El intruso - 17

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eso?» Al fin es tu esposa y con ella has de vivir.
--¡No te vayas así!--exclamó el millonario con ansiedad.--De seguro que
estás enfadado; adivino que no vas á volver. No riñas conmigo: Cristina
es así, ¿y qué voy yo á hacerla? Tú mismo lo has dicho. La familia... la
paz de la casa... Ella es buena y me quiere: pero tiene esas ideas y á
las mujeres hay que respetárselas. La verdad es que tú también has
estado fuertecito...
--Adiós, Pepe--volvió á repetir el médico, abandonando aquella manaza
que ahora caía débil y sin voluntad.--Que seas muy feliz.
--Pero nos veremos, ¿eh? ¿Vendrás á verme al escritorio?... Esto pasará:
ya sabes que otras veces también habéis regañado...
--Adiós, adiós.
Y el doctor Aresti, sin escuchar á su primo, que le seguía formulando
excusas, salió de allí, con la convicción de que dejaba muerto á sus
espaldas todo su pasado; de que acababa de romperse aquel parentesco
fraternal y perdía lo último que le restaba de su familia.


IX

A mediados de Agosto se inició una agitación de protesta entre los
obreros de las minas.
Los contratistas de Gallarta, al reunirse por las noches con el doctor
Aresti, hablaban de los síntomas de rebelión en las aldeas de la cuenca
minera. En la Arboleda los peones clamaban contra las cantinas,
afirmando que los capataces eran los verdaderos dueños, y que el obrero
que no se surtía de víveres en ellas era despedido del trabajo. En
Pucheta, que era donde vivían los más levantiscos, habían ido á
navajazos un día de paga, por negarse dos trabajadores á satisfacer su
deuda en la tienda de un protegido de los contratistas. Se hablaba de un
gran mitin en la plaza mayor de Gallarta, al que asistirían todos los
mineros para acordar la huelga, en vista de que no era admitida su
petición en favor del pago semanal. Desde el kiosco que ocupaba la
música los domingos, hablarían los amigos del pueblo, aquellos obreros
de Bilbao emancipados del yugo de los patronos, que se dedicaban á la
propaganda de las doctrinas socialistas y á la organización de las
fuerzas obreras. Y mientras llegaba el momento de la rebeldía, los
representantes del partido en la cuenca minera, que eran en su mayoría
taberneros, derramaban en la irritada masa el consuelo del alcohol y de
las teorías revolucionarias.
El _Milord_, en la tertulia de los contratistas, hablaba, con alarma, de
los pinches de las minas. Aquellos diablejos que llevaban el cuchillo en
la faja, y á los que no se atrevían á maltratar los peones por miedo á
sus venganzas de gato, le infundían mucho miedo. Ellos eran la
vanguardia ruidosa de todas las huelgas, comprometiendo á los hombres
con sus audacias, haciéndolos ir más allá de lo que se proponían.
Algunas veces habían osado apedrear de lejos á la guardia civil, cuando
en vísperas de revuelta paseaba sus tricornios por los caminos de la
montaña. Ahora, el _Milord_ hablaba con terror de frecuentes robos de
dinamita en los depósitos de las canteras. Los cartuchos debían
ocultarlos los pinches en previsión de lo que ocurriera. ¡Buena se iba á
armar!...
Al atrevimiento de los muchachos había que añadir la cólera estrepitosa
de las mujeres, que hablaban de arrojarse en fila sobre los rieles de
los planos inclinados y de los ferrocarriles, impidiendo toda
circulación de mineral para que se generalizase la huelga hasta la ría,
y se cerrasen las fundiciones, y el puerto se llenara de buques
inactivos esperando una carga que no llegaría nunca.
--Esto se pone feo, don Luis--suspiraba el admirador de
Inglaterra.--Esto va á ser la muerte de las minas.
Para darse cuenta de lo crítico de la situación, bastaba ver que los
peones gallegos tomaban el tren y se iban á su país. Aquellos hombres
eran capaces de rebelarse por su interés personal, pero apenas
presentían protestas colectivas, escapaban asustados hacia su país. Las
huelgas les olían á política, á algo peligroso en que no debían
mezclarse los pobres. Y avisados de la bronca que preparaban los
compañeros, deslizábanse prudentemente hacia su tierra, con el propósito
de volver cuando todo pasase, aprovechándose entonces de las ventajas
que los otros pudieran conseguir.
--¡Pero, malditos!--exclamaba el doctor, oyendo al _Milord_ y á otros
contratistas.--¿No es justo lo que piden? ¿Qué menos pueden reclamar que
el cobro semanal y comprar su alimento donde mejor les convenga?...
Los contratistas torcían el gesto, excusándose en la inercia de las
costumbres. Eran los señores de la villa, los mineros ricos, las
empresas extranjeras, los que debían dar el ejemplo. Ellos á lo antiguo
se atenían. Además, el miedo á la huelga no causaba gran impresión en el
fondo de su ánimo. Por grande que fuese el paro en el trabajo, poco
perderían; el mineral no iba á desaparecer en las canteras; aguardaría á
que fuesen á arrancarlo, si no en un mes, al siguiente, y si no al otro.
Tenían para vivir, y se rendirían antes que ellos los que necesitaban
el jornal para no morirse de hambre.
El cura don Facundo se indignaba, no como contratista, sino como pastor
del rebaño rebelde. No había religión, cada vez se entibiaba más la fe,
y así andaba todo de perdido. La propaganda diabólica de los obreros de
Bilbao había llegado hasta la gente sencilla y sufrida de la montaña.
--Ya mueren aquí las gentes sin llamarme, tan tranquilas, como si fuesen
perros--exclamaba indignado.--Cada vez hay menos entierros. Ya van al
cementerio sin acordarse de don Facundo, escoltados por centenares de
badulaques que se pirran por molestar á la Iglesia asistiendo á eso que
llaman actos civiles. Señores... ¡entierros civiles en las
Encartaciones! ¿Quién podía figurarse que veríamos esto?...
Y el cura insistía en lo de los entierros, como si de todos los actos de
hostilidad ó indiferencia para la religión, fuese este el más
escandaloso y que más profundamente hería su pudor de sacerdote.
A pesar de la agitación obrera, los amigos de Aresti sentíanse atraídos
por otro asunto, del que hablaban con gran interés en sus francachelas
nocturnas.
Existía pendiente una apuesta ruidosa, en la que se interesaban todos
los notables de Gallarta. El _Chiquito de Ciérvana_, el barrenador
famoso, había recibido una especie de reto de un desconocido de
Guipúzcoa, para que midiese sus fuerzas con él. El encuentro debía
verificarse en Azpeitia, el centro de las fiestas vascas. Los ricos de
allá hablaban con desprecio de las gentes de las minas, como si no
fuesen capaces de tomar parte en la apuesta, presentándose en Azpeitia
al lado de su barrenador.
Los contratistas de Gallarta gritaban enardecidos. ¡Vaya si irían! ¡Y
menuda paliza les aguardaba á los guipuzcoanos pretenciosos! ¡Atreverse
con el _Chiquito de Ciérvana_, que era la gloria más grande de las
Encartaciones! Miles de duros apostarían ellos contra las pesetas que
pudieran ofrecer aquellos rurales de Guipúzcoa, que vivían del miserable
cultivo de la tierra. Y en sus reuniones nocturnas acordaban los
detalles de la apuesta, con arreglo á lo convenido por cartas y hasta
por mensajeros, con los lejanos enemigos. El próximo domingo sería la
lucha en la plaza mayor de Azpeitia. Marcaban el número de perforaciones
que los dos barrenadores harían en la piedra y la duración de la
apuesta.
Olvidaban las minas y el malestar de los obreros, para no pensar más que
en este desafío de destreza y vigor. Era la apuesta más famosa de
cuantas habían concertado aquellos hombres, en su afán de arriesgar al
dinero que con tanta facilidad llegaba á sus manos.
En esta lucha se interesaba el espíritu de clase y el patriotismo.
Vizcaínos contra guipuzcoanos: la gente de las Encartaciones contra
aquellos patanes que intentaban comparar sus burdos barrenadores de las
canteras de caliza con los de las minas de hierro, que eran casi unos
artistas.
Al aproximarse el día de la lucha, mostraban los contratistas los fajos
de billetes de Banco, con los que habían de anonadar á los _pobres
cuitados_ de Guipúzcoa. El _Chiquito de Ciérvana_ era vigilado y mimado
como si fuese una tiple hermosa. No iba á las minas, y acompañaba por
las noches á los contratistas, preocupándose todos ellos de lo que comía
y bebía.
--¿Cómo va ese valor?--le preguntaban tentándole los brazos duros y
elásticos, que parecían de acero, pasándole las manos por el pecho con
una suavidad casi femenil, golpeándole el tórax y complaciéndose en su
resonancia, que revelaba salud y vigor. Y el _Chiquito_ se dejaba
agasajar con sonrisa de ídolo, irguiendo su pequeño cuerpo de músculos
recogidos y apretados, mientras los admiradores aspiraban al examinarle
el olor agrio de sus sobacos sudorosos como si fuese un grato perfume.
Ganaría, como siempre. Y mientras llegaba el domingo, con su estruendosa
victoria, lo atiborraban de alimentos y le hacían beber champagne, mucho
_Cordón Rouge_, como si el vino de los ricos afirmase de antemano su
superioridad sobre aquel rival que sólo conocería la dulzona _sangardúa_
de sus montañas.
Los contratistas obligaron al doctor Aresti á que les acompañase á
Azpeitia. Ellos no gozarían la victoria por completo de no presenciarla
su ilustre amigo. Y el doctor, que habituado al afecto de aquellos
admiradores rudos y entusiastas, no podía separarse de ellos, acabó por
ser de la partida. En fuerza de oírles hablar de la apuesta sentía
interés por ella.
Era el único que dudaba del triunfo. La gente de Azpeitia debía conocer
el trabajo del _Chiquito_. Los de Gallarta, en cambio, no sabían quién
era aquel contendiente desconocido. Cuando la gente de Azpeitia iniciaba
el reto, estaba segura indudablemente de la superioridad de su
barrenador.
Aquello parecía una encerrona: había que ser prudentes. Pero los amigos
del doctor le contestaban con risas. ¿Dejarse vencer el _Chiquito_?... Y
como prueba de su confianza, enseñaban de nuevo los fajos de billetes.
Más de cincuenta mil duros iban á apostar entre todos, si es que los de
Azpeitia tenían redaños para hacerles cara. Había que correrles,
echándoles el dinero á las narices; así aprenderían á no ir otra vez con
retos á los bilbaínos de las minas.
La partida, el domingo al amanecer, fué casi una espedición triunfal. El
_Chiquito_ había salido el día antes con varios de sus admiradores para
estar bien descansado en el momento de la apuesta. Los que llegaron
después con el doctor eran los más respetables, y llevaban con ellos el
convoy de la expedición, enormes cestos de fiambres encargados á los
mejores restaurante de la villa, cajones de champagne, cajas de
cigarros. Ellos mismos, al repasar las vituallas alababan su previsión.
Sólo en Bilbao se sabía comer: lo demás era tierra de salvajes, país de
pobreza donde moría uno de hambre ó de asco, aunque fuese persona de las
que _tienen cartera_.
Los mineros ricos hicieron en Azpeitia una entrada de invasores. Había
comenzado ya la fiesta con las apuestas de bueyes, y una muchedumbre de
caseros y de gentes del pueblo se agolpaba y estrujaba en la plaza y las
calles inmediatas. Aquellos hombres de largas blusas y boinas
mugrientas, apoyados en fuertes garrotes, miraban con asombro, como si
fuesen de una raza distinta, á los arrogantes mineros, que se llamaban á
gritos y se abrían paso reclamando el auxilio del alguacil, única
autoridad que guardaba el orden del inmenso concurso, sin más arma que
un mimbre blanco. La gente sobria y humilde, habituada á los cultivos de
escaso rendimiento de la montaña, admiraba los ternos nuevos y lustrosos
de los contratistas, sus boinas flamantes, las gruesas cadenas de oro
sobre el vientre y sus manos de antiguos obreros con dedos gruesos de
uñas chatas, abrumados por enormes sortijas.
Eran los forasteros, los ricachos que llegaban á la fiesta llevando una
verdadera fortuna en sus bolsillos. Para conocer su importancia bastaba
con fijarse en las miradas que lanzaban á las gentes y las casas, con
altivez de magnates que descienden á mezclarse en una diversión
campestre. ¿Y entre aquellas míseras gentes estaban los que habían osado
desafiarles?... _¡Pobres cuitados!_
Precedidos por el alguacil, subieron algunos de ellos á los balcones de
la plaza, ocupados en su mayor parte por mujeres. Otros tomaron sitio en
primera línea, junto á la cuerda que marcaba un gran rectángulo limpio
de gente en medio de la plaza, como liza donde se verificaban los
juegos. Allí se hacían las apuestas de última hora entre los empujones
de la gente. Los caseros, apoyando sus manos en las espaldas que tenían
delante, se empinaban para ver mejor. De vez en cuando un empujón
formidable; una avalancha que amenazaba romper la cuerda. Pero bastaba
que se levantase en alto el mimbre alguacilesco ó que se movieran las
boinas rojas de la pareja de migueletes guipuzcoanos, para que al
momento se iniciase un retroceso, quedando inmóvil el gentío.
Aresti, desde un balcón, veía cuatro masas obscuras de boinas,
encuadrando el espacio libre, en el cual dos parejas de toros
arrastraban penosamente unas piedras más grandes que las muelas de un
molino, bloques enormes que al moverse dejaban detrás de ellos la tierra
profundamente aplastada.
La alegría de los ejercicios físicos, el enardecimiento ruidoso de las
fiestas de la tuerza, agitaba al gentío. Tiraban los bueyes penosamente,
como si fuese á estallar la testuz bajo el yugo, esforzándose entre los
gritos y los pinchazos de los conductores que los azuzaban coreados por
sus partidarios, y cada vez que una piedra, con nervioso tirón, avanzaba
algunos pasos, sonaba un clamoreo de los espectadores. Los pechos se
hinchaban con angustia, como si quisieran comunicar su fuerza á las
abrumadas bestias.
Era una diversión de raza primitiva, de pueblo en la infancia que aún no
ha llegado á la vida del pensamiento y admira la fuerza como la más
gloriosa manifestación del hombre. La dura necesidad de ganarse el pan
con el trabajo físico, hacía del vigor un culto, convertía en diversión
los alardes de resistencia de los más fuertes, admiraba como héroes á
los grandes partidores de leña ó á los expertos barrenadores, y para dar
carácter de fiesta á todos los esfuerzos del músculo en el diario
trabajo, asociaba á sus juegos al buey, manso y sufrido compañero de la
miseria campestre.
El doctor, ante estos placeres rudos y violentos del pueblo primitivo,
recordaba las fiestas griegas, embellecidas al través de los siglos por
el encanto del arte. Aquellos juegos al aire libre, sencillos y burdos,
de una inmediata utilidad, recordaban involuntariamente los Juegos
Olímpicos.
--Sí; se parecen--pensaba Aresti.--Pero como se asemejan el ave de
corral y el águila, porque las dos se cubren de plumas.
Cansado del monótono espectáculo que ofrecían los bueyes, tirando entre
el clamoreo del gentío que no se fatigaba del largo plantón, el doctor
se distrajo examinando el aspecto de las casas y las personas.
Veía Azpeitia por primera vez, aquel hermoso rincón del territorio
vasco, que sólo de lejos rozaba la vía férrea, y en el cual parecían
haberse refugiado el espíritu y las tradiciones de la raza. Aquella
tierra era la de San Ignacio. A pocos minutos, en el centro del valle,
estaba Loyola con su convento inmenso, cuya fealdad de caserón-palacio
tentaba la curiosidad del doctor. La sombra de la Residencia madre, de
aquel edificio semejante a un cuartel, en el que se reunían los
comisionados del jesuitismo, llegando de todos los puntos de la tierra,
cuando había que elegir un nuevo General de la Orden, parecía proyectar
su sombra sobre el valle y las montañas, formando los pobladores á su
imagen.
Aresti veía en la muchedumbre muchas caras que le recordaban la faz de
San Ignacio. Aquellos rasgos duros, impasibles, de helada firmeza, que
se consideraban como signos característicos de una personalidad famosa,
resultaban comunes á toda una raza.
El médico se fijaba igualmente en las mujeres de los balcones. Tenían
las formas más pronunciadas que las hembras vizcaínas, con algo de
voluptuoso y mórbido que hacía recordar el título de «Andalucía vasca»,
que muchos daban á Guipúzcoa; pero en su mirada había una expresión
varonil y enérgica que hacía pensar en las fanáticas heroínas de la
Vendée. El odio al _guiri_, al español de pantalones rojos llegado de
las más lejanas provincias para expulsar al rey legítimo, pasaba como
una herencia de generación en generación. Todos los hombres de edad
madura que ocupaban la plaza habían vestido, seguramente, el capote de
los tercios guipuzcoanos y se acordaban del monarca de las montañas, con
su gran barba negra y la boina blanca sobre los ojos.
Eibar, con la muchedumbre obrera de sus fábricas de armas, liberal y
poco religiosa, estaba próxima, y, sin embargo, parecía al otro extremo
del mundo, como si los montes que separaban ambas poblaciones fuesen
infranqueables.
Las casas de Azpeitia ostentaban en todas las puertas grandes placas del
Corazón de Jesús. Era el único signo exterior de religiosidad: ni
alardes de fe ni entusiasmos provocadores. Eso quedaba para los pueblos
donde flaquea la devoción y la verdad divina tropieza con enemigos. En
todo el valle parecía sobrevivir el espíritu religioso, tranquilo y
confiado, de la Edad Media, la época que menos se preocupó de la fe, por
lo mismo que aún no habían levantado la cabeza la duda y la impiedad.
Mostrarse el espíritu de rebelión en una tierra que había pisado el
bendito San Ignacio, era tan absurdo, tan inconcebible, que sólo el
suponerlo hubiera hecho reír a aquella gente taciturna, orgullosa de
haber dado al mundo un santo de fama universal.
Pasado medio día, terminaron las pruebas de los bueyes y se desparramó
el gentío por la población. Lo más interesante de la fiesta, las luchas
de los _aizkoralaris_ ó partidores de leña y la apuesta de los
barrenadores, quedaba para la tarde.
Aresti y sus amigos comieron en el casino del pueblo, alarmando á los
del país con los taponazos del champagne y la exhibición de las carteras
repletas de billetes que arrojaban sobro las mesas con afectado
desprecio. Llegaban nuevas gentes por todos los caminos, atraídas por la
fama de la gran apuesta de la tarde. Aresti había salido a la calle
huyendo de la atmósfera posada del casino, cargada de gritos y nubes de
tabaco. Veía llegar los coches llenos de gente: las carretas ocupadas
por familias mientras el aldeano marchaba a la cabeza de la yunta,
guiándola con su larga vara; grupos de caseros en mangas de camisa, con
la chaqueta y la boina al extremo del garrote que llevaban al hombre
como un fusil.
Cerca de la plaza, vió el médico que la gente se detenía ante una
taberna, formando compacto grupo y mirando á lo alto. En un balcón
cantaba un viejo, de tan elevada estatura, que su boina parecía tocar el
alero. En la calle se había hecho espontáneamente un gran silencio, y el
viejo, inmóvil y grave, seguía su canturria con cierta seriedad
sacerdotal. Cuando terminó su última estrofa en vascuence, con una
entonación aguda, todo el concurso prorrumpió en risotadas, que
contrastaban con la gravedad del cantor. Pero aún no se había extinguido
la carcajada del público, cuando sonó una nueva voz más aguda y
estridente desde el balcón de otra taberna, y Aresti vió á un jayán que
cantaba como si contestase al viejo, mientras éste le escuchaba sin
pestañear, preparando mentalmente la contrarréplica.
El doctor conocía á aquellas gentes. Eran los _versolaris_, los
trovadores éuscaros que se mostraban en todas las fiestas. La poesía
florecía en las tabernas con el bullicio de la embriaguez. Eran rudos
campesinos que no sabían leer, pero que mostraban cierto ingenio y una
gran facilidad de improvisación. Sus versos sólo tenían de tales las
rimas, con una completa ausencia de sentimiento poético. Lo que la
muchedumbre admiraba en ellos era el ingenio satírico, lo grotesco del
chiste y, sobre todo, la facilidad en la respuesta. En estas batallas de
viva voz, un _versolari_ iniciaba el tema, seguro de que al momento
surgiría la contestación de sus rivales; y así, prolongándose el
razonamiento de unos á otros, agarrando cada cual el hilo de la
interminable canturria donde lo abandonaba el enemigo, hacían pasar al
público embobado horas enteras. Estos vagabundos se mantenían de sus
versos, y en plena vida rural, llevaban la existencia independiente de
fiera miseria y alegre parasitismo de los artistas de la bohemia en las
grandes ciudades.
Aresti admiraba la sencilla fe de aquel pueblo niño que reía las gracias
de los _versolaris_ y admiraba sus chistes inocentes, incapaces de
producir la más leve impresión en un hombre de la ciudad. En esta sana
alegría encontraba el médico la gravedad del hombre del campo, su alma
sobria á la que basta la más insignificante broma para alegrarse. Eran
espíritus nuevos, eternamente infantiles que al ponerse en movimiento
divertíanse con cualquier cosa. Sabían que los _versolaris_ eran
graciosos por tradición y esto bastaba para que todos rieran aun antes
de comprender sus palabras.
El doctor observaba una vez más el carácter de la poesía entre los
hombres del campo. La naturaleza estaba ausente casi siempre de los
versos populares. Las estrofas campesinas, cantan guerras y amores, la
tristeza de la partida y la alegría del retorno, celos y desesperación,
ó se ejercen en la burla de los convecinos: pero nunca describen la
belleza de los campos, ó la majestuosa serenidad que desciende del
cielo. Viviendo en la eterna monotonía de las bellezas naturales, no ven
en ellas nada de extraordinario, sintiendo con más intensidad los
sucesos que tocan de cerca á sus personas. Tal vez son ciegos para la
hermosura de la tierra, condenados á luchar con ella eternamente, á
vencerla y violarla para sacar de sus entrañas el sustento.
Más de una hora llevaban los _versolaris_ lanzándose razonamientos de
balcón á balcón. Ahora eran cuatro los contendientes y la muchedumbre
volvía sus cabezas á un lado ó á otro, según el sitio de donde partía la
voz. Todos los trovadores recibían como popular homenaje las carcajadas
del público, pero el que parecía triunfar era un viejo desdentado y de
cara maliciosa, sacristán de una anteiglesia de Vizcaya que tenía gran
renombre por el atrevimiento de sus chistes. De vez en cuando algún
admirador salía al balcón ofreciendo el jarro á su poeta, y éste,
después de largo trago, acometía con nueva fuerza sus canturrias.
A media tarde, cuando gran parte de la plaza estaba en la sombra, corrió
á ella la gente, oyendo el silbido del _chistu_, que hacía locas
escalas, acompañado por el monótono baqueteo del tamboril. Los
_versolaris_ se ocultaron. Iba á comenzar la parte más interesante de la
fiesta.
Los mineros bilbaínos, rojos y sudorosos en su digestión de ogros,
fumando como chimeneas y eructando el champagne, ocuparon los mejores
sitios desafiando á todos con sus retos. ¡A ver! ¿quién quería apostar?
No había que tener miedo por cantidad más ó menos: _había cartera_ de
sobra para todos. Y exhibían ante la mirada atónita de los caseros,
habituados á la vida sobria y humilde de la montaña, aquellas riquezas
en fajos de papel mugriento. Los más acomodados del país se acercaban á
ellos, aceptando sus apuestas con una sonrisa que parecía implorar
perdón.
La fiesta comenzó por la lucha de los _aizkoralaris_. Habían colocado en
el centro de la plaza varios troncos enormes, sujetos por palos hincados
en la tierra, para que no rodasen. Sonó de nuevo el _chistu_ y el
_dambolin_, y salieron los partidores de leña, llevando al hombro sus
hachas relucientes. Arrojaron á un lado las boinas y alpargatas, y
subiéndose sobre los troncos, comenzaron su trabajo.
Un rugido que equivalía á un aplauso, acogió sus primeros golpes. Los
mineros aplaudieron con las manos, como si estuvieran en las corridas de
toros de Bilbao. Protegían con su benevolencia á aquellos partidores de
leña, como gente humilde que en nada podía interesarles. En las minas de
Bilbao no se partían troncos: podía, pues, concederse algún mérito como
leñadores á aquellos rústicos.
Las hachas subían y bajaban, abriendo profundo surco, en las muescas
marcadas en los troncos. Volaban las astillas y cada vez que sonaba un
golpe más fuerte, más certero, extendíase por la plaza un rumor de
aprobación. El inmenso público adivinaba la marcha de los cortes sin
necesidad de verlos. Habituados todos á hacer leña en el monte, conocían
los diversos ruidos de las hachas como si éstas hablasen. Sabían, por el
crujido de la madera, lo que faltaba á cada tronco para partirse. Alguno
de los _aizkoralaris_ iba delante de los otros; les avanzaba por
momentos; su corte se aproximaba rápidamente al fin: hasta que de
pronto, un crujido especial, que no podía confundirse, hizo estremecer
el gentío hasta los últimos límites de la plaza. Acababa de partirse un
tronco. Y todos rugieron de entusiasmo, empinándose sobre la punta de
los pies, queriendo pasar sobre los hombros del vecino, para saber quién
era el vencedor.
Salieron los leñadores con el hacha al hombro, saltando la cuerda,
confundiéndose con el gentío que comentaba los incidentes de la lucha, y
otra vez sonó el pito y el tamboril, mientras las yuntas de bueyes
arrastraban al centro de la plaza dos enormes piedras. Llegaba el
momento emocionante, la hora del suceso que había atraído á Azpeitia
tanta gente. Iba á comenzar la lucha de los barrenadores.
La muchedumbre callaba como los grandes públicos de las plazas de toros,
cuando se aproxima la suerte decisiva. El tamborilero hacía sonar sus
instrumentos como en un valle desierto. La gran masa hizo un paso
adelante, y casi rompió la cuerda, cuando los dos barrenadores salieron
al espacio libre.
Todos querían ver á los contendientes y se empujaban, ansiando pasar su
mirada por encima de los hombros que tenían delante.
El barrenador guipuzcoano era un mocetón mofletudo, de ojos abobados,
ruboroso y con cierto miedo, al verse objeto de todas las miradas. El
_Chiquito de Ciérvana_ se pavoneaba con la palanca al hombro,
presuntuoso como un torero en el redondel, como un pelotari célebre en
la cancha, mirando á las mujeres que ocupaban los balcones.
--¡Olé, mi niño!--gritaban los mineros. _¡Ené el Chiquito!..._ Ahora se
va á ver lo bueno de las minas. ¡Aquí _hay cartera_ para él!
Y mezclando los gritos del país con los que habían aprendido en las
plazas de toros, arrojaban más allá de la cuerda sus boinas y sus
carteras, pero llamando en seguida á los chicuelos para que las
recogiesen. El _Chiquito_ sonreía bajo la ovación tumultuosa de sus
protectores, viendo al mismo tiempo una señal de su triunfo en el gesto
taciturno y miedoso de su contrincante y en la ansiedad silenciosa de
todos los del país, que apostaban por el guipuzcoano. Los dos se
despojaron de boinas y alpargatas y con los pies desnudos subieron sobre
las piedras, en las cuales estaban marcados los redondeles que debían
perforar. El trabajo duraría dos horas: el que antes lo terminase ó
llegase más adelante sería el vencedor.
Colocáronse ambos barrenadores, cada uno sobre su piedra, con las
piernas juntas y los talones tocándose. Entre los pies desnudos que
formaban un ángulo, subía y bajaba la barra de acero abriendo el
orificio. La más leve desviación, podía herirles, destrozarles un pie,
con aquel hierro movido por hercúlea fuerza. Pero no había que temer:
sus brazos mostraban la regularidad de una máquina.
Cada uno de los contendientes iba escoltado por una pareja de amigos.
Eran los padrinos que les asistían en la lucha. Se inclinaban y
levantaban al mismo tiempo que ellos, doblándose al compás de los
movimientos del perforador, sirviendo de péndulo que regulaba el vaivén
del trabajo. Al mismo tiempo, excitaban al compañero con sus gritos:
rugían _¡haup! ¡haup!_ al doblarse por la cintura, señalando cada golpe
con esta exclamación. Los padrinos, con los brazos inactivos, pero con
los pulmones cruelmente dilatados por la angustia, se cansaban más aún
que el barrenador.
Los dos esperaban con las barras levantadas por encima de la cabeza.
Dieron la señal los directores de la apuesta y en la plaza estalló una
aclamación semejante á la que acoge la partida de los caballos en una
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