El intruso - 13

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caridad. Nada de vestidos nuevos ni de limosnas; todo debían dedicarlo á
las elecciones, á comprar votos, á corromper la voluntad de la gente,
para sacar triunfante al candidato de Dios y deshonrar de paso aquella
institución del sufragio, que borrando las clases y colocando el pequeño
al nivel del grande, trastornaba las leyes de la antigua sociedad.
Doña Cristina recordaba los incidentes de la lucha ruidosa, en la que
fué victorioso caudillo el Padre Paulí. Las señoras, amenazando con no
comprar en los establecimientos cuyos dueños votasen al candidato
liberal; el dinero, entrando en los barrios populares como un veneno que
enloquecía á la gente y la hacía terminar sus disputas á palos y tiros;
las damas ricas, deslizándose en los tugurios de los miserables,
arrogantes como amazonas, con el bolso abierto y el paquete de papeletas
electorales. Y enfrente de este gran ejército manejado por el Padre
Paulí, un candidato de una buena fe paradisíaca, que hacía discursos
sobre la regeneración material de la nación y la política hidráulica,
pidiendo canales y pantanos, como si á un país cual Vizcaya, en el que
llueve todo el año, pudiera interesarle lo que sólo importaba á los
_maketos_, en sus llanuras de Castilla secas, bajo un sol de África.
Hasta había comulgado solemnemente la víspera de la elección, en una
iglesia popular, para que su candidatura perdiera todo carácter
antirreligioso. ¡Infeliz! ¡como si estas habilidades valiesen con la
Iglesia que es maestra en ellas! ¡cómo si no supiesen los buenos que
quien no está á sus órdenes en cuerpo y alma, está contra ella!...
En esta lucha casi reciente, cuyo triunfo saborean envalentonadas las
gentes religiosas, y que esparcía en torno del enérgico jesuíta un
prestigio de caudillo invencible, había roto doña Cristina los últimos
restos de la intimidad puramente amistosa que aún existía entra ella y
su marido. Los liberales buscaron el auxilio de Sánchez Morueta,
recordándole que había peleado durante el sitio, y el millonario entregó
mil pesetas para la elección. El mismo día doña Cristina, con la amplia
libertad de que gozaba en el manejo del dinero, dió dos mil duros al
Padre Paulí. Al conocerse en Bilbao las dos ofrendas, cayó sobre Sánchez
Morueta el desprecio y la burla de ambos bandos. Doña Cristina tembló en
el primer momento ante el silencio de su esposo. Le parecía escuchar la
risa irónica del doctor Aresti, allá en las minas. Temía la explosión
ruidosa del gigante que se veía ridiculizado por una mujer, que no era
para él más que una administradora del hogar. Pero transcurrieron los
días y siguió callando, como si pasada la primera impresión de cólera,
sólo le inspirasen desprecio aquellas contrariedades, y no quisiera
turbar con nuevas querellas el bienestar animal que encontraba en su
casa.
Doña Cristina también había perdido su primitiva inquietud al
transcurrir el tiempo y se mostraba satisfecha, sonriendo modestamente
ante las amigas que la felicitaban por este rasgo de independencia
conyugal, para mayor gloria de Dios. El elogio del Padre Paulí valía
por todos los terrores que le había hecho sufrir el gesto hosco de su
marido. El jesuíta la comparó en una reunión de señoras con las mujeres
fuertes de la Biblia y con un sinnúmero de santas, todas princesas ó
consejeras de reyes. «Con señoras tan valerosas, pronto volverá el
reinado de Jesús sobre la tierra.» Urquiola era otro panegirista que en
las reuniones de jóvenes católicos ensalzaba, entre risas, la gran treta
que su tía había jugado á aquel marido gigantón con cara de vinagre.
Después del ruidoso triunfo, la piadosa señora entraba en aquella
iglesia como si fuese su casa, creyendo que el compañerismo de la
victoria y su tan comentado sacrificio, la unían á los buenos Padres
como si fuese de su familia.
El confesor, después de despachar á varias penitentas, sacó la cabeza
por delante del sagrado cajón, lanzando una rápida mirada á la fila de
señoras, mientras musitaba algunas oraciones.
--Me ha conocido--pensó doña Cristina con orgullo--No tardará en
despedir á la que está delante.
Pensaba en la natural sorpresa del confesor al verla allí en verano. La
afluencia de veraneantes en Las Arenas y Portugalete, aumentaba el
servicio religioso en las iglesias de ambos pueblos, y ella, sólo de
tarde en tarde hacía sus visitas al templo de la Residencia. De seguro
que el buen Padre pensaba: «Algo extraordinario le ocurre á mi hija de
confesión.» Y así era efectivamente.
No peligraba la salud de su alma ni traía ningún grave pecado que la
abrumase con su peso. Pero el jesuíta quería que se le dijera todo,
absolutamente todo lo que alteraba el pensamiento de sus penitentas,
único medio de que éstas fuesen bien dirigidas, y ella llegaba para una
confesión extraordinaria, como esposa y como madre cristiana.
Primeramente, quería hablarle de cierta carta sorprendida en el despacho
de su esposo.
Sánchez Morueta había llegado el día anterior, después de una
permanencia de dos semanas en Francia, por asuntos del comercio:
millonarios extranjeros, que veraneaban en Biarritz y con los cuales
había de tratar nuevos negocios. Esto, según él daba á entender en sus
escasas palabras. Pero doña Cristina dudaba ya de todo desde que dos
días antes de que regresase el millonario, había encontrado revolviendo
los papeles de su mesa, una carta de color gris, perfumada de ámbar y
con la firma de una mujer, una tal Judith, que debía ser una pagana, una
pecadora, á juzgar por su nombre y su manera de escribir. Ella no había
entendido gran cosa; la letra era de rasgos desordenados y fantásticos y
además estaba en francés. Pero las pocas palabras que había podido
adivinar, y más que esto, su instinto femenil, la hicieron comprender
desde la primera ojeada que era una carta de amor, escrita con el mayor
desenfado. ¡Qué asco! Toda la castidad de doña Cristina, su horror á la
carne vil, se revolvió al contacto de aquel papel. No quiso verlo más y
lo abandonó en el mismo sitio donde lo había encontrado. Sabía lo
necesario: su marido tenía una amante: tal vez por esto pasaba tanto
tiempo fuera de Bilbao...
En el primer momento, doña Cristina experimentó una sensación
desconocida; un deseo de protestar, como si fuese objeto de un robo.
Sintió por Sánchez Morueta un interés más grande que en los primeros
tiempos de su matrimonio. La mujer despertaba en ella irritada por la
infidelidad. Tal vez iba á conocer el amor á impulsos de la cólera. Pero
aquello sólo duró un instante: su alma, que parecía despertar é
incorporarse, volvióse del otro lado y continuó su sueño.
Si Pepe tenía una querida ¿á ella qué? Mejor: su indiferencia encontraba
una justificación. Viviría más segura en su castidad: se sentiría más
fuerte, pudiendo echar algo en cara á aquel hombre que parecía dominarla
con su silencio. Era lo que á ella le faltaba. Doña Cristina se había
irritado muchas veces por no poder alegar ninguna falta contra aquel
hombre que vivía tranquilo, sin acordarse de la religión, cerrando su
casa á los ministros de Dios.
De aquella carta pecadora le había quedado el principio impreso en la
memoria: «_Mon gros loup cheri_». ¿Qué querría decir esto? Y adivinando
algo horrible y grotesco á la par, como los diablos panzudos pintados
en ciertas estampas, sonreía en medio de su repugnancia, pensando en la
figura algo ridícula de su esposo, con su barba de patriarca, enamorando
á una de aquellas perdidas que se burlaban de los hombres, devorándolos.
Nada le importaba en el fondo este descubrimiento, pero quería
comunicárselo al Padre Paulí, y que éste la ayudara con sus consejos.
Además, tenía que hablarle de la niña, rogando que la diese un buen
repasón. Estaba en la edad de los caprichos y las _tonterías_, y ella,
después de la tarde en que la había sorprendido en el jardín con el
ingenierillo, sentía cierta intranquilidad. Hasta había efectuado un
registro minucioso en el cuarto de la niña, presintiendo cartitas
escondidas, algo que revelase la certeza del noviazgo. Nada había
encontrado; pero le daba el corazón que algo existía. Tal vez lo
guardaba oculto la _aña_ Nicanora, complaciente siempre con la señorita.
Había terminado su confesión la señora arrodillada delante de ella, y
doña Cristina ocupaba ya la rejilla, esperando que fuese absuelta la del
lado opuesto. Se abrió por fin el ventanillo y Pepita vió por encima de
los hombros de su madre una sombra que murmuraba:
--¡Hola Cristina! ¡hija mía! ¿A qué obedece esta visita tan
extraordinaria?...
Pepita no oyó más: su madre pegó la cabeza á la rejilla, ahogándose las
palabras de la penitenta y el confesor en un confuso murmullo.
La joven, sentada sobre los talones, sintiendo de la dura carne juvenil
la incrustación de los tacones de sus botas, leía en su devocionario
automáticamente, mientras pensaba lo que diría al confesor.
Estaba junto á su mamá y llegaban hasta ella algunas de sus palabras
como un lejano susurro.
Pepita comprendió que su madre hablaba de una carta que debía
interesarla mucho, á juzgar por las veces que la nombró. La joven púsose
á temblar pensando en las que tenía ocultas, como una prueba de delito,
allá en su hotel de Las Arenas. Pero doña Cristina levantó la voz un
poco más, como si tuviese que hacer un esfuerzo para soltar algo penoso
y Pepita la oyó decir con gran dificultad, vacilando á cada sílaba
«_Mon... gros... loup... cheri..._»
No: aquello no iba con ella... ¿Pero por qué decía su madre tales cosas?
¿Qué lobo era aquel, en francés, que su madre llevaba tan trabajosamente
hasta los oídos del buen Padre? Y Pepita se mordía los labios para no
reír, sin saber ciertamente por qué le regocijaba esta frase que no
había encontrado nunca en sus libros cuando la enseñaban francés.
Luego cesó de oír. Hablaba el confesor, y su voz, ahogada por la
rejilla, gangosa y obscura por la costumbre del recato, llegaba hasta
Pepita como el balbucear de un pequeñuelo: «Ña... ña... ña». Debía reñir
á la madre á juzgar por lo encogida que ésta se mostraba, con la cabeza
entre los hombros, como si la abrumase el interminable regaño del
confesor.
La voz de doña Cristina volvió de nuevo al oído de su hija:
--Es verdad Padre: yo tengo la culpa. ¡Pero es una esclavitud tan
dura!... Yo no he nacido para eso. Ya sabe usted que mi vocación me
llamaba á otra parte. Pero la juventud se engaña siempre y ¡era yo
entonces tan niña!...
Calló, y de nuevo volvió á susurrar como un aleteo el «Ña... ña... ña»
siempre con tono de reproche durante muchos minutos.
--¿Cree usted Padre--volvió á murmurar la señora--que no he hecho yo
nada por atraerle al buen camino? El día mejor de mi vida sería aquel en
que le viese al lado de los buenos, ayudando á Dios con los bienes que
le ha dado, aconsejándose de personas sabias y virtuosas como ustedes...
Pero Padre: usted no lo conoce; es inabordable; siempre me ha causado
respeto y miedo. Lo repito; yo no he nacido para esto: me repugnan los
hombres.
Volvió á sonar el «Ña... ña... ña...» más imperioso, como si diese una
orden, y doña Cristina achicábase ante la reja, obediente á su director,
pero anonadada por el sacrificio que la imponía.
--Lo haré, Padre, lo haré. ¡Si supiera usted el asco que eso me produce!
¡Tan tranquila que yo vivía!... Pero obedeceré, ya que no hay otro
remedio. Dice usted bien: haberlo pensado antes de casarme. Son
sacrificios que impone Dios para la conservación del mundo: exigencias
de la vil materia... Obedeceré, Padre, ¡pero cuánto me cuesta! ¡qué
repugnancia, Dios mío!...
El «Ña... ña... ña» tomó una expresión interrogante.
--Sí, Padre, sí: seré otra. Volveré como en otros tiempos, á preocuparme
de la envoltura terrenal. Espero que en el cielo me recompensen este
sacrificio. Copiaré las seducciones mundanas para servir á Dios.
El murmullo del confesor sonó largamente, como si diese consejos. De vez
en cuando, le interrumpía doña Cristina con sus afirmaciones de
penitenta sumisa.
--Así lo haré, Padre.
--_¿Ña... ña... ña?_
--Ya he olvidado esas cosas, pero procuraré acordarme de mis tiempos de
vanidad.
--_¿Ña... ña... ña?_
--¿Quiere usted que sea hoy mismo? ¿Después de haber recibido al
Señor?... Bien: porque usted lo dice. Será un nuevo sacrificio.
Callaron un instante el confesor y la penitenta. Doña Cristina volvió la
cabeza, como si descansase antes de entrar en la segunda parte de su
confesión; y al ver tan próxima á Pepita, fijos en el devocionario sus
ojos cándidos, se pegó más á la rejilla. La joven ya no oyó más que un
lejano susurro, sin distinguir una palabra.
Al terminar la confesión, la madre fué á arrodillarse en el centro del
templo y Pepita ocupó su puesto. Poco rato tuvo que esperar. El confesor
despachó rápidamente á la penitenta del lado opuesto, y volvió á abrir
el ventanillo.
--Hola, buena pieza. ¿Eres tú?--dijo cariñosamente á Pepita.--¿Ya has
hecho el acto de contrición? Pues á ver esos pecadillos, á hacer la
colada del alma, que aquí está el Padre Paulí para absolver á las niñas
que son buenas y sumisas.
Y mientras la joven iba soltando con automática regularidad los pecados
de siempre, murmuraciones en las visitas, mentiras sin importancia,
deseos de humillar á las amigas, desobediencias á su madre, miraba á
través de la rejilla al famoso jesuíta, su cara sin una arruga, la nariz
aguileña, aquella sonrisa dulce que parecía acariciar, pero que á ella
le causaba cierto miedo, como si fuese una tenaza irresistible que
extraía las verdades por hondas que se ocultasen.
--Bien, ¿y qué más?--dijo el jesuíta cuando ella se detuvo dando por
terminada la enumeración de sus pecados.
--Nada más, Padre. No recuerdo otros pecados.
--Rebusca bien en tu conciencia, hijita. ¿Nada de nuevo ha ocurrido en
tu vida desde la última vez que nos vimos? Piénsalo. Mira que con el
Padre Paulí no valen engaños: que hasta mí llega un pajarito que me
cuenta todo lo que hacen las niñas embusteras, y que yo sé cuándo me
dicen la verdad y cuándo me mienten.
Pepita comenzaba á sentirse intranquila ante la sonrisa interrogante y
maliciosa del confesor. Aquel hombre lo adivinaba todo, según afirmaba
su madre. Con él de nada servían los tapujos. Y su inquietud convirtióse
en miedo cuando vió que el sacerdote cesaba de sonreír y la hablaba con
los ojos en alto, con la misma voz solemne que conmovía desde el púlpito
á la distinguida muchedumbre de sus fieles.
--Oye, hija mía. Una vez érase una princesa más bonita que tú, y más
rica, pues sus padres eran reyes...
Y describía á la princesa ideal, sin perdonar el detalle de sus trajes,
sus carrozas y los galanes que mariposeaban en torno de ella.
--Un día, en un sarao de la corte, cuando más llamaba la atención por su
hermosura y su elegancia, danzando con el hijo de otro rey, los
cortesanos lanzaron un grito de horror. Por la boca de la princesa
asomaba, y volvía á ocultarse para aparecer de nuevo, la cabeza de una
horrible serpiente... ¿Sabes lo que era aquella inmunda bestia? Pues un
pecado que la princesa había querido ocultar á su confesor y que tomaba
la forma de un reptil para no abandonar su cuerpo.
Y el Padre Paulí, con su voz trémula de predicador horrorizado, hacía
estremecer á la joven. El final de la historia no era más
tranquilizador. La serpiente acababa por morder en el corazón á la
princesa, y la desdichada descendía con el peso de su pecado á los
infiernos.
--Vamos, hija mía--dijo el confesor tras una pausa, para recobrar su
sonrisa después de la historia horripilante.--Tú eres más buena que la
princesa: tú no querrás perder tu alma ocultando las faltas al confesor.
Aquí tienes al Padre Paulí que es un buenazo con las niñas que no
mienten, pero que tiene una correa para castigar á las que son malas y
rebeldes. Vamos, Pepita, como si hablases con una amiga; ya sabes que yo
para tí, como si lo fuera... ¡Tú tienes un novio!
--No, Padre--dijo Pepita con voz trémula, intentando todavía
defenderse.--Es un amigo... Un amigo, ¡pues!... que lo distingo de los
demás... que le tengo cierta simpatía...
--¡Vaya por el amigo!--exclamó bondadosamente el confesor.--Y este amigo
te escribe cartitas y tú las contestas á hurtadillas de mamá. No digas
que no: no mientas... ¿Callas? Quedamos, pues, en que existen las cartas
y en que os habéis visto y hablado en el jardín de Las Arenas. ¡Si es
inútil negar! ¡Si yo todo lo sé por el pajarito!...
Y el jesuíta insistía complacido en aquella ñoñez del pajarito, como si
fuese un supremo rasgo de ingeniosa malicia.
La joven acabó por confesarlo todo y el Padre Paulí tomó entonces un
tono solemne:
--Pues, hija mía; tengo que decirte que has cometido un grave pecado,
pero á tiempo estás de arrepentirte y purificarte de él. Lo has hecho,
indudablemente, sin saber lo que hacías, porque tú eres buena y espero
que el arrepentimiento te volverá á la gracia de Dios. ¿Tú sabes lo
grave que resulta tu falta? ¡Una muñeca como tú, una mocosa que debe
vivir agarrada á las faldas de su madre y no sabe una palabra de lo que
es el mundo, querer arreglarse por sí misma el porvenir, y engañar á
mamá, escuchando las proposiciones de un hombre, sin saber si éste puede
ser del gusto de sus padres y de las personas de buen consejo que los
rodean! Vamos que merecías una zurra, como las chicuelas malcriadas que
hacen alguna diablura.
Y su mano blanca se movía tras la rejilla con burlona expresión de
amenaza.
--Tú, que eres aficionada á lecturas como todas las jovencitas del día,
pídele á tu madre un libro titulado «_La entrada en el mundo._» Si ella
no lo tiene, te lo dará tu primo Urquiola que seguramente lo sabe de
memoria. Es una obrita del Padre Bresciani traducida y arreglada por
otros Padres no menos sabios de la Compañía. Se la regalamos á los
muchachos, cuando salen con la carrera terminada de nuestra Universidad
de Deusto y es una guía completa de lo que debe pensar y hacer en el
mundo todo joven cristiano. El que la sigue al pie de la letra no
necesita más para ser un modelo de caballeros católicos y excelentes
padres de familia. Lee ese libro, Pepita: busca los capítulos que se
titulan «_La elección de estado_» y «_Antes que te cases_»... y verás lo
que le corresponde hacer á la juventud cristiana para conservar pura su
alma y no ofender á Dios. Para la elección de estado hay que meditar
mucho antes, poniendo el pensamiento en Dios y en la santísima Virgen,
tal como lo dispone en sus «Ejercicios Espirituales» el bienaventurado y
glorioso compatriota nuestro San Ignacio de Loyola. La esposa debe
escogerse después de la oración, de la meditación, del examen atento; y
especialmente, ¡fíjate bien en esto, criatura!, «después del consejo
maduro y reiterado de vuestros amigos prudentes, de vuestros maestros, y
sobre todo, de vuestro director espiritual.» Así lo dice el libro.
Y el confesor recalcaba lo del director espiritual, como si éste fuese
el personaje más importante entre todos los citados.
--¿Qué es el director espiritual?--continuó.--El librito lo dice
claramente: «Es un segundo padre que la Iglesia os da para que dirija
vuestras almas. Dejaos guiar en todo por ese fiel amigo. Si los padres
se oponen á vuestro casamiento, creed que será por vuestro bien. Si os
queda alguna duda sometedla á la censura prudente de vuestros
confesores, y si éstos se oponen, resignaos; pues si las cosas no salen
á medida de vuestros deseos es porque saldrán conforme á la voluntad de
Dios que es lo que más os interesa. Eso del amor, no es más que
_galantería_ mundana, inventada por poetas y novelistas defensores del
pecado, que nunca puede dominar á una alma cristiana.» Ahí tienes,
chiquita, todo un compendio de sabiduría que siguen los jóvenes al salir
de nuestras aulas, y son felices. ¿Y esto, que respetan y acatan
muchachos con más barbas que un granadero, que poseen toda la ciencia de
nuestra Universidad, lo atropellas tú, muñeca ignorante? ¿Te atreves á
buscar marido por tu propia cuenta y á tener amoríos, cuando hombres que
ostentan títulos académicos no osan poner los ojos en una mujer sin
venir aquí antes á decirme: «Padre Paulí, he pensado en Fulana ó en
Zutana: ¿me conviene?» y se van tan satisfechos de los consejos del
Padre, siguiéndolos fielmente?... ¡Ay, Pepita... Pepita! Bien se conoce
que en tu casa falta una buena dirección á pesar de que mamá es casi una
santa. Bien se ve que hay en tu familia hombres descarriados, como ese
médico loco de las minas que ha hecho infeliz á su pobre mujer, y que
entran allí gentes de todas clases que llevan con ellas la impiedad del
siglo.
La joven sentíase anonadada, reconociendo de pronto la inmensidad de su
pecado. El confesor continuó con una sonrisa dulce:
--Y ese señor ingeniero que te ha trastornado el seso, será poco más ó
menos como tu tío el médico.
--¡Ay, no, Padre!--se apresuró á decir Pepita aprovechando la ocasión
para defender á su novio.--es muy buen católico: me lo dijo el otro día
cuando hablamos en el jardín.
--¡Hum, hum!--tosió el jesuíta--¿Dónde ha estudiado? En alguna de esas
escuelas donde sólo enseñan lo que llaman ciencia y que no es más que
puro materialismo, sin acordarse para nada de Dios. ¿Católico y no lo
conozco?... ¿Católico joven y no viene por aquí?...
--Me prometió que vendría, Padre. Dijo que se confesaría aquí; que se
inscribiría en los _Luises_, que haría todo lo que yo le mandase. Crea
usted, Padre, que no es malo.
--¡Je, je!--rió maliciosamente el confesor.--No está mal la resolución.
Pero nosotros, esas conversiones de última hora con vistas al
matrimonio, las miramos con desconfianza: dan siempre malos resultados.
El Padre Paulí es viejo y sabe mucho del mundo para que pueda engañarlo
un boquirrubio de esos á la moderna. Queremos en nuestro jardín árboles
que hayamos plantado nosotros, guiándolos desde que son tiernos... Y tú,
hija mía, ¡con qué calor defiendes á ese hombre! Veo que el peligro era
más grave de lo que creía. Si persistes en esa mala pasión, contra la
voluntad de tus padres y de tu director espiritual, estás en pecado y no
podré darte la absolución. ¿Entiendes?...
Tembló la joven ante esta amenaza, proferida con voz imponente.
--Pero tú eres buena--continuó el jesuíta cambiando de tono--y tú
obedecerás. Mañana me envías todas las cartas que tengas de ese hombre:
un paquetito á nombre mío y que lo entreguen al portero de la
Residencia... Y hoy mismo, sin excusa alguna, le escribes cuatro letras
á ese individuo. «Muy señor mío: por no disgustar á mis padres... ó por
consejo de mi director espiritual...» en fin, tú lo escribirás bien: las
mujeres, tenéis talento para esas cosas. Lo que importa es hacerle
saber, de un modo que no deje lugar á dudas, que todo acabó, que ya no
te acuerdas de él, que lo pasado fué una falta de la que te muestras
arrepentida... ¿Estamos?
Pepita movió la cabeza afirmativamente, con los ojos llorosos, sin que
adivinase el confesor si esta emoción era por la pena del rompimiento ó
por el miedo que le inspiraba su pecado.
--¡Tonta! ¡tontita!--dijo para tranquilizarla.--¡Si todo esto es por tu
bien!... ¿Quién es ese hombre? Un cualquiera, un ingeniero como hay
tantos, un trabajador de levita, qué necesita de protectores como tu
padre para ganar la comida. ¡Mire usted que estaría bien, ver á la hija
de Sánchez Morueta casada con un ganapán, de esos que creen ser los
hombres más útiles de nuestro siglo, porque echan rayas y manejan
números! Eso de las princesas casándose con pastores, sólo se ve en las
comedias. Aún es pronto para casarte: cuando llegue tu hora, obedece á
tus padres, á mamá sobre todo, pues las mujeres saben más de estas
cosas. Confía en el Padre Paulí, que es tu amigo, tu segundo padre, y
entre todos ya verás cómo te elegimos un hombre que te hará feliz y aun
elevará más tu rango en el mundo.
Calló un momento el jesuíta, como si preparase un avance decisivo.
--¡Con unos muchachos tan distinguidos y de tanto porvenir que salen de
nuestra Universidad!... Una joven como tú--continuó--merece unirse con
una gran fortuna ó un gran nombre. Fortuna ya la tienes, por la bondad
de Dios, que ha derramado sus dones sobre tu padre. ¡Pues á casarse con
un muchacho de porvenir y de talento, que sea en lo futuro un hombre de
Estado, y se cubra de gloria sirviendo á Dios y á su país! Eso no es
difícil encontrarlo. Ahí tienes, por ejemplo, á tu primo Urquiola.
Pepita hizo un mohín de protesta. No: ese no.
--¿Por qué no, chiquilla? ¿Tienes algo que decir de él? Es uno de los
alumnos de _punta_ que han salido de nuestra Universidad. Con una docena
como él, Bilbao sería nuestro por completo, y esta población aparecería
como otra Covadonga, desde la cual emprenderíamos la reconquista de
España encenagada en un liberalismo que es libertinaje, y olvidada de
Dios... Comprendo por qué tuerces el gesto: chismes y enredos de
tertulia, murmuraciones de las amigas, que por exceso de atracción en el
pobre Urquiola, sólo saben hablar de él. ¡Ya las arreglaré yo á esas
maldicientes!... ¿Y sabes por qué se ocupan tanto de Fermín? Porque éste
no pone los ojos en ellas; porque saben que hace tiempo se siente
inclinado hacia tí, con el amor honesto y respetuoso de un joven
cristiano. Las que te hablan contra él, es porque te tienen envidia.
Después de este hábil halago á la vanidad de la joven, continuó con una
expresión de bondad y tolerancia:
--Yo no digo que Urquiola sea un santo. Tampoco lo fué nuestro padre San
Ignacio antes de que le iluminase la divina gracia. Ya ves, era militar,
y con esto queda dicho todo. Tan vanidoso, tan enamorado de su persona y
de gustar á las damas, que al quedarle en la pierna un hueso saliente
después de ser herido en el cerco de Pamplona, se lo hizo aserrar, para
que no se notase bulto alguno en las altas y elegantes botas que
entonces se llamaban _botas polidas_... Urquiola es joven, y rebosa en
él la energía, el exceso de expansión y de fuerza que ha puesto al
servicio de Dios. Yo no digo que no cometa sus pecadillos; pero has de
pensar, hija, que en el mundo no somos todos iguales, que las faltas
cambian según los medios de vida de quien las realiza, y, por ejemplo,
lo que es pecado en el hombre que vive tranquilamente en su casa,
rodeado de su familia, á la que debe dar ejemplo, no lo es en el soldado
que hace la guerra y va errante por el mundo. Eso es Fermín; un soldado,
un combatiente de la buena causa, y se le deben dispensar ciertas cosas,
porque las necesidades de la campaña le obligan á vivir fuera de su
mundo... Pero ya verás cómo cambia, cómo sienta la cabeza el día que
tenga á su lado una esposa cristiana, buena y virtuosa. ¿Sabes por qué
le miran con tanto agrado tus amigas? Porque están seguras de su
porvenir. Fermín será diputado en las primeras elecciones, figurará en
Madrid, ¡y quien sabe á lo que puede llegar, cuando se cambie la suerte
de esta nación, que seguramente se cambiará, de no olvidarnos Dios!...
Callaba Pepita, sin hacer el menor signo de aprobación ó protesta ante
los palabras del jesuíta, y éste se detuvo, creyendo haber avanzado
demasiado. Por aquel día bien estaba con lo dicho.
--No creas que tengo un interés especial en que sea Urquiola quien haga
feliz tu vida. Tal vez tu mamá lo defienda con más tenacidad que yo,
pues de su sangre es y conoce sus méritos. Por mí, si no es ese, que sea
otro. De sobra los hay en la juventud brillante, esperanza de la patria
y de la religión, que sale de Deusto. Lo que yo quiero es que escojas
como todas las doncellas católicas y decentes, sin disgustar á tus papás
y desobedecer á tu director. Tú eres de una familia cristiana y debes
seguir sus costumbres. Mírate en el espejo de tus padres: se unieron con
el consentimiento de sus familias, sin violencias ni disgustos y la
fortuna les sonríe, y son felices, y tienen para su vejez un consuelo
tan hermoso como tú, que eres buena y no querrás amargar los últimos
años de su vida.
Y el confesor hablaba gravemente, sin el más leve mohín, de la felicidad
conyugal de los Sánchez Morueta.
--Basta por hoy. He dicho á tu madre que vengáis por aquí con más
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