Al primer vuelo - 19

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por el más cariñoso y noble, eso es, de los amigos, y el más caballero
de los hombres, nos castiga... Pero ¿por qué? ¿En qué ha consistido la
falta, eso es, o la ofensa? Este es el clavo, mi señor don Alejandro;
éste es mi mate día y noche. ¿Cuál es nuestro delito? Sépale yo, sépale
mi hijo, para la debida reparación, eso es; porque de otro modo, ¿de qué
vale el buen deseo, caray? ¿de qué la voluntad mejor dispuesta? De nada,
mi señor don Alejandro, de nada, ¡caray! de nada. Que no cabe
reparación, eso es; que usted no la admite ni la quiere... que estas
puertas continúan cerradas para nosotros... cerradas, eso es... Malo,
triste, ¡caray! muy triste, muy malo, sí, señor; pero se sabe el motivo,
se reflexiona sobre él; resulta justo, justa y merecida la pena; y ya es
distinto, eso es; ¡pero muy distinto, caray!.. Y esto es todo lo que
verdaderamente tenía que decir a usted, sí, señor; nada más, eso es.
Y mientras don Alejandro Bermúdez daba otras dos vueltas en corto, él se
pasó nuevamente el pañuelo por toda la cara, reluciente de sudor frío.
El de Peleches, al regreso de su última vuelta, dijo al boticario:
--Empecemos, señor don Adrián, por declararle a usted, como le declaro,
que soy tan amigo de usted como lo era antes, y que no le estimo menos
de lo que le estimaba.
--Gracias, mi señor don Alejandro--contestó el boticario desde el fondo
de su corazón. Eso ya consuela mucho, ¡caray si consuela!
--Y declarado esto--continuó Bermúdez voltejeando a la vez por el
gabinete, porque seguía nervioso y espeluznado--, le declaro además que
no es tan fácil como parece la tarea de decirle a usted todo lo que
desea saber.
--¡Es posible?
--Sí, señor: como que es cierto. Y vamos a ver si consigo explicarme de
modo que usted me comprenda, sin decirle más que lo que debo. Figúrese
usted que el amigo a quien más usted quiere, resulta inficionado de una
peste ¿dejará usted de querer bien a ese amigo por tomar ciertas
precauciones... sanitarias contra él?..
--Conformes--observó don Adrián abriendo mucho los ojillos y la boca,
como si le sorprendiera la gravedad del ejemplo--. Conformes, señor don
Alejandro: no querría mal a ese amigo... inficionado, eso es, apestado,
mejor dicho, por alejarle de mi familia; no, señor: medida prudente y de
conciencia... de conciencia, eso es; pero le advertiría en debida
forma... del mejor modo posible, eso es, para que no extrañara, para que
no se doliera... En fin, mi señor don Alejandro, entiendo el símil; pero
con la debida dispensa de usted, verdaderamente nada me dices sino que
por apestados, eso es, por inficionados de algo, se nos han cerrado
estas puertas, de repente, a mi hijo y a mí. Que hay peste en nosotros,
ya se lo he concedido a usted antes de todo, sí, señor, concedido; pero
¿qué peste es ella, mi señor don Alejandro? Este es el punto... digo, me
parece a mí, y el clavo, sí, señor, muy doloroso.
--Efectivamente--repuso Bermúdez mordiéndose los labios de inquietud--,
nada resuelve mi ejemplo en el sentido que usted desea. Vaya otro más al
caso. Imagínese que usted no es don Adrián Pérez, sino don Alejandro
Bermúdez; que siendo don Alejandro Bermúdez, tiene una hija exactamente
igual a la que tengo yo: vamos, que Nieves es hija de usted; que usted
se ha consagrado en cuerpo y alma al cuidado y a la educación de esa
hija; que desde que su hija era niña, trae usted formados y acariciados
ciertos planes que, una vez realizados, han de hacer su felicidad, la
felicidad de esa hija por todos los días de su vida; que está usted en
la cuenta, por señales que parecen infalibles, de que su hija consiente
y aprueba y hasta acaricia los mismos planes que usted; que en esta
inteligencia, y para afirmarlos y asegurarlos mejor, de la noche a la
mañana, y de mutuo y entusiástico acuerdo, dejan ustedes su residencia
de Sevilla, y se plantan, llenas las cabezas de ilusiones, en este solar
de Peleches; que limita usted su trato de intimidad aquí a tres
personas, muy estimadas, muy queridas de usted: de esas tres personas,
una soy yo, don Adrián Pérez, y la otra, mi hijo, Leto de nombre; usted
continúa abriéndonos su casa y recibiéndonos en ella con la mayor
cordialidad; y nosotros correspondiendo a ese afecto con otro tan
hidalgo como él, e independientemente de todo esto, usted, Alejandro
Bermúdez, llevando adelante y por sus pasos contados, el plan consabido;
que se deja usted correr así tan guapamente, tranquilo y descuidado, y
que un día, con motivo de un suceso muy relacionado con ese plan,
descubre usted que se le han llevado los demonios, encarnados para ello
en su hija de usted y en mi hijo; o si lo quiere más claro aún, en
Nieves y en Leto... ¿Me va usted comprendiendo mejor ahora, señor don
Adrián?
Don Adrián, amarillo y desmoronándose por todas partes, apoyó la frente
entre las dos manos cadavéricas colocadas sobre el puño del bastón, y no
dijo una palabra.
Don Alejandro, hondamente condolido de él, para dulcificarle en lo
posible el amargor de las suyas y acabar de explicarse, continuó en
estos términos:
--Yo no tengo nada que tachar en Leto, amigo mío, y mucho menos en
usted: por donde quiera que se les considere, valen tanto como nosotros,
más si es preciso; pero yo, como le he dicho, tenía mis planes; los vi
desbaratados de repente y cuando más seguros los creía; supe la causa de
ello; y ¡qué canástoles! don Adrián, hice, por de pronto, lo que hubiera
hecho usted en mi caso: aislarme del peligro para pensar a solas, para
discurrir sobre él... No es uno dueño de los primeros movimientos del
ánimo; y la amarga sorpresa me ofuscó. No me detuve a elegir un pretexto
que, sirviendo a mis fines, no le causara mortificaciones a usted: lo
confieso. Además, contaba con que la ráfaga pasaría pronto, si es que no
era una ilusión de mis sentidos; pero sucedió lo contrario, don Adrián:
lo sospechado resultó evidente, de toda evidencia, y entonces acabé de
cegarme. Este es el caso. Perdóneme usted lo que le haya alcanzado
indebidamente de mi enojo; y para conseguir ese esfuerzo de su corazón,
póngase, como antes dije, en mi lugar.
Callóse Bermúdez; y alzando enseguida la cabeza el boticario y
levantando poco a poco los ojuelos hasta él, exclamó entre acobardado y
aturdido:
--Verdaderamente, sí, señor,--es sorprendente... y espantoso, el caso
ese... ¡lo que se llama espantoso!... Vamos, que necesito haberle oído
en boca de usted, para darle crédito, sí, señor. Algo así tenía que ser
para un castigo como el impuesto... que es dulce, ¡caray, muy dulce!
para la enormidad de la falta, eso es. Pero, señor, ¿cómo la ha cometido
ese chico? ¿qué espíritu malo le emborrachó? Porque él es incapaz de
atreverse a tanto, verdaderamente, de por sí: la misma cortedad andando,
eso es, y el respeto, ¡caray! y la gratitud... Es más: él me ha visto en
las angustias de estos días, sí, señor, y me ha oído amontonar, eso es,
conjeturas y supuestos; y nada, ni una palabra, ¡él, que es todo
franqueza y sencillez!... Vamos, señor don Alejandro, que lo creo, eso
es, pero que no me lo explico.
Los dos podemos tener razón, señor don Adrián--replicó Bermúdez
continuando sus paseos en corto--. Cabe perfectamente que su hijo de
usted haya hecho el daño sin propósito de hacerle, y que ignore a estas
horas lo que ha hecho. El corazón humano es así muy a menudo: para saber
el valor positivo de lo que contiene, necesita, como ciertos metales,
probarse en la piedra de toque. Eso hice yo en mi casa, don Adrián:
someter un afecto, quizá desconocido del alma que le contenía, a aquella
prueba... Y así le descubrimos los dos. La misma prueba hecha en casa de
usted, hubiera producido idéntico resultado.
--No me atrevo a negarlo ni a ponerlo en duda, señor don Alejandro:
después de lo que usted me ha dicho, eso es... creo, creo hasta en
agüeros... ¡y hasta en las brujas mismas, caray!
--El caso es, amigo mío, que el daño existe, para mi desgracia.
--Esa es, mi señor don Alejandro, la que yo lamento: no la mía, que ya
no me preocupa.
--Y vuelvo a repetirle que no me quejo de nadie, sino de mi mala
fortuna; que no alzo ni bajo ni estimo en más ni en menos a su hijo de
usted, ni le quito ni le pongo al acudir a ciertos extremos y al
expresarme de cierto modo; pero yo tenía mi rumbo trazado, mis planes
hechos...
--Sí, mi señor don Alejandro: usted tenía sus planes, ¡muy bien
tenidos!... eso es, y muy bien hechos; planes ¡caray! de toda la vida,
que son, sí, señor, los más estimados; y si esos planes, supongamos, le
hubieran fallado por una causa... ordinaria y corriente, eso es, y común
de todos los días, usted hubiera formado otros a su gusto; mientras que
de este otro modo, eso es...
--Por consiguiente, señor don Adrián, no debe chocarle a usted que, sin
dejar de estimarlos a los dos, a usted y a su hijo, en lo que valen,
persista por ahora en mi determinación... Esto no es cerrar a usted las
puertas de mi casa, entiéndalo usted bien...
--¡Chocarme a mí nada de eso!--exclamó don Adrián levantándose de la
silla, tembloroso y con los ojos empañados--. ¡Creer que me cierra usted
las puertas de su casa... cuando voy, eso es, a cerrármelas yo mismo!
Porque debo cerrármelas, eso es, y no volver a llamar a ellas mientras
no traiga en las manos, sí, señor, las pruebas de haber reparado la
ofensa inferida a usted... Y se reparará, sí, señor, yo lo fío.
--No es fácil, amigo don Adrián.
--Yo repito que lo es, mi señor don Alejandro... ¡Yo repito que lo es!
Yo conozco a mi hijo; yo sé que es de noble condición, honrado, sí,
señor, y pundonoroso como él solo... Yo sé que es incapaz de levantar,
eso es, los ojos más arriba de la talla, digámoslo así, que le
pertenece; que estima y considera la amistad de usted, ciertamente, por
encima, eso es, de toda otra ambición; que no ignora lo que yo me pago y
me enorgullezco de ser... de haber sido, el amigo más estimado, eso es,
del señor don Alejandro Bermúdez Peleches; mi hijo sabe, finalmente, que
es gusano de la tierra, sí, señor, y tiene demasiada inteligencia, y
rectitud por demás, para atreverse... con las águilas de las alturas.
Eso es.
--Pero don Adrián--díjole Bermúdez mientras encendía con una cerilla una
vela puesta en un candelero sobre la mesa, porque había anochecido ya--,
si no se trata...
--Por anticipado, desde luego, mi señor don Alejandro continuó el
farmacéutico sin hacer caso de la interrupción--, le prometo a usted que
mi hijo cumplirá con su deber, como yo cumplo ahora, y he de cumplir en
adelante, con el mío; eso es. Si tiene también sus planes, que lo dudo,
contrarios a los de usted, yo le diré, sí, señor, que los destruya; y
los destruirá; que no mire jamás hacia Peleches, eso es; y cegará antes,
sí, señor, que faltar a mi mandato; que se hunda en el polvo de la
tierra; y se hundirá, eso es; se hundirá hasta los abismos, sí, señor,
más tenebrosos y profundos. Lo fío, porque le conozco, y por ser además
todo ello de justicia... de reparación debida a usted, verdaderamente,
por una parte; y por otra, de pundonor ¡caray! para nosotros, eso es.
--Repito que usted extrema las cosas, amigo don Adrián.
--¡Ojalá fuera verdad! Pero estoy en lo justo, sí, señor, por mi
desgracia, don Alejandro; en lo que debo, eso es, en lo que debo, en lo
que debemos a usted mi hijo y yo, eso es, como le decía, y en lo que nos
debemos a nosotros mismos. En el mundo, señor don Alejandro, aquí, en
este rinconcito de Villavieja, hay muchos ojos ¡caray! y muchas lenguas;
no todos los ojos ven las cosas por una misma cara, ni todas las lenguas
explican de un mismo modo lo que los ojos ven. La señorita Nieves es
hija del rico caballero don Alejandro Bermúdez Peleches, y el padre de
Leto es el pobre don Adrián Pérez, boticario de Villavieja... eso es; y
en un paño como éste ¡caray! pueden entrar muchas tijeras, como haya
ganas de cortar, que nunca faltan... En fin, ya puede usted
comprenderme; y yo, mi señor don Alejandro, que he conservado con honra
durante setenta y cinco años, eso es, la vida que recibí de Dios, con
honra quiero entregársela el día en que me la reclame, que bien cercano
está ya... Eso es.
Bermúdez ya no daba vueltas por el gabinete: se había detenido delante
del boticario; y a pie firme y con la cabeza algo gacha y la mirada de
su único ojo clavada en los humedecidos de él, escuchaba sus ardorosos
razonamientos.
--Y ahora--dijo en conclusión el atribulado farmacéutico, que ya llevo
lo que venía buscando, y aun algo más, eso es, si bien se mira, y sé a
lo que debo atenerme, si usted me da su permiso me vuelvo a mi casa...
para terminar debidamente lo comenzado a tratar aquí... Pero me
atrevería, por término, eso es, y por remate de nuestro coloquio, a
pedir a usted una gracia... ¡la última, señor don Alejandro, por no
molestar!
--Yo tendré siempre--le respondió Bermúdez afablemente--, el mayor gusto
en servirle en cuanto pueda, señor don Adrián: no lo dude usted un
momento.
--No lo dudo, señor don Alejandro--replicó el otro--. Y voy, en prueba
de ello, a la súplica. El camino hasta mi casa no deja de ser largo y
escabroso, y ya ha cerrado la noche, eso es; ordinariamente, no me las
arreglo bien con las tinieblas; pero en el estado ¡caray! en que me
encuentro ahora... a la verdad, fío poco de mis fuerzas; y una caída a
mis años... ¡caray! ¿Tendría usted inconveniente en que me acompañara un
ratito, por lo más obscuro nada más, eso es, su criado Ramón?
--Sí, señor, que le tengo--respondió Bermúdez dirigiéndose a la alcoba
de su gabinete--, porque quien le va a acompañar a usted, soy yo.
--¡Usted, señor don Alejandro?--exclamó asombrado el boticario.
--Yo mismo, señor don Adrián--respondió Bermúdez desde allá dentro--, en
cuanto me calce las botas. Así como así, no me vendrá mal orear un poco
la cabeza fuera de casa. Don Adrián sintió la fineza de su amigo, como
una lluvia serena en el estío las plantas mustias.
Apareció pronto don Alejandro con todos los pertrechos necesarios para
ponerse en marcha, y el boticario le dijo:
--No he intentado siquiera saludar, eso es, ofrecer mis respetos a la
señorita Nieves, porque verdaderamente es mejor que ignore, eso es, que
yo he hablado con usted.
--Nieves anda otra vez maleando de la cabeza, y se había tendido sobre
la cama un poco antes de llegar usted. Sin eso, la hubiera usted
saludado, porque no quita lo cortés a lo valiente, señor don Adrián. Con
que cuando usted guste...
Salieron ambos del gabinete; entró don Alejandro en el de su hija;
volvió a la sala a poco rato, dando al boticario la noticia de que
Nieves estaba mejor, y se fueron los dos pasillo adelante.
Al desembocar en la plazuela de la Colegiata, se despidió Bermúdez de su
viejo amigo con un fuerte apretón de manos.
--Ya está usted en sagrado--le dijo--, y yo me vuelvo a mi escondite.
--Gracias por todo, ¡por todo, sí, señor!--respondió el boticario
trémulo de voz y conmovido, como si se despidiera de don Alejandro hasta
la eternidad.
Retrocedió Bermúdez hacia Peleches; y andando cuesta arriba y meditando,
dejó escapar de su pensamiento, y como si fueran el resumen de sus
meditaciones, estas palabras:
--¿Qué apostamos ¡canástoles! a que ese pobre boticario vale mucho más
que yo?


--XXIV--
«El Fénix villavejano»

Acompañado del propio Maravillas, que para eso y para dirigir y
_mejorar_ a su gusto la edición, había ido dos días antes a la ciudad,
entraba en Villavieja el paquete de los quinientos ejemplares, húmedo
todavía y exhalando el tufo que enloquece a los pipiolos y regocija a
los veteranos en la esgrima de la péñola, al mismo tiempo que subía
hacia Peleches don Alejandro Bermúdez.
Tinito el sabio se encaminó a su casa por los callejones más
extraviados, para no ser visto por sus amigos y colaboradores, pues así
convenía para sus planes; y una vez encerrado en ella y después de
encargar muy encarecidamente que se dijera a cuantos llegaran a
preguntar por él, si alguien llegaba, que no había venido aún, procedió
a romper las ligaduras del paquete con mano codiciosa y a dividir su
contenido en cuatro porciones: una para cada repartidor de los tres que
tenía apalabrados, y la más pequeña para dejarla de reserva. Era cosa
convenida con «los chicos de la redacción» que el periódico se
repartiría de balde en la villa entre todas las personas cuya lista se
había formado con la mayor escrupulosidad, sin perjuicio de distribuir
el sobrante entre «lo menos irracional de la masa anónima» (palabras
textuales del propio Maravillas).
El periódico era de corto tamaño y llevaba por nombre, en letras muy
gordas, el que se ha puesto al frente de este capítulo, adicionado con
esta leyenda: _Revista literaria y de altos intereses sociales,
políticos y religiosos_. La primera plana y gran parte de la segunda,
iban atestadas de prosa sarpullida de signos ortográficos, bajo el
rótulo de _Nuestros ideales_. Después versos, ¡muchos versos! Una
_Melancolía_, dedicada «a la distinguida señorita doña I. G.» (la
Escribana segunda); un _Éxtasis_ «a M. C.» (Mona Codillo); tres
_Ovillejos_ «al ilustrado Fiscal de este juzgado, mi distinguido y
bondadosa amigo don F. R., en señal de consideración y afecto
entrañable»; unos _Cantares tiernos_ «a la encantadora joven villavejana
A. C.» (Adelfa Codillo); _Mis confidencias_, «composición graciosa, a la
chispeante señorita R. G.» (Rufita González); algunas coplas más por
este orden, varios sueltos en prosa, y en prosa también una _Variante
histórica a la fábula de Hero y Leandro_. Cada poesía llevaba al pie
todos los nombres y apellidos de su autor. Maravillas firmaba con los
suyos el artículo de _entrada_, y sólo con iniciales la _Variante_.
--Y de todo esto, ¿cuál es lo tuyo, hijo?--le preguntó el tabernero su
padre, que presenciaba, por no atreverse a cosa mayor, las operaciones
de deshacer el fardo y contar ejemplares para separar los
correspondientes a cada lista de las tres desplegadas sobre la mesa.
--¿Pues no lo ve usted?--le respondió el sabio poniendo el dedo sobre la
firma del programa y las iniciales de la fábula--. Todo lo que no son
coplas estúpidas y sin substancia: lo que ha de levantar ronchas. ¡Vaya
si levantará!... hasta estos sueltecitos, que también son míos, y de
pronto no parecen nada: ya lo verá usted.
--Y ¿lo conocen, lo conocen ya tus amigos, esos de las copias?
Miró el sabio a su padre con el gesto de más altivo desdén, y le dijo:
--¡Qué han de conocer esos mentecatos, ni a título de qué? Lo conocerán
mañana cuando el periódico circule y no les quepa la vanidad en el
cuerpo al ver el magnífico resultado de mi aparición en _El Fénix_.
Ellos son los que me han buscado: yo he consentido en que colaboren bajo
mi dirección en el periódico, que dirá lo que yo tenga por conveniente,
y nada más. ¿Les parece poco? ¿Qué más honra pueden desear? ¡pues buena
sindéresis es la suya para que yo me hubiera rebajado a consultarles lo
que pensaba publicar en _El Fénix_! ¡Estúpidos y pusilámines! Capaces
eran de no consentir la salida del periódico.
--Verdaderamente--contestó el tabernero, electrizado con aquel pensar,
aquel decir y aquel mirar de su hijo--, que no son quién para lo que tú
sabes, esos muchachuelos ignorantes y desaplicados... ¿Y de veras crees
tú que esos escritos meterán bulla?... No haga el diablo que te traigan
algún disgusto...
--¡Bah!--repuso Maravillas creciéndose dos palmos--; no irán los
huracanes por donde usted se figura. El efecto de mi primer artículo
será de asombro, como el de la centella, como el del relámpago. El de la
fábula le sentirán pocos; y éstos se guardarán muy bien de decir lo que
les duele y en qué parte. Vea usted unas muestras de la calidad
científica y filosófica del artículo, o mejor dicho, del programa.
Arrimose en esto Maravillas a la cómoda, sobre la cual estaba la luz con
que se alumbraban allí él y su padre; subió las gafas hasta dejarlas
encaramadas sobre las cejas; levantó el periódico que tenía entre las
manos, bajando al mismo tiempo la cabeza, de manera que no quedó el
espacio de dos pulgadas entre los ojos y el papel, y comenzó a leer con
voz nasal, atiplada y clamorosa, mientras el tabernero se le acercaba de
puntillas, con una mano colocada detrás de la oreja y mordiéndose el
labio inferior.
--«Nuestros ideales...»
Aquí se detuvo de repente; y cambiando su tono campanudo por el llano y
de todos los días, advirtió a su padre:
--Ha de saber usted, ante todo, que el fénix es un pájaro fabuloso o
imaginario, del que se cuenta que renacía de sus propias cenizas, como
la muerta planta renace de la semilla que ha producido en vida... ¿Se
entera usted?
El tabernero contestó afirmativamente con una cabezada, sin apartar la
mano de la oreja, y añadió a la contestación otro ademán y otro gesto
que querían decir: «adelante».
Entendió la mímica Tinito el sabio; y metiendo nuevamente los ojos por
el papel, volvió a su interrumpida lectura y al registro campanudo de su
voz:
--«Nuestros ideales... Sal de tu sueño letárgico; despierta ya, ¡oh,
Villavieja, pueblo fósil, merecedor de más honrosos destinos!...
¡Despierta y sacude la ignominia de tu mortaja enmohecida por la
lobreguez insana de tres siglos de barbarie! ¡Despierta, levántate y
contémplate! Nosotros te pondremos delante de los ojos el gran espejo de
la Verdad, iluminado por la esplendorosa luz de los nuevos días. Mírate
en él... ¡Ah, desdichada! Te turbas, te sonrojas... ¡te avergüenzas!...
¡Lo comprendemos, sí, lo comprendemos! Te ves andrajosa y fea, y esclava
vil, y degradada y sola, entre la muchedumbre de otros pueblos risueños,
hermosos, libres y florecientes...»
--Sigue a esto--dijo a su padre Maravillas, interrumpiendo la lectura--,
un largo párrafo muy bonito y de gran efecto, de conjuros y de
apóstrofes por el estilo de los que ha oído usted, que duran hasta la
mitad de esta segunda columna, y digo enseguida... «¿Sabes por qué eres
andrajosa, y fea y esclava vil y degradada, ¡oh, Villavieja infelice?
Porque el templo de tu Dios está henchido de riquezas, y sus criminales
derviches adormeciéndote con sus cánticos soporíferos, como adormece el
vampiro a sus víctimas con el aire de sus alas para chuparles la
sangre...»
--Continúa después otro párrafo, también muy hermoso, todo lleno de
respuestas de esta, clase, con unos ejemplos y unas comparaciones
admirables por lo oportunas y la mucha erudición que revelan, y concluyo
diciendo: ¿Quieres ¡oh, mi villa natal infortunada! romper tus cadenas,
y ser grande y rica y bella? Pues demuele tus templos; sepulta entre sus
escombros a tus ídolos grotescos, y arroja su recuerdo de tu memoria, y
de tu mente la idea que los derviches te han cristalizado en ella de un
Dios incompatible con la extensión que alcanzan a estas horas las
exploraciones hechas en las regiones científicas por la razón humana. No
por eso ¡oh pueblo de las grandes melancolías! quedarás huérfano y
desamparado de ideales que te sublimen y ennoblezcan, algo más que las
absurdas abstracciones metafísicas con que hoy te engañan. ¿Quieres
saber a quién adoramos nosotros? a la Razón. ¿En qué templo? En el
gabinete de estudio, en el laboratorio, en el taller. ¿Cuál es nuestra
Biblia? La Naturaleza, con sus leyes físicas y su génesis racional y
científicamente comprobada. ¿Nuestros Santos? Todos los hombres ilustres
que han concurrido y concurren a la obra colosal de nuestra Redención
verdadera, sustentando y propagando los dogmas imperecederos del
positivismo materialista, que es nuestra religión y nuestra fe; las
mismas que venimos a predicar entre vosotros, porque os amamos y
queremos vuestro bien...»
--¿Eh? ¿Qué tal, padre? Me parece que está bien rematadita la cosa; y
picante... y hasta la empuñadura, ¿eh?
El tabernero trasladó la mano que tenía junto a la oreja, al cogote,
entre cuyos pelos grises, cerdosos y tupidos metió las uñas para
rascarse.
--No he comprendido cosa mayor--dije mientras se rascaba, la entraña de
todo eso que has plumeado ahí. Como gustar, me gusta el palabreo y la...
¡Vaya! de lo mejor. Es manifactura de sabio: se ve al golpe; pero todo
es de echar la iglesia abajo y otras cosas al simen... ¿qué te diré yo?
Pudiera caer mal en Villavieja.
--No lo crea usted--observó Maravillas riéndose del candor de su
padre--. Aquí, en este pueblo, hay materia dispuesta para todo: lo que
faltaba eran manos. Pues ya están acá. Sorprenderá, deslumbrará el
artículo, como la dije a usted antes; pero la luz se habrá visto, y las
gentes vendrán a ella, como pájaros bobos... No lo dude usted.
--Más valdrá así--dijo el tabernero bajando la mano y apoyando el codo
sobre la cómoda--. ¿Y qué más, hijo?
--A este programa--continuó el sabio--, siguen, como usted ve, unos
versos, tontos y malos, como todo lo que pueden escribir estos majaderos
villavejanos; a los versos, un sueltecillo sobre policía urbana; al
suelto, más versos, detestables también; y así alternando versos
chabacanos con gacetillas mías, concluye la tercera plana, y comienza la
cuarta con esta noticia que voy a leer a usted, y dice así: «_Percance
grave_: El jueves último salieron a voltejear fuera de la bahía, como lo
tienen por costumbre, en un balandro de recreo, un joven muy conocido,
de esta población, y una linda y elegante señorita forastera que reside
en sus inmediaciones. No sabemos si por distracción de los dos o por
algún accidente imprevisto, porque escribimos de referencia, se fueron
al agua de repente, uno tras otro, en alta mar; y en ella hubieran
perecido, porque el balandro llevaba mucho andar, sin la serenidad y la
destreza del marinero que los acompañaba a bordo y logró recogerlos.
Celebramos de todo corazón que el percance no tuviera otras
consecuencias que el susto del momento y los sinsabores subsiguientes
por la falta de recursos con que se halló el joven para socorrer a la
señorita en el estado angustioso y a todas luces lamentable en que salió
de la mar. Afortunadamente, la necesidad, que es ingeniosa de suyo,
suplió por todo, y la robustez y el buen ánimo hicieron lo demás.
Nuestra más cordial enhorabuena a los entusiastas expedicionarios del
hermoso _yacht_.»
--En esta noticia--dijo Maravillas a su padre--, no hay nada,
absolutamente nada de particular; de particular malicioso, se entiende:
la relación, hasta galante y cortés, del caso que se refiere de público
en la villa. Pues enseguida viene la _Variante histórica..._ fíjese
usted bien, _histórica, a la fábula de Hero y Leandro_. Hero y Leandro
fueron dos personajes imaginarios también, como el pájaro fénix. Hero
una zagala y Leandro un zagal, vivían separados por el Helesponto, un
brazo de mar, casi mar. Hero y Leandro se amaban, y Leandro de costa a
costa nadando para echar un párrafo con Hero. En una de éstas, se
enfurruñaron las aguas y pereció Leandro. Pues en la _Variante_ se
cuentan las cosas de otro modo: Hero visitaba a Leandro, no pasando el
Helesponto a nado, sino en un barquichuelo, y a la vela. Un día se le
puso el esquife quilla al sol, y Leandro, que lo presenciaba, se arrojó
al mar y sacó a Hero medio asfixiada y hecha una sopa. En aquella
soledad no había con qué socorrerla. Desnudola el infeliz, lleno de
angustia; y, a buena cuenta, la dio unos fregoteos de arriba abajo con
unos herbachos secos que había a sus alcances: lo que me ha dado ocasión
para pintar una escena muy notable del género naturalista, que es el que
impera hoy en todas las manifestaciones del arte... Resultado, que la
chica vuelve en sí; que se pasa la mañana con el chico; que, en tanto,
se le va secando la ropa al sol; que se la viste al fin, y que arreglado
también el barquichuelo por el diligente y placentero galán, Hero se
vuelve a su casa tan despreocupada y campante como si no hubiera roto un
plato... Tampoco en este cuentecillo, considerado aisladamente, hay cosa
en que pueda cebarse la malicia del lector al primer golpe; pero vaya
usted observando que el cuento sigue inmediatamente, en el orden de
colocación en el periódico, a la relación del percance del jueves; y va
seguido, a su vez, de esta noticieja, que no puede ser más inocente:
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