la
condición de veraz tampoco quiso negártela Dios; pero no basta para
remate de este condenado pleito. Por lo mismo que careces de experiencia
para discernir ciertos achaques del alma, es de necesidad que yo
estreche un poco más los argumentos para saber a qué atenerme sobre el
particular de que tratamos. No tienes planes de cierta especie, ni la
menor idea de imponerme tu voluntad ni tus caprichos: corriente; pero
suponte ahora que yo te digo: es indispensable, absolutamente
indispensable, cambiar de vida, de estado... en fin, hija, casarse,
porque, de otro modo, ahorcan. Aquí tienes dos aspirantes: tu primo
Nacho y Leto. Elige.
--Pues a Leto,--eligió Nieves sin vacilar.
--¡Muy bien!--dijo su padre dando pataditas en el suelo para desahogar
la inquietud que le consumía--. Pues ahora te pongo delante al propio
boticario ese, y al mejor mozo y más rico y más honrado y decente de
Sevilla, y te vuelvo a decir: elige.
--A Leto,--insistió Nieves.
--¡Canástoles!--exclamó don Alejandro en los últimos extremos ya de la
congoja que le ahogaba--: ¡qué aberraciones, hombre! Pues ahora te mando
elegir entre el propio desastrado farmacéutico y el Príncipe de
Asturias, si le hubiera, y soltero y galán... el Emperador de todas las
Rusias y del Universo mundo...
--Pues también a Leto...
--¡Y afirmabas que no había planes ni!...
--¡Pero si vas tú dándomelos hechos, papá!...
--Pues arderá Troya, hija... y por los cuatro costados, antes que las
cosas vayan por donde no deben de ir.
Mascullando estas palabras se apartó de Nieves sin detenerse a observar
el estrago causado en ella por sus nunca vistas destemplanzas.
En parecido temple de nervios le halló poco tiempo después don Claudio
Fuertes. Cabalmente llevaba encargo de don Adrián, muy encarecido y casi
llorado, de interceder por ellos, de suavizar asperezas, y propósito muy
bien hecho de complacer al bendito boticario, por creerlo conveniente y
hasta de justicia.
¡En mal hora lo intentó!
--No solamente--le dijo don Alejandro, hecho un erizo--, mantengo la
resolución tomada el otro día contra ellos, sino que la adiciono con el
propósito firme de que en todos los días de su vida vuelvan a poner los
pies en mi casa. Que lo tengan entendido así.
Don Claudio Fuertes no halló modo de calmar la iracundia de su amigo, a
quien desconocía en aquel estado, ni siquiera de hacerle soportable
ninguna conversación. Sospechando que preferiría estar solo, despidiose
de él a poco de haber llegado, y se fue sin poder averiguar qué nueva
mosca había picado al buen señor de Bermúdez para ponerle tan rencoroso
como estaba contra los dos Pérez de la botica, aunque presumiendo que
todo sería obra de alguna «franqueza» de Nieves, por el estilo de las de
marras.
Diole mucho que cavilar la racional sospecha; vio las cosas con espíritu
sereno y por todas sus caras a la luz de los antecedentes que tenía, y
sacó en limpio que, saliera pez o rana en definitiva, era de necesidad,
por de pronto, enterar a don Adrián del mal éxito de sus negociaciones,
para que Leto, que se hallaría presente, lo tuviera entendido en la
correspondiente proporción.
Y se fue derecho a la botica donde, por haber hallado a los dos Pérez
solos, les informó, con las debidas atenuaciones de caridad, de lo mal
que andaban sus negocios en Peleches.
A don Adrián le faltó poco para desmayarse.


--XXIII--
La tribulación del boticario

Media hora después, con la faz macilenta y alargada, el ojo triste, las
rodillas trémulas y la respiración anhelosa, subía el pobre hombre hacia
Peleches. El sobrepeso agregado por don Claudio a su cruz, se la había
hecho insoportable. No podía vivir así. Formó su resolución con voluntad
heroica; y en cuanto llegó el mancebo a la botica, y se marchó el
comandante, y Leto subió al piso, cogió él el sombrero y la caña... y
¡hala para arriba! Podría suceder que no se le franqueara la puerta al
primer golpe: él insistiría una, dos y ciento y mil veces, hasta que los
mismos robles se ablandaran; o se colaría por los resquicios, o tomaría
la casa por asalto... Que el señor don Alejandro, al verse con él cara a
cara, se la llenaba de oprobios... ¿y qué? Cualquier afrenta, la más
dura agresión. «antes, eso es, que aquellas incertidumbres, ¡caray! sí,
señor; que aquel estado violento, eso es, en que no podía él vivir».
Iluminaban a Peleches las últimas tintas sonrosadas, pero frías, del
crepúsculo, cuando el viejo boticario, con la mano lívida y convulsa,
empuñaba el llamador (un lebrel de hierro dulce con una bolita entre las
garras delanteras) de la puerta de ingreso al piso principal del caserón
de los Bermúdez. Dio tres golpes muy desconcertados, como los que a él
le producía en el angustiado pecho el acelerado latir de su corazón, y
salió Catana. En cuanto vio a don Adrián le dijo sin acabar de abrir la
puerta:
--El zeñó no pué...
Pero el boticario se coló en el vestíbulo por la abertura, y desde allí
interrumpió a la rondeña de esta suerte:
--Ya, ya; pero esa orden no reza, eso es, conmigo; porque vengo, sí,
señor, con su beneplácito... Tenga usted la bondad de prevenirle, eso
es, de avisarle, que estoy aquí a sus órdenes.
Y por si esto era poco, mientras Catana iba con el recado, él la siguió
de lejos, como si tratara de ponerse en el rastro de su presa para que
no se le escapara por ninguna parte. Así llegó al extremo del pasadizo
que conducía al estrado. Era indudable que don Alejandro estaba en su
gabinete... hasta creyó percibir su voz momentos después; su voz algo
destemplada, por cierto. «¡Caray, caray, qué desmayos!»
Volvió a aparecer Catana. Con un gesto bravío le reprendió su
atrevimiento de colarse hasta allí, y con otro no más dulce y un ademán
adecuado, le mandó que pasara al gabinete que le señaló con el índice
cobrizo.
Pasó don Adrián entre vivo y muerto, y se plantó a la puerta con el
altísimo sombrero en una mano y el bastón en la otra, inmóvil, derecho,
rígido. Desde allí vio a don Alejandro dando vueltas desconcertadas en
el fondo del gabinete. En una de aquellas vueltas se encaró con él, se
detuvo y le dijo, con una sequedad a que no tenía acostumbrado al
excelente farmacéutico de Villavieja:
--Pero ¿qué hace usted ahí?
--Esperando, señor don Alejandro--contestó el pobre hombre con la voz
como un hilo--, a que me dé usted su licencia.
--Según mis noticias--replicó Bermúdez sin ablandarse más--, esa
licencia la traía usted ya desde su casa.
--Mi señor don Alejandro--dijo aquí don Adrián enjugándose el rostro
macilento con su pañuelo de yerbas, y entrando a cortos pasos en el
gabinete,--me he permitido afirmar esa... mentirilla, eso es, para que
se me franquearan, sí, señor, estas puertas... ¡Mal hecho, caray, mal
hecho! Verdaderamente lo conozco, eso es... pero no había otro modo de
lograr, eso es, una entrevista, una entrevista con usted, mi señor don
Alejandro.
--Y ¿para qué necesita usted, señor don Adrián, una entrevista conmigo?
--¡Para qué, mi señor don Alejandro?--preguntó el farmacéutico relajando
todos los músculos de su cara--. ¡Para qué?... Para mi sosiego... para
dormir, para comer... para vivir; ¡caray! para vivir, mi señor don
Alejandro... Para todo eso.
Bermúdez que, por lo que le decían aquellas palabras y lo que leía en la
voz y en el aspecto lastimoso de aquel hombre a quien tanto había
estimado y estimaba, calculaba la intensidad del daño que le había hecho
con su violenta medida, sintió muy hondos pesares de no haberla meditado
más, y maldijo la negra fortuna que le conducía a extremos tan
rigurosos.
--Siéntese usted, amigo mío--le dijo apiadándose de él--; repóngase un
poco, y dígame luego cuanto tenga que decirme.
Le arrimó una silla y se sentó en ella don Adrián. Él permaneció de pie
delante del boticario, y con las manos en los bolsillos. Don Adrián
Pérez, después de colocar el sombrero en la silla inmediata y de
enjugarse otra vez la carita lacia con el pañuelo, comenzó a hablar de
esta suerte:
--Yo, señor don Alejandro, me encontré antes de anoche... precisamente
antes de anoche, eso es, cerradas las puertas de esta casa... quiero
decir, nos las encontramos; porque mi hijo venía conmigo: veníamos
juntos, eso es... El caso era de notar por nuevo... por nuevo, es
verdad, pero no por cosa peor; porque cabía creer que fuera medida, sí,
señor, medida general. ¡Caray, si cabía! Pero no lo fue, mi señor don
Alejandro, ¡no lo fue!; fue medida propia y particularmente para
nosotros; para nosotros dos, eso es: para mi hijo y para mí. El señor
don Claudio Fuertes tuvo la bondad de informarnos de ello, con tino, eso
sí, y con todo miramiento, porque es persona de suma delicadeza; como
usted sabe muy bien... Nos dio algunas esperanzas de que, corridos unos
días, eso es, mejorarían las circunstancias... Pero el hecho, mi señor
don Alejandro, estaba en pie; y dolía, dolía... Preguntamos la razón,
eso es; y la ignoraba el buen amigo... Pasó la noche... sin sueño, por
de contado; y otro día, el de hoy, sin apetito naturalmente... Ya ve
usted, mi señor don Alejandro: el castigo notorio y la culpa
desconocida, ¡caray! en corazones de bien... aflige, eso es, agobia... Y
así todo el día de hoy, hasta que el señor don Claudio Fuertes, después
de hablar con usted, nos ha venido a advertir, un momento hace, que
nuestro litigio aquí, iba ¡caray! de mal en peor... Esto fue ya cegar,
mi señor don Alejandro, para los que estábamos a obscuras; eso es, cegar
verdaderamente, ¡cegar, y cegar en la agonía!.. Pues, muerte por muerte,
me dije en cuanto me vi solo, démela el amigo irritado, eso es, si me
cree merecedor de ella... Y aquí estoy, señor don Alejandro.
Éste dio dos medias vueltas, conservando una de las manos en el
bolsillo y resobándose con la otra la barbilla; y después, deteniéndose
de nuevo delante de don Adrián, que no apartaba de él la vista anhelosa,
y volviendo a enfundar la mano en el bolsillo correspondiente, dijo al
boticario:
--Continúe usted, señor don Adrián, todo lo que tenga que decirme:
después hablaré yo, si le parece.
--Pues en dos palabras termino--contestó el boticario tomando nueva
postura en la silla--. Así las cosas, mi señor don Alejandro, y téngalo
usted bien entendido, eso es, bien entendido, desde luego, por
anticipado, le doy a usted la razón por ser una persona incapaz de
faltar a la justicia... Yo me confieso culpable, y mi hijo, sí, señor,
también se confiesa: los dos, nos confesamos culpables; los dos le
habremos faltado a usted... no admite duda, cuando, teniéndole ¡caray!
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