El intruso - 04

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el dinero llegando á la vejez sin salir de pobres. ¿Y qué mayor
_planeta_ que aquel médico que, pudiendo hacerse de oro en Bilbao,
prefería vivir entre los brutos de las minas?
--¡Ah, _Planeta_!--decía sin soltar á Luis de entre sus brazos.--Lo
menos hace medio año que no te veo. Y siempre tan loco, ¿verdad? Siempre
coleccionando libros y aprendiendo cosas sin sacar de ellas provecho.
¡Apuesto cualquier cosa á que aún no has reunido mil duros!...
Y reía, con lástima cariñosa, de su querido _Planeta_, al que
consideraba en eterna infancia, como un niño revoltoso que había que
dejar en libertad. Aresti le examinaba con no menos cariño.
--_Capi_, pues tú tampoco estás muy joven que digamos. Te probaba más el
mar.
--Tienes razón--dijo Iriondo con melancolía.--¡Si al menos pudiese ir
todos los días al monte con la escopeta, á cazar _chimbos_!... Pero hay
que despachar cinco ó seis barcos por semana. Tu primo quiere tragarse
el mundo y todos trabajamos como negros... Además, nos hacemos viejos,
Luisillo. Tú olvidas que tengo la edad de Pepe, y que ya era yo piloto,
cuando tú aún jugabas en Olaveaga en la huerta de tu tío.
Aresti admiraba el vigor del capitán. Estaba en los cincuenta años. Era
bajo de estatura, musculoso y fuerte, con cierta tendencia á
ensancharse, como si fuera á cuadrársele el cuerpo. Su cara se había
recocido, como él decía, en casi todos los puntos de la línea
ecuatorial: estaba curtida, con un color bronceado, semejante al de su
barba, en la que sólo apuntaban algunas canas. Tenía las córneas de los
ojos con manchas de color de tabaco, y sus pupilas, que siempre miraban
de frente, brillaban con una expresión de bondad. Conocía todas las
picardías del mundo: había pasado en su juventud por todos los
desórdenes de las gentes de mar, que después de meses enteros de
aislamiento y privación sobre las olas, bajan á tierra como lobos. Había
brindado con todas las bebidas del mundo, incluso con las fermentaciones
diabólicas de los negros; se había rozado con hembras de todos los
colores, pardas, bronceadas, verdes y rojas, y, sin embargo, después de
una vida de aventuras, notábase en él la honrada simplicidad de esos
marinos, ascetas de los horizontes inmensos que, al abordar los puertos
cosmopolitas, sienten el contacto de todas las podredumbres, sin llegar
á contaminarse con ellas, sacudiéndolas apenas vuelven al desierto del
océano.
El doctor recordaba los principales detalles de su vida, que muchas
veces había contado el _Capi_ de sobremesa en casa de Sánchez Morueta,
con su sencillez de hombre franco y comedido al mismo tiempo, sin parar
atención en el entrecejo de la señora que temía á cada instante
extralimitaciones en el relato. No había mar en el globo en el cual no
hubiese navegado alguna vez, ni clase de buque que no conociera, desde
el _cachemerin_ al trasatlántico. De joven había hecho el cabotaje entre
el archipiélago de Luzón y las Molucas. El sultán de allá era gran
amigote suyo, y le invitaba, como muestra de afecto, a que escogiese
entre sus sesenta mujeres amarillas y hocicudas. ¿Para qué? Con un
tabaco de Manila podía llevárselas él a todas sin permiso de sultanillo.
Había trasladado cargamentos de chinos de Hong-Kong a San Francisco de
California; montañas de trigo de Odessa a Barcelona; recordaba viajes a
Australia, a la vela, por el cabo de Buena Esperanza; hacía memoria, con
sonrisa pudorosa, de sus juergas de la Habana, en plena juventud, con
ciertos marinos rumbosos como nababs y valientes y crueles lo mismo que
los aventureros de otros siglos, los cuales, al bajar a tierra,
gastaban en unas cuantas noches la ganancia de sus viajes desde las
costas de África con la bodega abarrotada de negros. Al hablar, sentía
la nostalgia del azul negruzco e intenso del Océano, del verde luminoso
y diáfano del mar de las Antillas, de la larga ondulación del Pacífico y
las aguas plomizas y brumosas de los mares del Norte. El Mediterráneo le
inspiraba desprecio, con sus puertos como Alejandría y Nápoles,
verdaderos pudrideros de todo el detritus de Europa. «Desde Gibraltar a
Suez--decía--, ladrones a la derecha y a la izquierda. Antes robaban en
el mar, y ahora esperan en los puertos.»
Su amistad con Sánchez Morueta, que databa de la infancia, le había
proporcionado un retiro en tierra. Era el inspector de los numerosos
barcos de la casa; y además, no cargaba un buque extranjero minerales de
su principal que no lo despachase él, acumulando así una pequeña
fortuna que le envidiaban sus antiguos compañeros de navegación. Era
bilbaíno á la antigua en todas sus aficiones. Su mayor placer era salir
el domingo con la escopeta al hombro á cazar _chimbos_ en los montes,
pajarillos de varias clases, que habían proporcionado un mote á los
hijos de la villa. El mayor de los regalos era subirse, en las tardes
que no tenía trabajo, á algún _chacolín_ del camino de Begoña á saborear
el bacalao á la vizcaína, rociándolo con el vinillo agrio del país. Sus
amigos _chacolineros_ pasaban por el despacho para noticiarle
misteriosamente cuándo se abría pipa nueva.
--Capitán, esta tarde, donde Echevarri, dan espiche á un _chacolín_ de
dos años.
Y el capitán abandonaba su despacho que, por lo desarreglado y pobre,
parecía un cuarto de marinería, sin más adornos que una mesa vieja,
algunas sillas, un botijo en un rincón y algunas fotografías de buques
en las paredes. Parecía imposible que allí se hablase de negocios que
importaban millones. Un barómetro enorme, dorado y con vistosos adornos,
regalo de Sánchez Morueta, era el único objeto notable y el que más
estimaba el capitán, pues, por sus hábitos de hombre de mar, siempre se
estaba preocupando del tiempo.
--Tenía muchas ganas de verte--dijo Iriondo, ocupando de nuevo su sitio
ante la mesa.--¡Las veces que he pensado en ir á pasar un día en las
minas! Allí hay caza ahora, ¿verdad? Sólo que la gente acomodada parece
que no se dedica á otra cosa. ¡Ay, _Planeta_! Y cómo va á alegrarse Pepe
cuando te vea. Yo hace cuatro días que no le he hablado. Ya sabes su
genio: viene, se va, y, cuando quiere algo, me lo dice desde arriba por
ese tubo que tienes al lado. Es muy bueno Pepe, pero con él, cuanto
menos se habla, mejor. Su debilidad eres tú... tú y Fernandito, ese
ingenierete tan simpático que tiene en los altos hornos. ¡Las veces que
Pepe te recuerda! Un día, hablando de tí y de tus _planetadas_, le oí
decir. «Ese chico, ese chico debía estar á mi lado».
--Oye _Capi_; ¿y cómo anda mi prima, la santa doña Cristina? ¿ha metido
ya alguna comunidad de frailes en el hotel de Las Arenas?
El capitán cesó de sonreír y por sus ojos cándidos pasó una sombra de
inquietud. No podía disimular su turbación.
--No sé... la veo poco. Debe estar como siempre...
Y añadió con repentina resolución:
--Mira, Luisillo: cada uno que proceda como mejor le parezca. Yo á mis
barcos, y fuera de ellos nada me importa.
Tras esto, quedaron los dos en silencio, como si el recuerdo de la
esposa de Sánchez Morueta hubiera hecho pasar entre ellos algo que
helaba las palabras y cohibía el pensamiento. Aresti se levantó para
subir al despacho de su primo.
--Por la escalera no--dijo el capitán.--Sube por ahí: es la escalerilla
interior y llegarás más pronto. Hasta luego: yo también soy de la
cuchipanda. Me ha invitado Pepe y nos llevará en su carruaje.... Si
estás falto de apetito, tienes tiempo para hacer coraje. Lo menos hasta
las dos no comeremos.
El doctor subió por una escalerilla de madera con cubierta de cristales,
que á través de un patio interior ponía en comunicación el entresuelo
con el despacho del jefe. Arriba, las oficinas estaban instaladas con
mayor lujo: las paredes eran de un blanco charolado; brillaban las mesas
y taquillas de madera rojiza, así como los lomos de cobre de los grandes
libros de cuentas. Los verdes hilos de la luz y de los timbres corrían
por las cornisas de una á otra pieza, y sobre las chimeneas funcionaban
relojes eléctricos. Los planos de las minas, las vistas de las fábricas
de la casa, adornaban las paredes.
Aresti, después de una corta espera, fué introducido en aquel despacho,
del que se hablaba en Bilbao como de un laboratorio misterioso, donde
Sánchez Morueta fabricaba raudales de oro con sólo concentrar su
pensamiento.
--¿Cómo estás, Luis?...
Lo primero que vió el doctor fué una mano tendida hacia él, una mano
firme, velluda y, sin embargo, hermosa; una mano fuerte de héroe
prehistórico, que hubiese parecido proporcionada perteneciendo á un
cuerpo mucho mayor. Y eso que el primo de Aresti era tan alto, que casi
le sobrepasaba toda la cabeza; una cabeza, que conocía la villa entera,
virilmente rapada, de ancha frente, y ojos serenos que derramaban hacia
abajo una luz fría. Una hermosa barba patriarcal que le tapaba las
solapas del traje parecía suavizar los salientes enérgicos de los
pómulos y las fuertes articulaciones de su mandíbula robusta y
prominente como la de los animales de presa. Tenía cana la barba, gris
el pelo y, sin embargo, parecía envolverle un nimbo de juventud, de
fuerza serena, de energía reposada y tenaz, que se comunicaba á cuantos
le rodeaban. Era hermoso como los hombres primitivos que luchaban con la
naturaleza hostil, con las fieras, con los semejantes, sin más auxilio
que las energías del músculo y del pensamiento, y acababan por
posesionarse del mundo. Aresti, recordando los dos Alcides que con la
porra en la mano, y al aire la soberbia musculatura dan guardia á los
blasones de armas de la provincia, decía hablando de él: «Mi primo se ha
escapado del escudo de Vizcaya».
Era sobrio en palabras, como todos los hombres que tienen el pensamiento
y la acción en continuo uso.
Conservó un instante la mano del doctor perdida en la suya, estrujándola
con sólo un ligero movimiento, y pasada esta efusión extraordinaria en
él, volvióse hacia su secretario, que permanecía de pie junto á la mesa
manejando papeles y hojas telegráficas.
--Siéntate, Luis--dijo como si le diese una orden--acabo en seguida.
Y le volvió la espalda, olvidándolo, mientras el secretario sonreía
servilmente al primo de su principal y le saludaba con varias
reverencias. Aresti conocía de muchos años á aquel hombrecillo que había
comenzado de escribiente en la casa y era ahora el empleado de confianza
de Sánchez Morueta. El capitán le llamaba «el perro de doña Cristina»
por la protección que le dispensaba la señora y la adhesión absoluta con
que él le correspondía. Aresti despreciábale por las sonrisas con que
saludaba su parentesco con el amo.
Mientras el millonario leía los papeles, cambiando de vez en cuando
alguna palabra con su secretario, el médico, hundido en un sillón,
dejaba vagar su mirada por el despacho. Sufrían una decepción al entrar
allí, los que hablaban con asombro del retiro misterioso del omnipotente
Sánchez Morueta. La habitación era sencilla: dos grandes balcones sobre
la Sendeja, con obscuros cortinajes; las paredes cubiertas de un papel
imitación de madera; una mullida alfombra y la gran mesa de escritorio
con una docena de sillones de cuero, anchos y profundos como si en ellos
se hubiera de dormir. En un rincón, una caja de hierro; en otro una
antigua arca vascongada con primitivos arabescos de talla, recuerdo
arqueológico del país, y en las paredes, modelos en relieve de los
principales vapores de la casa y una enorme fotografía del «_Goizeko
izarra_» (_Estrella de la mañana_), el yate de tres mástiles y doble
chimenea, que permanecía amarrado todo el año en la bahía de Axpe, como
si Sánchez Morueta hubiese perdido su afición á los viajes. Sobre la
chimenea se alineaban en escala de tamaños, fragmentos pulidos de rieles
y piezas de fundición, muestras flamantes del acero fabricado en los
altos hornos de la casa. Un pequeño estante contenía libros ingleses,
anuarios comerciales, catálogos de navegación, memorias sobre minería y
metalurgia. El único libro que estaba entre los papeles de la mesa de
trabajo, dorado y con broches, cual un devocionario elegante, era el
_Yacht Register_ de más reciente publicación, como si el millonario
encadenado por sus negocios, se consolase siguiendo con el pensamiento á
los potentados de la tierra que más dichosos que él, podían vagar por
los mares. El despacho tenía el mismo aspecto de sobriedad y robustez de
su dueño. Todas las maderas eran de un rojo obscuro, con ese brillo
sólido y discreto que sólo se encuentra en las cámaras de los grandes
buques. Aresti resumía la impresión en pocas palabras; «Allí todo olía á
inglés.... Hasta el traje del amo».
Al concentrar la atención en su primo, volvía á admirar sus manos;
aquellas manos únicas, que parecían dotadas de vida y pensamiento
aparte; que iban instintivamente, entre el montón de papeles, en línea
recta y sin vacilación hacia aquello que deseaba la voluntad. Eran como
animales independientes puestos al servicio del cuerpo, pero con fuerza
propia para vivir por sí solas. Aresti las admiraba con cierto respeto
supersticioso. Donde ellas estuvieran, el dinero y el poder se
entregarían vencidos, anonadados. Nada podía resistir á aquellas
hermosas garras de bestia luchadora é inteligente. El movimiento de la
sangre en sus venas de grueso relieve, parecía el latido de un
pensamiento oculto.
Las poderosas zarpas acabaron por amontonar con sólo un movimiento todos
los papeles, dando la tarea por terminada, y los ojos grises del grande
hombre indicaron al secretario con fría mirada que podía retirarse á la
habitación inmediata donde tenía su despacho: una pieza con grandes
estantes cargados de carpetas verdes y algunos ejemplares raros de
mineral bajo campanas de vidrio.
--Don José, un momento,--dijo el hombrecillo;--me permito recordar á
usted el encargo de doña Cristina, ya que está aquí el señor doctor.
Y como Sánchez Morueta pareciera no acordarse, el secretario se inclinó
hacia él, murmurando algunas palabras.
El millonario dudó algunos momentos mirando á su primo.
--Es un favor que te pide Cristina--dijo con alguna vacilación.--Al
saber que venías hoy, me encargó que subieses un momento á Begoña para
ver á don Tomás, ese cura viejo que algunas veces nos visita.
Y como creyese ver en la cara del doctor un gesto de disgusto, se
apresuró á añadir.
--Anda, Luis; hazme ese favor. Piensa que son mis días y que hay que
tener contentas á las señoras. Mi mujer y mi hija se alegrarán mucho. Es
una visita corta: el pobre, según parece, está desahuciado de todos.
¿Qué te cuesta darlas gusto?...
En su mirada y su acento había tal tono de súplica, que Aresti aceptó
mudamente, adivinando que con ello aliviaba de un gran peso á su
poderoso primo. Aquel hombre envidiado por todos, el «hijo favorito de
la fortuna», como él lo llamaba, tenía sus disgustos dentro del hogar.
--Goicochea te acompañará--dijo señalando á su secretario.--Toma abajo
mi carruaje, y, mientras vuelves, terminaré mi tarea. Hasta luego, Luis.
Y cogiendo una pluma, comenzó á escribir, como si una repentina
preocupación le hiciese olvidar por completo á su pariente.
Aresti, llevando al lado á Goicochea en el mullido carruaje del
millonario, pasó por varias calles de la Bilbao tradicional, admirando
sus tiendas antiguas, adornadas lo mismo que en los tiempos de su niñez.
Era igual el olor de zapatos nuevos y telas multicolores fuertemente
teñidas. El carruaje comenzó á ascender penosamente por la áspera cuesta
de Begoña. Terminaba el desfile de casas. Ensanchábase el horizonte,
extendiéndose entre las montañas los campos verdes, y los robledales de
tono bronceado, interrumpidos á trechos por las blancas manchas de las
caserías. El sol asomaba por primera vez en la mañana al través de un
desgarrón de las nubes, y el humo que se extendía sobre la villa tomaba
una transparencia luminosa, como si fuese oro gaseoso. Al borde del
camino levantábanse casas aisladas, ostentando en su puerta el
tradicional _branque_, el ramo verde que indica la buena bebida del
país. Eran los famosos _chacolines_ con sus rótulos: «Se venden
voladores», para que el estruendo fuese completo en días de romería.
Goicochea, que no era hombre silencioso y creía faltar al respeto al
primo de su principal permaneciendo callado, hablaba de aquellos lugares
con cierto entusiasmo.
--Me gusta pasar por aquí, señor doctor, porque recuerdo mi juventud...
los famosos días del sitio. Usted sería muy niño entonces, y ya no se
acordará.
Animado por la mirada interrogante del doctor, siguió hablando:
--¿Ve usted dónde hemos dejado la cárcel? Pues poco más ó menos ahí
estaba la línea entre sitiados y sitiadores. Nos fusilábamos de cerca,
viéndonos las caras, y por las noches charlaban amigablemente los
centinelas de una y otra parte: cambiaban cigarros y se ofrecían
lumbre... para matarse si era preciso al amanecer.
--Usted sería de _los auxiliares_, como mi primo Pepe,--dijo Aresti;--de
los que defendían la villa.
Goicochea dió un respingo en su asiento, pero en seguida recobró su
aspecto plácido y contestó con humilde sonrisa:
--¡Quia, no señor! Yo estaba con los otros: era sargento en un tercio
vizcaíno y llevaba la contabilidad... Cosas de muchachos, don Luis:
calaveradas. Entonces tenía uno la cabeza ligera y aún no habían llegado
los ocho hijos que ahora me devoran.
Y como si tuviera interés en que el doctor conociese exactamente sus
creencias, siguió hablando:
--Por supuesto, que ahora me río de aquellas locuras. ¡Y pensar que en
Somorrostro casi me entierran por culpa de una bala perdida!... Ahora ya
no soy carlista, y como yo, la mayoría de los que entonces expusimos la
pelleja.
--¿Pues qué son ustedes?...
--¿Qué hemos de ser, don Luis? ¿No lo sabe usted?... Nacionalistas;
bizkaitarras; partidarios de que el Señorío de Vizcaya vuelva á ser lo
que fué, con sus fueros benditos y mucha religión, pero mucha. ¿Quiénes
han traído á este país la mala peste de la libertad y todas sus
impiedades? La gente del otro lado del Ebro, los _maketos_: y don Carlos
no es más que un _maketo_, tan liberal como los que hoy reinan, y además
tiene los escándalos de su vida impropia de un católico.... Lo que yo
digo, don Luis. Quédese la Maketania con su gente sin religión y sin
virtud y deje libre á la honrada y noble Bizkaya.... con B alta ¿eh? con
B alta, y con K, pues la gente de España para robarnos en todo, hasta
mete mano en nuestro nombre escribiéndolo de distinta manera.
Y con el índice trazaba en el espacio grandes _bes_ para que constase
una vez más su protesta ortográfica.
El carruaje rodaba por los altos de Begoña. Dormía el camino en medio de
una paz monacal. A un lado y á otro alzábanse grandes edificios de
reciente construcción. Eran conventos ocupados por frailes de órdenes
antiguas y religiosas de modernas fundaciones. La piedad de las señoras
ricas de la villa había levantado aquellos palacios. Allí iba á parar
una parte no pequeña de las ganancias de las minas. La limosna
cuantiosa, y los legados testamentarios cubrían de conventos ó iglesias
aquella parte del monte Artagán. El silencio monacal, que parecía
extenderse por el paisaje, contrastaba con el zumbido de vida que
exhalaba abajo la población, dominada á aquella hora por la fiebre de
los negocios. De vez en cuando sonaba perezosamente una campana en las
torrecillas de ladrillo rojo, llamando á gentes invisibles: se
entreabría un portón con agudo chirrido, dejando ver una cofia monjil,
blanca y almidonada y un rincón de huerto frondoso. Aresti, influenciado
por este ambiente, pensaba en los místicos retiros de la Flandes
católica, en sus conventos modernos de escrupulosa limpieza y sus
beguinas cubiertas por tocas nítidas, de movibles alas, como mariposas
de nieve.
Goicochea seguía hablando. Ahora relataba al doctor la enfermedad de don
Tomás, el cura que iban á visitar; «un santo varón» que en otros tiempos
confesaba á la de Sánchez Morueta y que pronto moriría como un justo si
la Virgen no le salvaba con un milagro. El carruaje paró ante la iglesia
de la imagen famosa, atravesando la Plaza de la República; la República
de Begoña, que aún conservaba esta denominación de los tiempos forales.
Aresti, guiado por su acompañante, entró en la casa del cura para ver á
éste, inmóvil en un sillón, desalentado y tembloroso ante la proximidad
de la muerte. Al reconocer al doctor, con el que había disputado más de
una vez en casa de Sánchez Morueta, el viejo mostró en sus gestos cierta
esperanza. ¡A ver si podía salvarlo con aquella ciencia que había
ensalzado tantas veces al discutir con él! No podía dormir, no podía
acostarse; se ahogaba. Aresti conoció á primera vista la gravedad de su
dolencia. Tenía enfermo el corazón, el órgano rebelde á todo reparo. Por
más que intentó animar al enfermo con palabras alegres, el viejo, con su
astucia aguzada por el miedo, adivinó la ineficacia del remedio, entre
aquellos planes de curación que Aresti le proponía por decir algo.
--¡Lo mismo que los otros!--gimió.--¡Ay Virgen de Begoña!... ¡Virgen de
Begoñaaa!
El acento desesperado con que llamaba á la Virgen, revelaba el egoísmo
de la vida, agarrándose á la última esperanza, implorando un milagro,
con la ilusión de que, en favor suyo, se rompiesen y transtornasen todas
las leyes de la existencia.
Al verse de nuevo en la plaza, Goicochea miró al templo y se descubrió
como si le pesara volver á la villa sin saludar á la imagen.
--Podíamos entrar un momento, ¿no le parece, don Luis? Nos queda tiempo
de sobra. ¿Usted, indudablemente, no habrá visto á la Virgen desde que
le coronaron como Señora de Vizcaya? Pues está muy bonita. Entremos y yo
pediré un poco por el desgraciado don Tomás.
Aresti se dejó conducir. No había estado allí desde que era niño, y le
interesaba ver las grandes reformas que la devoción de los ricos de
abajo había realizado en aquel edificio, convertido en fortaleza durante
las guerras y al que afluían ahora todos los sentimientos del país
hostiles á la nacionalidad española y á sus progresos.
Pasaron bajo unas arcadas adosadas al templo; el paseo cubierto de todas
las iglesias vascas, donde en otros tiempos se reunía el vecindario,
amparado de la lluvia, para tratar los asuntos públicos después de la
misa. Por algo, la mayoría de los pueblos vizcaínos tomaron el título de
anteiglesias, en época de fueros.
Entraron por una puerta lateral, y mientras Goicochea marchaba hacia el
altar mayor, dejándose caer de rodillas ante la Virgen con devoción
compungida, Aresti paseó por el templo, examinándolo. Los
reclinatorios, los bancos y los altares, llamaron inmediatamente su
atención. Eran piezas de esa ebanistería parisién del barrio de San
Sulpicio, puesta al servicio de los fieles, que arregla oratorios para
las señoras elegantes con el mismo refinamiento con que sus compañeros
de oficio adornan un dormitorio ó un _budoir_. El gusto artístico del
jesuitismo contrastaba con la arquitectura del templo, de un gótico
sobrio, con grandes sillares sin adorno alguno. De las pilastras
pendían, como banderas de victoria, los estandartes de las diversas
peregrinaciones, y cubrían las paredes lápidas conmemorativas en
vascuence y algunos cuadros horribles, inmortalizando la coronación de
la Virgen.
Al médico le interesaban más los votos que se extendían por la pared, á
la altura de sus ojos, cuadritos de una pintura cándida y grosera,
representando olas alborotadas, barcos próximos á zozobrar con los palos
rotos, y descendiendo de entre los nubarrones sobre el casco
desmantelado, un rayo semejante á una lombriz roja. Provocaban la risa
como obras de arte, pero Aresti los miraba con respeto, viendo en ellos
el recuerdo de un drama vivido por muchos centenares de hombres. Eran
votos de la gente de mar, muestras de agradecimiento de tripulaciones
vizcaínas, por haberlas salvado la imagen de Begoña de espantosas
tempestades. Los cuadros más antiguos y borrosos representaban
bergantines y fragatas con las velas rotas, encabritándose sobre las
olas, flotando entre estas algún mástil roto: los más modernos eran
vapores espantosamente ladeados por el empuje del mar, con la cubierta
barrida por el agua. Y Aresti pensaba en la pobreza humana que resurge
siempre ante las catástrofes ciegas de la naturaleza; en la fe que
siente el hombre por lo maravilloso apenas ve en peligro su existencia.
Goicochea había cesado de rezar y, acercándose al doctor, hablábale al
oído con la satisfacción del que muestra las bellezas de su propia casa.
--Mírela usted--decía señalando á la imagen.--¡Qué hermosa es! ¡Y qué
bien le sienta la corona!...
Aresti miraba la imagen, el «fetiche bizkaitarra», como decía él en sus
cenas con los amigos de Gallarta, y la encontraba grotescamente fea,
como todas las imágenes españolas que son famosas y hacen milagros. La
cabecita de bebé parecía abrumada por una alta corona, inflada como un
globo; hasta sus pies descendía, como un miriñaque, el manto cubierto de
toda clase de piedras preciosas. Los diamantes, perlas y esmeraldas
arrojadas á manos llenas por la devoción, como si el brillo pudiese
aumentar la hermosura de la imagen, esparcíanse también sobre el
pequeñuelo que la Virgen mostraba entre sus manos.
--Cuántas joyas ¿eh?--murmuraba con entusiasmo Goicochea.--Esto sólo se
ve en este país. Aquí hay religión y riqueza.
El doctor pensaba involuntariamente en el sucio y doliente rebaño de las
minas, calculando en cuánto habría contribuido su miseria á aquellos
regalos inútiles, colocados por la fe y la ostentación de unos pocos,
sobre un madero tallado.
--¡Si usted hubiese visto el acto de la coronación!--continuó la voz de
Goicochea con sordina.--Aún me estremezco de entusiasmo recordándolo.
Fué cosa de llorar. Catorce obispos asistieron y hubo quince días de
peregrinación de Bilbao y los pueblos. Vizcaya entera pasó por aquí:
peregrinación de señoras, peregrinación de criadas de servir,
peregrinación de obreros; las anteiglesias en masa con sus párrocos al
frente, y sermones al aire libre de religiosos de todas las órdenes, y
de padres jesuítas: pero sermones buenos de veras, en vascuence:
diciendo lo que significaba la coronación de la Virgen como Señora de
Vizcaya. Fíjese usted bien.... _¡Señora!_ Vizcaya sólo ha tenido
Señores. Hasta Dios es para nosotros _Jaungoicoa_ ó sea «Señor de
arriba.» Eso de reyes y reinas es cosa de los _maketos_. Desde el día de
la coronación de la Señora, que moralmente hemos arreglado nuestras
cuentas con los que viven del Ebro para allá, separándonos para siempre.
La cosa fué conmovedora: como organizada por los principales del
partido.... Pero vámonos, que aquí molestamos hablando.
Goicochea salió del templo huyendo de las miradas que le lanzaban dos
aldeanas viejas arrodilladas ante la Virgen.
En el porche de la iglesia continuó dando expansión á su entusiasmo.
--¿Y ha visto usted cuántos milagros? ¿No le enternece eso?...
--Sí--dijo Aresti con gravedad.--A mí me conmueve la piedad de los
hombres de mar que vienen aquí descalzos, trayendo su recuerdo á la
Virgen, por haber estado próximos á naufragar y no haber naufragado.
Gran cosa es la fe. Lo mismo que á ellos, les ocurre casi todos los días
á marineros ingleses, suecos ó americanos que son protestantes ó no son
nada, y se salvan á pesar de no tener una Virgen de Begoña á quien
recomendarse. Además, vaya usted á saber los vizcaínos que se habrán
ahogado después de implorar á la Virgen. Esos no han podido venir aquí á
contarlo.
El secretario hizo un movimiento de extrañeza, mirando escandalizado al
médico.
--Don Luis--dijo con acento dulzón.--No empiece usted á soltar de las
suyas. Mire que no estamos en las minas, sino en la puerta de la casa de
la Virgen, y que ésta le castigará.
--No; yo no me burlo de la fe--dijo Aresti.--El hombre es naturalmente
cobarde ante el dolor, ante un peligro que supera á sus fuerzas; basta
que se considere perdido para creer y esperar en lo maravilloso. Me
acuerdo de mister Peterson, un ingeniero inglés empleado en las minas,
un protestante muy ilustrado y fervoroso que no perdía ocasión de
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